Para Lillian van den Broeck
Hay pocas figuras del mundo cultural que despierten una casi absoluta unanimidad con respecto a su valor simbólico. Beethoven es una de esas figuras. Es imposible no aparejar a su nombre, como con muy pocos otros, el apelativo de genio. Sea porque la tradición así lo considera, tal como a Bach se le adjunta el de “padre de la música”, o a Shakespeare, “el inventor de lo humano”, como lo llamó Harold Bloom, sea porque otros antes que uno mismo lo han afirmado. Pero, cuando se trata de especificarlo, el noventa y nueve por ciento de la gente ya no sabe cómo hacerlo. La pregunta, naturalmente, es si es un genio, ¿por qué lo es? ¿En qué consiste serlo? ¿Sobre qué bases se establece el concepto de genio? Para responder esas preguntas hay que establecer una definición que permita la cabal comprensión del término. Usaremos la definición, absolutamente restrictiva, establecida por Immanuel Kant que en “El arte bello es arte del genio” (Crítica del juicio, §46), señala: “Genio es el talento (don natural) que da la regla al arte. Y como el talento, como facultad innata productiva del artista, pertenece a la naturaleza, podría decirse que genio es la disposición natural del espíritu (ingenio) mediante la cual la naturaleza da la regla al arte”.
“El genio le permite a Kant distinguir entre juzgar un objeto como bello, que requiere de gusto, y hacer un objeto bello, que requiere de genio”.
El genio permite que su arte se realice a través de una regla, para ser concebido artísticamente. De hecho, la regla del arte se concibe a través del genio. Porque el genio es siempre original, y como el juicio de la belleza, ambos son independientes de cualquier regla o concepto anterior. A través del genio se establece algo así como una regla o concepto, y así se realiza la creación artística de la belleza. El genio le permite a Kant distinguir entre juzgar un objeto como bello, que requiere de gusto, y hacer un objeto bello, que requiere de genio. Su definición es restrictiva porque se aplica única y exclusivamente al artista, y en particular a aquellos que crean obras de arte en su más elevado nivel. Lo es, también, puesto que no considera ninguna otra área humana más que la estética, a diferencia de lo que posteriormente tratará de hacer Arthur Schopenhauer en El mundo como voluntad y representación (§36) al incluir la capacidad de pensar, es decir la filosofía misma. Para Kant, siguiendo a notables predecesores como el retórico griego Longino, sólo hay una forma de enfrentar al genio y es a través de la facultad exclusiva de crear obras de arte. Mientras que la teoría de Schopenhauer abre la puerta a eso que podría denominarse como “genio improductivo”, y que Fernando Pessoa hará suyo en sus Escritos sobre genio y locura, en donde bastaría pensar más profundamente que otros, sin necesidad de crear ninguna obra de arte, para ser considerado un genio, Kant lo circunscribe única y exclusivamente a la facultad creadora de obras de arte al más alto nivel.
La reflexión sobre el genio es relevante porque diferencia, claramente, el origen antropológico del arte en cuevas de Sudáfrica hace más de cien mil años y en las de El Castillo, Altamira y Lascaux hace setenta mil, de su origen humano, filosófico. Si las pinturas rupestres en esas y otras cuevas nos ayudaron como especie a dejar de ser una especie más entre otras muchas, sometida a la aleatoria supervivencia y al azar de la alimentación y la reproducción, el origen filosófico del arte nos hizo realmente los seres humanos que hoy somos. Y lo que está detrás de ese origen sigue siendo un misterio. La discusión y reflexión sobre el genio lo evidencia de manera muy clara.
“La medianía en el arte nunca ha interesado, aunque nuestra época parece estar fascinada con ella”.
La idea o concepto de genio es de larga data en la tradición occidental. Proviene de una constatación elemental, de la cual los retóricos y filósofos griegos eran conscientes, aunque hoy en día no nos parezca tan evidente: en el ámbito de las actividades humanas, en particular en las del arte, hay ciertos individuos que poseen cualidades excepcionales, superiores a las del promedio. Son capaces de conseguir cosas que el resto no. Los griegos denominaban a eso como “elevado”, “grande”, y a quien lo lograba “excepcional”. A lo primero lo denominamos “sublime”, una palabra casi en desuso y sin valor entre nuestros artistas y críticos hoy en día; a lo segundo, “genio”, otro término también prácticamente sin valor ni uso. Dicha constatación, la excepcionalidad de ciertas obras e individuos, planteaba varias cuestiones. La principal fue: ¿De dónde vienen esas obras y por qué hacen excepcionales a sus autores? La medianía en el arte nunca ha interesado, aunque nuestra época parece estar fascinada con ella. Harold Bloom ha sido categórico al respecto: “El estudio de la mediocridad, cualquiera que sea su origen, genera mediocridad”. Pero de allí, al menos en la Roma clásica, surgió, atribuido a Horacio, el proverbio Poeta nascitur non fit: Poeta se nace, no se hace.
Los griegos no hallaron una respuesta a estas y otras cuestiones relacionadas. Y nuestra época no está más cerca de hallarla. Con todo, nos dejaron algunas pistas diseminadas en varios libros. El primer texto importante donde se investiga de dónde podría provenir la inspiración, que a final de cuentas significa preguntar por el origen mismo del texto literario, es el Ion de Platón, un diálogo en el que el rapsoda del mismo nombre debate con el Sócrates platónico sobre su fascinación por Homero, pero no por otros poetas. Sócrates le explica que eso se debe a que es poseído por una musa, y que es ella la que habla por interpósita persona. Al mismo tiempo afirma que él mismo es poseído por una musa mientras habla, y que en el caso de los poetas, es mejor ser considerado poseído por esta, que estar loco. Y que los mayores logros en la poesía han provenido de las musas, no de los artistas de simple y llano talento.
Por la misma época, el texto atribuido a Aristóteles, pero más probablemente escrito por Teofrasto o uno de sus discípulos, el célebre Problema XXX, planteaba la pregunta que ha marcado el alma de Occidente desde entonces: “¿Por qué razón todos aquellos que han sido hombres de excepción, bien en lo que respecta a la filosofía, o bien a la ciencia del Estado, la poesía o las artes, han sido manifiestamente melancólicos?” Poco después, en un tratado atribuido al retórico griego Longino, Peri hypsos, traducido como De lo sublime, vuelve a tratar el asunto de la inspiración. Este es un tratado fundamental para el desarrollo de la idea de genio. Los tres textos se complementan entre sí, y forman la base sobre la cual, a partir del Renacimiento, se construirá este concepto. Es importante señalar que los tres autores no se refieren a la inspiración en general, al talento o al dominio de una técnica específica, sino de lo que es sobresaliente en materia artística. En el fondo, estos tres textos, a los que se les podría agregar el Fedro de Platón, reflexionan sobre el origen del arte.
¿Por qué razón todos aquellos que han sido hombres de excepción, bien en lo que respecta a la filosofía, o bien a la ciencia del Estado, la poesía o las artes, han sido manifiestamente melancólicos?
En este sucinto resumen de ideas, uno de los términos fundamentales es el de “sublime”, una palabra que asusta hoy en día a casi todos los artistas, empezando por los poetas, cuyas aspiraciones líricas se han reducido casi al nivel del más simple parloteo. Por supuesto, las concepciones que poetas y músicos tienen de su oficio reflejan un antiguo debate: si la poesía es un don de la naturaleza o un producto del arte consciente o el entrenamiento. Nuestros textos son el reflejo de esa cuestión, y son los que mejor se dirigen en un sentido o en otro. Platón en el del don de la naturaleza y Longino en el del arte consciente. Sin embargo, no están muy lejos el uno del otro si se les mira con atención. En el caso de Aristóteles, estamos a medio camino de uno y otro, y plantea otro tipo de genio: el genio melancólico.
Es de relevancia observar cómo plantean los griegos el asunto del genio. Por ejemplo, el autor del Problema XXX toma sobre sí la tarea de hacer justicia a un tipo de carácter que no se deja juzgar ni desde el punto de vista médico ni desde el moral: el tipo “excepcional” (πειττός, peittos). Lo mismo hace Longino, y el término griego τό ΰφσς (to ÿffs), el cual más bien significa “elevado”, “eminente”, “excelso”, usualmente se traduce como “sublime”. Es en torno a este grupo de palabras que se da esa discusión o reflexión.
“Longino dice que ‘es realmente sublime aquello que tolera un análisis profundo, aquello contra lo cual resulta difícil rebelarse, y que deja en la memoria una huella poderosa y difícil de borrar’. Por eso Kant limita el genio al mundo del arte. El genio es incuestionable en el estricto ámbito de lo estético”.
“Pues las cosas sublimes, en efecto, no llevan a los oyentes a la persuasión, sino al éxtasis”. Una nota a la traducción en español del texto señala que “una de las características del έκστασίς (ékstasis) es ‘estar uno fuera de sus sentidos’ o dejar de ser uno mismo en algún grado. Es una situación muy afín al ενθουσιασμός (enthousiasmós) o estado de posesión divina”, eso que Platón llamó θεία μανία (theia mania) en el Fedro. Longino fue el primero en entender el “gran” (megethos) o el alto (hypsos) cinética más que estáticamente. Lo sublime, tal como él lo plantea, es una cualidad sólo inferencialmente trascendente. Su carácter especial es aparecer sólo en su alienabilidad y como un modo de alienación. Ekstasis generalmente significa estar parado (estáticamente) fuera de uno mismo, pero en el Peri hypsos sólo puede traducirse como “transporte”, un movimiento desde “todo el poder del orador” a la receptividad de quien oye, que se apropia de este poder a su vez: “Lleno con alegría y orgullo, llegamos a creer que hemos creado lo que sólo hemos escuchado”, señala el autor del texto. A su vez, nos convertimos en el orador y transmitimos sublimidad, como el volátil y excitado Longino mismo.
Longino dice que “es realmente sublime aquello que tolera un análisis profundo, aquello contra lo cual resulta difícil rebelarse, y que deja en la memoria una huella poderosa y difícil de borrar”. Este pasaje ha sido traducido también como “sólo es realmente grande aquello que ocasiona una reflexión profunda y hace difícil, cuando no imposible, toda réplica, mientras que su recuerdo es consistente y duradero”. Es decir, lo sublime es aquello que es incontestable, para lo cual no hay réplica posible, pero deja una huella indeleble en el lector, espectador o escucha. Por eso Kant, contrario a la propuesta posterior de Schopenhauer, limita el genio al mundo del arte. Cualquier pensamiento, por profundo que sea, puede ser contestado. Las teorías del genio de Kant o Schopenhauer pueden ser cuestionadas. La obra de arte, por el contrario, no puede ser contestada. El genio es incuestionable en el estricto ámbito de lo estético, del mundo del arte.
En tal sentido, Kant sigue a Longino al señalar que una idea estética es una “presentación de la imaginación que provoca mucho pensamiento, pero a la que ningún pensamiento determinado, es decir, ningún concepto [determinado], puede ser adecuado, de modo que ningún lenguaje pueda expresarlo completamente y nos permita comprenderlo” (§49,182). Por el contrario, una idea racional es un “concepto para el que ninguna intuición (presentación de la imaginación) puede ser adecuada”. En otras palabras, una idea estética es algo que un concepto no puede explicar, mientras que una idea racional es un concepto que no se puede imaginar.
Al respecto, aunque la palabra “genio” incomoda a nuestra época, tan dada al cultivo de la mediocridad, es necesario agregar una aclaración hecha ya por el propio Longino en su momento:
Hablando de los grandes genios literarios en quienes lo necesario y lo útil no está separado de lo grande, es preciso advertir de entrada que, aunque tales autores están lejos de ser impecables, no dejan de encontrarse muy por encima de los mortales, pues todas sus demás cualidades prueban que son hombres, mientras lo sublime los acerca a la magnanimidad divina, y que si la ausencia de errores preserva de ser censurado, la grandeza suscita admiración.
La aclaración de Longino es pertinente en extremo, y no ha sido cabalmente entendida en todas sus implicaciones. El primer punto es con respecto al genio y su contexto. Este lo es única y exclusivamente, tal como Kant lo circunscribirá diecisiete siglos después, con respecto a los productos surgidos de su pluma. En todo lo demás, es una persona como cualquier otra, con obligaciones y derechos, que debe ganarse la vida, y cuya cualidad de ser genio no está relacionada con ningún otro mérito o defecto. El genio puede ser extravagante, o puede ser perfectamente normal. Podría trabajar en el escritorio de al lado, ser nuestro amigo, vecino, esposo, hijo, la mujer o el hombre que amamos. No es algo que se pueda detectar a simple vista. Sólo está presente a través de la obra de arte que haya podido crear. Cualquier rasgo de personalidad visible es tan sólo material anecdótico para la historia personal, sea una extravagancia o no.
“Dos de los más grandes genios de la historia afirmaron que ‘cualquiera que se esfuerce un poco podría lograr lo mismo que yo’ (Bach); y que el genio consiste en 99% de trabajo y 1% de inspiración
(Beethoven)”.
El otro punto relevante de su aclaración es la relativa a la imperfección, es decir que “tales autores están lejos de ser impecables”. La idea de genio pareciera conducir a pensar que la perfección debería de ser la regla común que lo determine. Longino no olvida que el genio no es una deidad, sino un simple ser humano, aunque Platón nos recuerde que es gracias a la deidad que el genio habla y hace lo que hace. La aclaración de Longino parece anticipar declaraciones hechas por Bach y por Beethoven, dos de los más grandes genios de la historia, quienes afirmaron que “cualquiera que se esfuerce un poco podría lograr lo mismo que yo” (Bach); y que “el genio consiste en 99 % de trabajo y 1 % de inspiración” (Beethoven). Ambas declaraciones subrayan el trabajo y eliminan la idea de la gratuidad en el resultado: la obra misma. Gottfried Benn, en consonancia con estas ideas, señala algo de enorme relevancia: “No se nace genio, sino que se deviene tal”. No sólo eso, que por sí mismo no es poca cosa, sino que después añade:
No son suficientes ni la disposición biológica ni el talento, ni siquiera el éxito, para convertirse en genio, sino que, por el contrario, es necesario agregar algo más, y ese algo más es la recepción en un grupo humano, el pueblo, la época, y muy a menudo en una época subsecuente. El genio debe ser vivido. Entonces se debería hablar no tanto de genio como de un devenir genio, pues es un proceso totalmente sociológico, el cual tiene poco que ver con una indefinida maduración metafísica de su época con respecto a personalidades e ideas; es un fenómeno colectivo de transformación, pues al principio está la figura histórica y al final el genio.[1]
La observación de Benn complementa la de Longino, y junto con la de Kant nos da las claves para finalmente aterrizar el concepto de genio en un marco conceptual que la mentalidad positiva de nuestros días pueda aceptar y entender. Empero, hay dos aspectos más a considerar en la evaluación del genio. Una es la palabra misma que lo designa. Los griegos carecían de un término específico para ello. Usaban diversas perífrasis para referirse a esta clase de individuos, considerados excepcionales, de espíritu elevado, y otras por el estilo. ¿Cómo es que llegamos a usar una palabra de origen latino para referirnos a algo detectado ya por los griegos?
Peri hypsos, o De lo sublime fue traducido al francés por Nicolas Boileau-Despréaux y publicado en 1674, inaugurando el moderno interés literario y crítico europeo en lo sublime. Boileau debió haber hallado difícil traducir los términos “paganos” griegos al lenguaje de su época, dominado por el tomismo y la religión católica, así que adoptó un término pagano latino, genius, y lo tradujo, servilmente, como “genio”, pues el término latino hacía referencia a un espíritu, como en genius loci, el espíritu de un lugar. La idea platónica de las musas, el daimon que posee al “hombre de excepción” y otras locuciones del mismo tipo, se refundieron en el neologismo de “genio”, uno de los mejores ejemplos de eso que Harold Bloom llamó la “ansiedad de la influencia”. Y de repente una categoría difícil de asimilar en términos del restrictivo lenguaje europeo, si queremos llamarlo así, pudo integrarse al patrimonio cultural y lingüístico con pleno derecho de residencia. “Genio” resumía e incluía todas las anteriores acepciones paganas, y facilitó su diseminación como un término perfectamente legítimo. Así, el “hombre de excepción” griego se transformó en nuestro genio.
El segundo asunto a considerar con respecto al genio es lo que lo hace tal; la obra misma y su principal característica: lo sublime. Como se ha indicado, lo que diferencia al genio es su uso elevado del lenguaje, la manera en que crea lo sublime: “Pues las cosas sublimes no llevan a los oyentes a la persuasión, sino al éxtasis” (Longino). Esto es lo que se ha entendido como “rapto”, o “transporte”, ya que “lo sublime que irrumpe en sazón devasta como un rayo todo lo establecido y muestra en su plenitud el poder del orador”, afirma Longino. No fue, por supuesto, el único en observar ese poder de la palabra, que después hará suyo la música culta europea.
En el Libro VI de su Institutio oratoria, Quintiliano llama a la enargeia (lenguaje vívido) el resultado de la phantasia (6.2.32.1-3) y observa que “alguien que puede llevarse (rapere) al juez con él [por medio de la enargeia], y ponerlo en el estado de ánimo que desee, cuyas palabras llevan a los hombres (perducere) a llorar o enojarse, siempre ha sido una rareza. Sin embargo, esto es lo que domina (dominatur) en los tribunales, esta es la elocuencia que reina supremamente” (6.2.3-4). Nótese el verbo que usa Quintiliano para capturar el modo de transporte retórico del juez: rapio, rapere, no es la forma más amigable de hacer que alguien lo acompañe. Quintiliano proyecta una visualización vívida en términos violentos sin separarla de la elocuencia; de hecho, su despliegue magistral significa el apogeo de la elocuencia. Verbum –el logos latino– es un dominador que no mueve tanto al oyente como lo arrebata, lo toma por el hombro y sale corriendo con uno. Una línea inquietantemente delgada separa la violación retórica del rapto retórico.
Veamos cómo aparece el tratamiento de la phantasia en Longino en su Peri hypsos. En los pasajes preliminares de esta obra, afirma que el efecto de los talentos sobrenaturales en una audiencia no es la persuasión (peitho), sino el transporte fuera de sí mismos (ekstasis); y la combinación de asombro y maravilla siempre es superior a la meramente persuasiva (pithanou) y agradable. Esto se debe a que la persuasión es en general algo que podemos controlar, mientras que el asombro y la maravilla ejercen un poder y una fuerza invencibles (dunasteian kai bian amachon). Posteriormente, discute el papel de las phantasiae en el discurso elevado y distingue entre sus manifestaciones poéticas y retóricas. Longino escribe que el resultado de la phantasia poética “excede con mucho los límites de la credibilidad”, pero el resultado de la phantasia retórica “siempre es práctico y verdadero” (15.8). Se puede decir que este último “generalmente introduce una gran urgencia y empatía en los discursos, pero cuando se combina con argumentos de hecho no sólo convence (peithei) al público, sino que también los esclaviza positivamente (douloûtai)” (15.9). Es importante atender las sutilezas –que, en este caso, no son tan agradables– del griego al final de este pasaje (douloûtai). La phantasia retórica no sólo cautiva a una audiencia: la domina. Como vimos en Quintiliano con rapere (violación), aquí encontramos un lenguaje violento de la variedad maestro-siervo.
Mucho más fuerte que el arte de la persuasión, el poder de lo sublime
es una “fuerza irresistible”.
Uno podría argumentar que, en una oleada de amplificación, Longino dejó que su vocabulario se escapara con él, pero eso sería eliminar una característica central de las visualizaciones verbales: dominan. Sin embargo, lamentarse de que los retóricos que usan la phantasia sometan el capricho de otra persona a sus palabras, restringiendo el juego libre de la imaginación que caracteriza la phantasia en su forma ilimitada, es adoptar una postura romántica en la imaginación en lugar de una antigua. La imaginación juega un papel tan importante en los tratamientos antiguos del juicio retórico precisamente porque se puede mover de maneras predecibles.
Entonces, al inicio de su tratado, Longino escribe: “Lo sublime arrebata más que persuade […] cuando lo sublime se manifiesta oportunamente en alguna parte, dispersa todas las cosas a la manera de un rayo y pone a la vista de forma inmediata la fuerza del orador en toda su plenitud”. Mucho más fuerte que el arte de la persuasión, el poder de lo sublime es una “fuerza irresistible”.
En una interpretación de este pasaje, el augusto dramaturgo y crítico John Dennis (1658-1735) destaca la violencia implícita en la experiencia de lo sublime:
For [Longinus] tells us at the beginning of his Treatise that the Sublime does not so properly persuade us, as it Ravishes and Transports us, and produces in us a certain Admiration mingled with astonishment and with surprise, which is quite another thing than barely Pleasing or the barely persuading; that it gives a noble Vigour to a Discourse, an invincible force which commits a pleasing Rape upon the very Soul of the Reader; that whenever it breaks out where it ought to do, like the Artillery of Jove, it Thunders blazes and strikes at once, and shows all the united force of a Writer.[2]
Dennis capta la naturaleza paradójica y oculta de la violencia sublime en su descripción metafórica de la experiencia como una “violación placentera”: es ante todo y sin lugar a dudas una “violación”, una violación profunda de la persona, pero que también da placer. De hecho, uno puede ver cómo el placer de la experiencia oculta efectivamente la violencia original, la violencia de la “violación”, el “rapto” y el “transporte” forzado. La violencia de lo sublime es inevitable, “una fuerza invencible”, y metafísica, por así decirlo, ya que es una violación del “alma del lector” en lugar de su cuerpo. La naturaleza incorpórea de esta violencia permite su placentero ocultamiento.
Podría decirse que hay tres tipos de genio. Uno sería el genio poseído por algo exterior a él, es decir el genio platónico; otro sería el genio innato de Longino y Kant, el genio que decide serlo; y en medio de ellos, el genio melancólico del problema aristotélico.
Podemos entonces retomar la brillante observación ya citada del poeta alemán y constatar su validez. Norbert Elias en Mozart. Sociología de su genio señaló “que la sensibilidad aural de las personas varíe según su disposición es muy posible, aunque no esté probado en este caso que Mozart estuviera dotado ya de nacimiento de una sensibilidad musical extraordinariamente elevada”[3], lo cual es fácilmente demostrable. Más que nacer genio, o poeta, lo que vemos en Mozart –y no es el único ejemplo–, es el paso del niño virtuoso a la madurez del genio. Es decir, ese devenir genio del que habla Benn. De haber muerto a los once años, Mozart habría pasado a la historia como una curiosidad; como tantas otras de las que su época estaba llena y que el paso del tiempo ha borrado prácticamente de los libros.
De acuerdo a lo expuesto, podría decirse que hay tres tipos de genio. Uno sería el genio poseído por algo exterior a él, una musa, una deidad, un daimon, un espíritu, por el cual él puede hablar, es decir el genio platónico; otro sería el genio innato de Longino y Kant, aquel que establece las reglas del arte. Es decir el genio que decide serlo. Y en medio de ellos, el genio melancólico del problema aristotélico. No se trata de categorías estancas, opuestas unas de otras. De hecho, es muy probable que las separaciones entre ellas sólo existan en nosotros, en la teoría del genio, por así decirlo, más que realmente dentro del genio mismo.
Para el genio platónico, corresponde la imagen de Mozart; para el genio innato de Kant y Longino, la de Beethoven; y para el genio melancólico, la de Bach.
Para las categorizaciones del tipo de genio, tenemos tres imágenes muy claras, provenientes del mundo de la música. Para el genio platónico, corresponde la imagen de Mozart; para el genio innato de Kant y Longino, la de Beethoven; y para el genio melancólico, la de Bach. Pero en Beethoven tanto como en Brahms es posible detectar rasgos del genio melancólico, aunque ambos parecen pertenecer al genio innato ya mencionado.
Como dijimos, es probable que las categorizaciones en torno al genio sean parte de la forma en que se ha abordado el asunto. Hay incluso una vertiente relacionada con la locura y la posesión exterior, desde Platón y Aristóteles hasta Schopenhauer, la cual ha devenido en una vertiente medicalizada entre locura y salud mental. Como sea, podemos estar de acuerdo en cuanto a que Bach, Mozart y Beethoven son genios. Podemos estar en desacuerdo en la forma en que la iconografía pop del siglo XX deformó las imágenes de cada uno de ellos.
Podemos estar de acuerdo en cuanto a que Bach, Mozart y Beethoven son genios. Podemos estar en desacuerdo en la forma en que la iconografía pop del siglo XX deformó las imágenes de cada uno de ellos.
Pero algo hay que me hace pensar que en realidad sólo hay un tipo de περιττοί (perittoi), περισσός (perissós), de esa “excepcionalidad” que asombraba a los griegos tanto como hoy en día a algunos de nosotros. Como las propias categorías de Kant insisten, la idea racional de catacresis (κατάχρησις) no es, estrictamente hablando, genio en sí mismo, en la medida en que “ningún concepto [determinado] puede ser adecuado” a la idea estética que lo expresa (§49.182). Sin embargo, ninguno de los dos es genio simplemente más que la expresión estética. La interacción dialéctica de los ejemplos –o imágenes– de genio kantianas, su expresión estética, distribuye el genio a lo largo de la sección (de hecho, a lo largo de la Crítica) al mismo tiempo que evita cualquier acceso final a lo que Kant llama “relación feliz” entre forma y contenido, de modo que el genio no puede capturarse a sí mismo.
¿Qué es una catacresis? Una figura retórica de sustitución u ocultamiento de algo que no tiene una palabra propia que la designe y por ello debe recurrir a otra. La hoja de una espada, un cuaderno o un libro, el cuello de una botella, las alas o la cola de un avión, la taza del excusado, la boca de una botella o de una cueva, el lecho de un río, la pata de una mesa, los brazos de un sillón o un trono, la cabeza de un alfiler o un clavo, el lomo de un libro, son sólo unos pocos de muchos ejemplos.
De modo que la idea racional de catacresis no es, estrictamente hablando, genio en sí mismo, según Kant, en la medida en que “ningún concepto determinado puede ser adecuado” a la idea estética que lo expresa. Sin embargo, ninguno de los dos es genio simplemente más que la expresión estética. En otras palabras, la idea de genio es un concepto inaprehensible, como lo sublime de la obra creada por el genio, frente a cuyas características el pensamiento racional sólo puede responder por medio de un discurso indetenible y al mismo tiempo para el cual no hay palabras suficientes para definir, paradójicamente, con toda precisión, qué es exactamente.
El genio es impredecible, e incontestable. De modo que la idea de genio está vinculada a la de inspiración, en la medida en que no tenemos una respuesta para el origen de ninguna de ellas.
Eso me parece sucede con el asunto de la inspiración. No sabemos de dónde viene. No tenemos una respuesta para esa cuestión. La preceptiva y las reglas de composición las siguen quienes las necesitan. El genio puede romperlas a placer, y por lo general de hecho las establece, que es lo que afirma Kant. El genio es impredecible, y es incontestable. De modo que la idea de genio está vinculada a la de inspiración, en la medida en que no tenemos una respuesta para el origen de ninguna de ellas. La razón para pensar que no existen esas divisiones entre el genio platónico y el innato de Longino o Kant es quizá porque no existen tales clasificaciones salvo desde la perspectiva del análisis.
Si algo tienen en común las teorías del genio, sea la del genio platónico poseído por una entidad externa, o la del genio innato de Longino y Kant, es que ninguna de ellas puede decirnos de dónde proviene esa deidad, ese Geist, como la llamó Kant, salvo que proviene, al parecer, de algún lugar insondable, ajeno al individuo, o tal vez de su interior, pero cuya fuerza es arrebatadora, no sólo de la voluntad de quien crea la obra de arte, sino del espectador, el lector o escucha. Esa fuerza irresistible es lo sublime en acción. Nos golpea con la fuerza de un huracán, como si una manada de búfalos nos hubiese pasado por encima.
La oficiosa música cortesana de Haydn y Mozart palidecía ante la estampida sonora beethoveniana. Y sin embargo, es importante no olvidar que sin esos dos predecesores, simplemente no habría habido Beethoven.
Es lo que deben haber sentido los primeros escuchas de las primeras sinfonías de Beethoven. Es lo que siente cualquiera que las escucha por primera vez. Esa suerte de urgencia histérica, de violencia monumental, es algo que nunca se había oído en la Europa del clasicismo. La oficiosa música cortesana de Haydn y Mozart palidecía ante la estampida sonora beethoveniana. Y sin embargo, es importante no olvidar que sin esos dos predecesores, simplemente no habría habido Beethoven. El genio de ambos es tan incontestable, que la anécdota de Haydn reconociendo el genio de Mozart, un gesto imposible de hallar hoy en día entre nosotros, apenas da cuenta de la proeza de Beethoven. Las palabras de Haydn a Mozart resultaron ser proféticas: “Usted hará que todos nosotros seamos olvidados”. Es casi imposible calibrar lo que hay detrás de semejante frase. Entre el periodo final que vivió Mozart y la etapa productiva de Beethoven hasta sus últimas obras, hablamos de al menos tres generaciones de compositores que poblaban las cortes europeas de la época. Compositores de una gran capacidad musical y compositiva.
Un ejemplo lo tenemos en el caso de Johann Evangelist Brandl (1760-1837), un notable sinfonista y brillante compositor autor de innumerables sinfonías, conciertos, sinfonías concertantes, contemporáneo de Beethoven (1770-1827). La calidad de su obra es sorprendente[4]. Era un consumado compositor, y las pocas obras suyas que se han ido rescatando nos dan una idea del feroz nivel de competencia al que Mozart y Beethoven se enfrentaron, y del tamaño de su proeza. La música de casi un siglo se perdió y olvidó, tal como predijo papá Haydn, y apenas si él mismo pudo sobrevivir al tsunami beethoveniano. No existe otro ejemplo similar en la historia de Occidente.
El genio de Beethoven es inconmensurable. Posee todos los rasgos filosóficos y retóricos señalados por Kant, Quintiliano, Longino, Platón y Schopenhauer. Incluso algunos rasgos melancólicos están presentes en su obra. Su estilo tardío, descrito con detalle por Theodor Adorno, es también una señal de ese rasgo melancólico, en mi opinión. Peter Kivy nos resume con absoluta claridad lo que es el genio según Kant, y su vínculo con Longino es innegable:
El genio es, según Kant, la capacidad innata para crear obras de arte. En concreto, el genio contribuye con las bellas artes aportando el Geist o espíritu, que es lo que distingue a las más altas manifestaciones de las bellas artes del arte que no es más que un producto del talento o la imitación, y que tal vez no merezca en rigor el apelativo de “arte”, pero se parece mucho a él. El espíritu consiste en una cadena o proceso de pensamiento, de extrema riqueza y profundidad, que no podemos describir adecuadamente por medio del lenguaje; es algo inefable. El genio, digámoslo una vez más, es la facultad que produce arte en su forma modélica.
Beethoven y su arte, su música, indudablemente, poseen todos esos rasgos que hemos descrito. Su genio es indudable, pero describirlo no es tan sencillo para el lector común, y a veces ni siquiera para el lector culto e informado. El análisis técnico de sus obras apenas da cuenta de su excepcionalidad, y puede aclararnos muchas cuestiones. Pero no sirve para decirnos por qué él sí y otros no pudieron alcanzar tal grado de complejidad, de brillantez, de originalidad. Las palabras se nos acaban al hablar de su música. Es inaprehensible. Como hemos señalado, siguiendo a Longino, la idea de genio no excluye el arduo trabajo ni tampoco la imperfección. Que Mozart haya escrito que sus obras “ya estaban compuestas, pero no escritas” es quizá una exageración, o tal vez un acto absolutamente consciente de construir una imagen de sí mismo frente a los demás, como hizo Bach en su momento al ocultar a sus maestros de órgano, y tratar de presentarse como autodidacta.
La imagen por antonomasia del genio innato de Longino y de Kant, del genio que se vuelve genio por voluntad, en contrapartida del genio platónico, al que una potestad exterior se apodera de su voluntad, es Beethoven.
Adoptamos la definición kantiana de genio, radicalmente restrictiva, aplicable única y exclusivamente al mundo del arte, y a ninguna otra esfera de la actividad humana, porque es la única definición que nos permite establecer un parámetro bien definido, basado en la excepcionalidad absoluta de ciertas obras, que son el reflejo de eso que llamamos “genio”, la cual excluye cualquier imagen medicalizada o positiva de dicha excepcionalidad. La imagen por antonomasia del genio innato de Longino y de Kant, del genio que se vuelve genio por voluntad y establece las reglas del arte, en contrapartida del genio platónico, al que una potestad exterior se apodera de su voluntad, es Beethoven. Pero en ambos “tipos” de genio, la inspiración sigue siendo algo que nadie sabe de dónde viene. Beethoven anticipa el dicho atribuido a Picasso: “La inspiración existe, pero tiene que encontrarte trabajando”. Quizá la inspiración sea otro ejemplo de una catacresis, una palabra con un significado que designa a otra para la cual no hay una palabra precisa.
En Beethoven confluyen todos los elementos del genio señalados por Kant en su complejo libro Crítica del juicio, heredero de algunos teóricos británicos precedentes, como Edmund Burke, tanto como de Longino. La presencia y el efecto de lo sublime, ese arrebato irresistible a que es sometido el escucha de su música, agradable a unos e incómodo a otros aún hoy; su férrea voluntad de imponer y establecer las reglas del arte musical, seguidas después por muchos; su carácter excepcional y excéntrico, incontestable y único, son todas cualidades filosóficas propias del genio.
El lenguaje de Immanuel Kant puede parecer, y de hecho en muchos aspectos lo es, complejo y difícil de seguir, pero su gran mérito, al menos en lo que respecta al concepto de genio, fue establecerlo de manera clara y precisa, a partir de otro difícil de aprehender: cómo se hacen los juicios estéticos partiendo de un punto de vista absolutamente subjetivo, mostrarnos cómo se construye el concepto de genio y cómo aplicarlo correctamente. Sólo la excepcionalidad de la obra de arte nos permite detectar al genio. Las ideas las puede tener cualquiera. No hay originalidad alguna en ellas. Los inventos son producto de eso que se conoce como principio de razón suficiente, el cual rige el mundo. Pero las obras de arte no se rigen bajo ese principio. Por eso Kant limita el genio a la producción de obras que tienen un propósito sin un fin, sin un propósito práctico, que piden de nosotros una percepción desinteresada, porque el objeto mismo, la obra de arte, es un objeto producto de una perspectiva única, desinteresada a su vez. De allí la gratuidad de la obra de arte, y de allí también el error de preguntar qué demuestra o para qué sirve una obra de arte.
Beethoven es, de esta manera, el epítome de eso que llamamos genio. Su legado es una obra que sigue sacudiendo conciencias, que aún hoy nos golpea con la fuerza de algo absolutamente original, único, irrepetible: con la potencia de lo sublime, el arma perfecta del genio para sacudirnos y dejarnos en la inopia, sedientos de más. Ese es el genio de Beethoven.
Referencias bibliográficas
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______. "El estilo tardío de Beethoven", en Escritos musicales IV. Obra completa, 17. Madrid: Akal, 2008.
Kant, Immanuel. Crítica del juicio, traducción de J. Rovira Armengol. Losada, Buenos Aires, 1961.
Kivy, Peter. El poseedor y el poseído. Handel, Mozart, Beethoven y el concepto de genio musical, traducción de Mariano Peyrou. Madrid: La balsa de Medusa, 2011.
Leibniz, Gottfried. Monadología, traducción de Julián Velarde. Oviedo: Pentalea Ediciones, 1981.
Longino. De lo sublime, traducción de Francisco de P. Samaranch. Madrid: Aguilar, 1972.
Recillas, José Manuel. Catábasis y θεία μανία, Premio Nacional de Ensayo Crítico Evodio Escalante 2016. Ayuntamiento de Durango: Ediciones de La Otra, 2016.
Schopenhauer, Arthur. El mundo como voluntad y representación, traducción de Eduardo Ovejero y Maury. Buenos Aires: Losada, 2008.
[1] “El problema del genio”, en Gottfried Benn, Un peregrinar sin nombre. Ein Wallen, namenlos. Obra selecta. Edición y traducción de José Manuel Recillas. Durango: La Cabra Ediciones, 2009, t.II. 384-396.
[2] Porque Longino nos dice al comienzo de su tratado que lo sublime no nos persuade tan bien, como nos arrebata y transporta, y produce en nosotros una cierta admiración mezclada con asombro y sorpresa, que es algo muy diferente a lo apenas agradable o apenas persuasivo; que le da un noble vigor a un discurso, una fuerza invencible que comete una violación placentera sobre el alma del lector; que cada vez que explota donde debería hacerlo, como la artillería de Jove, atruena y ataca a la vez, y muestra toda la fuerza unida de un escritor.
[3] Citado en “Viena. Retrato de ciudad con sinfonía”, en José Manuel Recillas, Retrato de ciudad con sinfonía. Palabra, silencio y caída. Sinaloa: Instituto Sinaloense de Cultura, serie Ex Libris, 2018. p. 142. Énfasis nuestros. Publicado originalmente en los números 18 y 19 de Quodlibet, revista de la Academia de Música de Minería.
[4] Disponible en <https://soundcloud.com/jmrecillas/brandl-sinfonia-concertante-en-re-mayor-op20>, puede el lector interesado escuchar su notable Sinfonía concertante en re mayor opus 20.