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Música y ópera

Como música bemolada por la luz de la luna: en el bicentenario de César Franck

Conmemoramos el bicentenario natal de César Franck (1822-1890) con esta reflexión del pianista Ricardo Miranda. Tradición y rigor, intensidad e introspección son parte de la estética de uno de los músicos más importantes del siglo XIX. Tal vez el mayor homenaje que le haya sido rendido es que Proust posiblemente se inspiró en una de sus obras para la famosa "sonata de Vinteuil" de En busca del tiempo perdido.


Por Ricardo Miranda

Portada: César Franck tocando el órgano en la basílica de Santa Clotilde, París. Retrato de Jeanne Rongier, 1888, Biblioteca Pública de Nueva York.
Fuente: Digital Collections NYPL.

Aunque César Franck nació hace doscientos años en Lieja, muy poca de su música suele tocarse hoy en día y sólo algunas de sus obras son parte del repertorio regular. Su Sonata para violín y piano, escrita en 1886 y dedicada al famoso violinista Eugène Ysaÿe, es considerada una de las más acabadas y difíciles obras del repertorio, con una parte pianística particularmente demandante. Como Franck fue organista y poseía unas manos enormes, acaso quiso llevar al piano ciertas sonoridades que en el órgano resultarían menos difíciles: así lo delatan pasajes de su Preludio, coral y fuga de 1884 y su Preludio, aria y final de 1887, obras que confirmaron su fama como intérprete y su vocación por las formas del pasado. Para muchos jóvenes músicos franceses de finales del siglo XIX, ello representó una posición de bienvenido rigor frente a los excesos románticos y un antídoto de la música ligera que, desde las operetas y los salones de baile, se desbordaba por todas partes durante la llamada belle époque. Poseedor de un estilo donde la tradición y el rigor de la técnica se funden con intensidad, acaso su Sinfonía en re menor, escrita entre 1886 y 1888, sea simultáneamente el mejor ejemplo de su estética y la más famosa de sus obras. En su momento, sin embargo, la partitura tuvo una fría recepción y el propio autor afirmó que, en adelante, no volvería a escribir música semejante, dotada de un complejo entramado temático que el escucha ha de seguir y adivinar en el transcurso de sus tres movimientos. Para lograrlo, y como en aquel entonces más gente solía leer música, se dio al público un programa que incluía la notación de algunas de esas transformaciones temáticas. ¡Otros tiempos!

            Acaso Franck sea un ejemplo perfecto del ciudadano de la comunidad europea antes de la Comunidad Europea. Nacido en una época donde Lieja estuvo bajo el dominio holandés, sus padres eran alemanes y vivieron a lo largo de la década de 1830 el proceso de la revolución que vio el establecimiento de Bélgica como un reino independiente de Holanda y Francia. En medio de aquellos cambios políticos, la familia se trasladó a París en 1835, y ahí, a pesar de sus virtudes musicales, Franck fue rechazado como alumno del Conservatorio de París, debido a su nacionalidad, y sólo tras arreglar su naturalización entró a la famosa escuela en 1837. Aunque su padre insistía en que hiciera una carrera como pianista, el joven músico se inclinó hacia la composición y obtuvo un pequeño triunfo inicial cuando la suscripción para la venta de sus Tríos opus 1, incluyó a figuras como Liszt, Meyerbeer, Chopin, Donizetti y Thomas. Pero su oratorio Ruth, basado en un episodio bíblico, no tuvo el éxito esperado tras su estreno en 1846, lo que contribuyó a concentrar algunos nubarrones en su vida. Su carrera como pianista no marchaba como su padre esperaba, su incipiente labor como compositor era desigual, y ello le obligó a dejar la casa paterna y a tomar el trabajo de organista en la iglesia de Nuestra Señora de Loreto en 1847. Sin adivinarlo del todo, sería el inicio de una trayectoria profesional que le llevó a distintas iglesias, como la de Saint-Jean-Saint-François en el Marais (hoy, la iglesia de los Padres Armenios) y la basílica de Santa Clotilde, donde su destacado desempeño provocó que se le considerara uno de los grandes organistas de Francia. En 1872, se convirtió en maestro de órgano en el Conservatorio de París, no sin antes refrendar la adopción de la nacionalidad francesa para poder ocupar el cargo.

Es fácil imaginar a Franck tocando el órgano en el salón de Pauline Viardot para los invitados de sus reuniones, que incluían a Gounod, a Saint-Saëns, Fauré, Bizet, Massenet y a varios y famosos escritores encabezados por Iván Turguéniev.

            Durante la época en la que se separó de su familia se comprometió con Felicité Saillot Desmousseaux, cuyos padres eran actores de la Comédie-Française. Cuentan los biógrafos de Franck que, para llegar a la iglesia y casarse, los invitados tuvieron que sortear las barricadas de la Comuna de París en 1848; pero si tal episodio de su vida no alcanza para dibujar su intensa juventud, habrá que seguirlo hasta el salón de Pauline Viardot, donde era un habitué. Como Viardot tenía un famoso órgano de Cavaillé-Coll, es fácil imaginar a Franck tocando para los invitados de aquellas reuniones, que incluían a Gounod, a Saint-Saëns, Fauré, Bizet, Massenet y a varios y famosos escritores encabezados por Iván Turguéniev. Si a esa evocación se añade un pequeño detalle del decorado, acaso quede más nítida la imagen respecto al ambiente y espíritu excepcional de aquellas veladas musicales, pues el objeto principal de la sala no era el órgano, sino una preciosa caja de madera donde Viardot conservaba el manuscrito de Don Giovanni; así que era como si el espíritu de Mozart escuchase también las improvisaciones al órgano de Franck, que tanta fama le dieron. Liszt había ido a escucharle a la basílica de Santa Clotilde y, encantado, él mismo arregló un concierto con obras de Franck para que sus allegados conocieran la razón de su reciente entusiasmo por el joven músico.

La carismática Pauline Viardot deleitó a su público en recitales privados y en su propio salón, donde se reunían grandes músicos e intelectuales. En esta ilustración se encuentra a la izquierda.
Fuente: Imago / Leemage.

 

Aunque sus clases en el Conservatorio de París fueron de órgano, dedicó gran parte de su labor docente a enseñar Composición. Como era un estupendo improvisador, buena parte de la clase la dictaba desde el órgano, y a esa clase tan singular fueron acercándose cada vez más alumnos del conservatorio.

 

César Franck, bajorrelieve en bronce de Auguste Rodin, 1891, Museo Rodín, París.
Fuente: Musée Rodin.

 

La vida pedagógica de Franck es también un obligado capítulo de su biografía. Aunque sus clases en el Conservatorio de París fueron de órgano, en realidad dedicó gran parte de su labor docente a enseñar Composición. Como era un estupendo improvisador, buena parte de la clase la dictaba desde el órgano, y a esa clase tan singular e irresistible fueron acercándose cada vez más alumnos del conservatorio, independientemente de sus instrumentos o carreras elegidas. Algunas biografías, encabezadas por la de Vincent d’Indy, reportan que se le llamaba Père Franck en los pasillos escolares, y a sus alumnos y allegados se les nombraba la “banda Franck”. Si lo fueron, habrá que quitarse el sombrero, porque semejante pandilla no sólo incluyó a notables alumnos directos como Vincent d’Indy, Ernest Chausson, Louis Vierne y Henri Duparc, sino también a Marie Renaud-Maury –primera laureada en Composición del Conservatorio de París– y a un joven Claude Debussy, quien asistió como oyente a sus clases entre 1880 y 1881. Paul Dukas fue otro asiduo escucha de las famosas clases de “órgano” de Franck.

Antes de morir, en noviembre de 1890, Franck alcanzó a recibir distintos reconocimientos, como la Legión de Honor en agosto de 1865; y un año más tarde, el nombramiento de presidente de la Sociedad Nacional de Música. Los homenajes no cesaron con su muerte, pues hay un relieve de él tocando el órgano frente a la basílica de Santa Clotilde, y para su tumba en Montparnasse se comisionó a Rodin el medallón de bronce que la decora. Incluso, el asteroide 4546, descubierto en 1990, lleva su nombre. Pero acaso su mejor homenaje haya quedado envuelto entre algunas perfumadas páginas literarias. Caminantes en el mundo infinito de En la busca del tiempo perdido, distintos críticos y musicólogos lo han señalado como la figura que inspiró a Proust su músico inventado, de apellido Vinteuil. Una “sonata para piano y violín” de Vinteuil suena a lo largo de distintas escenas, sobre todo en Un amor de Swann. Aunque existe clara evidencia de que la melodía recurrente (la “frasecita”, como se le llama en reiteradas ocasiones) que inspiró a Proust provenía de una sonata de Saint-Saëns, la forma de aquella música imaginaria, cuyos temas reaparecen cíclica y constantemente –algo que Franck aprendió de Liszt–, claramente se inspira en la Sonata de violín y piano de Franck. Más adelante en la novela, nos enteramos de que Vinteuil es autor de un Septeto y todo indica que Proust tuvo en mente al Quinteto de Franck al describir aquella música. En esa singular trayectoria, donde la música de cámara de un gran compositor inspiró a un músico imaginario de legendaria fama literaria, quizá podamos aprender algo sobre Franck mismo y encontrar, si no lo hemos hecho, una puerta para adentrarnos a la música de este compositor bicentenario.

Portada de la primera edición de la partitura del Quinteto de piano de César Franck en fa menor, 1880. Fuente: Wikipedia

 

Al escuchar estas obras, acaso por vez primera, las palabras de Proust pueden ser tan puntuales como alentadoras:

Con frecuencia –si se trata de una música un poco complicada que escuchamos por primera vez– no oímos nada. Y sin embargo, cuando más adelante me tocaron dos o tres veces dicha sonata, resultó que la conocía perfectamente. Por eso, no deja de ser apropiado que digamos “oír por primera vez”. Si de verdad no hubiésemos distinguido nada –como creíamos– en la primera audición, la segunda y la tercera serían en la misma medida primeras y no habría razón para que comprendiésemos algo más en la décima. Probablemente lo que falta la primera vez no es la comprensión, sino la memoria. Pues la nuestra es –respecto de la complejidad de las impresiones que debe arrostrar mientras escuchamos– ínfima, tan breve como la de un hombre que al dormir piensa mil cosas al instante olvidadas o que, por haber vuelto a medias a la infancia, no recuerda, un minuto después, lo que acaban de decirle.[1]

Y sí. A diferencia de la memoria ínfima, la prosa de Proust es perfecta en su revelación de la memoria y cuando imagina la sonata de Vinteuil nos apremia, en realidad, a escuchar una vez más la intensa música de Franck, en una descripción que parece invocar el inicio del tercer movimiento –Recitativo-fantasía– de la Sonata para piano y violín:

Al principio, había gozado tan sólo con la calidad material de los sonidos segregados por los instrumentos. Y había sido ya un gran placer, cuando, bajo la fina línea del violín –tenue, resistente, densa y rectora–, había visto de pronto intentar elevarse con un chapoteo líquido de la parte del piano –multiforme, indivisa, plana y entrechocada– como la malva agitación de las olas seducidas y bemoladas por la luz de la luna. Pero, en determinado momento, hechizado de pronto y sin poder distinguir claramente un contorno, atribuir un nombre a lo que le deleitaba, había intentado captar la frase o la armonía –no sabía bien– que pasaba y que –como ciertos olores de rosas que impregnan el húmedo aire del anochecer tienen la propiedad de dilatarnos las ventanas de la nariz– le había esponjado el alma…[2]

El ensanchamiento del alma, eso que la música de cámara de Franck inspiró a Proust, tiene que ver con la capacidad del arte para evocar, para despertar la memoria y disponer a los escuchas a un estado de conciencia e introspección. La música de Franck, esa música exquisita “bemolada por la luz de la luna”, “nos reveló un nuevo mundo de impresiones y emociones inexpresables”, escribió Proust en su recordación del compositor para la Revue Blanche en abril de 1893[3]. Y hoy, a doscientos años de su nacimiento, qué mejor que retornar a ella.

Retrato de César Franck, 1880, Biblioteca Pública de Nueva York. Fuente: Digital Collections NYPL.



[1] Marcel Proust, A la sombra de las muchachas en flor, traducción de Carlos Manzano, Barcelona, Editorial Lumen, 2001, pp. 111-112.

[2] Marcel Proust, Por la parte de Swann, traducción de Carlos Manzano, Barcelona, Editorial Lumen, 1999, pp. 227-228. 

[3] No he podido leer el original de Proust de esta recordación, pero aparece citada por Jean-Jacques Nattiez en su libro Proust as Musician, Cambridge, Cambridge University Press, 1989, pp. 92-93.

 

Ricardo Miranda realizó estudios de piano y teoría de la música en México e Inglaterra; y posee los grados de Maestro en Artes y Doctor en Musicología por la City University de Londres. Catedrático de Musicología en la Universidad Veracruzana, ha sido asimismo profesor invitado de diversas instituciones, entre ellas la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. Entre sus libros destacan El sonido de lo propio, José Rolón (1876-1945); Manuel M. Ponce, ensayo sobre su vida y obra; y Ecos, alientos y sonidos.



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