Retrato de Antonio Machado, óleo sobre tela de Ignacio Rived, circa 1912. Colección particular, Madrid.
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Literatura

Machado en las alturas

A siglo y medio del nacimiento del poeta Antonio Machado (1875-1939), publicamos este ensayo del también poeta David Huerta (1949-2022), recopilado en el libro Las hojas. Sobre poesía (Cataria, 2020). En este analiza el poema “A orillas del Duero”, perteneciente a Campos de Castilla. “El poeta sube el monte para ver, para pensar, para estar en contacto con la naturaleza, para templar los músculos e iluminar sus ojos”, afirma Huerta sobre el admirado poeta español.


Por David Huerta

 A Michael Predmore (1938-2017)

Cuando animado el pensador profundo

de la sublime inspiración divina

quiere ver a sus pies el ancho mundo

y al vértice elevado se encamina,

¡cómo va sus ideas ensalzando

al par que va subiendo y va mirando!

José Batres Montúfar

¿Cómo no volver continuamente a Antonio Machado (1875-1939)? ¿Cómo no seguir discutiendo con su prosa y disfrutando la inteligencia formal y la belleza de sus versos, efecto o venero, no se sabe bien, de su estar en el mundo con los sentidos tan ejemplarmente abiertos?

La múltiple lección noventayochista –humanista y política–, el ámbito espiritual e intelectual de la Institución Libre de Enseñanza y la poesía del nicaragüense Rubén Darío son los linderos o el marco de la obra machadiana, las señales distintivas de su circunstancia en la historia, en la sociedad española y en la sensibilidad poética de su época. Desde luego, es una obra original y sabe, al mismo tiempo, reconocer sus deudas con soltura y con entera libertad; en su tratamiento de la tradición y en su proyección hacia nuevas formas y nuevas ideas apenas tiene parangón: no será materia del olvido mientras haya lectores despiertos, mientras aliente en alguien la lengua castellana.

Versificador de formas tradicionales o clásicas, su españolismo o castellanismo, como el de Garcilaso de la Vega en el siglo XVI, tiene relaciones fecundas con la poesía y el pensamiento de Europa: Machado fue alumno de Henri Bergson en París y conoció las obras de Nietzsche, de Husserl, de Heidegger.

Sin ser un poeta doctus en la línea de Goethe, las reflexiones de Machado, maliciosamente transmitidas por medio de sus heterónimos (Juan de Mairena y Abel Martín, maestro de aquel), son una lección continua de agudeza, no en el sentido gracianesco –era enemigo declarado del Barroco–, sino en el de la conversación en las tertulias, disfrazada por él de clases dictadas a un puñado de adolescentes y jóvenes en una escuela conjetural, trasunto castellano de la Academia griega.

Machado fue capaz de reconocer y celebrar el legado de Francisco Giner de los Ríos y al mismo tiempo de valorar la poesía extraordinaria de los jóvenes de la siguiente generación, y de Federico García Lorca en primer lugar. En 1936, de la pluma de don Antonio salió la frase lapidaria, acusación imborrable a los asesinos de Federico: “El crimen fue en Granada”.

* * *

El segundo libro poético de Antonio Machado se tituló Campos de Castilla y está fechado de la siguiente manera en casi todas las ediciones póstumas a partir de 1940: 1907-1917. Este 1917 es el año de aparición de las primeras “obras completas” –hubiera sido mejor llamarlas, pues su autor vivía, “obras reunidas”–; el año de la primera edición, en libro individual, de Campos de Castilla, es en realidad otro, anterior en un lustro: 1912, con el sello de Renacimiento. Tengo a la vista la edición mexicana de Obras (1940) de Machado y a ella me remito, casi siempre, en estas páginas; es de la Editorial Séneca, primera entrega de la colección Laberinto, “bajo la dirección de José Bergamín y al cuidado tipográfico del poeta Emilio Prados”. También he aprovechado para este breve ensayo el trabajo de Aurora de Albornoz. Más adelante daré una noticia menuda, pero importante, en torno a lo hecho con la poesía de Antonio Machado por Amelia de Paz, filóloga de primera magnitud.

“Así soy, así vivo, estos son mis ideales ante el mundo y en medio de la vida”. ANTONIO MACHADO

 

El primer poema del volumen machadiano es el famoso “Retrato”, una etopeya en la cual el poeta se presenta a sus lectores. Les dice a estos de muchas maneras en versos memorables: “Así soy, así vivo, estos son mis ideales ante el mundo y en medio de la vida”. La justa fama de ese autorretrato moral y psicológico ha dejado en la sombra el segundo poema de este libro de 1912: “A orillas del Duero”, fácil de confundir en los índices de los libros machadianos con poemas de títulos semejantes.

No resulta descabellado pensar en las dudas de Machado a la hora de ordenar los poemas de su segundo libro: el llamado “A orillas del Duero” tenía originalmente el título del libro mismo: “Campos de Castilla”, y acaso hubiera ocupado el primer lugar en el libro de no habérsele “atravesado” el “Retrato”. “A orillas del Duero” fue publicado por vez primera a principios de 1910, con el título de “Campos de Castilla”, en la revista La Lectura.

Antonio Machado en 1927, fotografía de Alfonso Sánchez García, Alfonso.

* * *

La descripción formal del poema es sencilla: 76 versos alejandrinos, distribuidos en 38 pareados. Antonio Sánchez Barbudo –a quien no le gustaba esta pieza– da una curiosa noticia: “A orillas del Duero” le parecía obra modernista a Juan Ramón Jiménez debido a esos rasgos formales. Contra la opinión de Sánchez Barbudo, a mí me parece un poema de una fuerza sorprendente, tan personal, modernista, castellanista o “noventayochista” como tantos otros; pero considerablemente más enérgico, diáfano, expresivo y eufónico. No es inferior al “Retrato” –para mí, es superior desde varios ángulos–, pero es mucho menos conocido, lo cual no deja de ser injusto.

Colofón y portada de Obras de Antonio Machado, Editorial Séneca, México, 1940.

Los pareados ocupan grandes zonas de la poesía en lengua inglesa; pero en esa literatura esta forma fue utilizada más bien para poemas satíricos. Por sus temas y su poder descriptivo-metafórico, el poema de Antonio Machado recuerda grandes porciones de The Prelude, la obra maestra de William Wordsworth (1770-1850). Es una operación relativamente simple encontrar en los versos del poeta inglés paralelismos con Machado y con “A orillas del Duero”, por ejemplo, en el sexto libro de The Prelude, titulado “Cambridge and the Alps”. Otro parentesco poético discernible puede establecerse con la obra del mexicano Manuel José Othón (1858-1906) y su “Himno de los bosques”: diré, a manera de mínima ilustración, cómo a Machado y a Othón les gusta y les sirve poéticamente la palabra “alcor” (collado, colina).

Es obvia la relación de estos tres poetas: son artistas del paisaje, paisajistas poéticos. Difieren, sin embargo, en el tono y en la temperatura emotiva. Es dudoso o improbable un juego de influencias; se trata más bien de convergencias e intereses poéticos comunes ante el espectáculo de la naturaleza, a veces en conjunción con la propia biografía (Wordsworth), con un ideal de vida (Othón) o con la historia nacional (Machado). “A orillas del Duero” me parece –como los de Othón y Wordsworth, con todas las diferencias a la vista– un poema extraordinario.

Me seduce en este poema la visión del poeta cuando ha llegado al término de su ascensión –módico alpinismo castellano. Lo veo ahí, en las alturas; tiene algo de Juan Rulfo en una famosa fotografía (al parecer, un autorretrato) tomada en el Nevado de Toluca. Machado es menos atlético o “deportista”; pero con su bastón “a guisa de pastoril cayado”, resulta conmovedor.

Veamos el poema de cerca, en la secuencia de los versos y las imágenes, y en su castellano colorido, lleno de tonos pardos, terrosos. Y tratemos de entender su andadura moral y su postura crítica.

* * *

Alrededores de Soria. El poeta asciende un monte en medio del bochorno de un día veraniego. Es el mes de julio; un día ardiente, canicular; hace un calor de perros, como ha de decirse para honrar la etimología. En lengua inglesa, la canícula debe mencionarse con dos palabras: dog days.

El calor, entonces. Allá abajo, los campos, los “agrios campos”.

El poeta está solo y su ascensión es, simultáneamente, un afán del cuerpo y del espíritu. Un propósito semejante movía a Ignacio Bolívar Urrutia (1850-1944), ilustre entomólogo –hombre acostumbrado, por lo tanto, a las actividades al aire libre–, mencionado con admiración en las páginas de Juan de Mairena. El poeta sube el monte para ver, para pensar, para estar en contacto con la naturaleza, para templar los músculos e iluminar sus ojos:

Mediaba el mes de julio. Era un hermoso día.

Yo, solo, por las quiebras del pedregal subía,

buscando los recodos de sombra, lentamente.

Atrás y allá abajo, como en otro mundo, ha quedado Soria, la ciudad de Castilla la Vieja, en donde vive y enseña lengua y literatura de Francia desde 1907. La excursión del poeta solitario es parecida y a la vez muy diferente de la subida al monte Ventoso del viejo maestro italiano, micer Francesco Petrarca.

A los pies del monte, el poeta admira el río: el Duero, las “aguas plateadas” del curso fluvial rumbo a su desembocadura atlántica en Portugal.

El poeta suda, jadea por el esfuerzo. Bajo el fuego solar, avanza con decisión hacia el reino de las “aves de altura”. Lo rodean las olorosas “hierbas montaraces”, enlistadas con cierto deleite con sus nombres: romero, tomillo, salvia, espliego. Un buitre aparece ante él de improviso:

Un buitre de anchas alas con majestuoso vuelo

cruzaba solitario el puro azul del cielo.

Los montes circundantes (“[…] y cárdenos alcores sobre la parda tierra”) van configurando ante los ojos del poeta-alpinista un extraño conjunto de objetos: un “recamado escudo”, los “harapos esparcidos de un viejo arnés de guerra”, una ballesta “corva”. Soria se le aparece entonces como “una barbacana / hacia Aragón, que tiene la torre castellana”; basta asomarse a un mapa de España para entender esta imagen: Soria parece ver de frente a Aragón y “defender”, como una barbacana, el “fuerte” de la “torre castellana”, a sus espaldas. Es como si alrededor, abajo, viera recuerdos de una antigua grandeza militar. José Ortega y Gasset pudo verlo y decir con precisión:

[…] no estriba el acierto en que los alcores se califiquen de cárdenos ni la tierra de parda. Estos adjetivos de colores se limitan a proporcionarnos como el mínimo aparato alucinatorio que nos es forzoso para que actualicemos, para que nos pongamos delante de una realidad más profunda, poética, y sólo poética, a saber: la tierra de Soria humanizada bajo la especie de un guerrero con casco, escudo, arnés y ballesta, erguido en la barbacana. Esta fuerte imagen subyacente da humana reviviscencia a todo el paisaje.

El filósofo acierta al describir el acontecimiento: se trata de una alucinación; la creación poética, en esa visión machadiana desde las alturas de un monte castellano, requiere un “mínimo aparato alucinatorio”. La palabra “barbacana” debe entenderse, según se aclara implícitamente en el pasaje de Ortega, no como “tronera” sino como el muro perimetral de una fortaleza o bicoca.

* * *

La escena del antiguo guerrero castellano transfigurado en el paisaje vecino a Soria ocurre en el verso 22 del poema, apenas el primer tercio de la composición. Faltan muchos versos aún para la conclusión; pero ese apunte castrense, similar a un daguerrotipo, desencadena sombrías meditaciones y observaciones melancólicas.

“Se trata de una alucinación; la creación poética, en esa visión machadiana desde las alturas de un monte castellano, requiere un ‘mínimo aparato alucinatorio’ ”.

 

A orillas del Duero, óleo sobre lienzo de Rafael de la Rosa. Fuente: Elige Soria (sitio en línea).

Las robledas y los encinares de las cordilleras rodean prados y roqueríos en donde aparecen animales característicos de la región: toros, merinos. En el fondo de algún valle es posible descubrir, mientras cruzan un “largo puente” y pasan “bajo las arcadas / de piedra”, diminutos grupos humanos: carreteros, jinetes, arrieros. Con sus brillos argentados, el río marca el paisaje y se sitúa en un país específico, con su larga y accidentada historia cifrada en dos topónimos: Iberia, Castilla:

El Duero cruza el corazón de roble

de Iberia y de Castilla…

Manuscrito original del poema “A orillas del Duero” de Antonio Machado. Fuente: Antonio Machado (sitio en línea).

La tierra es “triste y noble”. Lo primero, por su postración actual; lo segundo, por su pasado glorioso. Los antiguos iberos y los menos antiguos castellanos son los protagonistas de un pasado de poder, majestad y nobleza; ahora, he aquí el espectáculo:

¡…decrépitas ciudades, caminos sin mesones,

y atónitos palurdos, sin danzas ni canciones

que aun van, abandonando el mortecino hogar,

como tus largos ríos, Castilla, hacia la mar!

Las únicas rimas agudas de “A orillas del Duero” aparecen apenas rebasada la mitad del poema: en los versos 39 y 40. Son significativas: hogar-mar; señalan con absoluta claridad prosódica el comienzo de la segunda parte.

El río humano de los pobres avanza sobre el Duero; el agua termina su viaje en la grandeza oceánica, pero los miserables castellanos seguirán siendo pobres. Entonces aparece el complejo espíritu del año 98, la consciencia de un final: el de la grandeza antigua e imperial, el año de la pérdida de Cuba, última posesión ultramarina; el año de la decadencia sellada por la crisis de la educación –la ignorancia popular, principal enemiga de Giner de los Ríos– y por la debilidad económica y social del país, viejo imperio:

Castilla miserable, ayer dominadora,

envuelta en sus andrajos desprecia cuanto ignora.

Para un noventayochista como Antonio Machado Ruiz, la crisis de España no desencadena la menor nostalgia reaccionaria o imperialista; al contrario: quiere para su país un modicum –siquiera, para empezar, diríamos– de civilización, una mente despierta, un nuevo sentido de convivencia. Quiere para España la generosidad del Cid, hoy extraviada:

Castilla no es aquella tan generosa un día,

cuando Myo Cid Rodrigo el de Vivar volvía,

ufano de su nueva fortuna y su opulencia,

a regalar a Alfonso los huertos de Valencia.

Las fortunas imperiales fueron dilapidadas y la herencia son los harapos de los campesinos y labriegos de 1910. Los “guerreros y adalides” “acreditaron los bríos” españoles en las aventuras trasatlánticas, conquistaron “ríos inmensos”, llenaron el arca de los Austrias; fueron “para la presa cuervos, para la lid leones”.

Los españoles de antaño se han convertido en algo muy diferente:

Filósofos nutridos de sopa de convento

contemplan impasibles el amplio firmamento…

Resignación, desinterés por la posible prosperidad mercantil, indiferencia ante las inminencias de la guerra. Los versos de la España en crisis se repiten: 

Castilla miserable, ayer dominadora,

envuelta en sus andrajos desprecia cuanto ignora.

El bochorno cenital del principio del poema comienza a esfumarse:

El sol va declinando. De la ciudad lejana

me llega un armonioso tañido de campanas.

Esa armonía de las campanas tiene su contraparte en el inarmónico signo de atraso del cual es cifra o símbolo: la beatería de las “enlutadas viejas”, camino a misa. El sol se pone sobre Soria. El poeta alpinista inicia el descenso de su atalaya agreste. Su excursión está terminando. Pero antes tiene lugar una escena extraordinaria.

Los llamativos animales mencionados en “A orillas del Duero” son casi todos grandes: buitres, toros, merinos, cuervos, leones. Han aparecido en contextos solares o imperiales, paisajísticos o alegóricos. Al final del poema surgen dos animales pequeños de una vivacidad y una brillantez intrigantes:

De entre las peñas salen dos lindas comadrejas:

me miran y se alejan, huyendo, y aparecen

de nuevo, ¡tan curiosas!… Los campos se oscurecen.

Con cuatro imágenes de lugares, dos humanos, dos naturales (camino, mesón // campo, pedregal), concluye el poema:

Hacia el camino blanco está el mesón abierto

al campo ensombrecido y al pedregal desierto.

Las comadrejas siguen escondidas, como una promesa y un misterio ante el paisaje desolador descrito en el poema y encerrado en las reflexiones del poeta, “pensador profundo” en las alturas.

Retrato de Antonio Machado, óleo sobre lienzo de Joaquín Sorolla, 1918. Hispanic Society of America, Nueva York.

 



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