Música

Beethoven y los valores del arte

El pianista y musicólogo Ricardo Miranda reflexiona sobre los valores filosóficos en la obra del Genio de Bonn: justicia, hermandad, amistad, amor, esperanza, verdad, sociedades ideales y el hombre y su destino que se materializan en intensidad musical.

Por Ricardo Miranda

Toda la trama de Fidelio –el argumento, la intensidad dramática experimentada por cada uno de sus personajes y el tejido musical que sustenta todo aquello– parece diseñada para conducir a un momento fulgurante donde resulta imposible no conmoverse con el sonar de las trompetas: tocadas desde lejos, atrás del escenario, el argentino arpegio de mi bemol que nos lanzan es el sonido de la justicia. Debemos suponer que Beethoven estaba encantado con un efecto tan estrujante pues, además de formar parte de la escena culminante de su ópera, no resistió la idea de citar aquellas notas en la obertura que preparó para su primera representación, la hoy denominada Leonora n.º 2 (y también en la Leonora n.º 3). Son las trompetas de la justicia y la libertad: Florestán podrá salir de la cárcel y vencer la opresión de quienes han abusado del poder. Y es que si queremos contestar la simple pregunta de cuáles valores fueron exaltados por la música de Beethoven, las trompetas de Fidelio son el claro punto de partida de una respuesta, que si bien descansa sobre música y símbolos ampliamente conocidos, no por ello deja de ofrecer la oportunidad de trazar algunas reflexiones.

Beethoven MaxWulff

Versión en blanco y negro de la litografía de Ludwig van Beethoven por Max Wulff, 1912.

La libertad obsesionó a Beethoven. No sólo podemos leer innumerables testimonios de cómo vivió muchas ocasiones tirantes con los nobles que lo rodearon, o con los orgullosos mecenas que le requerían para que escribiese algo para ellos, sino que detrás de muchos otros aspectos de su biografía, de su lucha por liberar a su sobrino de una tortuosa situación doméstica, de la decepción al ver que Napoleón traicionaba sus propios principios, de la batalla para vencer al absurdo destino que lo ensordecía, la libertad y la justicia se asoman constantemente. Pero si Fidelio es el locus classicus de la balanza de la ley, Egmont es la música por excelencia de la libertad. Cuando Johann Wolfgang von Goethe llevó a escena la trágica vida de Lamoral, conde de Egmont y príncipe de Gavere, libertador de Bélgica, no quería contar un episodio histórico sino confrontar a su público con el más importante de los dilemas humanos: si la libertad requiere alcanzarse con la propia vida, sea. Es tan profunda, tan estrujante, tal resolución, que Goethe mismo no supo qué hacer con el final de su obra, cuando despunta la mañana de la ejecución de Egmont. En lo que algunos críticos literarios han señalado como un recurso no exento de cierta maña, dejó que fueran los músicos, y no él mismo, quienes pusieran punto final a la obra. En el último instante, Egmont declama su parlamento memorable: “Yo también salgo ahora para una honrosa muerte de esta celda; muero por la libertad, por la que siempre viví y luché, y por la cual, finalmente, hoy sufriendo, me inmolo. ¡Amigos, valor! Y no os duela morir, siguiendo el ejemplo que yo os doy, por salvar lo que más amáis”.

“No quería contar un episodio histórico, sino confrontar a su público con el más importante de los dilemas humanos: si la libertad requiere alcanzarse con la propia vida, sea”.

Pero la obra no termina ahí, sino que Goethe anotó esta última y singular indicación escénica: “y una sinfonía triunfal pone fin a la obra”. ¿Intuía el autor de Fausto que con aquella instrucción, en la que dejaba en manos de la música la resolución anímica de la trama, lanzaba un llamado al destino? Cuando la obra se estrenó, fue un autor hoy olvidado quien le puso música: Philipp Christoph Kayser. Pero desde entonces parecía evidente que Beethoven era el indicado para ello y así se previó que sucediera en una reposición de la obra en el Burgtheater de Viena en 1809. Como Beethoven no entregó a tiempo su partitura, las funciones iniciales de aquella temporada hubieron de realizarse con otra música, y sólo en las posteriores representaciones el Egmont de Goethe alcanzó su resolución beethoveniana final e insuperable: hay, en efecto, una poderosa sinfonía triunfal, la música más vibrante jamás escrita, que acompaña la victoria definitiva sobre cualquier yugo, real o imaginario. El efecto de aquella música es tal que Beethoven tampoco se resignó a que fuera escuchada una sola vez, y eso explica la singular estructura de la obertura, que sigue con ortodoxia los patrones habituales de una sinfonía clásica para, en el último momento, dejarnos escuchar el inesperado tema de aquella sinfonía triunfal que, por lo imprevisto de su aparición, pareciera la música de un soplo divino, el torbellino aplastante de una fuerza sobrehumana.

Florestán y Leonora

Folleto original que anuncia la primera representación de la primera versión de Fidelio, con libreto de Joseph Sonnleithner; el 20 de noviembre de 1805 en el Theater an der Wien, en Viena.

“La libertad, la justicia, la amistad, el amor brillan por sí mismos en la música de Beethoven y están a la vista de todos, pero no son los únicos valores que impregnaron su música”.

Además de la libertad y la justicia, muchos otros valores alcanzaron en la música de Beethoven exaltaciones notables. Algunas son páginas discretas, como las de ese Lied intitulado Der Mann von Wort (El hombre de palabra opus 99 ), que cuenta la historia de un amigo que olvidó una cita y cuyos versos hacen elogio de la palabra empeñada como una virtud alemana. Y cómo no mencionar An die ferne Geliebte (A la amada lejana opus 98), el bello ciclo de canciones donde Beethoven tomó los versos de un médico (quien, por cierto, dedicó sus mejores horas al cuidado de los ciudadanos de Brno durante una epidemia de cólera), para ocuparse de una forma particular del amor, el que se experimenta por alguien inalcanzable, alguien que está lejos, o que vive detrás de un muro social infranqueable, o de algún ser querido que ha fallecido. Pero si una obra de Beethoven ha sido considerada el alfa y omega de un arte moral –suponiendo que tal cosa sea posible– , esa es, desde luego, la Novena sinfonía opus 125, cuyo coro final es la más universal de las músicas. La hermandad que canta al final tiene su propio discurso: es, como todo mundo sabe, un canto a la esperanza, a la solidaridad si se quiere; pero la hermandad de la que habla no es la del prójimo, como suele pensarse. De hecho, los versos de Friedrich Schiller escogidos (y trastocados) por Beethoven enlistan una serie de requisitos que han de cumplirse si aspiramos a figurar entre aquellos que caminan por los Campos Elíseos y también prevén la triste fortuna de quienes no lo consigan:

 

Wem der große Wurf gelungen,

Eines Freundes Freund zu sein;

Wer ein holdes Weib errungen,

Mische seinen Jubel ein!

Ja, wer auch nur eine Seele

Sein nennt auf dem Erdenrund!

Und wer's nie gekonnt, der stehle

Weinend sich aus diesem Bund! 

¡Quien haya alcanzado la fortuna

de poseer la amistad de un amigo,

quien haya conquistado a una mujer deleitable

una su júbilo al nuestro!

¡Sí, quien pueda llamar suya aunque

sea sólo a un alma sobre la tierra!

¡Y quien no pueda hacerlo,

que se aleje llorando de esta hermandad!

“La música de Beethoven desconoce muros, ignora fronteras, no entiende de razas ni colores, mucho menos de torpes divisiones de clase o de cualquier otra forma de fáciles maniqueísmos”.

Folleto Fidelio

Folleto original que anuncia la primera representación de la primera versión de Fidelio, con libreto de Joseph Sonnleithner; el 20 de noviembre de 1805 en el Theater an der Wien, en Viena.

Decíamos antes que tales valores –la libertad, la justicia, la amistad, el amor– brillan por sí mismos en la música de Beethoven y están a la vista de todos. Más aún, los textos que hablan de ellos fueron escogidos por su autor para dotar a su música de un significado preciso, al que las palabras otorgan una precisión conceptual moldeada emocionalmente por la música (Schiller decía que la música era el arte perfecto para mostrar la forma de las emociones). Sin embargo, tales valores no son los únicos que impregnaron su música, y a través del tiempo, otras piezas de Beethoven se han esgrimido en forma simbólica: han cumplido un papel estelar como agentes de libertad y esperanza, como la manifestación más poderosa y sublime del indomable espíritu que acompaña las mejores causas. Por ejemplo, muchos recordarán que la Novena sinfonía fue, por decirlo así, la idónea música de fondo para la caída del muro de Berlín; pero antes, también en Alemania, habían sido las contrastantes notas de la obertura de Egmont la música fúnebre que acompañó al duelo tras el atentado terrorista de los juegos olímpicos de Múnich en 1972. Portentoso talismán, la música de Beethoven ha sido espada desenfundada en muchos otros tiempos y latitudes. Al inicio de la Segunda Guerra Mundial, cuando los cuadros de la Galería Nacional de Londres ya se habían descolgado para protegerlos de las bombas nazis, Myra Hess ofreció un recital entre las paredes desnudas del museo donde tocó la Appassionata para alumbrar las horas más oscuras de los londinenses. Y en el año 2004, en la infame prisión de la isla Robben en Sudáfrica –donde Nelson Mandela estuvo encarcelado– se escenificó Fidelio para conmemorar los diez años transcurridos desde la celebración de las primeras elecciones democráticas en ese país. La música de Beethoven –todos lo saben– es el himno de los deportistas olímpicos que compiten sin el aval de un país (habitualmente totalitario), y también el de la Comunidad Europea. Vemos así que la música de Beethoven desconoce muros, ignora fronteras, no entiende de razas ni colores, mucho menos de torpes divisiones de clase o de cualquier otra forma de fáciles maniqueísmos.

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La Novena sinfonía de Ludwig van Beethoven se interpretó en Berlín el 23 de diciembre de 1989 para celebrar la caída del muro de Berlín, bajo la dirección de Leonard Bernstein. Fotografía: Andreas Meyer-Schwickerath, 1989, Berlín, Alemania. Fuente: Archivo de la sala de conciertos de Berlín.

"Críticos como Adolph Bernhard Marx habían entendido esas sinfonías como himnos, como la voz de una colectividad que gracias al genio se materializaba”.

Myra Hess

Entre 1939 y 1946, la pianista Myra Hess organizó una serie de conciertos en la Galería Nacional de Londres. Fuente: The National Gallery.

Antes al contrario. Explica Mark Evan Bonds que las multitudes que acompañaron al cortejo fúnebre de Beethoven pudieran tener una explicación que va más allá del duelo por la muerte de un gran artista. Una de las ideas más vehementes que trajo consigo la música instrumental de Beethoven fue considerar a esta como la metáfora de una sociedad ideal:

El aliento totalizador de la sinfonía resultó ser particularmente propicio para dirigir el espíritu de los oyentes atentos hacia la tarea más ambiciosa de reconciliar autonomía personal y orden social. La monumentalidad del género, unida a su diversidad tímbrica, llevó a muchos coetáneos de Beethoven a oír la sinfonía como la proyección de un estado ideal donde las libertades personales podían florecer dentro de un marco estructurado, y donde las necesidades de la comunidad podían convivir en armonía con las necesidades del individuo. 

Inexorablemente vamos de vuelta hasta el coro final de la Novena sinfonía, puesto que ahí las palabras de Schiller dan cuerpo y argumento a esa sociedad ideal sugerida por las sinfonías de Beethoven. Pero incluso antes del estreno de la novena, críticos como Adolph Bernhard Marx habían entendido esas sinfonías como himnos, como la voz de una colectividad que gracias al genio se materializaba. Este es, sin duda, uno de los valores menos evidente pero más sorprendente de la música de Beethoven: en sus páginas, en sus sinfonías, varias generaciones han escuchado la metáfora perfecta de la sociedad ideal, la filarmónica polifonía de un coro de voces diferentes que, sin embargo, son sinfónicas, es decir, consonantes; y en las que los acentos individuales no son aplastados por el enfático y torpe canto de alguna turbamulta. Dicho de otra forma, debemos a Beethoven poder imaginar, desde la música, una sociedad donde la libertad y las convicciones propias no significan disonancia alguna.

A la luz de tales consideraciones resulta lógico que Beethoven haya tenido en alta y particular estima a Schiller, quien –vuelve a recordarnos Bonds– “consideraba la ‘construcción de la genuina libertad política’ como ‘la más perfecta de las obras artísticas, pues sólo mediante la belleza podía la humanidad abrirse camino hacia la libertad’ ”  . Al tener en cuenta que los contemporáneos de Beethoven, alentados por Schiller y por los aires perturbadores de la Francia revolucionaria, creyeron en la efectiva posibilidad de un “Estado estético”, es decir, de una nación donde la libertad surgiera del arte, se abre inmediatamente una nueva perspectiva sobre toda su música. Y aunque a nosotros, los amargos habitantes de un siglo XXI pleno en injusticias y en estados fallidos, ciudadanos impotentes de democracias nunca logradas y ya en deterioro, tal idea nos pueda parecer el colmo de la utopía, esa misma idea sirve para explicar por qué la música de Beethoven se convirtió en un objeto político; por qué sus partituras pudieron esgrimirse como la prueba fehaciente de la existencia de mundos mejores. Incluso en la actualidad, la sinfonía “Pastoral”, por dar otro ejemplo, ha sido utilizada como el símbolo musical de la lucha contra el cambio climático, lo que sólo demuestra el poder perenne de las grandes obras de arte para ser leídas de múltiples formas y por encima de generaciones y tiempos.

“Una de las estrategias musicales de las que Beethoven se sirvió para construir algunas de sus más famosas obras radica en transitar, para decirlo metafóricamente, desde las tinieblas hacia la claridad, desde una tonalidad menor hacia una mayor”.

Pero si las lecturas políticas o filosóficas desatadas por la música de Beethoven resultan relativamente fáciles de entender, resta por explicar qué permitió a su música, y no a la de otros, como Mozart o Haydn, despertar tales apreciaciones. Una de las estrategias musicales de las que Beethoven se sirvió para construir algunas de sus más famosas obras radica en transitar, para decirlo metafóricamente, desde las tinieblas hacia la claridad. Ese claroscuro, ese contraste, tiene una simple explicación armónica: tantas de las obras de Beethoven viajan desde una tonalidad menor hacia una mayor. La Quinta sinfonía opus 67 es el ejemplo pluscuamperfecto: el poderoso inicio, en do menor, es sólo la primera afirmación de una tonalidad que, en el curso de los tres primeros movimientos, pretende imponer su hegemonía. Pero desde el movimiento inicial, otra voz, otra tonalidad, luchará por abrirse paso. Cada vez que lo hace, será duramente aplastada y esa lucha, esa agonía, se representa de nuevo el segundo movimiento y el tercero. En el andante con moto, por ejemplo, escuchamos una y otra vez el intempestivo estruendo de unas fanfarrias heroicas que, sin embargo, son efímeras y deliberadamente interrumpidas, acalladas de golpe. En el tercer movimiento, el agitado tema de los violonchelos y contrabajos –pasaje temible para los instrumentistas si se toca a la velocidad indicada por Beethoven– sugiere la vehemencia inconquistable del do menor inicial. Y sin embargo, surge un segundo tema, que también inicia en las cuerdas graves, donde la voz interrumpida del do mayor ya presagia su triunfo. Este drama tonal fue resuelto por Beethoven de manera insuperable en la transición del tercero al cuarto movimientos (que se tocan sin interrupción): un perenne redoble de los timbales es el rumor incontenible de un cambio inminente, telúrico, y en la irrefrenable erupción del cuarto movimiento escuchamos el canto triunfante de la luz y la derrota definitiva de las fuerzas oscuras. Cualquier estudiante de conservatorio sabrá explicar la teoría detrás de un cambio armónico entre do menor y do mayor. Pero lo verdaderamente importante, y lo que Beethoven consigue transmitir a todo escucha atento, es que hay ahí una lucha y un triunfo. Por esta misma razón, los escuchas de Beethoven también fueron obsequiados con otro singular aspecto musical: los temas de sus obras suelen ser metáforas del hombre y su destino. Mientras que en Mozart o Haydn es la belleza y el carácter de los temas lo que nos subyuga, en Beethoven aprendimos a seguir la transformación, el devenir de esos temas, en clara correspondencia con los escollos de la vida propia. Aquí el ejemplo paradigmático es el de la Tercera sinfonía: aunque tras aquellos dos acordes del inicio escuchamos el tema, en realidad su enunciación se ve rápidamente cortada, interrumpida por sonoridades ajenas y un constante trabajo de elaboración musical. De hecho, sólo escucharemos el tema en su versión completa –y triunfante– hasta el final del primer movimiento, un proceso nunca antes realizado por compositor alguno. Y de nuevo: aunque los detalles técnicos de semejante concepción formal llenarán de gozo y admiración las horas de una clase de análisis musical, no se necesita asistir a ellas para entender que Beethoven ha hecho de su tema heroico la metáfora de la vida humana, la imagen musical de un ser que puede tener, desde su nacimiento, una esencia y un brillo propios, pero que en el transcurso de la vida habrá de ser puesto a prueba –difamado, oprimido, despreciado– y sólo tras una gesta valiente acaso podrá mostrarse en plena floración. Es por ello que los musicólogos hablan de un “estilo heroico” en la música de Beethoven, un estilo que los románticos condensaron en una frase: “Per aspera ad astra (por lo agreste, a las estrellas). Robert Schumann, Johannes Brahms, Gustav Mahler y tantos otros harán suyo este modelo para revestirlo con sus propios sonidos. La deuda con Beethoven es evidente, impagable.

“Beethoven también obsequió otro singular aspecto musical: los temas de sus obras suelen ser metáforas del hombre y su destino”.

Mientras la sociedad escuchó en Beethoven la metáfora de su propio ideal, los individuos que la conforman adivinaron otro valor adicional en su música. Como bien ha explicado Alessandro Baricco, “cuando nosotros, herederos del romanticismo, utilizamos expresiones genéricas como alma o espiritualidad” nos referimos, en realidad a un “espacio”, a un lugar, interior y metafísico, que la música de Beethoven nos permitió vislumbrar. Nicholas Cook lo dice de otra forma cuando explica que, al escuchar a Beethoven, nos hemos colocado “del lado de los ángeles”. Nosotros, afirma Cook, “podemos ver el valor intrínseco de su música, que escribió no para su propio tiempo, sino para todos los tiempos”. Es la trascendencia del tiempo, y no su dispersión entre las capas sociales, lo que ha permitido calificar de “universal” la música de Beethoven.

“Es la trascendencia del tiempo, y no su dispersión entre las capas sociales, lo que ha permitido calificar de ‘universal’ la música de Beethoven”.

Y un último valor, acaso el más importante desde un punto de vista estético. A menudo escuchamos el término “música clásica”, no sólo aplicado a Beethoven, o a la trinidad vienesa, sino a la música de muchos otros compositores de distintas épocas y latitudes. Aunque el término así lo sugiere, la denominación “clásica” no se refiere a un estatus social, económico ni cultural, mucho menos sirve para denostar otras músicas (de ahí que resulte tan inútil como confuso querer hablar de música “culta” –todas lo son– o “académica” –todas pueden serlo–). Tampoco se refiere, como han señalado varios autores, a una época o estilo determinados. Fue el estricto contemporáneo de Beethoven, Friedrich Hegel, quien formuló la noción de un arte clásico, que él asociaba con la escultura y arquitectura de la antigua Grecia. Postuló que el arte, como tantas otras cosas de la vida humana, tenía un ideal, una manifestación perfecta e inalcanzable, que existía a priori, y del cual todas las manifestaciones artísticas se acercaban o alejaban en alguna medida. Cuando hablamos de música clásica nos referimos a ese ideal; decimos que tal o cual música está más cerca de un ideal inalcanzable. De tal suerte, fue la música de los grandes contemporáneos de Hegel la primera en denominarse clásica, con Beethoven por delante. Si alguna música parecía probar la existencia de ese ideal, esa era la que guardaban las páginas más extraordinarias de nuestro compositor, la de sus cuartetos, la de las últimas sonatas, las de una Gran fuga donde la imaginación musical del hombre había descubierto esferas tan elevadas como insospechadas.

En su novela El juego de los abalorios, Hermann Hesse describe tal juego como la puesta en marcha de distintos elementos, a menudo dispares en género y apariencia, que acaban por iluminarse unos a otros. A menudo, la música de Beethoven pareciera ser, precisamente, un ejemplo del mítico juego de Castalia. Porque si bien los valores fundamentales que esta música ostenta son, precisamente, musicales, otras lecturas y consideraciones han hecho que se convirtiera en objeto de profundas indagaciones filosóficas, en portadora de un intenso simbolismo político y en la metafísica manifestación del espíritu humano. Música, estética y política se han reunido con tenacidad a su alrededor, y mal haríamos en aislar cualquiera de tales abalorios para ignorar a los otros, como mal haríamos en imaginar que su música es sólo el privilegiado viñedo de unos cuantos afortunados. Basta leer, en las páginas siguientes, cómo Beethoven se ha convertido en parte de la cultura pop y su música en un obligado referente cinematográfico, para echar por tierra semejante idea. Ideal en su alta concepción, universal por trascender tiempos y barricadas, profundamente humana en su llamado a los valores más elementales, el arte de Beethoven es fuente perenne de renovación y descubrimiento, testimonio cumbre de las bondades del hombre, aun en medio de los desastres que hoy nos acechan.

Por esa razón también podemos tomar prestados del Juego de los abalorios, aquellos versos del joven Josef Knecht como la inmerecida conclusión de las líneas precedentes:

Estamos dispuestos a escuchar con respeto

la música del universo y la música del Maestro

y para evocar en pura solemnidad

los venerados espíritus de los tiempos de gracia…

 



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