“En el viaje, descubrimos solamente aquello de lo que somos portadores”, apunta Michel Onfray en su Teoría del viaje. Los exploradores que en el siglo antepasado se aventuraron a conocer, estudiar, describir y retratar los rincones de la América todavía virgen, parcialmente conocida o poco comunicada, llevaban consigo, junto a sus equipajes y aparatos, el bagaje de las prefiguraciones, ideas y fantasías que habían heredado o producido por su propia cuenta con relación a aquel continente. En los diarios de los viajeros, los descubrimientos se combinan con las proyecciones de los deseos, lo novedoso y lo incomprensible; se hacen caber en los marcos de referencia establecidos y se superponen las observaciones de quienes coincidieron en la posesión temporal de un mismo destino. El tiempo que los exploradores invirtieron en sus desplazamientos físicos no da la medida completa de la duración de sus viajes. Los habían iniciado tiempo atrás, cuando su imaginación fue seducida por los relatos e imágenes de otras expediciones, y se iban a prolongar por muchos años después mediante la circulación y permanencia de sus propias crónicas e ilustraciones, inspiradoras a su vez de nuevos recorridos. Los bocetos y dibujos viajaron hacia los grabados y las litografías, y a estos les dieron continuidad las fotografías, que por un tiempo fueron también modelo de las estampas gráficas. Las bitácoras ilustradas transitaron por el mundo esparciendo noticias sobre la vastedad y diversidad de las geografías, las especies y las culturas, y con ellas sus lectores fueron transportados a lugares que podían parecer invenciones oníricas, como aquellos en donde la maleza devoraba las ruinas de reinos desaparecidos.
La aparición de Incidents of travel in Central America, Chiapas, and Yu-ca-tán (1841) e Incidents of travel in Yucatán (1843), escritos por Stephens e ilustrados por Catherwood, dio inicio a una nueva etapa en los estudios arqueológicos e iconográficos sobre el mundo maya.
Panoramas de Tebas y Jerusalén se contaban entre las atracciones que Londres ofrecía a sus habitantes y visitantes a mediados de los años treinta del siglo xix. Esas piezas fueron la mejor carta de presentación para que su autor, el arquitecto y dibujante inglés Frederick Catherwood, fuera invitado a una expedición cuyo destino era América Central y su propósito la búsqueda de vestigios de antiguas civilizaciones. El promotor de esta aventura era John Lloyd Stephens, un abogado de Nueva York y autor de un libro sobre el Medio Oriente, a quien una misión diplomática le dio la oportunidad de internarse en aquella región acerca de la cual corrían pocas noticias ciertas y muchas leyendas.
Entre 1839 y 1842 Stephens y Catherwood llevaron a cabo dos recorridos que pasaron por los territorios de Belice, Honduras, Guatemala y México. En ambas ocasiones estuvieron en la península mexicana de Yucatán a cuya exploración dedicaron por entero su segunda visita. Como resultado de esas incursiones a lugares escondidos entre la vegetación selvática, en las que tuvieron que vencer toda clase de obstáculos –el acoso de las alimañas, las enfermedades, la escasez de alimentos, los rigores del clima–, se obtuvo el registro más completo que hasta entonces se había realizado de los sitios en que los indios mayas habían asentado sus dominios. La documentación que al alimón lograron reunir Stephens y Catherwood brindó nuevas luces sobre una civilización que había alcanzado notables niveles de desarrollo y desaparecido de manera misteriosa.
La aparición de Incidents of travel in Central America, Chiapas, and Yu-ca-tán (1841) e Incidents of travel in Yucatán (1843), escritos por Stephens e ilustrados por Catherwood, dio inicio a una nueva etapa en los estudios arqueológicos e iconográficos sobre el mundo maya. Armados con apuntes y registros tomados de primera mano, mientras los exploradores acampaban en los vestigios que intentaban descifrar, esas publicaciones se volvieron no menos célebres que las bitácoras de Alexander von Humboldt. En Nueva York, el mismo año en que los exploradores retornaron de su segundo viaje, Catherwood dio a conocer panoramas armados a partir de sus dibujos, presentación de la que también formaron parte piezas originales recabadas por Stephens –entre ellas unos dinteles de Kabah y Uxmal–. A los pocos días de la inauguración, el espectáculo arqueológico fue consumido por un incendio que se originó en las lámparas de gas del sistema de iluminación. Con esa desgracia a cuestas, Stephens y Catherwood buscaron difundir por otra vía sus impresiones de viaje. Planearon una magna edición, que llevaría por título Antigüedades americanas, compuesta por ciento veinte grabados de Catherwood. Humboldt, quien seguramente conocía los volúmenes publicados de Incidents of travel fue considerado, junto con William Prescott –el afamado autor de La conquista de México–, para escribir el texto introductorio de aquella obra. Por sus ambiciones, el proyecto editorial no consiguió el respaldo económico requerido y Catherwood debió contentarse con una versión más modesta, de la que él mismo fue editor: Views of ancient monuments in Central America, Chiapas and Yucatán (1844). De este título, conformado por un set de veinticinco estampas litográficas, algunas de ellas coloreadas por el autor, se tiraron únicamente trescientos ejemplares. Con una presentación en la que Catherwood hizo su propio recuento de las experiencias vividas en tierras mayas, el compendio de vistas le dio el protagonismo que se merecía al levantamiento gráfico realizado por el compañero de viaje de Stephens, a quien el dibujante dedicó la publicación.
Catherwood hizo uso de la cámara lúcida –un dispositivo óptico transportable que ayudaba a que los dibujos fueran más precisos– en la elaboración de sus ilustraciones del mundo maya. Del recién inventado daguerrotipo, Stephens y Catherwood se sirvieron en su segunda excursión por Yucatán, obteniendo resultados poco satisfactorios excepto como retratistas de la población nativa. La luz natural de que disponían para hacer sus tomas dificultó la obtención de buenas imágenes, que a Catherwood de cualquier forma le fueron útiles para rectificar sus dibujos. No sobrevivieron pruebas de ese uso pionero del daguerrotipo en las exploraciones arqueológicas, cuya primicia se acredita al barón austriaco Emanuel von Friedrichsthal, quien por esos años exploró la misma región y dio a conocer sus resultados en Europa con la ponencia Les monuments de l’Yucatán. Debió pasar más de una década para que el encuentro entre los vestigios del mundo maya y los aparatos fotográficos de los viajeros produjera una iconografía no menos seductora que la producida por Catherwood y su larga cauda de antecesores. El ánimo aventurero e intelectual que Stephens describía como “afición a lo maravilloso” también estuvo detrás de los fotógrafos-arqueólogos que más tarde siguieron los pasos de los autores de Incidents of travel in Yucatán. Con los testimonios de estos viajeros, que implicaron tanto la revalidación como la enmienda de los anteriores registros, se volvió a certificar la permanencia material y simbólica de las civilizaciones y cosmogonías de la Antigüedad mesoamericana.
En la segunda mitad del siglo xix, los reinos mayas en la península de Yucatán, sin dejar de perder su halo de misterio, fueron sometidos al escrutinio de miradas que se beneficiaron de mejores técnicas de estudio y de los conocimientos acumulados, y fueron dejando atrás las improvisaciones de los viajeros para adquirir la racionalidad de una disciplina científica. Los trabajos de exploración del francés Désiré Charnay (1828–1915) y del ítalo-germano-austriaco Teoberto Maler (1842–1917) se llevaron a cabo en ese periodo en que el romanticismo de los descubrimientos, de suyo entreverado con intereses de toda índole, dejó su lugar a una competencia internacional por la apropiación e interpretación del legado histórico de los mayas, que involucró a autoridades gubernamentales, instituciones académicas, patronos prósperos, coleccionistas ilustrados, saqueadores, traficantes y grandes museos. Los procesos con los que estos fotógrafos elaboraron sus registros, que todavía requerían cuidados y paciencia, resistieron de mejor modo las vicisitudes del trabajo de campo y facilitaron su difusión como imágenes impresas.
Charnay se interesó en conocer el mundo de los mayas luego de revisar las bitácoras de Stephens y Catherwood, que descubrió mientras residía en la ciudad de Nueva Orleans, Estados Unidos, entre 1850 y 1851. Pocos años después, instalado en París, inició su aprendizaje de la fotografía y proyectó realizar un tour fotográfico por el mundo. A fines de 1857 Charnay llegó por primera vez a México, que pronto se convertiría en el escenario de una guerra intestina entre los bandos liberal y conservador, que se extendió a lo largo de los siguientes tres años. Entre 1858 y 1860 visitó la capital del país y llevó a cabo sus primeras exploraciones del territorio mexicano, que le permitieron conocer localidades de los estados de Puebla, Oaxaca, Yucatán y Tabasco. A pesar de que su trabajo fotográfico sufrió pérdidas y fracasos, el viajero francés consiguió producir un buen número de imágenes a partir de las cuales compuso el Álbum fotográfico mexicano (1860) y el atlas fotográfico Cités et ruines américaines (1862), que al año siguiente se complementó con una memoria escrita de aquellos recorridos, en una edición que dedicó al emperador Napoleón III.
Al parecer, la segunda estancia de Charnay en México sucedió entre 1864 y 1867, periodo en el que la intervención del ejército francés y el apoyo de los conservadores locales convirtieron al archiduque Maximiliano de Habsburgo en cabeza del Segundo Imperio mexicano. Se ha aventurado que el fotógrafo estuvo al servicio de este monarca o de una comisión científica francesa, aunque no se conservan imágenes que confirmen estos vínculos. Entre 1880 y 1882, Charnay estuvo por tercera y cuarta ocasiones en tierras mexicanas para desarrollar proyectos que contaban con la venia del gobierno francés y el respaldo económico del financiero estadounidense Pierre Lorillard. Tras ser denunciado en la prensa mexicana por pillaje arqueológico, en esos años realizó, en sitios arqueológicos como Teotihuacan, Tula, Palenque, Chichén Itzá, Kabah, Uxmal, Yaxchilán y Mitla, intensas labores que fueron más allá del levantamiento fotográfico: excavaciones, elaboración de moldes, estampados de relieves, adquisición de libros e incluso el renombramiento de Yaxchilán –lugar al que primero arribó el británico Alfred Percival Maudslay– como ciudad Lorillard, en honor de su patrocinador. Con una exposición en el Musée d’Ethnographie du Trocadéro de París, en 1883, y la publicación, en 1885, de Les ánciennes villes du Nouveau Monde, se consolidó el prestigio de Charnay como explorador de las civilizaciones mesoamericanas. En 1886 emprendió el que sería su último recorrido por la península yucateca.
La llegada de Teoberto Maler a México, el 30 de diciembre de 1864, también tuvo relación con el establecimiento del Segundo Imperio mexicano. Descendiente de una familia germana, Maler nació el 18 de enero de 1842, en Roma, donde su padre trabajaba como chargé d’affaires del Gran Ducado de Baden. Huérfano de madre a temprana edad, mantuvo a lo largo de toda su vida una relación tensa con su progenitor. Tras formarse y trabajar como arquitecto, hizo a un lado esta profesión para enlistarse como cadete en las fuerzas expedicionarias austrobelgas que fueron enviadas a aquella nación americana para respaldar a Maximiliano de Habsburgo. En defensa del gobierno monárquico, participó en varias batallas y alcanzó el grado de capitán. A la caída del emperador austriaco, que tuvo su momento culminante el 19 de junio 1867 con su fusilamiento en el cerro de las Campanas, Maler permaneció en México por la siguiente década. Durante ese tiempo, recorrió varios estados de la República, adquirió el oficio de fotógrafo y acrecentó su interés en las civilizaciones indias. En 1876, radicó medio año en Oaxaca, tiempo en que instaló y atendió un estudio fotográfico. Al año siguiente, tuvo su primer contacto con la civilización maya al visitar las ruinas de Palenque. En 1878, retornó a Europa con el fin de atender asuntos relacionados con la herencia de su fallecido padre. Tuvo trato a partir de entonces con varios de los estudiosos y exploradores del Nuevo Mundo, a quienes causó una buena impresión por la cantidad y la calidad de las imágenes que había realizado en México, y por la amplitud de sus conocimientos arqueológicos y etnográficos.
Entre diciembre de 1886 y junio de 1894, Teoberto Maler hizo numerosas exploraciones en torno a los vestigios mayas, que documentó con minuciosidad mediante notas, planos, dibujos arquitectónicos y fotografías. Entre 1898 y 1905 encabezó tres expediciones por la región guatemalteca del Petén y a lo largo del río Usumacinta.
Teoberto Maler regresó a México en marzo de 1885. Eligió como su primer lugar de residencia la ciudad de Mérida, capital del estado de Yucatán, y después el poblado de Ticul, donde abrió de nueva cuenta un estudio fotográfico y se dedicó al aprendizaje de la lengua maya. Entre diciembre de 1886 y junio de 1894 hizo numerosas exploraciones en torno a los vestigios mayas, que documentó con minuciosidad mediante notas, planos, dibujos arquitectónicos y fotografías. Estos trabajos, que llegaron a difundirse en publicaciones como Globus: Illustrierte Zeitschrift für Länder-und Völkerkunde, le permitieron conseguir el apoyo del Peabody Museum of Archaeology and Ethnology de la Universidad de Harvard. Entre 1898 y 1905, con el financiamiento de esa misma institución, encabezó tres expediciones por la región guatemalteca del Petén y a lo largo del río Usumacinta. En las Memoirs que editaba el museo se dieron a conocer los estudios monográficos que Maler preparó sobre varios sitios arqueológicos. Los desacuerdos entre el arqueólogo y sus contratantes y editores pusieron fin a esa colaboración. Aislado, receloso y poco reconocido, Maler pasó los últimos años de su vida en Mérida, donde falleció el 22 de noviembre de 1917. No le fue dado realizar la publicación que imaginó como el gran compendio de sus empeños como arqueólogo y fotógrafo: un atlas de antigüedades de México y Centroamérica. Por muchos años, solo se dieron a conocer fragmentos dispersos de su rico archivo fotográfico y documental sobre la civilización maya. Con el paso del tiempo se perdería incluso el rastro de su tumba.
Con su exitoso libro, Dioses, tumbas y sabios. La novela de la arqueología (1949), el periodista alemán Kurt Wilhelm Marek, bajo el seudónimo de C. W. Ceram, contribuyó a la popularización de la imagen romántica de los buscadores y estudiosos de los vestigios del pasado, de quienes destacaba la curiosidad, el arrojo y la perseverancia a prueba de cualquier contratiempo. Con ánimo elegiaco ponderó las aventuras arqueológicas de reconocidos exploradores, entre quienes se contaban, además del autor de Incidents of travel in Yucatán, Heinrich Schliemann –quien hizo excavaciones en Troya, Micenas y Tirinto–, Jean-François Champollion –el egiptólogo que consiguió descifrar las inscripciones de la piedra de Rosetta–, Howard Carter –el descubridor de la tumba de Tutankamón–, Austen Henry Layard y su ayudante Hormuzd Rassam –célebres el primero por sus hallazgos en los palacios asirios y el segundo por haber sido el descubridor de las tabletas de arcilla que contenían la saga de Gilgamés, la narración épica más antigua del mundo–, y Edward Herbert Thompson, quien hizo su propia búsqueda de los desaparecidos reinos mayas que Stephens y Catherwood dieron a conocer.
“El camino de la fuente sagrada” es el título del capítulo que Ceram dedicó a Thompson (1857–1935), el arqueólogo y diplomático de origen estadounidense que por muchos años hizo de Chichén Itzá su coto de estudio y de aprovisionamiento de reliquias indígenas. El autor de La novela de la arqueología lleva a sus lectores a la noche en que el explorador, luego de pasar fatigas sobre los lomos de su caballo, acompañado por un guía nativo, se encontró por primera vez con las ruinas de aquella ciudad, que pudo entrever, a pesar de la espesa vegetación, gracias a la luz de la luna. Para ilustrar las emociones que, luego de esa revelación inicial, siguieron haciéndose presentes en el ánimo de Thompson, cita un fragmento de sus memorias –People of the serpent. Life and adventure among the Mayas (1932)– en el que describe un momento epifánico:
Un día me hallaba sobre este templo cuando los primeros rayos del sol teñían el lejano horizonte. El silencio del alba era absoluto, al haber cesado todos los ruidos nocturnos de la jungla y no haber despertado aún los del día. Pronto se elevó el astro Sol, redondo, brillante y llameante, y al punto cantó y zumbó gozoso todo aquel mundo. Los pájaros que poblaban los árboles y los insectos de la tierra entonaban su solemne Tedeum. La naturaleza enseñaba al hombre a adorar al sol, y el hombre en su intimidad obedecía inconscientemente la antigua doctrina.
En esa situación de encantamiento, de acuerdo con Ceram, Thompson tuvo la visión que lo puso en el camino de la fuente sagrada: el cenote en el que los antiguos mayas llevaban a cabo ceremonias y sacrificios propiciatorios, de cuya existencia se había enterado en las crónicas de Diego de Landa. Al decir del periodista alemán, en la personalidad del estadounidense que haría de la exploración de ese pozo su obsesión, principal cometido y más redituable empresa, encarnaban “la unión emocionante de la investigación con la casualidad; el éxito científico con la aventura de los buscadores de tesoros, ese matiz legendario que tienen las excavaciones cuando el pico tropieza en la tierra con el precioso metal dorado”.
Aunque en la semblanza de Thompson que hizo Ceram se mencionan los métodos poco ortodoxos que el explorador y también fotógrafo utilizó para indagar en las profundidades del cenote sagrado –el principal de ellos, una draga de cuerdas con juego de poleas–, quedó fuera de ese apunte biográfico el papel que esos trabajos de rescate tuvieron como parte de un programa de saqueo del patrimonio arqueológico de los mayas, del cual fueron beneficiarios los patronos e instituciones de Estados Unidos que financiaron sus expediciones en la península de Yucatán. El historiador Guillermo Palacios ha documentado con todo detalle la intervención de Thompson, como arqueólogo y representante diplomático de su gobierno, en el puerto de Progreso, entre 1904 y 1914, en la formación de una cadena clandestina e ilegal de tráfico de piezas de la civilización maya, la cual tuvo como origen el cenote sagrado de Chichén Itzá y como destino principal el Peabody Museum. El inescrupuloso explorador que concitó la animadversión de su colega Teoberto Maler, las denuncias de la periodista Alma Reed y juicios legales por parte del gobierno mexicano, tuvo entre sus planes la creación de un resort turístico en las inmediaciones del sitio arqueológico.
No hubo una sola resurrección de las ruinas entre la maleza, como lo deja ver Frederick Catherwood en su introducción a Views of ancient monuments in Central America, Chiapas and Yucatán al recordar la rapidez con que la flora silvestre reconquistaba los terrenos que se habían despejado para la exploración de los sitios arqueológicos. A los heroicos descubrimientos y redescubrimientos de los exploradores pioneros debieron sucederse incontables acercamientos para que los vestigios mesoamericanos fuesen descifrados como códigos culturales. Gracias a una labor colectiva, perseverante y compleja, a la que la fotografía prestó diversos servicios, los fragmentos arqueológicos pudieron entenderse y relacionarse para reconstruir los procesos históricos que condujeron al ascenso y caída de las antiguas civilizaciones.
Retratos de rastros civilizatorios, las imágenes realizadas por Charnay y Maler son en sí mismas vestigios: ejemplifican los alcances y las posibilidades de técnicas fotográficas ahora en desuso o relegadas a los saberes de los círculos especializados: impresiones en papel albuminado a partir de negativos al colodión húmedo sobre vidrio, negativos al colodión transferidos al papel, negativos sobre papel encerado seco realizados según el método Le Grey, platinos, por mencionar algunas; y también las maneras en que se editaron y se hicieron públicas las impresiones obtenidas mediante esos procedimientos. La contemplación de estas obras nos conduce al tiempo en que los monumentos de las antiguas civilizaciones mesoamericanas se insertaron, a través de sucesivas exploraciones, en la memoria moderna de Occidente. Pero también nos remiten al tiempo que fue invención de la fotografía, a partir de que sus practicantes se convirtieron en testigos ubicuos. A esas dimensiones temporales no hemos dejado de agregarle nuevas capas, porque ambas siguen siendo materia de nuestras interrogaciones.
Los registros y representaciones fotográficas de los vestigios arqueológicos, al igual que los mismos monumentos, han servido para más propósitos que la recuperación de episodios de nuestro pasado. A través de la iconografía fotográfica se puede documentar el cambiante valor simbólico, cultural, político y económico que las ruinas mesoamericanas han tenido desde su resurrección decimonónica. Con imágenes realizadas por fotógrafos venidos de todas las latitudes del mundo, profesionales o aficionados, se han refrendado toda clase de visiones: promotoras del exotismo, prejuiciadas, colonialistas, nacionalistas, étnicas, nativistas, esotéricas. Esa diversidad de interpretaciones también se hizo presente en las creaciones artísticas que inspiraron los volúmenes, formas, figuras y símbolos de las construcciones prehispánicas. Con todas esas revisitaciones, que sin duda constituyen una vertiente de la historia de la contemplación, el imaginario de los vestigios se ha independizado como relato visual. Las ruinas retratadas tienen orígenes localizables, nos esperan en los sitios en que batallan por su supervivencia, pero se asientan también en los múltiples lugares que ocupan como imágenes. Esos testimonios, resistentes y vulnerables como toda obra humana, han servido como materiales para construir los nuevos edificios en que se albergan las certidumbres y ensoñaciones de nuestra memoria.
La fascinación por las ruinas que se popularizó en el siglo xix sigue vigente en la actualidad, porque ni en el vértigo de la modernidad y la posmodernidad esos monumentos dejaron de funcionar como referentes y anclajes. En una época en que los viajes son menos una aventura que un trámite burocrático y la diversidad cultural se ha convertido en atracción turística, los vestigios no han hecho sino acrecentar su prestigio, por más que sufran los efectos de la incuria, la mercantilización y la intolerancia. Los recursos expositivos y pedagógicos que entusiasmaron al barón Alexander von Humboldt cuentan hoy con sorprendentes recursos técnicos. Somos gustosos consumidores de la naturaleza y la cultura convertidas en espectáculo. ¿Qué memoria podremos construir con las miles de imágenes que a diario constatan la permanencia y el deterioro de nuestras ruinas? ¿A dónde irán en los tiempos venideros esas imágenes reiterativas o propositivas de nuestros vestigios? ¿Qué dicen de nosotros las reliquias retratadas cuando nos devuelven la mirada? ¿Qué ven cuando nos contemplan desde el silencio de su historia acumulada?
1 Michel Onfray, Teoría del viaje. Poética de la geografía, Juan Ramón Azaola (trad.). Madrid: Taurus, 2016.
2 Victor Wolfgang von Hagen, Maya explorer. John Lloyd Stephens and the lost cities of Central America and Yucatán. Norman, EE. UU.: The University of Oklahoma Press, 1960.
3 Véase John Stephens, Viajes a Yucatán, vols. I y II. Mérida, Yucatán: Dante, 1984. Esta edición recupera las traducciones de Justo Sierra O’Reilly de las bitácoras de Stephens de mediados del siglo XIX.
4 Véase Visión del mundo maya –1844. Frederick Catherwood. México, edición privada de Cartón y Papel de México, 1978, dirigida por el ingeniero Mario de la Torre y Rabasa y que contiene una introducción del doctor Alberto Ruz Lhuillier y una semblanza biográfica escrita por la profesora Dolores Plunket.
5 Véase “Le Yucatán est ailleurs”. Expéditions photographiques (1857–1886) de Désiré Charnay, catálogo de la exposición del mismo nombre comisariada por Christine Barthe, Francia, Musée du quai Branly/Actes Sud, 2007.
6 Datos sobre la vida y trayectoria de Teoberto Maler, en Ian Graham, “Exposing the maya”, Archaeology, 43:5 (sept.-oct. 1990), Nueva York, Archaeological Institute of America; Ignacio Gutiérrez Ruvalcaba, Teoberto Maler: historia de un fotógrafo vuelto arqueólogo, testimonios del Archivo 1, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 2008; y Alma Durán-Merk y Stephan Merk, “I declare this to be my last will: Teobert Maler’s testament and its execution”, Indiana, vol. 28, Berlín, Alemania, Ibero-Amerikanisches Institut Preußischer Kulturbesitz, 2011.
7 Las citas que se hacen del libro de C. W. Ceram, Dioses, tumbas y sabios. La gran aventura de la arqueología, Manuel Tamayo (trad.), proceden de la versión al español publicada por Ediciones Destino, Barcelona, 1966.
8 Edward Herbert Thompson, People of the serpent. Life and Adventure Among the Mayas. Boston y Nueva York, Houghton Mifflin Company, The Riverside Press, Cambridge, 1932.
9 Véanse de Guillermo Palacios los textos publicados en la revista Historia Mexicana del Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México: “Los bostonians, Yucatán y los primeros rumbos de la arqueología americanista estadounidense, 1875–1894”, LX:1-245 (jul.–sep., 2012); “El cónsul Thompson, los bostonians y la formación de la Galaxia Chichén, 1893–1904”, LXV : L-257 (jul.–sep., 2015); y “El dragado del cenote sagrado de Chichén Itzá, 1904–1914”, vol. LXII-2 (oct–dic., 2017).