“Cuando rodé Ulysse me di cuenta hasta qué punto
cada persona puede interpretar una foto
de una manera distinta”.
Agnès Varda
Pareciera que el tiempo está detenido, un halo de silencio y misterio envuelve a la imagen, resulta difícil por los elementos que la componen determinar el momento histórico en el que sucede.
Es 9 de mayo de 1954, una playa repleta de guijarros en Saint-Aubin-sur-Mer, una pequeña comunidad en el norte de Francia. En este lugar Agnès Varda construye una escena enigmática con tres personajes. Un hombre desnudo que da la espalda a la cámara y mira hacia el horizonte. Muy cerca de él, un niño de nombre Ulises, sentado sobre las piedras, también desnudo, voltea su rostro hacia el cadáver de una cabra blanca que aparece en primer plano al lado derecho de la imagen. Habitan el espacio tres protagonistas dispuestos por la cineasta en una composición equilibrada, austera y llena de enigmas.
Preguntas que siguen vigentes para la autora al paso de los años. Esta fotografía siguió perturbando la imaginación de Varda, quien decide volver a ella y filmar un ensayo visual sobre la memoria y el tiempo. 28 años después de haberla realizado, ejecuta un filme personalísimo de 21 minutos de duración sobre esta imagen. El desafío de efectuar una obra cinematográfica a partir de una sola imagen resulta complejo, pero la autora realiza un ejercicio creativo de una elocuencia asombrosa. En este ensayo pone en marcha una serie de estrategias de interpretación no sólo sobre la imagen, sino sobre el tiempo y sus protagonistas. Una conversación a varias voces guiada por las preguntas e inquietudes de la artista. Casi tres décadas después, cuestiona con profundidad el misterio que le envuelve y aquello que ha sucedido con sus protagonistas y con ella misma como autora. Se pregunta qué papel tiene una imagen en el tiempo, su capacidad de crear memorias y la posibilidad de verla de acuerdo a la experiencia de cada observador de distinta manera.
En el filme entrevista a Ulises, quien fuera en aquella época su modelo favorito, y ahora es un adulto a cargo de una librería. Conversa con él sobre el paso del tiempo y la implicación que esta imagen tuvo en su vida. Dedica incluso esta película a Bienvenida, la madre de Ulises. También conversa con un viejo originario de Alejandría, que es el hombre que posa desnudo en la imagen de 1954. Y reflexiona sobre los tres tiempos presentes en la fotografía, el niño como el despertar de la vida, el adulto mirando perplejo al infinito y la cabra yacente en el primer plano como símbolo de la muerte. Agnès nos guía con elocuencia por los diversos caminos que una imagen puede suscitar al ser leída desde diferentes perspectivas y nos comparte testimonios, confesiones de una enorme profundidad emocional.
Agnès nos guía con elocuencia por los diversos caminos que una imagen puede suscitar al ser leída desde diferentes perspectivas y nos comparte testimonios, confesiones de una enorme profundidad emocional.
A partir de este ejercicio cinematográfico, un año más tarde, en 1983, decide continuar sus pesquisas sobre los misterios y las posibilidades narrativas de la imagen fija. En esta nueva aventura, con el acceso a dos importantes medios de comunicación franceses, el canal de televisión pública FR3 y el periódico Liberation, inserta en lo masivo su pensamiento poético. Ahí es donde el proyecto Un minuto por una imagen acontece cada jueves, poniendo en práctica el asombro, el poder evocador de una imagen, la personal lectura del invitado en curso, que nos comparte con su mirada y análisis una de tantas posibilidades de interpretación que una imagen puede ofrecer. Las imágenes de autores como Henri Cartier-Bresson, Robert Doisneau, Nadja Ringart y Sarah Moon entre otros, son el punto de partida para que los invitados en turno realicen un personal análisis visual de la imagen.
Agnès Varda construye, con esta colección de imágenes y palabras, una didáctica de la mirada, una humilde lección del buen observador.
Esta original experiencia de divulgación de la creadora francesa es la inspiración para el nacimiento del proyecto 60 segundos, 60 historias, 60 instantes, 60 fotografías, 60 miradas, que sale al público por vez primera en esta edición de la revista digital Liber. Es ocasión ahora de poner en marcha y activar la colección fotográfica de Ricardo Salinas Pliego, un acervo que constituye un invaluable patrimonio de la historia visual de México.
Por su colección deambulan los fotógrafos viajeros del siglo XIX como Désiré Charnay y Teoberto Maler, la mirada moderna de Edward Weston y Tina Modotti, los fotógrafos de estudio Cruces y Campa, Hugo Brehme y su México pintoresco, Héctor García, reportero gráfico del México moderno, Guillermo Kahlo, artífice de la fotografía de monumentos y arquitectura, C. B. Waite, testigo de la vida cotidiana y sus oficios, Manuel Álvarez Bravo, sin olvidar el legado fotográfico y documental conformado por Anita Brenner durante varias décadas a partir de su labor editorial en Mexican Folkways y Mexico/this month, que reúne una colección fotográfica fundamental para entender el México moderno con decenas de autores.
Este patrimonio visual permite poner en marcha un proyecto dedicado a la reflexión sobre la imagen y su papel en la historia, a través de cápsulas de 60 segundos. Un ejercicio de estilo breve y dinámico, que busca, a través de la mirada de nuestros invitados, la transmisión de un conocimiento suave y profundo por medio de su personal lectura.
Aquí ponemos en práctica una suerte de juego audiovisual, cuyo punto de partida es la selección de una colección de imágenes. En cada una de ellas, el modo de ver del fotógrafo determina una lectura específica del tema elegido, que se combina y complementa con las múltiples posibilidades narrativas de interpretación al respecto. He pensado que el límite más extremo para este proyecto sería el de elegir una sola imagen y compartirla con diferentes personas y así obtener una diversidad de lecturas sobre la misma fotografía.
Ante la vorágine visual que vivimos en la actualidad, resulta pertinente despojarnos por 60 segundos de la brutal iconofagia que nos consume, y mirar con calma una sola imagen. Reflexionar colectivamente y acompañar por su personal viaje fotográfico a nuestro tutor en curso, quien nos enseñe a mirar de una nueva manera. El deseo de esta iniciativa es la de compartir conocimiento y fortalecer nuestro pensamiento crítico sobre las imágenes.
Edward Weston (Highland Park, Illinois, Estados Unidos, 24 de marzo de 1886 – Carmel Highlands, California, Estados Unidos, 1 de enero de 1958). Fotógrafo experimental, entre los más importantes del siglo XX. Su manejo de la luz, la composición y la forma tuvo una influencia radical en la evolución del arte fotográfico. Su pasión por las formas naturales se refleja en sus imágenes de paisajes, naturalezas muertas y desnudos en blanco y negro. En 1921, conoció a Tina Modotti, quien se convertiría en su pareja. Posteriormente, abriría un estudio en México, lo que propició que se relacionara con los movimientos artísticos la época. La influencia de Diego Rivera transformó el estilo de sus composiciones. Igualmente, entabló amistad con Frida Kahlo, Nahui Olin y Manuel Álvarez Bravo.
Edward Weston tuvo una fascinación por los objetos que se encontraba en México, sobre todo, por aquellos que para los años veinte se conceptualizaron como arte popular. De ello da cuenta en sus diarios escritos en México, pero, principalmente, lo plasma en sus fotografías, donde, como en este caso, disoció los objetos de sus usos cotidianos, y más bien los convirtió en personajes que interactúan en escenarios que él activa con su uso de la luz, la sombra y la composición. Atestiguamos un coqueteo entre el pez y la garza, creados con los guajes que se encuentran sobre una tela rayada rústica. El pez se encuentra sostenido por una base de cestería, empleada normalmente para ollas de cerámica. Al fondo, el revés de un plato remata el encuadre.
Karen Cordero
Crítica e historiadora del arte
Héctor García (Ciudad de México, 23 de agosto de 1923–ídem, 2 de junio de 2012). Fotógrafo y periodista. Carlos Monsiváis lo llamó el Fotógrafo de la Ciudad. Destacado fotorreportero, registró con su cámara un sinnúmero de acontecimientos nacionales e internacionales. Entre ellos, los conflictos armados en Medio Oriente y las manifestaciones estudiantiles y los Juegos Olímpicos de México en 1968. Realizó, además, numerosos retratos de protagonistas del cine, el deporte y la política, y atestiguó infinidad de escenas de la vida cotidiana en la Ciudad de México. Fue también docente en el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos de la UNAM. Colaboró en revistas y periódicos, como Mañana, Siempre!, Revista de América, Time, Life y Novedades. Recibió en tres ocasiones el Premio Nacional de Periodismo (1958, 1968 y 1979); y en 2002, el Premio Nacional de Ciencias y Artes. Ingresó a la Academia de Artes en 2005.
En esta foto veo que se constelan la vida de cuatro amigos: el fotografiado David Alfaro Siqueiros, en su crujía de Lecumberri hacia 1960, acusado de disolución social; el fotógrafo Héctor García, insustituible cronista visual de la sociedad mexicana; el poeta Pablo Neruda, quien dedicara a Siqueiros unos versos: “He visto tu pintura encarcelada que es como encarcelar la llamarada”, los cuales se editaron en un cartel de protesta por su liberación junto con esta foto, haciéndola un ícono célebre. El cuarto amigo es Julio Scherer, quien narra cómo un abatido Siqueiros encuentra la fuerza para levantar el rostro y extender la mano izquierda con mirada desafiante, fuera de las rejas; es la expresión del Coronelazo. El pintor reaccionó ante la cámara con un ademán que sintetiza su postura combativa y sus conquistas plásticas. Así, un gesto que embiste toda una vida quedó eternizado en el instante fotográfico.
Itala Schmelz
Curadora e historiadora de arte
Alfred Saint-Ange Briquet (París, 1833–México, 1926) fue un pionero de la fotografía, particularmente, en México. Aunque se ignora cuándo comenzó a trabajar en nuestro país, posiblemente fuera entre 1865 y 1870, pues en 1876 registró la construcción de las vías ferroviarias entre Veracruz y la Ciudad de México. Con ello, atrajo la atención del presidente Porfirio Díaz, y posteriormente, recibió numerosas comisiones. Publicó una serie de álbumes fotográficos: Vistas mexicanas, Tipos mexicanos y Antigüedades mexicanas.
El canal de la Viga existió desde la traza de México-Tenochtitlan. Su cauce entraba por el sur, pasaba por la acequia de la Merced y desembocaba en las cercanías del Templo Mayor.
A finales del siglo XIX aún se encontraba activo y unía a la ciudad con los pueblos de Xochimilco, Tláhuac y Chalco. La vista de la fotografía es hacia el norte, a la altura de la actual calle del Yunque, y al fondo se encuentra el puente que unía las calzadas de Santa Crucita, hacia el poniente, y de la Resurrección, al oriente; actualmente esta vía se denomina “avenida del Taller”.
Lo primero que llama la atención de la imagen es algo que no aparece ahí: cómo ha cambiado la ciudad en apenas un siglo. Aun cuando el agua pone sus fronteras, el canal de la Viga parece un espacio verdaderamente público, pues por ahí pueden estar todo tipo de personas, sin importar de dónde vienen o a dónde van. El canal de la Viga se muestra con canoas que transportan de todo y de todos los tamaños, desde abono hasta pasajeros. El canal de la Viga ahora es asfalto, por donde solo pueden transitar automóviles. Con un fondo flanqueado por ahuejotes, es una línea conectora entre los productores y la central de abastos, de donde se distribuía el alimento a toda la ciudad. Un canal que hacía los días calurosos más frescos y los días fríos más cálidos. Un canal que amortiguaba las inundaciones de las fuertes precipitaciones de septiembre. Esta fotografía recuerda que por perseguir espejos y una falsa modernidad, alejada de la calidad de vida, nos hemos llenado de humo en lugar de quelites.
Luis Zambrano
Biólogo y ecologista