Juan Ibáñez dirige la escena del robo de coronas fúnebres en 'Los caifanes'. Cinematográfica Marte / Estudios América.
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Teatro

Entre escena y escena: Juan Ibáñez

Los espacios culturales en el México de los sesenta propiciaron la apertura a la experimentación; en este entorno, Juan Ibáñez (1938-2000) creó nuevas formas de arte unidas al juego. La curadora Paulina González Villaseñor rememora las diversas facetas de Ibáñez: los tiempos en el teatro Blanquita –cuando unió el teatro clásico con el popular–, las innovaciones que realizó en el teatro para niños, la creación de Poesía en Voz Alta, la puesta en escena de 'Divinas palabras', y sus montajes operísticos. Una vida fecunda de quien se definió, más que como director de cine u hombre de teatro, como “un aventurero del aspecto dramático”.


Por Paulina González Villaseñor

Acto I

 

Los años sesenta tuvieron una importante confluencia artística que precipitó una época brillante para la cultura. Son años de un gran ímpetu juvenil por crear y explorar nuevos caminos. Se frecuentaban espacios, como la Zona Rosa, que se llenaron rápidamente de galerías de arte, cines, cafés y teatros. Son espacios tomados por una clase social de intelectuales que se juntaba a discutir de política y arte. Son también los años de la Revolución cubana y los movimientos estudiantiles. Las tensiones generacionales se agudizaron, y con ello la rebeldía representada por expresiones artísticas de la vida nocturna como el rock and roll. Con estos cambios, también llegó una época de urbanización y progreso a la Ciudad de México, llena de contradicciones y conflictos, entre ellos el movimiento de 1968. De este proceso surgió Juan Ibáñez, un hombre alto y fornido, siempre con anteojos y periódicos en la mano. Impulsado por un periodo de cambio y de creación, fue un personaje que entendió el libre juego del arte.

El trabajo profesional de Ibáñez despegó en 1964 con el montaje de Divinas palabras, del dramaturgo español Ramón de Valle-Inclán. Esta puesta en escena representó uno de los momentos más álgidos de su carrera artística por convertirse en un éxito rotundo. “¿Está lloviendo?” (Farías, 2014, p. 102), se preguntaba Ibáñez al escuchar los incesantes aplausos del público en el Primer Festival Mundial de Teatro Universitario en Nancy, Francia. “No, Juan, están aplaudiendo”, respondió la también atónita actriz María del Carmen Farías (Farías, 2014, p. 102).

Ibáñez dirigió Divinas palabras como parte de la producción de la recién formada Compañía de Teatro Universitario (1963). Este proyecto fue fruto de un movimiento estudiantil que había logrado desarrollarse y profesionalizarse. El grupo estaba conformado por estudiantes de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), que complementaban su experiencia teatral con actividades en el Centro Universitario de Teatro (CUT). Este se había formado un año antes y en su primer periodo de creación se ofreció como espacio de cursos abiertos en el que podían participar alumnos de cualquier carrera, como Juan José Gurrola, que en ese momento estudiaba Arquitectura. El CUT surgió como producto del entusiasmo de los alumnos de las preparatorias y facultades de la universidad que buscaban desarrollar su interés teatral. El centro tenía como objetivo permanecer como espacio abierto a la investigación, la práctica y la teoría teatral.

Poesía en Voz Alta (1956-1963) fue un movimiento de ocho programas que integró, en distintos periodos, a artistas como Juan José Arreola, Leonora Carrington, Octavio Paz, José Luis Ibáñez, Tara Parra y Juan José Gurrola.

 

La Compañía de Teatro Universitario se formó como resultado de diversas acciones y búsquedas de profesionalización teatral. Su antecedente fue la presencia de funcionarios que entendieron y apoyaron la práctica artística, como Héctor Azar en Teatro en Coapa y, posteriormente, en el Departamento de Teatro de la Universidad, o Jaime García Terrés en la Dirección General de Difusión Cultural de la UNAM. A partir de esto, se creó la primera compañía estable conformada sólo por estudiantes, la cual generó un vínculo entre los alumnos, la disciplina teatral y las instituciones universitarias de las que recibían el apoyo económico y cultural. Divinas palabras se estrenó en 1963, en el teatro El Caballito, lugar nombrado así por el mural de un caballo pintado por el artista plástico Juan Soriano. Este espacio fue también sede de Poesía en Voz Alta (1956-1963), un movimiento de ocho programas que integró, en distintos periodos, a artistas como Juan José Arreola, Leonora Carrington, Octavio Paz, José Luis Ibáñez, Tara Parra y Juan José Gurrola, por nombrar algunos. Juan Ibáñez apareció como actor del cuarto programa, escenificando adaptaciones de Elena Garro. Así, el emblemático teatro de El Caballito fue sede del encuentro de artistas y grupos de carácter experimental que después serían parte de la llamada vanguardia artística en México.

 

Divinas palabras de Ramón del Valle-Inclán, dirigido por Juan Ibáñez, fue el primer montaje de la Compañía de Teatro Universitario.  Esta fotografía corresponde a una escena de la temporada en el Teatro de Arquitectura en junio de 1964. Crédito: Rodrigo Moya.

 

El éxito de Divinas palabras devino el año siguiente cuando esta obra fue seleccionada para representar a México en el Primer Festival Mundial de Teatro Universitario en Nancy, Francia, en que participaron 24 grupos teatrales universitarios de Francia, Senegal, Austria, Yugoslavia, Dinamarca, Alemania, Inglaterra, Checoslovaquia, Camerún, Polonia, Canadá, España, Portugal, Italia, Suecia, México, Holanda, Israel y Bélgica.

Una de las anécdotas del festival narra que, mientras las demás compañías llegaron a pasear por la ciudad, la mexicana se instaló en el taller para terminar la escenografía: una gran corona de espinas que colgaba en el escenario, diseñada por Vicente Rojo, quien viajó inesperadamente a Nancy para terminar los detalles. La estética de Rojo evocaba la crudeza de los cuadros de Francisco de Goya. La ovación del público comenzó apenas se corrió el telón. Los aplausos no pararon y alabaron la escenografía, el vestuario, las actuaciones, la dirección, la música.

El logro de Divinas palabras coronaba más de una década de trabajo y esfuerzo de estudiantes, maestros y funcionarios que, con el objetivo de defender, profesionalizar y enriquecer la cultura teatral en la universidad, se habían enfrentado a grupos porriles, sindicatos y trabas institucionales. La UNAM fue sede y benefactora de artistas de diversas disciplinas que encontraron amparo y legitimización en sus muros para dar pie a la vanguardia artística que marcaría los años siguientes.

Al igual que otros artistas, Ibáñez fue producto de un periodo en que los espacios culturales estaban abiertos a la experimentación y el juego. Su trayectoria tiene como antecedentes grupos como Teatro en Coapa o Poesía en Voz Alta, parte fundamental de su desarrollo creativo.

Ibáñez realizó su ópera prima en el cine como resultado del Primer Concurso de Cine Experimental de Largometraje, convocado en 1965 por la asamblea ordinaria de la Sección de Técnicos y Manuales del Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica, que buscaba impulsar la formación de directores. Figura central de este proyecto fue el productor Manuel Barbachano, quien ofreció el respaldo económico para filmar la película Amor, Amor, Amor, conformada en principio por cuentos como Las dos Elenas de Carlos Fuentes, dirigida por José Luis Ibáñez; Lola de mi vida de Juan de la Cabada, que dirigió Miguel Barbachano; La sunamita de Inés Arredondo, cuyo director fue Héctor Mendoza; al final se sumaron dos más: Un alma pura de Carlos Fuentes, dirigida por Juan Ibáñez; y Tajimara de Juan García Ponce, de cuya dirección se ocupó Juan José Gurrola. Solo Un alma pura, Las dos Elenas y Lola de mi vida contaron con la fotografía de Gabriel Figueroa. Amor, Amor, Amor se dividió en dos películas por la larga duración que tenía. Así, se renombró como Los bienamados al conjunto de Un alma pura y Tajimara, dirigidas por Juan José Gurrola y Juan Ibáñez, respectivamente. En Un alma pura, los escritores Carlos Fuentes y Juan García Ponce tomaron el incesto de dos hermanos de clase media alta como tema de una historia que se desarrolla entre la Ciudad de México y Nueva York. El personaje principal, interpretado por Arabella Árbenz, pasa por un aborto y posteriormente se suicida; temas controversiales para el público de la época. Los bienamados concentra a personajes de la cultura mexicana que se divierten en fiestas al estilo de La dolce vita de Federico Fellini. En ambos filmes se muestra a los grupos de la vanguardia de los años sesenta mexicanos conviviendo y divirtiéndose. Entre ellos aparecen Pilar Pellicer, Pixie Hopkin, Julissa, Claudio Obregón, Carlos Monsiváis, Leonora Carrington, José Luis Ibáñez y los hermanos Juan y Fernando García Ponce, por sólo mencionar a algunos. Este primer proyecto de Ibáñez fue el inicio de su carrera como director cinematográfico; posteriormente filmaría películas emblemáticas como Los caifanes (1967) o La generala (1971). Este periodo fue un momento vital para la creación, pues las líneas divisorias entre las disciplinas artísticas se diluyeron y dieron paso a propuestas de carácter alternativo y experimental. Es también la generación que tuvo acceso al formato cinematográfico de la cámara Super-8, el cual no requería de una costosa producción por lo que casi cualquier joven con interés podía hacer cine.

 

Un alma pura (Juan Ibáñez, 1965), película inspirada en un argumento de Carlos Fuentes, fue protagonizada por Enrique Rocha y Arabella Árbenz.  Al integrarse con Tajimara, de Juan José Gurrola, en una sola cinta recibió el nombre de Los bienamados.

 

Acto II

Margo Su fue una empresaria, productora y artista que había heredado uno de los espacios más significativos de la Ciudad de México: el teatro Blanquita, lugar de reunión entre el público y los personajes del mundo del espectáculo como Tongolele, Los Panchos, Carmen Salinas, Dámaso Pérez Prado o Cepillín.

¡Muy buenas noches:
Señoras y señores,
el teatro Blanquita les desea
que pasen unas horas de alegría
y les ofrece
con todos sus esfuerzos
el mejor espectáculo que México puede brindarles,
pues tenemos las más lindas coristas,
y del mundo los mejores artistas y el deseo más profundo
de que penas y problemas
logre usted olvidarlos aquí.
Es el Blanquita
su teatro de revista,
y por eso aseguramos
que estas horas de alegría
no podrán olvidarlas jamás...
(Gayosso, 1975, p. 1).

 

Pilar Pellicer y Claudio Obregón en Tajimara de Juan José Gurrola, una de las dos partes de Los bienamados (1965).

 

El Blanquita ofrecía un espectáculo de teatro de revista, derivado de la zarzuela española heredera, a su vez, de las mojigangas y los entremeses dieciochescos. El llamado “género chico” mezclaba temas políticos con divertimentos y diálogos musicalizados. El Blanquita era un espacio que ofrecía espectáculos híbridos que combinaban teatro, música, cine y danza. Sin embargo, su principal característica fue su relación permanente con el público, lo que afianzó su éxito durante un largo periodo. El público, conformado por familias de clase popular, asistía a ver un espectáculo divertido que al mismo tiempo era interlocutor de sus problemas.

Juan Ibáñez y Margo Su se encontraron para llevar a cabo un proyecto que debía recrear el auge musical del mambo en los años cincuenta. A este proyecto artístico dirigido por Ibáñez y producido por Su lo llamaron “Mambo Café”.

La empresaria recordaría ese primer encuentro:

Una noche viene al teatro Juan Ibáñez. Entra al lunetario y se deslumbra inmediatamente: cabe un mundo de almas y está lleno. Además, es un público     completamente participativo, lo mismo aplaude o chifla, grita, opina. Inapreciable timón que no permite errores (Su, 1990, p. 146).

“Mambo café” involucró a uno de los mayores representantes del género: Dámaso Pérez Prado, quien cantaba arriba de un auto Cadillac que recorría el escenario. Al ritmo del mambo José, el público entraba al recinto. La revista incluyó un momento icónico en el que la actriz Ofelia Medina bailó la canción Caballo negro a trote, simulando el paso de un caballo. El éxito fue rotundo.

Ibáñez venía de una herencia cultural relacionada con la llamada “alta cultura”, proveniente de los espacios universitarios catalogados en ocasiones como elitistas y cerrados. En esta división cultural, heredada del siglo XIX, el “teatro culto” representaba obras extranjeras para un público de clase media o alta, mientras que el “popular” estaba enfocado a espectáculos como las peleas de gallos y el teatro de revista.

 

El teatro Blanquita en los años cincuenta. Fotografía de Perla Miranda / El Universal.

 

Ibáñez demostró en el teatro Blanquita que estos dos mundos no chocaban entre sí. Aprendió a mezclar géneros y se enfrentó con un público que era interlocutor directo de lo que estaba viendo, un público que gritaba, aplaudía, se reía o se aburría sin ocultarlo. Ibáñez como director logró mezclar el arte popular con el arte clásico. Su irreverencia a los textos le permitió mover y mezclar poesía contemporánea con textos del Siglo de Oro. Su audaz conocimiento escénico y musical se mostraba mientras jugaba con los actores al ritmo del danzón o el mambo.

 

El público asistía al Blanquita para olvidar sus problemas; un espacio destinado a la fiesta que servía de escape a una clase social que trabajaba sin cesar. Aunque Ibáñez venía de una escuela diferente, encontró que compartían un interés entre ellos: la pasión por la música.

Divinas palabras de Ramón del Valle-Inclán, montaje dirigido por Juan Ibáñez, dio un gran impulso a las artes escénicas. Esta escena corresponde a la representación en el Teatro de Arquitectura en junio de 1964. Crédito: Rodrigo Moya.

 

La voracidad e inquietud del montaje de Danzón, segunda obra en Blanquita, se ve en estos pequeños diálogos entre Ibáñez y Su, rememorados por ella:

—Y María Luisa Landín, ¡ay, sí! Que nos cante el Amor perdido, traemos tantos amores perdi- dos que nos duelen como espinitas clavadas en el alma.
—Y nos traemos también a Fernando Fernández pa- ra los boleros masocos, de los que rompen la madre.
—Vamos a reproducir el chó de un cabaret de los cuarenta.
—Sí, y contrato a las segundas tiples de los viejos tiempos, aquellas que le ponían sabor al caldo.
—Padre.
—Se me antoja que bailen el Amor chiquito, aca- bado de nacer..., vestidas de corazoncitos rojos en las nagüitas cortas, en los guantes, el sombrero también de corazón (Su, 1990, p. 152).

Como todo creador, Ibáñez tuvo sus éxitos y sus fracasos, uno de estos lo llevó a alejarse por completo del teatro Blanquita. La gatocracia fue el último de los siete montajes que hizo con Margo Su. Ibáñez se enfrentó con un público extraordinario que a consecuencia de la lentitud de la obra manifestó con ímpetu su inconformidad. Acciones de las que el director no se logró recuperar y salió para no regresar del llamado por José Antonio Alcaraz “Bellas Artes de los pobres”.