En el capítulo VIII de la novela Doktor Faustus, vida del compositor alemán Adrian Leverkühn narrada por un amigo, los protagonistas asisten a una serie de conferencias impartidas por el tartamudo maestro de Adrian, Wendell Kretzschmar. En alguna de ellas, tras burlarse de los envidiosos que afirmaban que Beethoven “era incapaz de escribir una fuga”, la conferencia dio un giro extraordinario…
Todo esto es muy interesante y, al mismo tiempo, paradójico, porque no es aventurado afirmar que, de haber sido Bach más conocido en aquella época, más fácil le hubiese sido al arte de Beethoven encontrar la comprensión del público. Las cosas son así. Por su espíritu, la fuga pertenece a un período litúrgico de la música, del cual estaba Beethoven muy alejado. Él fue, en efecto, el Gran Maestro de un período profano durante el cual la música se emancipó del culto para refugiarse en la cultura. Esta emancipación no fue, sin embargo, nunca completa ni definitiva. Las misas del siglo XIX, escritas para la sala de conciertos, las sinfonías de Bruckner, la música espiritual de Brahms y de Wagner, por lo menos en Parsifal, ponen de manifiesto los antiguos lazos, nunca completamente rotos, entre la música y el culto. Por lo que a Beethoven se refiere, no vaciló en escribir al director de una sociedad coral en Berlín para animarle a dar una audición de su Missa solemnis, que la obra podía ser interpretada a capella desde el principio hasta el fin; esto aparte, uno de los fragmentos de la misa, el “Kyrie”, estaba escrito sin acompañamiento instrumental y su opinión era (añadía Beethoven) que ese era el único estilo musical religioso verdadero. Queda por averiguar si, al escribir estas palabras, pensaba en Palestrina o en el estilo vocal contrapuntístico-polifónico de los maestros flamencos Josquin des Prés o Adrian Willaert, fundador este último de la escuela veneciana, estilo en el que Lutero veía el ideal de la música. Sea como fuere, sus palabras expresan una nostalgia inextinguible que la música emancipada siente de sus orígenes litúrgicos, y sus esfuerzos para dominar la forma fugada son la lucha de un gran arte dinámico y emotivo con el arte frío de esta forma musical que, en un más allá rígido y abstracto, donde reinan los números y tiempos del mundo sonoro, ha llevado las pasiones al regazo de Dios, ordenador del cosmos multiforme.
Así hablaba Kretzschmar de Beethoven y la fuga y en verdad que sus palabras nos dieron motivo de conversación durante el camino de regreso a nuestros hogares –motivo también de callarnos juntos, entregado cada cual a sus reflexiones sobre lo nuevo, lo grande y lo remoto que su discurso, a despecho del tartamudeo, había introducido en nuestras almas. […] Lo que más impresionó a Adrian fue la diferenciación que Kretzschmar estableciera entre épocas de culto y épocas de cultura y la idea expresada de que la secularización del arte, su apartamiento del servicio divino, revisten un carácter solamente superficial y transitorio. Algo que el conferenciante no dijo pero que sus palabras suscitaron, preocupaba profundamente a Adrián, a saber, que al desprenderse del conjunto litúrgico, al conquistar su libertad y elevarse a las regiones de lo exclusivamente personal o de la cultura por la cultura, el arte aceptó la carga de una solemnidad sin pretextos, de una severidad absoluta y de un patetismo doloroso, que aparecen como esculpidos en la figura de Beethoven al presentarse en el umbral de la puerta, pero sin que esa carga haya de ser considerada como su destino permanente, definitivo.
Doktor Faustus, capítulo VIII
Traducción de Eugenio Xammar.
Barcelona: Edhasa, 2008. 84-86.