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Literatura

Leer la lectura

Raúl Falcó reflexiona sobre el “rapto mudo” de la lectura en distintos momentos de la historia: en la Antigüedad clásica, en los procesos de evangelización en América y en la actualidad. Han cambiado los procesos de lectura; anteriormente leer para sí, en silencio, era signo de misantropía, ahora es la imagen del intelectual. La voz, los susurros y el silencio de la lectura han sido un país de exilio para los lectores, apunta Falcó.


Por Raúl Falcó

Desde hace ya varios siglos cuesta imaginar que durante muchos más siglos, en virtud de la carencia de ejemplares de cada libro, la lectura se efectuó en voz alta para que fueran muchos quienes pudieran beneficiarse de la misma. Desde la Antigüedad clásica hasta las comunidades conventuales de la cristiandad, la gran mayoría de la audiencia curiosa no sabía leer ni escribir, motivo por el cual la lectura en voz alta era la única manera de compartir el texto que el lector tenía que pronunciar ante todos. De este modo, creíamos saber junto con Borges (Del culto de los libros) que disponíamos del primer testimonio que consigna el asombro general ante un lector que se atreve a leer en silencio. Se trata de la descripción que san Agustín (Confesiones, libro VI) hace de san Ambrosio, quien leía “pasando la vista sobre las páginas, penetrando su alma en el sentido, sin proferir una palabra ni mover la lengua”. Agustín opina que su maestro practicaba así la lectura “para que nadie lo interrumpiese pidiéndole una explicación de algún pasaje oscuro o quisiera discutirlo con él, con lo que no pudiera leer tantos volúmenes como deseaba”. Añade, no sin ironía, que acaso también “leía de este modo para conservar la voz, que se le tomaba con facilidad”.

Sin embargo, me atrevo a apuntar que la extrañeza ante el lector silencioso es mucho más antigua y menos respetable que la que Agustín nos refiere. En Las ranas de Aristófanes, el dios Dionisio entra a escena con un libro en las manos (se trata de la Andrómeda) que lee en silencio y que le produce una notoria excitación sexual, mientras se niega a leerlo en voz alta para que el público pueda escucharlo. El respetable no puede contener la risa ante lo que ellos seguramente percibían como una caricatura del autismo de la mente, o sea ante la imagen de lo que hoy identificaríamos de buenas a primeras como un intelectual. Para ellos, un loco. Un misántropo. Esto, que provocaba la risa de los atenienses, se convirtió en un modelo a seguir muchos siglos más tarde. En todo caso, esta práctica nunca ha dejado de provocar, entre aquellos que la lectura silenciosa excluye, una gama de sentimientos que va de la admiración devota al desdén y a la burla, sin pasar por alto su posible origen en ese nerviosismo del que los niños son presa tan fácil e insistentemente cuando un lector pretende ignorarlos.

 

La letra ilegible

 

Amén de giros y frases sin duda surgidos de la pluma del padre, hay atisbos genuinamente indígenas, como aquel en que describe a los conquistadores como “hombres barbados que hablaban a solas con unos paños blancos” para decir que leían libros.

 

De un modo similar a la reacción que suscita entre los infantes por ser algo tan incomprensible como la escritura misma, puede resultar elocuente el caso en el que el libro y su lectura terminan provocando de manera incontenible una cadena de lecturas equivocadas. En la Instrucción del inca don Diego de Castro, Tito Cusi Yupanqui, para el muy ilustre señor licenciado Lope García de Castro, redactada por el padre Marcos García hacia 1568 en Vilcabamba, el inca hace cuenta de las vejaciones y los agravios que padeció su padre Manco II, habla del sitio del Cuzco y describe la organización del nuevo estado incaico de Vilcabamba. Amén de giros y frases sin duda surgidos de la pluma del padre, hay atisbos genuinamente indígenas, como aquel en que describe a los conquistadores como “hombres barbados que hablaban a solas con unos paños blancos” para decir que leían libros. El inca no puede leer que los españoles leían, aunque musitaran entre labios aquello mismo que leían. Del mismo modo, pero con trágicas consecuencias, el primer encuentro entre los conquistadores y los incas se cifra en un equívoco de esta índole. Pizarro y el inca Atahualpa se encontraron en Cajamarca el 15 de noviembre de 1532. Por medio de un intérprete (Felipillo), hablan el inca y fray Vicente de Valverde, capellán del ejército español. Este, con una cruz en la mano derecha y un breviario en la izquierda, lo conmina a adorar a Dios, a la Cruz y al Evangelio “porque todo lo demás es cosa de burla”. Atahualpa responde que él “no adora sino al Sol, que nunca muere, y a sus dioses que también tiene en su ley”. Luego preguntó el inca a fray Vicente quién le había enseñado la doctrina que predicaba. A estas palabras, respondió el fraile que lo decía el Evangelio. Atahualpa pidió entonces el libro diciendo: “Dámelo a mí, el libro, para que me lo diga”. Acto seguido, lo abrió, lo hojeó y se lo acercó al oído. Dijo luego: “No me lo dice, no me habla a mí el dicho libro”. Y, como sigue consignando Guamán Poma de Ayala, “con grande majestad, echó el libro de las manos”. Este gesto blasfematorio para la fe ibérica propició la señal de ataque de los conquistadores, quienes hicieron prisionero al inca, tras acabar violentamente con todo su séquito. Invocar la lectura, en este caso de la escritura de la verdad evangélica, produce dos “lecturas” erróneas. La del inca es más que comprensible en el seno de una cultura que alcanzó grandes niveles de desarrollo y de organización sin haber nunca requerido para ello, hasta donde sabemos, de la invención del signo escrito, y la de los españoles que, al interpretar el gesto altanero de Atahualpa como un desprecio consciente y abiertamente provocativo, lo usan como pretexto para exterminar a su gente y apresarlo, sin considerar, o aprovechándola para sus fines, la evidencia de su total extrañeza ante esos “paños blancos” y mudos.

 

Retrato de una muchacha leyendo una carta junto a una ventana abierta, óleo sobre tela de Johannes Vermeer, circa 1657-1659. Galería de Pinturas de Maestros Antiguos, Dresde. Fuente: Wikipedia.

 

Otro ejemplo de “lectura” desplazada nos lo brinda, de un modo que confieso referiré de manera un tanto especulativa, el encuentro entre los doce franciscanos enviados a la Nueva España en 1524 y los sacerdotes y señores mexicas, sobrevivientes del holocausto de la gran Tenochtitlan, que los recibieron. Fue transcrito años después en náhuatl y castellano en el Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco, gracias al testimonio de algunos viejos informantes que lo presenciaron, por Antonio Valeriano y Alonso Vejarano, sabios y letrados de alta alcurnia indígena, tutelados por su maestro fray Bernardino de Sahagún, en un volumen intitulado Coloquios de doctrina. Confiscado junto con su magna obra, la Historia general de las cosas de la Nueva España, fue rescatado a principios del siglo XX en los archivos reservados de la Biblioteca del Vaticano. Nos muestra la misma postura evangelizadora “al pie de la letra” de los frailes franciscanos, apoyándose siempre en la revelación de las Sagradas Escrituras, frente a la resistencia de los mexicas, aún inmersos en las enseñanzas y creencias heredadas de sus antepasados, a pesar de hallarse ya para esas fechas en un estado de total derrota e inevitable vasallaje ante los conquistadores. Resulta casi conmovedor el empeño que los naturales del valle de México ponen en defender y detallar sus creencias ante el reiterado embate ideológico de los frailes, que se niegan a invocar el peso de la victoria total de sus armas antes de agotar los argumentos de índole religiosa. Curiosamente, se han perdido los capítulos en los que acaso se detallaba la manera en que los sacerdotes mexicas habrían claudicado ante el discurso de los frailes. Pero, ante el orgullo, mezcla de cortesía y convicción, del que los mexicas hacen gala en los primeros capítulos, a pesar de la situación de facto en la que se encuentran, es difícil resistir la tentación de formular una hipótesis que vendría a ser la contraparte del episodio de Atahualpa. Una y otra vez, dichos sacerdotes y principales oponen sus creencias a los argumentos de la verdad revelada en las Sagradas Escrituras, con la que los frailes pretenden convencerlos de que han sido víctimas del demonio y que sólo él, tal y como se revela en dichas Escrituras, es quien ha urdido los engaños que los han convertido en esclavos de la idolatría y de los horrores sacrificiales exigidos por sus dioses falsos. Me atrevo a imaginar que, hartos de tan obstinado rechazo, los franciscanos les acercan el volumen que uno de los doce trae en las manos, lo abren y les muestran el texto, cuyos enigmáticos signos consignan esa verdad revelada que ellos han venido a anunciarles. Imagino y no puedo dejar de escribir para ti, lector, el estupor de sacerdotes y principales ante el aspecto de nuestra escritura fonética, impresa en un modesto volumen cosido y empastado en pergamino, tan distante de la “escritura” pictográfica de sus códices y monumentos, al grado de que no pueden ya negar, por vez primera, a pesar de los estragos de la derrota militar recién sufrida y de la resistencia de sus corazones, la evidencia semiótica de otro sistema puramente simbólico, acaso más poderoso que el propio y, al fin y al cabo, como lo demuestra la historia evangelizadora de la primera mitad del siglo XVI en la Nueva España, tan eficiente como los cañones, arcabuces y espadas. Obviamente, las culturas mesoamericanas “escribían” y “leían”. Por ello, esta suerte de escena fundadora de la conversión religiosa de la Nueva España es plausible porque, al significar su mundo mediante signos y numerales pintados o esculpidos, ya es inevitable, al verlo, reconocer otro orden simbólico, lo cual implica necesariamente que, si la identificación del signo escrito ya no es un misterio incomprensible, tan sólo se tratará entonces de la iniciación a la lectura de sus leyes propias. Sin embargo, el intervalo de tiempo, la diferencia de lenguas y los vericuetos del aprendizaje que requirió semejante asimilación le otorga un espacio puro a la afirmación palmaria de que lo impreso en cada página de ese breviario desgastado que traían los doce –entre sus pobres pertenencias, junto con algún crucifijo y uno que otro rosario, en esa tarde de 1524–, se adueñó, simple y llanamente, del espacio reservado a la verdad.

 

Una y otra vez, dichos sacerdotes y principales oponen sus creencias a los argumentos de la verdad revelada en las Sagradas Escrituras, con la que los frailes pretenden convencerlos de que han sido víctimas del demonio y que sólo él, tal y como se revela en dichas Escrituras, es quien ha urdido los engaños que los han convertido en esclavos de la idolatría y de los horrores sacrificiales exigidos por sus dioses falsos.

 

El Colegio de la Santa Cruz de Santiago Tlatelolco fue la primera institución de educación superior de América que instruyó a la población indígena. Litografía de Murguía en México pintoresco, tomo II.

 

Hasta hoy podrían romperse lanzas con encono por tan sólo querer decidir si se trata de una lectura acertada o equivocada. Pienso que basta con que sea plausible. De lo que no cabe duda es que los vencidos fueron aprendiendo a leer este nuevo código, y que los más preclaros entre los vencedores transcribieron a este la lengua y los signos que aprendieron a su vez a leer, guiados por ellos, en sus códices y en su palabra. En todo caso, tan sólo pretendo justipreciar la fascinación producida por el signo escrito en quien, apenas lo ha reconocido como tal, ya se sabe incapaz de ignorar o negar su existencia y, por ende, de escapar a su influjo.

 

Oficiales de la pluma, Códice Florentino, circa 1540-1580.  Digitalización de Gary Francisco Keller para la edición facsimilar de la Bilingual Press, Arizona, 2008. Fuente: Wikipedia.

 

Juana Inés de Asbaje en la biblioteca de su abuelo o Borges en la de su padre fueron esos niños, entregados desde muy pronto al culto fervoroso de los libros. Cervantes, otro lector compulsivo, quien no siempre atendía a lo que se le decía, “leía hasta los papeles tirados en la calle”.

 

La letra inagotable

 

Esta fascinación es cosa que a los infantes no tarda en inculcárseles, a medida que comprenden que el habla se escribe, abriéndoles paso a todos los posibles excesos de una afición que en unos pocos no tardará en aflorar. Juana Inés de Asbaje en la biblioteca de su abuelo o Borges en la de su padre fueron esos niños, entregados desde muy pronto al culto fervoroso de los libros. Cervantes, otro lector compulsivo, quien no siempre atendía a lo que se le decía, “leía hasta los papeles tirados en la calle”. El emperador Juliano, durante el sitio de Lutecia, con el fin de no dejar de leer una sola noche “había mandado disponer una cubeta llena de agua, colgada de un sistema de poleas entre su cabeza y la cabecera de su cama. Cuando, presa del sueño, empezaba a cabecear, el agua de la cubeta se vertía y despertaba de golpe al emperador para que pudiera proseguir con su lectura” (Pirrón, La corteza del hombre). De la captación que producen los signos en quien los lee y los escribe (y si los escribe es porque los lee) a la fascinación que conduce al vicio y a la adicción, tan sólo hay un paso, obvio y, al mismo tiempo, tan difícil de definir como el que separa al botón de la flor. Sin duda, es impensable un escritor que no sea antes que nada un lector y su empresa otro modo de leer, leerse y darse a leer. Pero también existe (o existió) esa raza secreta de los que no escribieron y que, sin embargo, se pasaron la vida leyendo, entregados a esa suerte de estupor que produce la lectura, para terminar desapareciendo, a menudo aún en vida, finalmente disueltos en esta pasión. Tan grandes pueden llegar a ser los estragos de este vicio que, a mediados del siglo XVIII, el jesuita Claude de Marolles razonó que la pasión de leer implica un peligro mortal para el alma del lector, ya que dicho peligro reside en que la lectura puede producir un rapto del alma, o sea, un camino de perdición a los ojos del Creador. Y esto, de tres maneras o vías diferentes: por vía de castigo, por vía de seducción y por vía de corrupción. La primera corresponde a la curiosidad frívola y hasta indecente a la cual cede el lector ocasional. La segunda se expande en ese tiempo imaginario que agota la temporalidad del tiempo. El lector seducido prefigura la condición del infierno al padecer la errancia de libro en libro. La tercera vendría a ser la resultante de las dos primeras ya que el lector, presa de la falsedad y la corrupción, terminaría por perder su identidad propia, al grado de confesarlas y desearlas, muriendo en una reprobación sin fin.