Música

Variación 26. Also sprach Beethoven

Este texto contiene varios fragmentos de distintas obras de Friedrich Nietzsche en las que reflexiona sobre la música de Beethoven y su relación con lo dionisiaco. También afirma que la música del genio de Bonn es una contemplación que permite se escuchen fragmentos que se creían perdidos; se trata de la “inocencia de los sonidos” que dan la idea de “un mundo mejor”.

Recopilación de Juan Carlos Cáceres Avitia

Bajo la magia de lo dionisíaco, no sólo se renueva la alianza entre los seres humanos: también la naturaleza enajenada, hostil o subyugada celebra su fiesta de reconciliación con su hijo perdido, el hombre. De manera espontánea ofrece la tierra sus dones, y pacíficamente se acercan los animales rapaces de las rocas y del desierto. De flores y guirnaldas está recubierto el carro de Dioniso: bajo su yugo avanzan la pantera y el tigre. Transfórmese el himno An die Freude de Beethoven en una pintura y no se quede nadie rezagado con la imaginación cuando los millones se postran estremecidos en el polvo: así será posible aproximarse a lo dionisíaco.[1]

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Recordaré aquí un conocido fenómeno de nuestros días, que a nuestra estética le parece escandaloso. Una y otra vez experimentamos cómo una sinfonía de Beethoven obliga a cada uno de los oyentes a hablar sobre ella con imágenes, si bien la combinación de los diversos mundos de imágenes engendrados por una pieza musical ofrece un aspecto fantasmagórico y multicolor, más aún, contradictorio: ejercitar su pobre ingenio sobre tales combinaciones y pasar por alto el fenómeno que verdaderamente merece ser explicado es algo muy propio del carácter de esa estética. Y aun cuando el poeta musical (Tondichter) haya hablado sobre su obra con base en imágenes, calificando, por ejemplo, una sinfonía de “pastoral”, o un tiempo de “escena junto al arroyo”, y otro de “alegre reunión de aldeanos”, todas estas cosas son, igualmente, nada más que representaciones simbólicas, nacidas de la música –y no, acaso, objetos que la música haya imitado–, representaciones que en ningún aspecto pueden instruirnos sobre el contenido dionisíaco de la música, más aún, que no tienen, junto a otras imágenes, ningún valor exclusivo.[2]

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El arte apesadumbra el corazón del pensador. Cuán intensa es la necesidad metafísica y cuán difícil se le hace a la naturaleza separarse finalmente de ella puede desprenderse del hecho de que aun en el librepensador, cuando se ha emancipado de todo lo metafísico, los efectos máximos del arte producen fácilmente una resonancia de la cuerda metafísica ha mucho enmudecida, incluso rota, como por ejemplo en un pasaje de la Novena sinfonía de Beethoven en el que se siente flotar sobre la tierra en una cúpula sideral, con el sueño de la inmortalidad en el corazón: todas las estrellas parecen titilar en torno a él, y la tierra, hundirse cada vez más. Si toma consciencia de este estado, de seguro siente en el corazón una profunda punzada y suspira por el hombre que le devuelva a la amada perdida, llámese religión o metafísica. En tales momentos se pone a prueba su carácter intelectual.[3]

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La música de Beethoven parece con frecuencia una contemplación profundamente emocionada al escuchar un fragmento que se creía perdido desde mucho tiempo; es “la inocencia de los sonidos”, una música que hace referencia a la música. La canción del mendigo o del hijo de arroyo, las sentidas tonadas de los italianos errantes, los aires de danza de las ventas campesinas o de las noches de carnaval, constituyen las fuentes de inspiración de las que emanan las “melodías” que Beethoven liba como una abeja, cogiendo de aquí y de allá una nota o una cadencia, que para él representan recuerdos transfigurados de un “mundo mejor”, semejante al que Platón concibió con relación a las Ideas. Mozart guarda una relación muy diferente con sus melodías; no se inspira oyendo música, sino experimentando la vida, esa vida tan agitada y rica en contrastes de los países meridionales: siempre soñaba con Italia cuando no estaba en ella.[4]

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Ya la gracia no aparece en la música alemana sin el ataque de remordimientos de conciencia; sólo en el donaire, el hermano campesino de la gracia, empieza el alemán a sentirse totalmente moral –y desde allí cada vez más, hasta llegar a su “sublimidad” exaltada, docta, con frecuencia gruñona, la sublimidad beethoveniana–. Si se quiere imaginar el hombre que corresponde a esta música, piénsese justamente en Beethoven tal como aparece junto a Goethe.[5]

 

[1] Friedrich Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, trad. de Andrés Sánchez Pascual. Madrid: Alianza Editorial, 2012. P. 54.

[2] Idem, 84-85.

[3] Friedrich Nietzsche, Humano, demasiado humano, trad. de Alfredo Brotons Muñoz. Madrid: Ediciones Akal, 2001. P. 122.

[4] Friedrich Nietzsche, El caminante y su sombra, trad. de Luis Díaz Marín. Madrid: Edimat, 1999. P.105.

[5] Friedrich Nietzsche, Obras completas, volumen III. Obras de madurez I, La gaya ciencia, trad. Juan Luis Vernal. Madrid: Editorial Tecnos, 2014. P. 790.

 

 


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