I. Albores
Podría decirse que Ludwig van Beethoven es una figura pública en México, cuya biografía y música –al menos en lo general– resultan más o menos conocidas. Así, varias ciudades ostentan calles con su nombre, lo mismo que varias escuelas, e incluso, en la Ciudad de México, hay una estación de Metrobús y un mercado que llevan su nombre. Cuando uno pasea por la pérgola de la Alameda Central, ahí, a un costado del Palacio de Bellas Artes, se encuentra un monumento con su imagen. Es una obra en bronce del escultor alemán Theodor von Gosen (1873-1943) y en su pedestal se colocó una reproducción de la máscara mortuoria de Beethoven. El conjunto, de acuerdo con Hans A. Pohlsander, consta de dos figuras alegóricas, un genio alado que representa la “redención” y una figura hincada que representa el sufrimiento del alma humana[1]. La escultura, por virtud de su privilegiada ubicación, es muestra de cómo México, a la par de otros centros culturales del mundo –Nueva York le dedicó un busto en el Central Park mientras París, después de México, tuvo diversos percances para construir un malogrado conjunto escultórico– ha celebrado a Beethoven y hasta ha querido escuchar la música nacional en algunas de sus grandes obras.
Pero fue de forma paulatina, que la figura y la música de Beethoven se fueron conociendo en nuestro país a lo largo del siglo XIX. Ya José Mariano Elízaga, en la introducción a sus Elementos de música, se preguntaba desde 1822 –con idénticas dosis de seriedad y desesperación– por qué la música de los compositores mexicanos no podía “ponerse al lado de los Mózares y los Betóvenes” [sic]. Y en fechas tan tempranas como 1840, el Semanario de las Señoritas Mexicanas –dirigido a la educación del “bello sexo”–, publicó una “Historia de la música” en la que señalaba –a trece años de la muerte del compositor– que si bien Joseph Haydn y Wolfgang Amadeus Mozart develaron el poder de la sinfonía, detrás estaban Beethoven y Carl Maria von Weber, entre otros, produciendo nuevos efectos en la orquesta. Por otra parte, los periódicos presentaban extractos de obras literarias en donde el nombre de Beethoven era referente de lo bello, ya fuera de forma directa o a manera de metáfora. Pero fue sólo durante los días del Segundo Imperio cuando algo de su música comenzó a escucharse y las primeras noticias concretas acerca de interpretaciones de su música se remontan a 1865[2] : el diario La Sociedad anunció ese año un concierto de “música austro-mexicana”, donde se tocó la obertura de Fidelio para banda militar. Esta obra fue muy socorrida en los programas de la denominada “Música austríaca”, la banda dirigida por el encargado de música de la corte, Josep Rudolph Sawerthal, entre 1865 y 1866. Pero no fue sino hasta 1867 cuando la interpretación de Beethoven en nuestro país dejó de ser algo más que la esporádica interpretación de alguna pieza.
“No fue sino hasta 1867 cuando la interpretación de Beethoven en nuestro país dejó de ser algo más que la esporádica interpretación de alguna pieza. Corresponde a la Sociedad Filarmónica Mexicana el mérito de haber promovido al compositor de manera regular”.
Como tantas de las bases de la educación musical de México, corresponde a la Sociedad Filarmónica Mexicana el mérito de haber promovido a Beethoven de manera regular. Así, el 27 de julio de 1867 organizó un concierto privado que inició con el andante de la Segunda sinfonía de Beethoven en un arreglo a cuatro manos, cuya ejecución quedó a cargo de Tomás León y Agustín Balderas; a partir de aquí, León, en compañía de Aniceto Ortega, Julio Ituarte y el mismo Balderas, interpretó, en distintos conciertos, el andante de la Tercera sinfonía, el adagio y el finale de la Séptima sinfonía, y la introducción de la Quinta sinfonía, todos en arreglos para piano a cuatro manos. Testigo de aquellos conciertos, el ingeniero Antonio García Cubas describió en El libro de mis recuerdos una de tales ocasiones:
Ejecutábase a cuatro manos la bella Pastoral de Beethoven, esa excelsa sinfonía, en la que las graciosas escenas campestres se desarrollan en la florida vega de un arroyo murmurante y son interrumpidas por las primeras ráfagas del huracán, precursoras de una tempestad deshecha. Los relámpagos se suceden y los truenos, a veces intermitentes y a veces continuados, arrecian por momentos, hasta que los elementos desencadenados dan lugar a la espantosa tempestad. Ejecutaban León y Ortega esa sublime parte de la sinfonía, con el vigor que ella requiere, en los momentos en que la naturaleza se manifestaba terrible y majestuosa; el agua caía a torrentes, azotando con estrépito las vidrieras de las ventanas, y una atronadora descarga eléctrica en el cercano templo de Santo Domingo nos hizo estremecer y poder apreciar doblemente las enérgicas frases musicales del gran compositor. La tempestad verdadera, a la vez que la imitativa, fue calmando poco a poco, hasta volver aquella su completa tranquilidad al tiempo y permitiéndonos ésta escuchar con deleite el canto religioso, tierno y melancólico que, al retirarse los campesinos, elevaban al Ser Supremo, en acción de gracias por haberlos libertado de la pasada tormenta.
Cuando en 1870 el mundo occidental se aprestaba a festejar el primer centenario beethoveniano, la Sociedad Filarmónica acordó realizar un “Gran Festival Mexicano” con dos conciertos consecutivos que habrían de contar con la presencia del presidente Benito Juárez y su esposa. La organización del festival logró conjuntar un coro de más de trescientas voces con miembros del Orfeón Alemán y una orquesta de noventa músicos. El programa incluía el Concierto para violín y el estreno de la Segunda sinfonía de Beethoven, dirigida por Melesio Morales. Los conciertos, programados originalmente para los días 16 y 17 de diciembre, fechas en que se celebrarían las conmemoraciones en otros países, debieron ser pospuestos debido a la enfermedad de doña Margarita Maza. Finalmente, la primera de las audiciones se llevó a cabo el 29 de diciembre de 1870. La programada para el 30 se postergó tras agravarse la enfermedad de la esposa del presidente.
“El concierto del 29 de diciembre de 1870 fue considerado un ‘progreso intelectual’, un acontecimiento propio del mundo civilizado que mostraba el nivel cultural al que se había llegado en México”.
Las notas de la época señalan el fastuoso decorado y la imponente iluminación del Teatro Nacional así como la importancia del evento. Se consideró igual o superior a lo programado en Europa o Estados Unidos. Los diarios la señalaban como una función sin precedentes en México, un acontecimiento que haría época por ser una revelación, una fuente de recursos y un enaltecimiento para el arte musical mexicano. Ese concierto fue considerado un “progreso intelectual”, un acontecimiento propio del mundo civilizado que mostraba el nivel cultural al que se había llegado. Sin embargo, todo esto no fue suficiente para atraer espectadores, pues la audiencia fue escasa y así lo hizo notar la prensa.
Entre las causas, se destacaba el poco interés del público por apoyar un adelanto en el arte mexicano, el comprensible cambio de fecha o los compromisos sociales y familiares propios de diciembre, sin dejar de señalar el elevado precio y la obligatoriedad de pagar por las dos funciones. De todas formas, la segunda función se realizó el 18 de enero de 1871. El programa incluyó la obertura de Fidelio, el arreglo coral de una canción de Beethoven y el estreno de la Quinta sinfonía, bajo la dirección de Morales. La obra fue aclamada como un compendio de belleza y se resaltó la perfecta ejecución del director y compositor mexicano.
Este fue un hecho que, como señalaba el musicólogo Otto Mayer-Serra, puso a los músicos y a la audiencia en contacto con “el arte” de Beethoven. Desde las sinfonías a cuatro manos, pasando por el concierto de violín y hasta el estreno de una de sus más icónicas partituras, sociedad y artistas iniciaban un lento pero seguro acercamiento a la música de uno de los más grandes autores.
II. Fidelio
Por otra parte, dado que el público mexicano del siglo XIX tuvo especial afición por la ópera, cabe preguntarse acerca de las primeras representaciones mexicanas de Fidelio. La ópera tuvo su estreno oficial en México hasta 1891 interpretada por la compañía de ópera de la soprano Emma Juch. Esta agrupación era lo bastante sólida como para anunciar un repertorio amplio de óperas “nuevas”, que también incluía estrenos wagnerianos. No obstante, la prensa afirmaba que los precios eran excesivos a pesar de conocer los gastos de un grupo como ese. Al respecto, El Monitor Republicano precisaba el costo de su attrezzo, ya que tanto el decorado como los trajes y “aparatos eléctricos” tuvieron que ser traídos en siete carruajes y tenían un costo de doscientos mil pesos de aquella época. Finalmente, la ópera se estrenó el 24 de abril y la crítica fue positiva. A decir de Orlando Kador, seudónimo de Félix Alcérreca, de El Correo Español, esta obra causó “verdadero frenesí en el ánimo del auditorio. Casi todas las piezas fueron entusiastamente aplaudidas; pero al final del acto segundo el entusiasmo no tuvo límites, pues hasta las damas aplaudían con entusiasmo”. Los solistas fueron llamados varias veces a escena para ser ovacionados junto con la orquesta. Sin embargo, la recepción mexicana, aunque entusiasta, había sido ante un público escaso. A propósito del estreno, un editorialista de El Nacional cuyo seudónimo era Heberto se dirigió a las damas de sociedad con una reseña sobre la figura de Beethoven y una interesante descripción sobre su ópera, que aportaba detalles de diferentes pasajes de la obra señalando qué y cómo escucharla. A su juicio, el nombre de Beethoven venía precedido de tanta fama, que “los regulares” al Teatro Nacional estaban ansiosos por asistir. Parafraseando a Heberto, era necesario ser un artista para describir toda la belleza musical de esta obra, pero poder expresar la emoción que produce, eso sólo podía ser obra de un poeta. Y, ante lo vacío del teatro, recriminó a sus lectoras su ausencia, aunque al mismo tiempo las excusó argumentando lo continuo de las presentaciones de la compañía.
“El nombre de Beethoven venía precedido de tanta fama, que ‘los regulares’ al Teatro Nacional estaban ansiosos por asistir”.
Gustavo E. Campa escribió un interesante artículo para el periódico El Tiempo, a propósito del estreno. El pianista, crítico y compositor resaltó la importancia de esta presentación y dio una breve cátedra sobre el “gran alemán”. En su escrito narró por igual la vida del compositor que su método compositivo y ofreció datos históricos o de la recepción del estreno en Viena, así como de sus reposiciones y reescrituras. En su texto se hacen patentes los diversos tropos sobre la figura de Beethoven. Nos describe, por ejemplo, que: “Toda el alma de Beethoven está infiltrada en esas elocuentes páginas, y cualquiera diría que la triste figura del prisionero es la personificación del mismo maestro, que sus lastimeros gemidos son los del infortunado músico sordo, que sus lamentos son los del mísero solitario alejado del mundo y privado de sus goces por inconcebible capricho del destino”.
Las opiniones sobre Fidelio sobrevivieron con mucho a su estreno mexicano y cuando en agosto de 1892, la Sociedad Anónima de Conciertos abrió su tercer programa con una de las oberturas Leonora, tuvo lugar una interesante polémica respecto al Beethoven operista, reveladora de un prejuicio que aún encuentra algún adepto extraviado. El doctor Manuel Flores, quien firmaba como Placable en El Universal, dio su opinión sobre la ópera en general y la obertura en particular. Su texto, aunque poético, no era del todo positivo. Esto le valió la réplica de Violín 2.º, seudónimo de Eduardo Gabrielli, en las páginas de El Diario del Hogar, donde Gabrielli parafraseó a Flores: “Aquella ópera que se llama Fidelio y que hasta ahora el mundo la ha llamado la perla de las óperas, no vale nada; no tiene otro mérito que la firma que lleva; el autor tropezó y chocó a cada paso y no pudo elevarse a las alturas que habitualmente se cierne; todo lo que le falta de inspiración le sobra de procedimiento”. En descargo de Placable podemos decir que su gusto beethoveniano se decantaba por la música sinfónica y no la teatral. No consideraba mala ni la ópera ni la obertura sino que, comparada con sus sinfonías, “se encuentra estudiada y artificial su ópera”. Para Flores, el Beethoven operista “palidece y cede el lugar” al creador de la sinfonía “Heroica”.
Pasaron muchos años antes de que Fidelio volviera a escucharse en México. En 1927, con motivo del centenario de la muerte del compositor los alumnos de la Escuela Superior Nocturna de Música la presentaron bajo la dirección de Alberto Flacheba: una puesta “escolar” a decir de El Universal, que no figuró más allá de la anécdota. Sin embargo, en 1952, se dio el “reestreno” de Fidelio en México, bajo la célebre batuta de Erich Kleiber. La obra de Beethoven abrió la temporada de la Ópera Nacional en el Palacio de Bellas Artes con la asistencia del presidente Manuel Ávila Camacho y otras personalidades. Como los detalles de las anteriores representaciones eran desconocidos o menospreciados, la crítica consideró a esta ocasión el postergado momento en que México conoció, por fin, la ópera de Beethoven, en una función donde quiso ver, no sin cierta razón, el “principio de una nueva etapa del arte lírico” en México.
La vasta reseña publicada en El Universal narró los avances de nuestros músicos a través del trabajo con Carlos Kleiber. Se hizo hincapié en que la partitura fue respetada como la escribió el compositor, sin concesiones para ningún artista y que el elenco estuvo a la altura de la ocasión. De la Marcellina, interpretada por Irma González, se dijo que su interpretación había sido “una ininterrumpida corriente de agua cristalina y pura”, y que bastaba consignar que Leonore había sido cantada por Regina Resnik, una de las más afamadas intérpretes beethovenianas del siglo pasado.
III. El estreno de la Novena y el Centenario de la Independencia
Con la fundación, en 1892, de la Orquesta Sinfónica de la Sociedad Anónima de Conciertos, dirigida por Carlos J. Meneses, cuyo núcleo era la Orquesta del Conservatorio Nacional, la vida musical de México tuvo, por fin, las primeras temporadas sinfónicas regulares de su historia.
“El trabajo de Meneses al frente de la orquesta había sido tan loable que Justo Sierra le escribió una carta pública a principios de 1910. Ahí le felicitaba por la interpretación de las obras de los grandes genios, la forma de conducir a la orquesta y la notoria emoción en sus ejecuciones”.
El trabajo de Meneses al frente de la orquesta había sido tan loable que Justo Sierra le escribió una carta pública a principios de 1910. Ahí le felicitaba por la interpretación de las obras de los grandes genios, la forma de conducir a la orquesta y la notoria emoción en sus ejecuciones. Sobre todo, enfatizaba la importancia de educar artísticamente a las personas a través de verdaderas obras de arte. En la misiva, que curiosamente aparece redactada en inglés en el diario The Mexican Herald, puede leerse: “Adelante, pues, maestro; con el trabajo de alguien como tú, México responderá a los calumniadores que la tachan de bárbara”. En ese mismo año, y quisiéramos pensar que en esa misma línea, Meneses decidió presentar, en la temporada de otoño, todas las sinfonías de Beethoven cerrando con la Novena sinfonía. En un principio, la obra se planteó para ser parte de las celebraciones del centenario de la Independencia y la noticia fue recibida con mucho agrado por la prensa. La Secretaría de Instrucción Pública subvencionó al coro y todo parecía propicio, pero durante el mes de festejos patrios no se escuchó la Sinfonía coral. No se dieron explicaciones, aunque Meneses la anunció como el cierre de su temporada. Los avisos sobre este ciclo musical indicaron que los conciertos se presentarían los jueves por la noche y los domingos por la tarde señalando que, salvo la Novena, ninguna otra sinfonía se repetiría. Los programas, divididos en tres partes, iniciaban generalmente con una de las sinfonías de Beethoven, alternaban con obras vocales, muy frecuentemente de Wagner, incluían otra obra sinfónica con solista y finalizaban con alguna pieza grandilocuente. En los primeros conciertos se interpretaron en orden las sinfonías de la uno a la cuatro, pero el quinto concierto inició con la Sexta sinfonía alterando el orden consecutivo que se venía observando. El sexto “abono” abrió con la Séptima sinfonía más las obras de rigor. Y fue hasta el penúltimo concierto, celebrado el 6 de noviembre de 1910 en el teatro Arbeu, que se escuchó por vez primera la Novena sinfonía. Aunque la crítica se deshizo en elogios para la obra y su ejecución, con alabanzas para la mayoría de los solistas, el coro, la orquesta y su director, hubo reveladores comentarios adversos. En parte, las críticas se debieron a que en el octavo concierto se tomó la decisión de iniciar con la Octava sinfonía, presentar la obertura Oberón de Weber y repetir la novena. Este hecho hizo que surgieran comentarios negativos acerca de la duración de los conciertos y de las dificultades de escuchar –por no decir resistir– dos sinfonías beethovenianas. Sin saberlo, el público mexicano repetía las mismas quejas que los vieneses habían gritado al escuchar los estrenos de Beethoven, resintiendo la excesiva duración de las sinfonías.
Si bien la temporada concluyó tras el octavo concierto, Meneses aún debía la Quinta sinfonía y la presentó en un concierto “fuera de programa” y a beneficio de la orquesta. La Novena sinfonía, por otra parte, tuvo dos presentaciones más en 1910. Una en la función “a beneficio” del mismo director y la otra, en el denominado “Concierto popular”, auspiciado por la Secretaría de Instrucción Pública, dirigido a los estudiantes de las escuelas profesionales y profesores de instrucción primaria y secundaria, según nos recuerda la carta del ministro Sierra. ¿Sería acaso un concierto didáctico para “formar estéticamente a los instructores y educandos”? Tras escuchar este último concierto, Carlos González Peña, en El Mundo Ilustrado, lo resumió de esta forma:
“La popularización de Beethoven, el más genial de los compositores de todos los tiempos, intentada en los últimos conciertos por medio de las sinfonías, tiene pues, amén del hieratismo casi religioso de un culto, la utilidad de una enseñanza”.
IV. El primer festival “totalmente” Beethoven
Durante 1920, un año antes de que el consulado alemán anunciara a México la futura donación del monumento a Beethoven, el entonces director de la Orquesta Sinfónica Nacional, Julián Carrillo organizó una temporada de conciertos con la finalidad de honrar el nacimiento del “Cisne de Bonn” donde solamente se escucharía música suya. Así, Carrillo fue el primer director mexicano en hacer que una orquesta nacional interpretara un tour de force beethoveniano. En esa temporada, dividida en cinco conciertos, se programaron las nueve sinfonías alternadas con otras obras. Cada domingo, a las 11 de la mañana, se ejecutaron dos sinfonías con algo “ligero” entre una y otra. El primer concierto dio inicio con la Primera sinfonía, seguida de la escena y aria “Ah! Pérfido” para soprano y orquesta y concluyó con la Sexta sinfonía “Pastoral”. La recepción de la crítica fue muy interesante. Tres de los principales diarios de la época decidieron contar con especialistas para realizar sendas columnas después de cada concierto, además de los habituales cronistas. Excélsior contrató ex profeso al músico Rafael J. Tello, El Universal contaba con la voz autorizada de Carlos González Peña y El Heraldo de México tuvo como “crítico autorizado” al pianista y solista Manuel Barajas. Las expresiones sobre Beethoven giraron alrededor de su capacidad: “Genial”, “gran compositor”, “egregio”, “gran músico”, “maestro”, “coloso”... Esto, en relación con una “digna” celebración, “lucida” y “brillante”, para una “fiesta cultural” necesaria para un “público culto”.
El segundo concierto presentó las Segunda y Séptima sinfonías y el Concierto para violín, ejecutado por Ezequiel Sierra, ganador del concurso realizado por Carrillo en ese año para seleccionar un solista para el festival. El tercer concierto, como es de suponerse, inició con la Heroica, continuó con el Cuarto concierto para piano, con Manuel Barajas como solista y concluyó con la Octava sinfonía. El penúltimo concierto inició con la Cuarta sinfonía, presentó las dos Romanzas para violín, con Sierra, y cerró con la Quinta sinfonía. En el último concierto, Carrillo solamente incluyó la Novena sinfonía, precedida por un texto sobre Beethoven leído por Antonio Caso. Para esta ocasión la prensa reportó un teatro repleto con localidades agotadas días antes de la función.
“El músico revolucionario por antonomasia, como lo pinta la construcción histórica, se escuchaba en nuestro país para mostrar cuán civilizado, culto y merecedor del concurso de las naciones occidentales era México”.
Desde su primer comentario en el periódico, Barajas señaló que el “festival” tendría impacto fuera de México pues generaría una nueva imagen de nuestro país tras el conflicto iniciado en 1910. Y es que la lectura política de aquella temporada era inevitable. Su programación quería ser vista como la imagen antitética de la revolución en México. El músico revolucionario por antonomasia, como lo pinta la construcción histórica, se escuchaba en nuestro país para mostrar cuán civilizado, culto y merecedor del concurso de las naciones occidentales era nuestro país. México podía tocar –¡y bien!– al maestro sinfonista y así demostrar que no era una tierra bárbara, pese a la agitación social y los desmanes que se creían, ingenuamente, extinguidos. Culminaba el país los primeros cien años de su vida independiente, pero la música de Beethoven, más que servir como muestra de lo alcanzado, parecía presagiar, como aquellos truenos lejanos de la Pastoral, renovadas tormentas y, desde luego, nuevas auroras y nuevas luces.
[1] Cfr. Hans A. Pohlsander, German monuments in the Americas. Oxford: Peter Lang, 2010. P. 133.
[2] Cabe señalar que, en 1856,