El estreno de la Novena sinfonía tuvo lugar diez años después de la Octava, el 7 de mayo de 1824, en el Kärntnertortheater de Viena, junto con la obertura de Die Weihe des Hauses y las tres primeras partes de la Missa Solemnis. Esta fue la primera aparición en escena de Beethoven después de diez años; la sala estuvo llena. Nadie quiso perderse el estreno de la sinfonía y de la que se presumía sería la última aparición pública del genio alemán, como efectivamente así fue: en los tres años siguientes, se recluyó en casa aquejado de diversas enfermedades que lo postraron hasta su muerte.
Las partes de soprano y alto fueron interpretadas por las jóvenes y famosas Henriette Sontag -quien murió en la Ciudad de México el 17 de junio de 1854, víctima de una epidemia de cólera- y Caroline Unger. Aunque la interpretación fue oficialmente dirigida por Michael Umlauf, maestro de capilla, él y Beethoven compartieron el escenario. El público terminó encantado, ovacionando a los músicos. Umlauf tuvo que darle un golpecito en el hombro al compositor para que advirtiera que el público se había puesto de pie para aplaudirle. Al percatarse de lo que su sordera le impedía escuchar, Beethoven se inclinó para agradecer los aplausos.
En 1826, año en que la editorial Schott e Hijos hizo la primera impresión de la partitura de la Novena, Beethoven tomó una distancia definitiva de la monarquía austriaca al dedicar esta obra al rey de Prusia Guillermo III.
Más allá de su valor musical, la Novena, a lo largo de casi dos siglos ha tenido una andadura histórica propia. Tanto la pieza en su conjunto como el último movimiento se han visto apropiados por ideologías muy dispares y han desempeñado un papel simbólico en la reconciliación entre pueblos. Esta última característica fue uno de los argumentos esgrimidos por Alemania cuando presentó la obra a la candidatura de la Unesco.
Mucho antes, personajes como Otto von Bismarck (1815-98) también se sintieron fascinados por ella. El fundador del Estado alemán moderno llegó a decir que, si pudiera escuchar la Novena a menudo, sería más valiente. De hecho, el canciller la utilizó para subir la moral a sus tropas. Von Bismarck fue el primero en asignarle a Beethoven, defensor de la igualdad entre los hombres, el papel de inspirador de la raza germánica conquistadora, como también lo hizo el régimen nacionalsocialista.
En el siglo XX, la Novena vivió una dualidad casi esquizofrénica, acorde con unos tiempos polarizados. Por un lado, fue la pieza que el violonchelista Pau Casals interpretó en los actos de proclamación de la Segunda República española, en 1931. Por otra parte, sonó en el Festival de Bayreuth de 1933, al que acudió la plana mayor de la jerarquía nazi. También se interpretó en abril de 1937 para celebrar el cumpleaños del Führer. De nuevo, los perpetradores de algunos de los peores crímenes de la humanidad se emocionaron escuchando el fraternal canto final.
Durante la Segunda Guerra Mundial, la Novena fue la pieza sinfónica más tocada en ambos bandos. Directores como Toscanini, opuesto al fascismo y exiliado en Estados Unidos, la incluían con regularidad en su repertorio. Pietro Mascagni, por su parte, músico oficial del régimen de Benito Mussolini, la dirigía en conciertos multitudinarios. También lo hizo en el París ocupado un joven Herbert von Karajan.
El 19 de abril de 1942, en la capital del Tercer Reich, la Orquesta Filarmónica de Berlín, dirigida por Wilhelm Furtwängler, interpretó la Novena de Beethoven en un concierto en honor de Adolf Hitler, quien ese día cumplía 53 años. Aunque el Führer no asistió, numerosos jerarcas nazis, entre ellos Joseph Goebbels, sí fueron a la sala de conciertos y ocuparon buena parte de las butacas.
Cuando la orquesta dejó de tocar, Goebbels se levantó de su asiento y fue a saludar de mano a Furtwängler, quien segundos después, de acuerdo con la filmación que hay del suceso (y que fue incluida en la película Réquiem por un imperio, de Itsván Zsabó), se limpió la mano con su pañuelo para que no quedara en ella rastro alguno del hombre encargado del Ministerio para la Ilustración Pública y Propaganda del Tercer Reich.
En 1945 fue la pieza escogida por la radio alemana para anunciar el suicidio de Hitler.
La Novena continuó utilizándose pródigamente durante la segunda mitad del siglo XX. En 1974, la sección de la oda sirvió de base para el himno nacional de Rodesia. A los responsables del nuevo Estado, defensor del apartheid, no parecía incomodarles que, dos años antes, hubiese sido adoptada por el Consejo de Europa como himno europeo. Ni que después de la Segunda Guerra Mundial hubiese sido propuesta por Naciones Unidas como himno mundial. Esto no se consiguió, pero, desde 1985, la adaptación de Von Karajan es el himno oficial de la Unión Europea.
La pieza es también indispensable en grandes acontecimientos: no solo en conciertos de Año Nuevo en países como Japón, sino también en casi todas las ceremonias de apertura de los Juegos Olímpicos. En los de 1956 y 1964 sonó como himno común para los equipos de las dos repúblicas alemanas.
El último movimiento, con la Oda a la alegría, lo retomaron novelistas como Anthony Burgess o cineastas como Stanley Kubrick, en su adaptación de la Naranja Mecánica, y el soviético Andrei Tarkovski en Nostalgia, para mostrar la violencia o la desesperanza humana.
Pero quizá el acontecimiento histórico más importante en la trayectoria de la Novena fue su interpretación en Berlín en la Navidad de 1989, pocas semanas después de la caída del muro. El concierto, dirigido por Leonard Bernstein, reunió a una orquesta con músicos de las dos Alemanias. Bernstein no pudo contener la emoción cuando el coro entonó la oda final, en la que la palabra Freude (“alegría”) se había sustituido por Freiheit (“libertad”). “Beethoven habría dado su bendición”, concluyó el director estadounidense.
En 2001, la partitura original de la sinfonía se inscribió en el Registro de la Memoria del Mundo de la UNESCO, donde forma parte, junto con otros sobresalientes monumentos, de la herencia espiritual de la humanidad.
La interpretación realizada a mediados de 2017 en la Plaza del Obradoiro de Santiago de Compostela, a cargo de la Orquesta Sinfónica de Galicia, bajo la batuta de Gustavo Dudamel, es una de las mejores versiones de directores contemporáneos.