Borges vivió 86 años y 70 de ellos los pasó enamorado de mujeres que no le correspondieron. Una detrás de otra, las bellas damas sin piedad desfilaron por su vida, poblando sus noches de largas y elaboradas, minuciosas (para usar una palabra que le era cara) ensoñaciones (Borges imaginaba diálogos y situaciones con ellas, respuestas y preguntas, paseos, miradas, sonrisas, reacciones, gestos… En su imaginación recorría al lado de la amada en turno la ciudad, la misma ciudad que años después vería como “un plano / de mis humillaciones y fracasos”) y de amargos despertares. “Tenía –al decir de Silvina Ocampo– corazón de alcachofa”, y no era raro verlo perdidamente enamorado de una muchacha (y a veces de dos o tres al mismo tiempo). A Borges le gustaban las mujeres guapas, cultas y ricas. Parte de su “técnica” de conquista (si así se le puede llamar) consistía en deslumbrarlas con su conversación (una mezcla brillante de inteligencia, humor, erudición y timidez), invitarlas a dar largos paseos, regalarles libros, citarles versos y poemas (que no pocas veces eran veladas declaraciones de amor que para ellas pasaban desapercibidas), escribirles un prólogo o invitarlas a colaborar con él en algún libro, para finalmente proponerles matrimonio y ser rechazado.
En el que fuera su último libro, escribió unos versos dedicados a Enrique Banchs que bien podían aplicársele a él: “Esa historia es la historia de cualquiera / pero de cuantas hay bajo la luna / es la que duele más”. A lo largo de esos 70 años, las muchachas se casaron con otros, fracasaron, envejecieron y murieron en un olvido del que a veces sólo las rescataba el haber sido amadas por Borges.
Una de ellas “se llamaba Elvira de Alvear y su padre había sido uno de los hombres más ricos del país”. Según el propio Borges, fue una de las mujeres que lo inspiraron para crear a dos de sus personajes femeninos más célebres: Beatriz Viterbo y Teodolina Villar.
A Borges le gustaban las mujeres guapas, cultas y ricas. Parte de su “técnica” de conquista (si así se le puede llamar) consistía en deslumbrarlas con su conversación (una mezcla brillante de inteligencia, humor, erudición y timidez).
Elvira de Alvear
Ella era ocho años más joven que Borges y se discute sobre si era o no una mujer atractiva. Estela Canto, que la conoció ya en sus últimos años, la describe con concisión y cierta dureza: dice que era “una mujer ya vieja, alrededor de unos sesenta años, muy pálida, rolliza y que nunca había sido bonita”. La suya es una descripción que no coincide con la de Borges, quien siempre guardó un grato recuerdo de ella, a pesar de que nunca le correspondió a sus declaraciones de amor. Ella, que “todas las cosas tuvo y lentamente / todas la abandonaron”, fue una mujer que no tuvo demasiadas amabilidades para con Borges. Si fue el modelo de Beatriz Viterbo y de Teodolina Villar, no es difícil imaginarla altiva, banal y cruel. Según Mario Paoletti, hacia 1930, Borges la visitaba los sábados y “cuando ella no le daba plantón, cosa que ocurría a menudo, caminaban por el barrio de Belgrano, silenciosamente”. La vieja táctica de versos, libros y caminatas arrojó también el ya conocido resultado. Elvira emigró a París y se olvidó de Borges. Volvió siete años más tarde y Borges volvió al acecho. Le prologó un libro de versos (olvidables y ya olvidados), Reposo, y siguió visitándola. Pero Elvira de Alvear estaba condenada a perder la fortuna heredada y algo más: la razón. Poco a poco la cordura la fue abandonando y se enfrascó en un irrealizable proyecto novelístico (que mucho de borgeano tenía): una novela imposible de leer, pues los primeros capítulos estaban escritos con palabras y los finales (conforme la locura fue avanzando en ella) con “vagos rasgos indescifrables”. Borges aventuró que, para entender la novela de Alvear, uno tendría que estar tan loco como ella. Nada cuesta imaginar que la novela fuera magnífica, plagada de poesía y de belleza, de paradojas y laberintos, grandes y revolucionarias ideas… Una novela, que contendría otras novelas imposibles, como esa que el mismo Borges bosquejó y que “por razones de ceguera y de ocio” nunca llegó a escribir, pero de la que es posible hacerse una clara idea, pues él mismo nos informa que se trataría del “reverso de la admirable Diario de la guerra del cerdo, de Adolfo Bioy Casares. El tema de ese libro es una conjuración de los jóvenes contra los viejos; el tema del mío, cuya redacción queda a cargo de cualquiera de mis lectores, es una conjuración de los viejos contra los jóvenes, de los padres contra los hijos”. Borges nos dice que en su novela “los esenciales protagonistas de la obra son los ancianos. Deben ser muy diversos; más allá de las necesidades argumentales deben ser quienes son. También podrían ser vagos; también podrían arrojar una indefinida sombra temida. Algunos, postrados o impotentes o enfermos, envidian la salud normal de los jóvenes; otros, avaros, no quieren que sus hijos hereden la fortuna que les ha costado tanto trabajo; otro, frustrado, no se resigna a la buena suerte del hijo; uno, sereno y lúcido, piensa sinceramente que los jóvenes pueden ser presa de cualquier fanatismo y son incapaces de la cordura”. Nada nos impide imaginar que en la novela imposible de Alvear la conjura no es de jóvenes contra viejos ni de viejos contra jóvenes, sino de locos contra cuerdos: su “sabiduría es consignada en libros que, por nuestra cordura, nos está vedado conocer. Una novela que nada nos cuesta imaginar como un libro, magnífico y terrible que, entre otras muchas cosas (‘láminas, umbrales, atlas, copas, clavos’), contenía nuestra historia. Una novela que, sin importar por dónde la empezara uno a leer, quedaría irremediablemente atrapado en su infinita trama, en sus páginas que se volvían infinitas… pero la razón nos impide acceder a sus misterios, descifrar los signos de su ‘escritura’ ”.
Al paso de los años, Elvira de Alvear dejó de ser la hermosa mujer que era para convertirse en una matrona obesa y pálida que habitaba un mundo de lujos imaginarios; vivía en un ruinoso apartamento en San Telmo, atendida por una servidumbre inexistente que ella llamaba con una campanilla de plata y a cuyo tintineo jamás nadie acudía. Lejos habían quedado los tiempos de esplendores cuando Neruda visitaba su casa, cuando editó Imán, una revista en París de la que fue secretario Alejo Carpentier, cuando fue amiga de Alberti, de Asturias, de cuando estuvo a nada de ser la primera editora de Residencia en la tierra…
Borges, en un acto de fidelidad que lo enaltece, siguió visitándola. “Todos los finales de año, el 31 de diciembre, antes de cenar con sus amigos habituales, hacía una visita a un apartamentito de la calle Independencia, entre Chacabuco y Perú”. Cuenta Estela Canto que “un detalle que se repetía todos los años conmovía especialmente a Borges. Sobre la mesa del comedor había una campanilla de plata. Elvira de Alvear la agitaba y después comentaba: ‘¿Dónde se ha metido la gente de servicio? ¡Fíjese, Borges, nunca, nunca están cuando los llamo!’ ”.
Esa visita, “era un tributo y un homenaje que había que rendir a esa mujer” que “todas las cosas tuvo y lentamente / todas la abandonaron”…
Todas las cosas la dejaron, menos una. La generosa cortesía la acompañó hasta el fin de su jornada, más allá del delirio y del eclipse, de un modo casi angélico. De Elvira lo primero que vi, hace tantos años, fue la sonrisa y es también lo último.[1]
[1] Este ensayo forma parte de La muchacha del verano, ensayos y artificios, Villate Libros. Bogotá, 2023.