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Artes visuales y diseño

Los caifanes, un clásico restaurado

El melómano y cinéfilo Juan Arturo Brennan reflexiona sobre 'Los caifanes' (1967), dirigida por Juan Ibáñez y coescrita con Carlos Fuentes –pareja responsable de un filme previo, Un alma pura (1965)–. Hito del cine mexicano de los sesenta, en esta película, a decir de Brennan, el viaje, la música y la lucha de clases muestran marcas de la identidad mexicana. Recientemente el Laboratorio de Restauración Digital de la Cineteca Nacional la restauró con la financiación de Arte & Cultura del Centro Ricardo B. Salinas Pliego.


Por Juan Arturo Brennan

Después de haber dirigido un par de películas en el año de 1965, el actor, productor, guionista, hombre de teatro y director de cine guanajuatense Juan Ibáñez (1938-2000) acometió la creación del que habría de ser su proyecto más importante y duradero, Los caifanes (1967), considerado por algunos como el mejor filme mexicano de esa década, y que ha sido objeto de numerosas glosas, estudios y análisis.

Para quienes no han visto la película, pero la ubican vagamente como un ícono de la época, o para quienes la vieron sin prestar mucha atención y no la recuerdan, la duda persiste: ¿qué es, exactamente, un caifán? No hace falta inquirir ni investigar mucho porque muy cerca del inicio los personajes despejan la duda. Uno de ellos aventura la hipótesis de que “caifán” es equivalente a “pachuco”. Prontamente, otro personaje, un caifán de impecables credenciales, lo desmiente y lo corrige: “Un caifán es el que las puede todas”. Falta averiguar, a la luz del desarrollo y el desenlace de la historia, si el caifán tiene razón sobre los caifanes. En la duda, nada mejor que acudir a las palabras del creador del filme, Juan Ibáñez, quien decía:

 

“Caifán” es un sujeto que tiene cierta preeminencia entre sus prójimos. La palabra tiene muchas connotaciones, según el caso. “Caifán” es un gigoló, es un individuo apto, un abusado, un sujeto bien vestido, un jefe de palomilla. El   “caifán” se produce en los barrios, pero también en el mundo burgués. Es más frecuente, sin embargo, en los primeros.[1] 

 

Como toda buena road movie, Los caifanes se define en buena medida por el trayecto, las escalas en el trayecto, los personajes encontrados en el trayecto y las peripecias que ocurren en cada parada.

 

Ibáñez quiso dar a su filme una estructura que aparenta rigor formal, pero esto no es más que un espejismo. Sendos letreros anuncian esa fragmentación conceptual: el de la primera parte parece estar ausente porque no aparece en pantalla, pero bien puede pensarse que el título de la película es la designación de ese primer episodio. Después: 

  •  Las variedades de los caifanes, 2ª parte
  • Quien escoge su suerte y el tiempo para exprimirla, 3ª parte
  • Las camas de amor eterno, 4ª parte
  • Se le perdió la paloma al marrascapache, 5ª parte

 

La Paloma en Los caifanes es Julissa (arriba) y el galán al que la paloma se le escapa es Jaime, interpretado por Enrique Álvarez Félix (abajo). Cortesía de la Cineteca Nacional.

 

En una casa un tanto rústica, pero de clase evidentemente acomodada, transcurre una reunión que hoy en día sería calificada irremisiblemente como “fifí”. Los allí reunidos sueltan toda clase de frases pretensiosas y seudopoéticas, lugares comunes y acotaciones al desgaire en inglés y francés. He aquí, en todo su esplendor, la banalidad avasallante de una clase empoderada, frívola y ociosa. Avanzada la fiesta, los wannabes se van “al Quid, a ver el primer show de Arau”. Dejan atrás a la pareja (no muy bien avenida) de Paloma y Jaime, un par de niños bien a los que de pronto los asalta la peregrina idea de “aprovechar la noche”; aprovechamiento que incluye una propuesta (no aceptada) de Paloma de tener sexo al aire libre, ahí mismo, de inmediato. El “juego de miedo y sorpresa” que ansía Paloma, para contraponer a sus convencionales y tediosas vidas, arranca cuando la pareja entra en contacto con un cuarteto de caifanes.

De inmediato, el choque cultural es brutal. Los caifanes, una tropa de mecánicos lumpen que dedican sus talentos a deambular por la noche capitalina, son para la pareja como una cofradía de extraterrestres que, de entrada, hablan una jerga incomprensible: “¿Qué jais de la baraña?”, es lo primero que dice el caifán mayor. A partir de este encuentro con los “otros”, que son ostensiblemente muy otros, se inicia una peculiar road movie nocturna. El Capitán Gato, el Mazacote, el Azteca y el Estilos se llevan a Paloma y Jaime para compartir con ellos sus correrías nocturnas, gobernadas más que nada por el azar y el impulso del momento. Durante todo el trayecto, Paloma se  mostrará deseosa de participar y experimentar, mientras que el blanducho y temeroso Jaime se mostrará reticente en todo momento, adoptando el papel de una especie de Pepe Grillo con ínfulas. Como toda buena road movie, Los caifanes se define en buena medida por el trayecto, las escalas en el trayecto, los personajes encontrados en el trayecto, y las peripecias que ocurren en cada parada y, de modo importante, los cambios de percepción y actitud que experimentan los protagonistas a medida que el viaje progresa.