Es sabido que muchos de los conceptos e ideas explorados por Thomas Mann en su novela Doktor Faustus surgieron a la luz de los fructíferos intercambios –iniciados en 1943– que mantuvo con Theodor Wiesengrund Adorno, ya en animados diálogos personales, ya en una correspondencia que también ha sido ampliamente comentada. De hecho, sabemos que Wendell Kretzschmar –el profesor de música del joven Leverkühn– fue un personaje directamente inspirado en este filósofo, a quien debemos, precisamente, esa idea tan importante: fue con Beethoven que la música transitó del culto a la cultura. Confieso que esta refulgente noción dialéctica me ha seguido ya durante varios años, en virtud de su fuerza y profundidad.
“Wendell Kretzschmar fue un personaje directamente inspirado en Theodor Wiesengrund Adorno, a quien debemos esta idea tan importante: fue con Beethoven que la música transitó del culto a la cultura”.
En perspectiva, leer la historia de la música a la luz de tal concepto resulta fascinante. Desde sus tempranos orígenes, la música acompañó el culto religioso y a la necesidad de regularizar y ampliar la parte musical del culto, se debe –¡nada menos!– la genial y prolongada gestación de la escritura musical, uno de los hitos de la cultura occidental de todos los tiempos.
Bajo esa misma perspectiva habrá que parar en la Roma del siglo XVII, cuando se interpretaron ahí los primeros oratorios. No es que no fuesen religiosos, pero al salirse de la iglesia para convertirse en una manifestación artística paralitúrgica, daban el primer paso para alejarse del culto y, en poco más de cien años, ese alejamiento ya estaba consumado. Habían contribuido a ello distintos factores, entre los cuales las músicas celestiales de Georg Friedrich Händel y Joseph Haydn son acaso las más importantes. Cierto, los oratorios de aquellos autores nunca abandonaron lo religioso, pero ya no formaban parte de culto alguno, sino eran ocasiones profanas revestidas –eso sí– de una religiosidad colectiva que era parte intrínseca de su éxito. Beethoven mismo había sido testigo de honor y participante de una ocasión semejante cuando Haydn, en la que sería su última aparición pública, asistió a la ejecución de su oratorio La creación en el gran salón de la Universidad de Viena. Pero los pasos finales para trasladar la música del culto hacia la cultura quizá se dieron en forma múltiple y acaso algo discreta. Cuando Thomas Linley el Joven (1756-1778) escribió en 1776 su Oda a las hadas, seres aéreos y brujas de Shakespeare, sólo seguía el ejemplo de Thomas Arne, quien antes había ya compuesto una Oda a Shakespeare: al escuchar esas partituras a nadie pareció importarle que la figura de Dios fuese sustituida por la del bardo genial; por el contrario, para los ingleses tan adeptos a los oratorios, aquello era un paso más bien natural.
“Agnósticos y ateos quedamos en deuda con Beethoven, cuya música sacra, nunca desprovista de un sentimiento religioso, pero eficazmente liberada de las cadenas del culto, nos coloca más cerca de lo trascendente y de la esfera de lo espiritual”.
Beethoven, por su parte, dio un golpe definitivo y complementario. En el que fuera el más famoso de sus conciertos, celebrado el 22 de diciembre de 1808 en el Theater an der Wien, tocó el piano y dirigió varios estrenos de sus obras, entre ellas el “Gloria” y el “Sanctus” de su Misa en do mayor opus 86. Y en otro de sus excepcionales conciertos volvió al mismo esquema cuando, el 7 de mayo de 1824, dirigió el “Kyrie”, “Credo” y “Agnus Dei” de su Missa solemnis opus 123. Por virtud de aquellas interpretaciones, de aquellas misas partidas y dispuestas como piezas de concierto, lo estético se imponía sobre lo religioso y los auditorios se convertían en templos, una idea muy arraigada durante el siglo XIX que incidió en la arquitectura y costumbres sociales que aún hoy se observan en muchas de nuestras actuales salas de conciertos.
Al presentar así sus obras religiosas, Beethoven les insufló un soplo profano, el fuego de Prometeo de la cultura. Y basta seguir a vuelapluma el curso de la música en el siglo XIX para corroborar la fuerza poética de aquel gesto, que va desde la ejecución entusiasta y no fúnebre de varias misas de réquiem –el de Mozart, el que Schumann compuso para la Mignon de Goethe, o el de Verdi dedicado al poeta Alessandro Manzoni– hasta el “Veni creator spiritus” en la Octava sinfonía de Gustav Mahler y la telúrica Sinfonía de salmos de Igor Stravinski.
Desde luego, Beethoven finiquitó ese trayecto definitivo en el movimiento final de su Novena sinfonía, como bien lo ha explicado Alessandro Baricco. Por ello, agnósticos y ateos quedamos en deuda con Beethoven, cuya música sacra, nunca desprovista de un sentimiento religioso, pero eficazmente liberada de las cadenas del culto, nos coloca más cerca de lo trascendente y de la esfera de lo espiritual. Gracias a ello escuchamos hoy la música religiosa del pasado y, sin renunciar a su sacralidad, podemos colocarnos en espacios estéticos y existenciales más amplios. Dicho de otra forma, cuando Beethoven sacó sus misas de la iglesia, nos liberó de un culto religioso que, ya por entonces, él y muchos encontraban rarificado en su aire y entumecido en sus formas.