Ordena con la voz todo el futuro, abre la simiente,
reacomoda las luces, recorre la ciudad,
busca la aurora en la noche profunda
para encontrar el sol oscuro, el día sin tiniebla
en que vive tu raza, tus muertos resucitan
y se instaura la música.
O en plena madrugada, a la sombra insidiosa
de una felicidad sin mácula,
comparte el pan y el vino, la mano y el acierto,
la piel y la substancia en que se envuelve el júbilo.
Hay que instaurar el entusiasmo, preservarlo
de pie, silencioso y terrible,
inaccesible y a la mano,
como guardián de todos los misterios.
Es el momento rígido, vecino de la muerte,
de hacer las cuentas con el alma,
vislumbrar mansamente la vida que se escapa;
tomar por la cerviz, indómita, impotente,
la lozanía inicial, los hallazgos,
el castillo de niebla de una vida,
que se agostó en impulsos
y cultivó solícita los ardores del sexo,
prodigándose en gestos apremiados
y fervores erróneos.
Deambulo por avenidas ásperas y calles apagadas;
releo las mismas cosas, digo lo mismo,
mis virtudes, mis vicios son apenas las letras
de algún texto sin final conocido,
impunes signos de metal oxidado,
agua pasada por el río que no se detiene,
agua veloz, de rapidez sin meta;
los recuerdos, disfraces de la nada,
amortiguados, imitan el fuego y ocultan la distancia,
como una mala costra que nos llaga y consuela,
sobrenadan,
invitan a un festín de piedras extinguidas.
La soledad vesánica invade la vejez
llenándola de ecos,
irguiendo la memoria como reducto fiel de la mentira.
Esta es la edad de despedida,
sitial de la nostalgia, hospital melancólico
para apagar los huesos y detener la sangre.
Pero hemos vivido con los ojos abiertos
y la pasión dispuesta.
Hemos vivido y una huella indistinta,
alguna vez sin sombra y sin temores,
desafió al fuego elemental, agorero de ruina,
alguna vez se levantó y sus pasos,
los tuyos y los míos,
hirieron el camino y le dieron derrota.
Otras, muchas veces, pudo confabular,
urdir inocentes estambres de albedrío
y sintió como un eco estelar
una conspiración celeste
para elevar su fortuita vehemencia
y lanzarla al espacio,
como la clave enérgica del hombre.
Heredero y señor de lo casual,
munífico mendigo,
te fue entregado el mundo ajeno,
la cordura sensual de las tardes,
y el asombro espontáneo con que se anuncia el sol.
Acudieron a rescatar tu sombra de la nada naciente,
el verdor de los árboles y el agua férvida del río,
te abandonó la linfa y te compró la sangre,
y ante tus ojos mudos y tu piel venidera
instauró sus quebrantos la alegría
y su constancia el duelo.
Volátil, errabunda, te propició la vida la ausencia y la nostalgia
e implantó en tus arterias la sal equívoca del odio,
las turbulencias sacras del amor
y la facilidad del abandono
y el olvido.
Tu presencia banal creó la galaxia
e hizo estallar sin ruido a las estrellas,
plagó el espacio de huecuras
y acompasó la danza de la abeja, la ponzoña del áspid,
la insoportable altura de lo bello,
el retumbar de la condena,
la ausencia larga, sin retorno posible,
y las largas cadenas de tu origen.
Munífico mendigo que te otorgas el cosmos
y te quiebras de amor inopinado,
de entregas sucedáneas y lealtades fugaces:
¿dónde nace lo eterno de tu estirpe,
si tu vigencia es apenas la huella de un instante
y tu ámbito estelar es menos que la sombra de una sombra?
Nos habita la luz de las palabras,
que asignan su sitial al río y al planeta,
que socavan el cuerpo de la piedra
y la hacen cintilar en el diáfano polvo que la hizo;
entran a saco por las venas del tilo,
se esparcen en la doble avenida de los álamos
y en el júbilo interno de la rosa,
que vive por su aroma
y prepara su muerte en las espinas.
De tus sílabas que habitan el misterio
y proyectan nostalgia hacia el futuro
nace esta pródiga armazón que funde al caos,
lo lleva de la mano con la solicitud de la certeza
y lo trueca en figuras estelares,
en cabelleras pétreas que surcan el espacio
y en los canosos árboles del mundo.
Tu origen es de ayer, de hace un segundo,
cuando el agua sin nombre se negaba a sí misma
y fluía sin manar en ruido anónimo,
entre la cabellera alquímica del césped;
las aves ignoraban que su vuelo
es el sostén del aire y su substancia;
el sol ardía de pie, sin ser divino,
ni cortejar al disco de la luna;
no había futuro; la profecía estaba muda;
la raíz daba savia silenciosa
y, sin saberse,
persistía en crecimiento.
Has de morir, hombre de tribu y de temores:
en un acre momento insospechado se abatirán tus vísceras
y un viento innominado arrastrará tu polvo
y ni siquiera un eco
recordará tu labio en movimiento
y tus ojos que miden.
Se extinguirán los nombres con tu tribu,
se irán por las montañas hacia un recinto no llegado.
Los ancianos, los niños agoreros,
en cuyas venas sobrevive la sangre del origen
mansamente, no habitarán la tierra;
el barro, el metal, el íntimo entusiasmo de la piedra
y el goce vegetal que el viento auxilia
seguirán sus rutinas, prodigándose
en una danza silenciosa y ritual,
en una música inaudible.
¿Se seguirán viviendo la flor, el átomo y el aire
hablándose en sigilo,
diciéndose secretos que algo mueve?
Es tan ingenuo el mundo y tan antiguo,
que no siente la envidia y el vicio no lo aqueja;
el agua del origen no le quitó la vida a nadie
y el fértil terremoto reacomodó los montes
mientras el fuego hollaba los umbrales del cielo.
Vuelve a tu hogar, asiéntate en la nada:
no hay dolor ni alborozo,
ni el lujo de un quebranto,
ni la amorosa intriga en que sucumbes;
vuelve a tu piel aunque nunca saliste,
asómbrate de todo, de la puntual codicia
con que la estrella cambia de colores
para morirse y revivirse
en medio del silencio del derrumbe.
Quédate aquí, inmortal fallecida,
no te percates de tu muerte,
aunque estés asediada por sus brazos sombríos
y su cadena inevitable.
No abandones tu puerto de llegancia,
el sacrosanto sitio
en que el cordaje de tus naves canta,
no renuncies al vuelo ni a la hondura del agua,
no dejes viuda a la nostalgia:
es indigente y sobrevive,
sobrevive, tenaz, como un espectro,
porque el amor la necesita
y le hace falta al sol y a la distancia.