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Literatura

Fuensanta en su cuerpo (del “vaso de devoción” a la “carne difunta”)

La Fuensanta de Ramón López Velarde es sombra y cuerpo imposible. El escritor y crítico literario Guillermo Sheridan, quien próximamente publicará un nuevo tomo de estudios velardeanos, analiza la figura de Fuensanta en la poesía del jerezano, así como el deseo, la pérdida, el anhelo de resurrección, la eternidad del alma y el cuerpo, y las incógnitas del poeta al respecto. “La unión de los amantes es la fábrica que sustenta al universo para López Velarde”, señala Sheridan.

 

 


Por Guillermo Sheridan

Este ensayo forma parte del libro Nuevos ensayos velardeanos que será publicado por la UNAM.

En “El camino de la pasión: Ramón López Velarde”, Octavio Paz comenta algo que el culto de nuestra señora Fuensanta suele postergar: sí, es un avatar de la Diosa y refleja todos sus atributos, pero “amar a Fuensanta como mujer es traicionar la devoción que le profesa; venerarla como espíritu es olvidar que también, y sobre todo, es un cuerpo”.[1]

La corporeidad de Fuensanta tiene un papel contradictorio en el sistema erótico-amoroso de López Velarde. Es un cuerpo y a la vez una sombra o, como escribe algunas veces, una silueta o un fantasma. Es en suma, dice Paz, “un cuerpo inaccesible y su amor algo que jamás encarna en un aquí y un ahora”. Lo que sí encarna es la paradoja del peso corporal y el ánima flotante y, después, el misterio de la resurrección de ambos.

No hay demasiadas alusiones al cuerpo de Fuensanta. La única ocasión en que López Velarde usa la palabra “cuerpo” con relación a ella es cuando agoniza o ya murió. En los poemas juveniles, el cuerpo de Fuensanta está vestido de colores o (en su imaginación) de novia y, cuando envejece, de color pardo o de franco luto[2]. Su cuerpo tiende a desaparecer tras el fulgor de sus virtudes espirituales; es como el de las aldeanas: “vasos de devoción, arcas piadosas”. Siempre es el de Fuensanta un cuerpo perceptible sólo por contigüidad: hay que adivinar su totalidad en sus rastros más vagos, su aroma, sus suspiros o el sonido de su falda, indicios que le permiten tocarla sin lujuria.

Josefa de los Ríos («Fuensanta»), amada del poeta, a los 20 años, sentada junto a su amiga Susana Jiménez. Fuente: Elisa García Barragán y Luis Mario Schneider, Ramón López Velarde. Álbum.

 

El cuerpo inaccesible está inventariado con la retórica romántica convencional. Las manos son “blancas y gentiles”, los ojos “tristes, de mirar incierto” y la boca es “de corales”. En el afán de atenuar el deseo bajo el velo de la beatitud, el poeta fantasea besarlo, pero siempre de manera maternal. Cuando se deja llevar por la fantasía erótica, sueña besar la palma de sus manos y reclinar “las sienes en tus hombros” para alcanzar así un éxtasis ambiguo que algo tiene de iconografía mariana y algo de tristeza post coitum:

 

Nardo es tu cuerpo y su virtud es tanta
que en tus brazos beatíficos me duermo
como sobre los senos de una santa.[4]

Los senos de Fuensanta siempre son santos, lo más opuesto posible a la mujer que ostenta “reflejos siderales en el pecho enjoyado”[4], que parece una referencia a la Salomé pintada por Moreau. Los maternales senos de Fuensanta     sólo toleran adormirse en ellos. Pero aun así, adormido y todo, el poeta les adjudica una inflamación erótica que es en realidad la suya, la cancela de inmediato con un adjetivo helado y acata una orden de tribunal superior:

Dormir en paz se puede sobre sus castos senos
de nieve, que beatos se hinchan como frutas
en la heredad de Cristo, celeste jardinero.[6]

Esta energía contradictoria de ansioso erotismo e impuesta pudibundez sucede en otro caso: mientras es mirado por los “ojos luminosos” de Fuensanta y desea su “pecho palpitante”, el poeta experimenta una sensación que amerita esta extensa descripción:

Cuando me miran, oh mujer, tus ojos
luminosos cual sol de primavera,
por oír anhelante
las pulsaciones de tus nervios flojos
y el rumor de tu pecho palpitante,
en mi pasión quisiera
el misterioso oído de los magos
que en las nocturnas sombras escondidos
escuchan, a la orilla de los lagos,
hasta sus más recónditos murmullos,
de las ramas los débiles crujidos
y la reventazón de los capullos.[7]

 

 

 

La aparición, óleo sobre tela de Gustave Moreau, circa 1876. Museo de Orsay, París.

 

Que los ojos de Fuensanta susciten el deseo de escuchar sus nervios y el rumor de su pecho es parte de la analogía romántica que mira en el cuerpo femenino un símil de la naturaleza, mientras que la fe druídica[7] es una alternativa compensatoria: si las manos no pueden acariciar el pecho, bastará con escuchar su flujo.

 

La sangre devota de Ramón López Velarde se publicó en 1916. Fuente: Biblioteca de la Capilla Alfonsina (UANL).

 

La mayoría de los poemas citados hasta ahora pertenecen al grupo de los juveniles no recogidos en libro. En La sangre devota (1916), el cuerpo de Fuensanta continúa seduciéndolo por vía del olfato: el aroma de “la quintaesencia de tu espalda leve” lo lleva, de nuevo, a adormirse en una especie de sinestésico perfume carnal:

trasciendes a candor como un lino
recién lavado, y hueles, como él, a cosa casta[9]

 

En “Ser una casta pequeñez” evoca una escena remota: cuando niño, Fuensanta (que era ocho años mayor que él) lo sube a su regazo y él la abraza:

hasta el agua inmanente de tu pozo
o hasta el penacho tornadizo y frágil
de tu naranjo en flor

donde se las arregla para que la imagen de su patio sea también una imagen poética de su cuerpo, feliz de hallarse

                         en la aromática
vecindad de tus hombros y en la limpia
fragancia de tus brazos.

Superada la niñez, y ya con experiencia en los lúbricos cuerpos de las “azafatas súbditas de la carne”[9], opone a la tentación sexual la frescura inocente de las manos de Fuensanta. Esa experiencia propicia entonces fantasías que incluyen el remordimiento: meterse al “lecho de doncella” de Fuensanta tendría como resultado una rara síntesis entre “el cordial refrigerio y el glacial desamparo”.

Fuera de los poemas y de sus deliquios eróticos, el cuerpo de Fuensanta sigue mostrándose fragmentariamente: sus carrillos son sedeños y sus pies son ingrávidos, sus ojos son “taumaturgos” o su fulgor es similar al de “las brasas en el incensario”[10]. La afición a los pies, frontera de su anatomía, es un tema intenso: querría ser pisado por las plantas de Fuensanta como pisa ella los pedales de su piano. Es curioso que sea esta una de las pocas fantasías en las que se permite fantasear un coito sucedáneo: el que sucede entre su corazón, “pecaminosa entraña”, y los pies purísimos de Fuensanta, una visión que habrían encontrado interesante Havelock Ellis y Sigmund Freud.

En uno de los últimos poemas que tienen a Fuensanta en su centro (“¿Qué será lo que espero?”), cuando ha dejado de ser una promesa y se ha convertido en una nostalgia, ella sigue perfumándolo:

de tu pecho asciende una fragancia
de limón cabalmente refrescante
e inicialmente ácida... 

 

Carne difunta

 

Pero todos esos ejercicios de imaginación no se avizoran solamente por la distancia frente a los deseos del joven poeta, sino también porque ella comienza a enfermar. A partir de 1911, su cuerpo se deteriora: “en tu rostro se anuncian los estragos / de la vejez temida” (“Tema II”). Los ojos primaverales se opacan bajo los “párpados exangües”; su rostro, que antes era “la diáfana rosa de tu tez” (“El adiós”) tiene ahora una blancura “anémica”. El cuerpo inalcanzable en la vida comienza a ser alcanzable como fantasma en la muerte.

En 1917, López Velarde escribió “Hoy como nunca...”, poema importante pues ese año murió Josefa de los Ríos, dejó de llamarse Fuensanta y su cuerpo inaccesible entró a la tumba y, por tanto, a la degradación que aterraba al poeta. El poema registra la pérdida final, pero anticipa el futuro reencuentro en el trasmundo. La esquiva anatomía de la agonizante se ha reducido a su garganta, que es

                                     una sufrida
blancura, que se asfixia bajo toses y toses
y sin embargo,
Hoy, como nunca, es venerable tu esencia
y quebradizo el vaso de tu cuerpo.

El cuerpo agónico se convierte en un reloj “cuyo tic-tac nos marca” la hora de morir y anticipa al poema final, “El sueño de los guantes negros”, que, inacabado y borroso, dejó López Velarde en la bolsa de su saco al morir él mismo. El “Sueño” es una prolongación de la fantasía de una boda funérea imaginada en “Poema de vejez y de amor” desde 1909, cuando se mira contrayendo con Fuensanta “las nupcias incruentas” en un “casto lecho” post mortem, convertidos en

  Dos fantasmas dolientes
en él seremos en tranquilo amor,
en connubio sin mácula yacentes;
una pareja fallecida en flor,
en la flor de los sueños y las vidas;
carne difunta, espíritus en vela
que oyen cómo canta
por mil años el ave de la Gloria....

Pero ahora duda si en el trasmundo será posible esa boda póstuma. Me pregunto si la escritura del “Sueño” no sería paralela a la de “Hoy como nunca” (1917), pues ambos proponen un escenario similar en el que, si bien el primero es una visión y un “Sueño” el segundo, la pareja se reencuentra en la muerte. En ambos poemas hace frío y llueve; ambos suceden junto al agua (la ribera Estigia en el primero; un mar muerto en el otro); en ambos el silencio se quiebra sólo por las campanadas autónomas de una iglesia vacía.

 

Dibujos a tinta de Fermín Revueltas que ilustran El son del corazón, obra de Ramón López Velarde publicada por el Bloque de Obreros Intelectuales. El primero acompaña el poema “El sueño de los guantes negros”. 
Fuente: Siglo en la Brisa (blog). 

 

El “Sueño” es un poema cuya complejidad deriva también de su carácter inacabado. Es imposible saber en qué etapa de su escritura se hallaba, pero creo que iba a ser más extenso. Inicia en pretérito (“soñé que”), pero en la tercera estrofa cambia al presente narrativo (“de súbito me sales al encuentro”), instante luminoso en el que el poema se revela como una conversación con Josefa y en el que, a la vez, se siente el tiempo sin tiempo del estado onírico. El poema retorna al pretérito (“nuestras cuatro manos se reunieron”) para narrar el encuentro del soñador y la soñada. Ahí es donde él hace la pregunta capital: “¿Conservabas tu carne en cada hueso?”. Después, el poema comienza a borrarse y deshilvanarse. Un verso clave, “quedarán ya tus huesos en mis huesos”, carece de contexto, pero sugiere un entredicho relacionado con la pregunta: los huesos se unen “más allá de la muerte”, como el polvo enamorado del gran soneto de Quevedo. Sobre ese dilema, el poema desbarra hacia una evocación del pasado remoto, ajeno por completo al ámbito de lo onírico: recuerda el día del entierro de ella y la ocasión en que fue a comprarse un vestido (pardo). El poema regresa entonces al sueño y, de nuevo, al momento en que se dieron las manos y “la vida apocalíptica vivieron”. Hasta ahí los diferentes tiempos que hay en el poema.

La narrativa no es menos compleja. El poema presenta al poeta soñando que se halla en un silencioso invierno en una ciudad funeral, “dentro del más bien muerto de los mares muertos”. Ella aparece de pronto y el Espíritu Santo hace volar el “esqueleto” de él hacia la difunta ella; se estrechan en “el océano de tu seno”, juntan las manos “en medio de tu pecho y de mi pecho” y convertidos en una pareja cósmica sostienen al universo entero. (Hasta este punto, el poema es el “cumplimiento de un deseo” que Freud cree que origina los sueños.) Él repara entonces en que los guantes le impiden ver las manos de ella y hace la pregunta “¿Conservabas tu carne en cada hueso?”. El enigma vibra en la ausencia de lógica propia de los sueños: si mira su cara resucitada, las manos también deberían estarlo. En todo caso, que hubiese o no carne no impide su éxtasis, pues “nuestras manos, en un círculo eterno / la vida apocalíptica vivieron”. El esqueleto y la muerta viven así una vida apocalíptica, en el sentido etimológico de la palabra: una clase de revelación visionaria que sucede sólo en los sueños o en estado de exaltación. Después aparece el verso aislado “quedarán ya tus huesos en mis huesos”, un traslado al cuerpo carnal de las almas inconsútiles, que es lo que suelen compartir los enamorados, y que trae consigo la idea de compartir la tumba, algo que a López Velarde le interesaba más allá de “los esqueletos en parejas” que crujen conyugalmente en el panteón (“La suave Patria”).

 

Era un creyente fervoroso. “Uno de los dogmas para mí más querido, quizá mi paradigma, es el de la Resurrección de la Carne”, escribe en “Oración fúnebre” dos años antes de morir.

 

La visión que contiene el “Sueño”, el amor de los cuerpos difuntos más allá de la muerte, tiene en el centro a la pregunta y su dilema: que haya o no carne en los huesos apunta hacia una vieja discusión secular: si la resurrección supondrá la restitución corporal, es decir, si para asistir al juicio final los humanos todos habrán de ser nuevamente alma y cuerpo.

¿Qué respuesta esperaba a esa pregunta? Era un creyente fervoroso. “Uno de los dogmas para mí más querido, quizá mi paradigma, es el de la Resurrección de la Carne”, escribe en “Oración fúnebre” dos años antes de morir. Y cada “Nochebuena” reza “¡Resurrección!, claman los númenes de nuestra conciencia. ¡Resurrección! claman los númenes de nuestros huesos”. Venera a María Magdalena, “reina y patrona de los idealistas y la fundadora de la fe”, por haber ido a la tumba de Cristo al tercer día para ver resucitar su cuerpo (por lo que López Velarde la considera modelo de los amantes). No lo desvelaba en tanto que católico ferviente que rezaba a diario “creo en la resurrección de la carne” que dispone el Credo. La pregunta y la duda que hay en el poema tienen sentido como preámbulo al cabal “cumplimiento del deseo” que motiva al sueño. Hay en la pregunta miedo, o incertidumbre, inevitable, los titubeos causados también por los debates teológicos e interreligiosos sobre la resurrección y el cuerpo. Paz se pregunta con razón si López Velarde “¿creía en la resurrección de la carne o creía que creía?”[11], una duda que comparten muchos creyentes, y no sólo los tomasianos (esos escépticos que, de acuerdo con Michel Tournier, son quienes más fe tienen). Se pregunta también si “Fuensanta no acaba de ser espíritu porque el poeta sigue hechizado por el tiempo y sus trampas?”, y al final llega a un callejón sin salida pero lleno de aún más preguntas:

 

    ¿Cuál es el significado de esos guantes negros, cuya prudencia acentúa más su fúnebre erotismo? Son un obstáculo, una prohibición, pero ¿qué prohíben: la unión de las almas o la de los cuerpos? Los amantes giran en un circuito eterno –imagen que recuerda un célebre pasaje de la Divina Comedia– sin jamás fundirse, sin estar muertos ni vivos del todo, ¿en un paisaje que es del cielo o del infierno? Y ese amor, ¿es amor a la vida o a la muerte?

 

El deseo de que la resurrección del alma incluya la restauración del cuerpo físico está detrás del “Sueño”. López Velarde, que estudió Teología en el seminario y conocía bien la obra del padre Ripalda, habrá evocado el ejemplo de Cristo, que al resucitar se muestra ante sus discípulos y que, “para que supiesen que era verdadero cuerpo el que veían resucitado, les dijo: ‘Tocadme, y vedme, que el espíritu no tiene carne ni huesos, como lo veis en mi cuerpo’ ”, y comprobaran que “fuese verdaderamente vivo, lo demostró comiendo, bebiendo, andando, hablando y con otras semejantes acciones”[12]. Abrumado por la idea de la tumba y la descomposición, López Velarde desea que Josefa recupere su corporeidad luego de ser hallada obviamente meritoria del perdón y la gloria eterna, pues habrá salido triunfal del “juicio particular” al que las almas se someten apenas mueren[13]. Al segundo, que es el llamado juicio final, el que sucederá al final de los tiempos, asistirán todos quienes han vivido, y lo harán en cuerpo y alma. La idea de que hay que llegar a ese segundo juicio debidamente revestidos por el cuerpo es la que atiza el “cumplimiento del deseo” que hay en el “Sueño”, y no sólo para Josefa sino para él mismo, tan horrorizado por la conciencia de que será carne de gusanos. Así pues, cuando hace la pregunta a Josefa, se pregunta a sí mismo si habrá (primero) eternidad en el cielo y (segundo) si su propia alma ameritará la restauración de su cuerpo. La promesa del cuerpo eternizado y aun embellecido por la muerte es inversamente proporcional al horror de la tumba. Piensa en Josefa cuando el padre Ripalda explica la “claridad” y la “transparencia” de los cuerpos de los bienaventurados. En ellos se verá, cuando resuciten, “la perfecta harmonía de huesos, venas y arterias, estando todas llenas de una resplandeciente sangre”. Serán unos cuerpos totalmente felices, capaces de volar “desde Mediodía a Septentrión” sin pena ni cansancio, gozando “de aquel soberano océano” de dicha (aquí cabe aclarar que cuando en el “Sueño” López Velarde se refiere al “océano de tu seno”, el de Josefa, emplea la palabra en la acepción “inmensidad de algunas cosas” que fija el diccionario). La dicha de los cuerpos restituidos incluye “penetrar otros cuerpos” y no necesitar “comida o bebida o sueño”. Se tratará, en suma, de vivir en un cuerpo de tal manera “sutilizado que parecerá espíritu”; un cuerpo que se dedicará a ser feliz recorriendo “la hermosísima Ciudad” eterna, mirando a su alrededor a los otros “cuerpos gloriosos”, que se miran y se huelen y se escuchan y se tocan, siempre en una absoluta y “agradable hartura”[14]. Una especie de orgasmo a perpetuidad...

La fantasía del creyente López Velarde sobre la resurrección, que describe en la “Oración fúnebre”, no es menos gloriosa: la “voluntad mesiánica” podrá “abrir a voluntad los sepulcros, para que la Dicha se levante de su cabecera de gusanos y sacuda otra vez los cabellos fragantes y asome la faz”. La duda de López Velarde no es sólo un eco del conflicto entre su razón y su fe, sino una duda teologal. Cuando le hace la pregunta a Josefa es como si se preguntara cuál de los muchos teólogos (como fray Luis de León) tiene la razón sobre si habrá cuerpos en la vida eterna. El padre Ripalda explica que “algunos herejes” discurrieron que, cuando resucite, “el verdadero cuerpo no ha de ser de carne sino de aire”, que “no había de ser carne, sino es aéreo”, postura que descalifica apelando al Espíritu Santo:

… para que sepamos que hemos de resucitar en nuestros propios cuerpos, componiéndose de verdadera carne y huesos, como ahora los tenemos, volviéndose a unir el alma del que murió con su propio cuerpo, animándole y vivificándole, como antes de morir. Por eso se llama resurrección, porque ha de ser en estos mismos cuerpos que ahora tenemos [...] pues sólo puede resucitar aquello que antes murió, ni levantarse sino lo que primero cayó.[15]

 

La idea de la mujer –sea Beatriz o la Virgen María– que aparece en el momento oportuno para salvar a alguien de un grave trance está bien arraigada en la tradición como tal y en el “pensamiento tradicional”.

 

Y todos los seres humanos que en el mundo han sido, si fueron virtuosos y obedecieron a Dios, habrán de resucitar, todos en la edad de treinta y tres años, como Cristo, todos sanos y felices. Lo único triste es que no habrá en ese luminoso cielo “ni generaciones ni matrimonios” y (en clara alusión al islam) las vírgenes seguirán triunfando sobre “la carne y la concupiscencia, conservando ilesa su virginidad”, y nadie deseará ya que sea de otro modo pues “los cuerpos de unos ni de otros les causarán incentivo alguno de impureza”.

Termino con un par de temas que me intrigan. Veamos las dos primeras estrofas del poema:

 

Soñé que la ciudad estaba dentro
del más bien muerto de los mares muertos.
Era una madrugada del invierno
y lloviznaban gotas de silencio.
No más señal viviente que los ecos
de una llamada a misa, en el misterio
de una capilla oceánica, a lo lejos.

El sueño se anuncia como tal y esboza la escena, de tal manera desolada que se puede tener la impresión de que sueña estar tan muerto como ese paisaje. O está soñando que ha muerto, o sueña una premonición de su muerte, la llegada al mar de la muerte en que se vacían los ríos de la vida, según el Eclesiastés (1:7): “Los ríos todos van al mar, y el mar no se llena; al lugar de donde los ríos vinieron, allí vuelven para correr de nuevo”. Es el “mar que es el morir” de las Coplasde Manrique, o “la inmensa mar que nos espera” de Machado.

En ese escenario marino y mortuorio, aparece entonces, en la siguiente estrofa, Josefa:

De súbito me sales al encuentro,
resucitada y con tus guantes negros.

En esta lectura, Josefa aparece como la mujer salvadora, la resucitada que puede resucitar a su amante muerto. La idea de la mujer –sea Beatriz o la Virgen María– que aparece en el momento oportuno para salvar a alguien de un grave trance está bien arraigada en la tradición como tal y en el “pensamiento tradicional”. En su De mundi philosophia[16], por ejemplo, Milo asocia directamente a María con el rescate del mar Muerto:

 Nascitur omnis homo, fluit et cadit in mare mortis.
Stella Maria maris quos ducit ad atra vite.[17]

La súbita aparición de Fuensanta en ese oceánico paisaje desolado es como la Stella maris que viene a salvar al vagabundo López Velarde, a desenterrarlo del mar (para emplear el verso de Alberti). Las referencias marinas y oceánicas ¿asocian a María, en su calidad de Stella maris, con Josefa de los Ríos? Salvadoras de las almas “que en ese mar peligran”, pues quien cae en tierra se levanta, “pero el que en el mar cayó ¿cómo se levantará?”, como dice una vieja oración sobre esa Estrella.

Otra curiosidad surge de la cuarta estrofa:

Para volar a ti le dio su vuelo
el Espíritu Santo a mi esqueleto.

 

El cuerpo humano es “el templo del Espíritu Santo”, como sostuvo enfáticamente san Pablo en su Primera carta a los corintios. El Espíritu Santo, dice, es “el alma del cuerpo de Cristo”; es el aliento, el aire, el habla, la inspiración, el guía fantasmal que hace volar, mueve y lleva a quienes lo ameritan.

Una más. La pareja celebra su reencuentro en una apoteosis señalada por la vastedad. El seno mismo de ella es un océano y las manos de ambos están unidas:

como si fueran los cuatro cimientos
de la fábrica del universo.

La imagen es también de vieja estirpe romántica: el amor de las parejas sostiene al mundo. Su poder, en ese sentido, es semejante al poder de Dios. La frase “fábrica del universo” (es decir, el universo en cuanto hechura, la consecuencia de un hacer) suele usarse junto al nombre de su hacedor, como en Las cadenas del demonio de Calderón de la Barca donde, luego de leer el Génesis, alguien manifiesta su asombro ante el poder del demiurgo

...pues no es posible que aquella
fábrica del Universo
sea obra de dos manos.

Bueno, pues cuando son cuatro es más posible...

 

Entre las pinturas de Saturnino Herrán que suelen asociarse con el imaginario de López Velarde se encuentra La criolla de la mantilla (1917), óleo sobre lienzo de 1915, actualmente en el Museo de Aguascalientes, Instituto Cultural de Aguascalientes.

 



[1]  “El camino de la pasión: Ramón López Velarde”, en Cuadrivio. Recogido en Generaciones y semblanzas, volumen 4 de sus Obras completas (México, FCE, 1994), p. 194. 

[2] Guillermo Sucre comenta agudamente este asunto en su ensayo sobre López Velarde en La máscara y la transparencia (México, FCE, 1985).

[3] “Elogio a Fuensanta”. Obras, edición de José Luis Martínez (México, FCE, 1971).

[4] “A la traición de una hermosa”. 

[5] “Ella”.

[6] “Cuando contigo estoy”.

[7] Escuchar “El son del corazón” (op. cit., p. 245) incluye ser “la fronda parlante en que se mece / el pecho germinal del bardo druida con la selva por diosa y por querida”. El tema druídico pudo venir de su muy Amado Nervo que dice: “mis plegarias alcé con el druida / en bosque sagrado” en su “Transmigración” (Místicas, 1898).

[8] “En las tinieblas húmedas”. 

[9] “Cuaresmal”.

[10] “Poema de vejez y de amor”.

[11] Op. cit., p. 208.

[12] Cito el Directorio catequístico. Glossa Universal de la Doctrina Christiana de Joseph Ortiz Cantero, basado en Gerónimo de Ripalda (tomo I, Madrid, 1776), p. 127 y ss.    

[13] En otro ensayo de este libro ya me referí a ese “Misterio de la remuneración”, al que alude López Velarde de pasada en “Ídolos del teatro”.   

[14] Directorio catequístico, p. 160.

[15] Idem., p. 127.

[16] Cfr. Fabula. Explorations into the Uses of Myth in Medieval Platonism  de Peter Dronke (Ámsterdam, 1974), p. 88 y ss.

 [17] “Todo hombre nacido fluye hacia el mar de la muerte. Ellos a quienes la estrella del mar, María, lleva a otra vida...”

 



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