Alianza entre tlaxcaltecas y españoles, folio b, Lienzo de Tlaxcala, fragmento conservado en la Universidad de Texas en Austin, circa 1540. Fuente: Instituto de Investigaciones Históricas/UNAM
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Historia

La voz de todos los conquistadores

¿Por qué y cuándo se comenzaron a silenciar las voces de los pueblos mesoamericanos tras la Conquista? El antropólogo Alejandro Salafranca Vázquez coordinó el volumen De conquistados a conquistadores, en el que doce especialistas buscan moderar las versiones extremistas de la Conquista, poniendo al mismo nivel de significación los testimonios occidentales e indígenas. Ofrecemos a nuestros lectores, a manera de invitación a la lectura, un fragmento del prólogo del propio Salafranca donde recapitula las posturas de la historiografía en torno a la Conquista y la necesidad de recuperar las voces silenciadas.  


Por Alejandro Salafranca Vázquez
 

Conspiración para el silencio[1]

La visión de los conquistadores castellanos orientada a monopolizar los méritos para acaparar privilegios otorgados por la Corona; la narrativa criolla barroca que vio la Conquista como la confrontación únicamente de dos grandes mundos –el mexica y el castellano[2]– y que, por ende, minusvaloró el papel de los aliados indígenas de los españoles; el silenciamiento en la propaganda política de la Corona del aspecto bélico de la incorporación de las Indias a la monarquía hispánica; y medularmente, la narrativa criolla nacionalista[3] de los estados liberales decimonónicos –que construyeron su ontología nacional y su hecho fundacional sobre un impostado victimismo indigenista preterizante– conspiraron durante siglos para que fuesen silenciadas la verdad conquistadora y la visión propia de los pueblos de las naciones indígenas enemigas de la Triple Alianza (Tenochtitlan, Texcoco y Tacuba), los cuales, una vez derrotados o cooptados, no se postraron estáticos ante el avasallamiento castellano, sino que de manera altiva, sofisticada y natural negociaron, matizaron y maquillaron la derrota para convertirla en oportunidades de futuro.

Estos pueblos, ya cristianizados, se incorporaron a las campañas de la Monarquía Católica para sacar la máxima ventaja de ello ante la perspectiva del inmenso territorio por conquistar –para lo cual disponían en parte de estrategias, planes y campañas ya planteadas antes de la llegada de los españoles– y del ingente botín que obtener. Devinieron así de vencidos en vencedores en un intento por sobrevivir, como tantos pueblos y civilizaciones hicieron antes y después de esta Conquista, a los holocaustos de las invasiones. Es este precisamente el marco global en el que este libro colectivo busca posicionar la voz secularmente ahogada de los indios conquistadores.

La nación es todavía una realidad turgente, potente, única y con escasas alternativas. En definitiva, desde estos asideros no podremos penetrar en “el ojo de la época”.

En este proceso de sobrevivencia cultural de larga data, a los tenochcas y tlatelolcas, por ejemplo, una vez consumada la entrega de sus ciudades a los sitiadores nahua/castellanos, no los desdibujó de inmediato el laberinto de la historia, sino que fueron protagonistas de un proceso de expansión de la Mesoamérica cristiana, que todavía no ha sido suficientemente narrado por los talibanes del liberalismo nacionalista, que buscan sepultar todo aquello que estorba al objetivo unificador de la nación moderna, que se enseñorea sobre cualquier resquicio de la narrativa pretérita. Como muestra de ello, baste recordar, a modo de ejemplo, que al inicio de la guerra civil novohispana en 1810, el único contingente disponible en la capital del reino para defender la corte virreinal de las tropas hidalguenses, tras la incierta batalla del Cerro de los Cruces, eran los batallones de flecheros tlatelolcas, prestos a frenar al contingente del Bajío que amenazaba con repetir en la capital de Nueva España lo acontecido en Guanajuato. Es decir, en 1810, el sostén de la corte virreinal dependía de las tropas tlatelolcas. Este hecho, o el que un navarro defendiera la causa insurgente mientras un michoacano encabezaba las mayores ofensivas realistas resultan aparentemente contradictorios con el relato oficial de la Conquista o de la Independencia. Lo sorprendente no es la realidad histórica de los flecheros nahuas sosteniendo el reino, o que las tropas realistas en Nueva Granada o del Perú contaran con un masivo respaldo de los naturales, sino que estas realidades históricas causen estupor en el lector moderno por el fuerte arraigo de la simplicidad y endeblez histórica de los relatos canónicos imperantes hasta hoy en el imaginario colectivo de nuestros países. La nación, no debemos soslayarlo, por nueva e imaginada que sea, es todavía una realidad turgente, potente y –como el propio capitalismo que la sustenta– única y con escasas alternativas. En definitiva, desde estos asideros no podremos penetrar en “el ojo de la época.”[4]

Dar voz a los conquistadores olvidados, a esos pueblos, naciones y altepeme atrapados en los anacronismos de las historias nacionales mexicana y española que –como en todos los estados modernos– surgieron de la demolición, la instrumentalización o la manipulación sistemática de la memoria de las sociedades, nacionalidades, etnias, culturas y sentimientos diversos de pertenencia existentes en las sociedades y en los estados dinásticos del Ancien Régime, olvidando que antes de que ellos –invitados tardíos al banquete de la organización de los pueblos– homogeneizaran la memoria, canonizaran el relato del pasado con la eficaz y simplista narrativa de la existencia sempiterna de la nueva comunidad imaginada, y antes de dejar en las cunetas de la historia a aquellas sociedades y naciones hoy inexistentes o tambaleantes, estas fueron en su día activos participantes en la Monarquía Católica, imperio multinacional organizado, como el austrohúngaro o el otomano, sobre las reglas centenarias de las vocaciones universalistas de dominio, religiosas y dinásticas, mas no por el dogma particularista, territorial e individualista del nacionalismo hijo de la Revolución francesa, de las revoluciones criollas atlánticas y consecuencia de la elefantiasis de los estados dinásticos europeos, desbarrancados por la erosión de las ideas que los sostuvieron secularmente y por el surgimiento de la identificación de lengua y raza con nación, lo que llevó a la eclosión nacional europea y su caudal infinito de sangre y muerte.[5]

“En Hueyotlipan salieron a encofrar [sic] a los señores y les dieron toda clase de alimentos”. En Hueyotlipan, ciudad al norte de Tlaxcala, Maxixcatzin recibió y agasajó a Hernán Cortés y su ejército el 8 de julio de 1520. Lámina 28, Lienzo de Tlaxcala, versión de Alfredo Chavero, 1892.
Fuente: Biblioteca Nacional de Antropología e Historia.

Los pueblos mesoamericanos fueron y se sintieron protagonistas de su propio devenir ante la invasión castellana de Cem Anáhuac, y lo hicieron, como no podía ser de otra manera, ajenos a que en un futuro lejano un ente extraño, inexistente e imposible de avizorar en su pensamiento, el Estado mexicano –que es la mutación en nación moderna de la unidad administrativa de la Monarquía Católica que gobernó y administró Centroamérica y Norteamérica con base central en Cem Anáhuac, sustanciado en el reino de la Nueva España–, se sentiría concernido e incómodo con su verdad histórica. A partir de mediados del siglo decimonono y contundentemente en el siglo XX, la mutación nacional criolla del reino novohispano[6]expropió a estos pueblos su memoria, con una intensidad como ningún estado dinástico hizo jamás[7], para asimilarla, apagarla y folclorizarla para museografiarla, y con ello vaciarla de contenido y mandarla a las vitrinas yermas del pasado inerte; todo ello en pos de la construcción de la única historia posible, la del nuevo constructo de la modernidad: la nación, hija del llamado (en voz de Anderson) nacionalismo oficial que desde hace un par de centurias exige para sí el monopolio de la historia, ya no la particular y dinástica, la religiosa, providencialista y universal, sino la acotada, la constreñida a fronteras claras, monolingüe y por ende estrecha, concreta y necesariamente excluyente, y además, para nosotros, ciudadanos de estas naciones e hijos de esta realidad unívoca, perfectamente normal e incluso natural. Nuestras naciones exigen la exclusividad del relato y la unicidad de la existencia de este artilugio recién llegado a la historia universal, un advenedizo poderoso y ensoberbecido que arrasa con todo matiz de las formas sociales, políticas y culturales que lo antecedieron, y a las que manipula en su relato lineal, ya sea para justificar su existencia sacralizada en un relato único o, de plano, para silenciarlo. Los Estados nación modernos han construido con innegable eficacia la idea colectiva de que no sólo son la única forma de organización social civilizatoria posible, sino que además han existido desde siempre. En esta lógica de que México ha existido desde la noche de los tiempos, los constructores de esta sempiterna inmanencia (mestizos y criollos, cuya aparición en la nación eterna es resultado de la “oscuridad colonial”) se autosacralizaron tras la Independencia, y a pesar de su indigenismo conceptual, una vez lograda la separación de la Corona no entregaron el poder que heredaron del virreinato a las naciones ancestrales, sino que lo han seguido ejerciendo con tanta o más autoridad que los virreyes; pero ahora, mestizos y criollos, uncidos con los santos óleos de la verdad universal de la bondad de ser la esencia constitutiva de la nación. Detrás del Estado imaginado y de su totalitarismo sobre el relato del pasado y su exigencia a la disciplina histórica para que trabaje siempre en función del bien superior de la construcción nacional quedan relegadas las voces de los pueblos que no han sido bendecidos por su inclusión en el relato canónico.

Xicoténcatl recibe a Cortés en Tlaxcala, lámina 29, Lienzo de Tlaxcala, versión de Alfredo Chavero, 1892.
Fuente: Biblioteca Nacional de Antropología e Historia.

 

Detrás del Estado imaginado y de su totalitarismo sobre el relato del pasado y su exigencia a la disciplina histórica para que trabaje siempre en función del bien superior de la construcción nacional quedan relegadas las voces de los pueblos que no han sido bendecidos por su inclusión en el relato canónico.

Los relatos de la Conquista de Mesoamérica no se ocultaron, expandieron, escribieron o publicaron en un pulso entre naciones, sino que se desarrollaron en una lucha de poder entre los protagonistas de aquellas historias, los cuales quisieron posicionar su verdad ante el árbitro de sus existencias, la Corona, para conservar los privilegios asociados a su condición de conquistadores o de conquistados cristianizados, de cristianos de antaño o de hogaño, de aliados de primera instancia o de segunda, etcétera, en la sociedad estamental, foral, jurisdiccional, plurinacional y multilingüe en la que se desenvolvían. Desde este teatro de operaciones hay que entender las Cartas de relación de Cortés, al conquistador anónimo, a Bernal, las historias oficiales de la Corona relatadas por los cronistas de Indias, las historias de los altepeme vencedores o perdedores reconvertidos también en conquistadores tras su cristianización. Este es el teatro de operaciones de todas estas fuentes, el de los reinos, capitanías generales, repúblicas de indios, ciudades españolas, pueblos y repúblicas de cimarrones libres, naciones indias, presidios de frontera o reales de minas, todos ellos frente a la Corona, y su alter ego en Indias, el virrey.

En el silenciamiento de las voces indias sobre su participación en la Conquista conspiraron de una u otra forma varias circunstancias históricas, dependiendo de cada tiempo. Como refleja este libro, algunos historiadores modernos reivindican estas miradas autóctonas frente a la escasamente generosa mirada de los conquistadores castellanos; pero cabe preguntarse si fue en la época virreinal cuando estas voces decayeron y se olvidaron, o fue también en otra época, en la de las naciones, donde no tuvieron cabida. En la Monarquía Católica, estas voces eran orgánicas y naturales, y los documentos de los indios conquistadores (lienzos, códices, memoriales, cartas, probanzas, etcétera) fueron creados en aquella sociedad, en aquel sistema, con aquellas claves, y su profundo sentido y significado sólo se desvelan en el armazón social, político e histórico de aquel mundo hoy extinto y en cierta forma velado a nuestra cabal compresión: la Monarquía Católica.

Sujeción a un mismo señor y a un mismo dios eran las lealtades exigidas y su transgresión era castigada con brutalidad sistemática. Ciertamente, las lealtades impuestas en los sistemas prenacionales eran más laxas y menores que las numerosas lealtades racionales y binarias que la nación moderna exige a sus ciudadanos.

El rey, cabeza de la Monarquía, no era el jefe de una nación moderna en el sentido político, soberana, sobre un territorio finito; era cabeza de súbditos de muchas naciones, en el sentido clásico del término; no era el jefe de un Estado moderno y ni siquiera él ni su élite gobernante hablaban necesariamente la lengua de la inmensa mayoría de sus súbditos[8]. En esta tesitura, gobernar una babel global era la quintaesencia de estas monarquías universalistas que se enseñoreaban por igual sobre tagalos, sardos, montañeses, vizcaínos, castellanos, cimarrones congos, yorubas, flamencos, seris, kaqchiqueles, mapuches o tlaxcaltecas. Por ende, la polifonía de voces era consustancial a los sistemas dinásticos, basados en la diversidad de todo, incluso de los relatos del pasado, con la excepción de dos líneas infranqueables: sujeción a un mismo señor y a un mismo dios. Esas eran las lealtades exigidas y su transgresión era castigada con brutalidad sistemática. Ciertamente, las lealtades impuestas en los sistemas prenacionales eran más laxas y menores en número que las numerosas lealtades racionales y binarias que la nación moderna exige a sus ciudadanos.

Alianza entre tlaxcaltecas y españoles, folio b, Lienzo de Tlaxcala, fragmento conservado en la Universidad de Texas en Austin, circa 1540.
Fuente: Instituto de Investigaciones Históricas/U N A M .

En el contexto de la Monarquía Católica encontramos la voz de los indios, por ejemplo, en Muñoz Camargo, entregando a Felipe II, junto a los pipiltin tlaxcaltecas, su obra histórica reivindicativa, en los murales otomíes de Ixmiquilpan, en el Códice Florentino, en el Osuna, en el Mexicanus, en el de Quauhquechollan, en el de Analco, en el Lienzo de Tlaxcala en cualquiera de sus versiones y copias[9], en los memoriales de los altepeme ante la Corona para defender sus privilegios, en las obras de Tezozómoc, Ixtlilxóchitl o Chimalpain, en los tardíos esfuerzos por reputar la memoria tlaxcalteca de Nicolás Faustinos Mazihcatzin y Camecahua[10], o en el cabildo de Azcapotzalco, exigiendo al rey Felipe, en un latín depurado –seguramente producto de la refinada pluma del superdotado tlamatinime Valeriano– que atendiera sus problemas. Merece citarse un fragmento de esta carta, que tradujo al castellano Rafael Tena, por ser altamente representativa de las estrategias mesoamericanas para desenvolverse en la cultura política hispánica:

Al invictísimo Rey de las Españas […]

[…] ¿Acaso no será del todo temerario el que nos atrevamos a escribir,
 no a un príncipe cualquiera, sino a V(uestra) M (agestad), que es un
tal y tan gran rey […]

¿Nunca entonces, han de atreverse los indios a hablar con su príncipe,
rey o emperador? Al contrario, hay que atreverse para que no se piense
que somos
pusilánimes y aun si en el alma se hallase aposentada alguna
suerte de
timidez, habría que ahuyentarla, pues la Fortuna ayuda a los
audaces y
rechaza a los tímidos.

Alienta no poco este nuestro atrevimiento lo que se lee en historias,
a saber, que no sólo los príncipes cristianos, sino también los paganos,
se mostraron condescendientes, benignos y clementes para con sus
súbditos, pues escuchaban de buen grado sus quejas y peticiones.
Sirva de ejemplo, y este solo valdrá por muchos, el emperador Adriano,
el cual hallándose de camino le rogó una mujer que la escuchase;
habiéndole respondido que no tenía tiempo, recibió de la mujer esta
respuesta: “Entonces no seas emperador”; y volviéndose él, la escuchó
con ánimo benevolente.[11]