Juan O’Gorman, como bien lo muestra en su Autorretrato múltiple (1950), construyó muchas versiones de sí mismo. Más allá de sus talentos como arquitecto y pintor, fue un hombre complejo, cambiante, siempre en proceso, muchas veces contradictorio. Su vida en muchos sentidos fue espejo del contexto en el que creció y se desarrolló como artista: un México posrevolucionario que buscaba reinventarse a través de una supuesta identidad colectiva con bríos de grandeza nacionalista pero carente de una hoja de ruta. Así, un modernismo incipiente dio paso a la historia nacional del siglo XX.
O’Gorman nació en un México radicalmente distinto al que lo vio morir. Siempre dispuesto a modificar y calibrar su mirada, de un joven funcionalista y pragmático, defensor de los valores del socialismo soviético, se transformó en un regionalista empedernido que terminó por afiliarse al partido hegemónico en el poder. Los hitos históricos y múltiples cambios que sucedieron en paralelo a sus 76 años de vida lo influenciaron profundamente. Lo motivaron y apasionaron, también lo provocaron, y finalmente, lo decepcionaron hasta que se quitara la vida en 1982. Un 18 de enero, sin dejar mensaje alguno, tomó una cuerda y se colgó de un árbol en su casa en la calle Jardín en la colonia San Ángel. La decisión fue clara y premeditada. El artista apasionado y arquitecto multifacético, quien nació en plena Revolución mexicana, murió en un último acto transgresor, cansado de la decadencia del mundo que le rodeaba.
La vida de O’Gorman comienza un 6 de julio de 1905 en el barrio de Coyoacán, hijo de Cecil Crawford O’Gorman, inmigrante irlandés quien tuvo a bien casarse con Encarnación O’Gorman, su prima lejana. Encarnación, mejor conocida como Chonita, era descendiente de Carlos Tadeo O’Gorman, el primer cónsul que envió la Corona británica al México independiente de 1923. De tal forma que los hijos de Cecil y Chonita: Juan, Edmundo, Margarita y Tomás se apellidaron O’Gorman O’Gorman.
Juan vivió sus primeros años rodeado del paisaje semidesértico del Bajío, en la ciudad de Guanajuato. Su padre Cecil, químico de formación, había sido contratado para trabajar en la compañía minera El Profeta. Al estallar la Revolución, la vida en Guanajuato se tornó complicada y violenta. La familia O’Gorman O’Gorman decidió regresar a la Ciudad de México, donde en 1913 adquirieron una casa con un gran jardín en el barrio de San Ángel, en aquella época un suburbio. Fue ahí donde transcurrieron los años revolucionarios, a pocas cuadras del cuartel Yaqui, instalado en la plaza de San Jacinto.
Como era de esperarse, Juan y sus hermanos coleccionaron memorias particulares de los años bélicos. Los relatos autobiográficos tanto de Juan como de su hermano, el historiador Edmundo O’Gorman, están llenos de anécdotas de enfrentamientos y encuentros con soldados. Escuchaban las batallas desde la azotea de la casa y posteriormente bajaban a ver qué posible botín habría quedado entre los cuerpos de los vencidos. Juan relata que en momentos de escasez llegaron a comer carne de gato y perro, e incluso en una ocasión se hicieron de una mula que había sido víctima del fuego cruzado. Dentro de la casa, un santuario protegido con una bandera del Reino Unido que colgaba sobre la entrada en símbolo de paz, aquel gran jardín se convirtió en un vergel lleno de hortalizas y verduras. Se implementó un sistema de captación de agua pluvial para fomentar la autosuficiencia. Sin embargo, en temporadas de sequía, continuaban extrayendo agua del río Magdalena; debido a los múltiples cuerpos arrojados al río y las enfermedades que pudieran provocar, Cecil, utilizando sus conocimientos de química, trataba el agua para convertirla casi por arte de magia en potable.
A pesar de no asistir formalmente a la escuela, durante esos años, los niños O’Gorman O’Gorman recibieron una educación estricta de aritmética y literatura. Contaban con una biblioteca formidable y su padre les leía en inglés frecuentemente. En casa vivieron muchos contrastes, las ideologías de sus padres eran muy distintas. Su madre era una mujer piadosa y profundamente religiosa, mientras que su padre era un hombre firme que promulgaba el estricto apego a la ciencia. Juan contaba que mientras su madre los llevaba al sermón de los domingos, su padre les prestaba El origen de las especies de Darwin, insinuando que lo leyeran durante misa. Sin embargo, en medio de todas las diferencias, para los O’Gorman siempre hubo un punto en común: el arte.
Angelita Moreno de O’Gorman, abuela de Juan, le inculcó a temprana edad la curiosidad por la pintura. Le montó su primer “taller improvisado”, el cual surtió de lienzos y materiales; y lo motivó diciéndole que tenía talento
para el dibujo.
Desde pequeño, Juan estuvo expuesto a la pintura y al dibujo. Los muros de la casa de San Ángel los intervino Cecil, quien también era un talentoso pintor y retratista. Igualmente, Angelita Moreno de O’Gorman, madre de Chonita y abuela de Juan, le inculcó a temprana edad la curiosidad por la pintura. Le montó su primer “taller improvisado”, el cual surtió de lienzos y materiales; y lo motivó diciéndole que tenía talento para el dibujo. Años más tarde, Juan afirmaría que su amor por México se lo debía a su madre y a su abuela, y su paleta de color, al primer entorno de su infancia, que describió como “casas pintadas de diversos y vivos colores y cerros pelones, rojos, llenos de cactus verdes y vegetación seca”, en referencia a esos primeros años en Guanajuato.
Sembradas la curiosidad e interés por el arte, el punto de inflexión que selló la gran exploración técnica de O’Gorman fue, asombrosamente, resultado de un encuentro inesperado. La historia cuenta que, con apenas 15 años de edad, Juan era un adolescente bromista. Se colocaba de forma estratégica a un costado de la ruta del tranvía eléctrico que conectaba San Ángel con la ciudad; se escondía detrás de unos arbustos y, al pasar el tranvía, rociaba con agua a los pasajeros por las ventanillas, lo cual le provocaba carcajadas incontrolables. Un buen día, una de sus víctimas, a quien describió como un hombre vestido de gris, con sombrero negro y portador de una carpeta de mano, bajó enfurecido del vagón y persiguió al perpetrador de la travesura. Se llamaba Antonio Ruiz, mejor conocido como El Corsito, pintor y profesor de dibujo, quien se convertiría en el gran maestro de O’Gorman.
Más allá de sus virtudes y atrevimientos estéticos, O’Gorman fue un artista sumamente técnico, utilizando siempre métodos estrictos y complejos. El Corsito fue quien le inició y enseñó el oficio de la pintura. Con él aprendió a hacer pinceles, a curtir la cola, a preparar telas, maderas, papel para pintar con acuarela seca y con temple. Con respecto al temple, le enseñó a moler los colores y a preparar los diversos vehículos de la pintura, así como la preparación de los colores para la acuarela, óleo y encáustica. Se convirtieron en grandes amigos y con los años su relación fue fuente de inspiración importante para O’Gorman. El Corsito, ocurrente y humorístico, pintó su propia interpretación del Autorretrato múltiple. En su versión, el Juan que se encuentra al centro de la pieza es un guajolote que se mira en el espejo, y lo que ve es un pavorreal, burlándose así del ego de su querido amigo.
Entre los libros de Darwin y la obsesión con la teosofía de su padre, el catolicismo de su madre, su encuentro con El Corsito, el éxito creciente del muralismo, la gestión educativa de José Vasconcelos, las demandas revolucionarias y, en general, los múltiples cambios de una ciudad que poco a poco se despedía de sus vestigios rurales, Juan O’Gorman formó su persona mediante contrastes y con la promesa de un futuro distinto para México.
En 1922, ingresó en la Escuela Nacional de Arquitectura. Pese a la insistencia de su padre para que estudiara medicina, O’Gorman estaba decidido a explorar sus capacidades como arquitecto para construir el México del futuro. Los círculos creativos que se formaron en aquella transición histórica tuvieron la tarea de inventar cómo se vería el México moderno. El concepto de nación estaba destruido, la Revolución había evidenciado las enormes diferencias y realidades que se vivían en el territorio nacional, y había una necesidad latente por definir los símbolos y las historias que unirían al país. Era claro que había que caminar lejos de la estética afrancesada del porfiriato, pero no se sabía del todo hacia dónde. Así fue como el propio Estado mexicano, en un proceso de indefinición, favoreció la explosión de propuestas y estilos múltiples que caracterizaron a la primera mitad del siglo XX en México. Todo se valía, mientras ofreciera un camino nuevo.
O’Gorman se obsesionó con la posibilidad de una solución que brindara a la población la oportunidad de construir de manera accesible los espacios que tanto se necesitaban. El funcionalismo, como lo profesaba, al eliminar los acabados caros y laboriosos, y concentrarse únicamente en las necesidades puntuales de la construcción, permitía hacer más con menos.
Mientras estudiaba en la ENA, O’Gorman tuvo sus primeras oportunidades laborales en los despachos de los arquitectos José Villagrán y Carlos Obregón Santacilia. Ambos, siendo profesionistas reconocidos, dieron pie a la transición que dejaba atrás la arquitectura colonial, dominante hasta ese momento en México, adaptándola a las necesidades modernas. Aunque jamás llegaron a los extremos que exploró O’Gorman, a Villagrán y Obregón Santacilia se les considera antecesores del funcionalismo. En 1923, se publica Vers une architecture del arquitecto francosuizo Le Corbusier. El texto circuló en México a partir de 1924, y O’Gorman, así como Juan Legarreta y Álvaro Aburto, asumieron el planteamiento técnico que ahí encontraron, el cual dictaba que “la casa es una máquina para habitar”, suprimiendo las consideraciones estéticas de la arquitectura tradicional e historicista. O’Gorman se obsesionó con la posibilidad de una solución que brindara a la población la oportunidad de construir de manera accesible los espacios que tanto se necesitaban. El funcionalismo, como lo profesaba O’Gorman, al eliminar los acabados caros y laboriosos, y concentrarse en las necesidades puntuales de la construcción, permitía hacer más con menos. Así, vivienda obrera, edificios sindicales, casas estudio y escuelas prefabricadas constituyeron la primera modernidad de O’Gorman.
Carlos Tarditi le dio la oportunidad de realizar sus primeros murales en espacios públicos, específicamente, en tres pulquerías del centro: Los Fifís, Entre Violetas y Mi Oficina.
La arquitectura no era lo único que ocupaba su tiempo. En el círculo de arquitectos con que colaboraba en aquellos primeros años se encontraba Carlos Tarditi, quien le dio la oportunidad de realizar sus primeros murales en espacios públicos, específicamente, en tres pulquerías del centro: Los Fifís, Entre Violetas y Mi Oficina. El reglamento oficial de la época prohibía que se interviniera el interior de las pulquerías. Sin embargo, Tarditi, a través del Departamento de Salubridad Pública, logró que se modificaran las reglas para poder pintar al interior de dichos espacios, siempre y cuando los murales se llevaran a cabo arriba de lambrines de dos metros de altura. Estas primeras obras fueron destruidas y sobreviven apenas unos bocetos. Afortunadamente, en la biblioteca Fray Bartolomé de las Casas, en la alcaldía Azcapotzalco, permanece el mural Paisaje de Azcapotzalco, realizado con el mismo detalle técnico de la altura que predeterminó O’Gorman en 1926. Es el más antiguo que se conserva hoy en día.
A sus 24 años y con el manifiesto de Le Corbusier bajo el brazo, O’Gorman compuso su propio discurso funcionalista. En su primer laboratorio experimental, la ahora llamada Casa O’Gorman (1929-1931), llevó las máximas de Le Corbusier a un nuevo extremo.
El proyecto del millón
En 1929, a sus 24 años y con el manifiesto de Le Corbusier bajo el brazo, O’Gorman compuso su propio discurso funcionalista. En su primer laboratorio experimental, la ahora llamada Casa O’Gorman (1929-1931), llevó las máximas de Le Corbusier a un nuevo extremo. Separó la casa de sus cuatro linderos, la rodeó de vegetación y con base en un módulo básico de cuatro metros, simplificó el uso desnudo de las losas de concreto haciendo lucir la esbeltez de sus columnas y la transparencia de sus vidrios. La historia de este primer proyecto, ubicado en San Ángel en la calle Palmas número 81 (actualmente calle Diego Rivera), puede leerse a partir de la radicalidad del concreto y la función de la forma.
Estas soluciones de vivienda, que buscó de manera tan determinante, conectaron con el pensamiento de vanguardia: “la vivienda para el mínimo nivel de vida”, hacer más con el mínimo necesario para solventar las múltiples carencias del país. Como era de esperarse, la Casa O’Gorman generó revuelo. La crítica no fue necesariamente positiva; varios de sus vecinos exigieron que se le revocara el permiso de arquitecto y otros tantos llamaron a la casa “una broma de mal gusto”. Sin embargo, entre los curiosos, críticos e interesados, se encontraba el muralista Diego Rivera, quien en 1929 había contraído matrimonio con una buena amiga de Juan, la pintora Frida Kahlo (asistieron a la Escuela Nacional Preparatoria al mismo tiempo, aunque en distintas generaciones, y fue ahí dónde se hicieron amigos).
Firme creyente en la propuesta de lograr un modelo de vivienda eficiente y de fácil acceso para la población mexicana, Diego le comisionó a Juan la tarea de realizar su casa estudio bajo la misma premisa funcionalista con la que había realizado la Casa O’Gorman. La ahora conocida como Casa Estudio Diego Rivera y Frida Kahlo fue proyectada y construida por O’Gorman entre 1931 y 1932 en el terreno contiguo. Todavía hoy se aprecia el par de predios escalonados que solían ser canchas de tenis de un club local.
En 1932, Diego Rivera introdujo a Juan con el entonces Secretario de Educación Pública, Narciso Bassols. Debido a la promesa de los alcances del funcionalismo, O’Gorman fue contratado como jefe de obras de la SEP y comisionado con la construcción y renovación de los planteles escolares. O’Gorman vio la oportunidad perfecta para demostrar la relevancia y eficiencia económica de los principios del funcionalismo. Para las famosas “escuelas del millón” requirió “hacer todas las escuelas que hacían falta en la Ciudad de México”, y O’Gorman entregó el milagro. A partir de una modulación con múltiplos de 15 por 15 centímetros, orientadas de norte a sur, amplios ventanales, pisos térmicos y potencial de crecimiento, todas las escuelas requeridas se proyectaron con el valor total de un millón de pesos, presupuesto con el cual se construía una sola de ellas en ese entonces. Entre 1932 y 1933, O’Gorman y un equipo de cuatro arquitectos diseñaron, construyeron y remodelaron 53 escuelas en la Ciudad de México con capacidad para 30 000 alumnos. Los alcances de su filosofía estaban probados; sin embargo, sería el único proyecto de tal naturaleza que realizaría con el gobierno.
El universo de amistades y colegas que lo rodeaba se mantenía en constante ebullición. La escuela de los muralistas crecía. Los tres grandes: Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco estaban en su apogeo y contaban con múltiples discípulos, como lo fue O’Gorman de Rivera. Asistía a las fiestas de Frida y Diego donde coincidió con personajes como Tina Modotti, Leonora Carrington y María Félix. En el taller de Rivera conoció a la escultora estadounidense Helen Fowler Alger, con quien se casó en 1938, la cual sería su compañera de vida hasta su muerte en 1982. Se convirtió en íntimo amigo del arquitecto alemán Max Cetto, de cuya hija Bettina fue padrino. Cetto llegó a México huyendo del ascenso del fascismo en Alemania, y su formación coincidía profundamente con la de O’Gorman. Así, sostuvieron una fuerte amistad, muy a pesar de la relación profesional que Cetto tuvo con Barragán, a quien O’Gorman no aprobaba por burgués y elitista.
Como era de esperarse de alguien con su carácter y terquedad, O’Gorman sostuvo discusiones acaloradas sobre diversos temas con sus contemporáneos, particularmente con Siqueiros y en ocasiones con Rufino Tamayo. En 1948, declaró públicamente que “la pintura de Tamayo es la negación de la pintura mexicana”, e incluso que el artista oaxaqueño empleaba “la geometría, que desconocía, en forma totalmente infantil”. Esta tórrida relación comenzó años antes, en 1928, cuando la revista Tolteca lanzó un concurso de fotografía y pintura. El primer premio de fotografía lo recibió Manuel Álvarez Bravo y los premios de pintura fueron para Juan O’Gorman, seguido por Rufino Tamayo y Jorge González Camarena. O’Gorman siempre consideró que haberle ganado a Tamayo en dicho certamen impuso entre ellos una competencia poco grata, por decirlo amablemente.
Muralista, retratista y paisajista, O’Gorman creó a lo largo de su vida un enorme acervo de obras pictóricas. Sus series históricas, llenas de guiños y subtramas, narraban su versión de acontecimientos relevantes para México. Estas obras de gran formato fueron para él una manera de brindar una lectura educativa y accesible para mexicanos y mexicanas. En 1937, se le encomendó pintar un mural de grandes dimensiones en el entonces aeropuerto de Balbuena, hoy la terminal 1 del aeropuerto de la Ciudad de México. La conquista del aire por el hombre fue censurado durante su realización por reclamo de la embajada alemana, ya que se retrataba negativamente a Hitler, a quien O’Gorman acusaba de fascista. A pesar de que la Segunda Guerra Mundial estaba a la vuelta de la esquina, la demanda tuvo éxito y se eliminó una parte del mural. La sección que sobrevivió ha regresado hoy a donde nació, colocada sobre uno de los filtros de seguridad de las salidas nacionales de la terminal 1 del aeropuerto.
La censura enardeció a O’Gorman quien, con el apoyo de colegas y amigos, denunció el acto a través de los medios de comunicación y mediante cartas a las autoridades. A pesar de que no obtuvo mayores resultados, poco se imaginaba que este suceso dispararía una serie de eventos afortunados que lo llevaría hasta el arquitecto que cambió por completo su perspectiva, el americano Frank Lloyd Wright. La noticia de la censura llegó a oídos del filántropo judío Edward J. Kauffman, quien convocó a O’Gorman a Estados Unidos para realizar un nuevo mural. A pesar de que este nunca se llevó a cabo, el viaje le permitió a O’Gorman conocer, entre otras obras de Wright, la Casa de la cascada, y con ella la arquitectura orgánica. No había marcha atrás.
O’Gorman pasó de la ingeniería de edificios a la integración plástica. En realidad nunca desistió totalmente de su convicción por las virtudes del funcionalismo; sin embargo, admitió que la estética cumplía una función primordial, ya que era necesaria para la vida plena de las personas, además de pieza clave en la adaptación regionalista de la arquitectura.
La transformación en la filosofía de O’Gorman y su reinterpretación del funcionalismo después de haber sido un arduo defensor del mismo pareciera presentar una dualidad irreconciliable. Para entenderlo, es importante conocer el contexto. A pesar de las contradicciones en su discurso, el proceso de transformación por el que transitó fue mucho más que mero capricho. La arquitectura funcionalista que tanto lo marcó se había convertido en una moda alejada de los principios que la definieron, es decir, las construcciones aparentaban la forma estética del funcionalismo; líneas sencillas, volúmenes con ángulos rectos, sin realmente responder a una función. A este estilo se le llamó “arquitectura internacional”. Carente de personalidad o valores regionales, los productos de tal tendencia hicieron de la función una forma sin relación alguna con el contexto, ya que lo mismo podía ser una construcción en Estados Unidos que en Alemania o Brasil. O’Gorman, decepcionado y molesto, vio en la propuesta de Wright una luz. Pasó de la ingeniería de edificios a la integración plástica. En realidad nunca desistió totalmente de su convicción por las virtudes del funcionalismo; sin embargo, admitió que la estética cumplía una función primordial ya que era necesaria para la vida plena de las personas, además de pieza clave en la adaptación regionalista de la arquitectura. Así, encontró su último proceso de descubrimiento.
Con la misma convicción edilicia y coherencia de pensamiento que había aplicado en las primeras casas funcionalistas, O’Gorman creó nuevas obras icónicas, como la Casa Cueva en San Jerónimo (1949-1952), la Biblioteca Central de la Universidad Nacional Autónoma de México (1948-1956) y el museo Anahuacalli (1942-1964). Durante su faceta orgánica, adoptó El Pedregal, en la Ciudad de México, como inspiración legada por la erupción del volcán Xitle, amalgamando su obra con la piedra volcánica y su ecosistema.
La biblioteca universitaria es posiblemente la más evidente de sus contradicciones; sin embargo, la oportunidad de dotarla de alguna característica regional, que además incluyera viñetas de la historia de México para el pueblo, representaba una oportunidad imperdible. El resultado es un parangón híbrido al cual Siqueiros incisivamente llamó “una gringa vestida de china poblana”, ya que el edificio era una caja angular de corte internacional cubierta por un petromural que narraba la historia de México. O’Gorman cubrió casi cuatro mil metros cuadrados de muro exterior con más de ciento cincuenta tipos de piedras naturales de diferentes clases y colores traídos de todo el país. El único color que no pudo extraer fue el azul, por lo que utilizó vidrio; técnica que repetiría en los murales de la Secretaría de Comunicaciones y Obras Públicas (SCOP). La Biblioteca Central es, sin duda, una de sus obras más representativas, y la que lo llevó desde entonces a la fama internacional.
Para la Casa Cueva, eligió un terreno en San Jerónimo (hoy sobre Avenida San Jerónimo número 162), que tenía al centro una cueva natural de roca volcánica. Alrededor de ella proyectó su nuevo laboratorio y lo recubrió de arte. Cautelosamente, colocó cada piedra y mosaico dando forma a dioses, soles, lunas, mariposas, serpientes y jaguares. El resultado fue una pieza única que solamente podría haberse realizado en ese lugar bajo esas condiciones. La casa estaba llena de motivos prehispánicos, roca volcánica y cactus endémicos. Junto con su esposa Helen y su hija María Elena, O’Gorman vivió ahí más de quince años. Sumamente orgulloso del resultado, consideraba que la Casa Cueva era “el único y verdadero trabajo creativo que había hecho, los otros fueron más o menos poco originales”.
En esta casa, que era su manifiesto orgánico y regionalista, recibía visitas, y jugaba al ajedrez con su amigo Max Cetto hasta que en 1969 decidió venderla para solventar los estudios de su hija en Estados Unidos. La adquirió la escultora Helen Escobedo, quien para tristeza y decepción del artista estaba más interesada en el terreno que en la construcción. Demolió la casa tras la compra. La comunidad cultural de nuevo denunció el acto; incluso personajes como Mathias Goeritz enviaron cartas a autoridades en México y Estados Unidos reprobando la situación, pero el daño estaba hecho y no hubo reclamo que pudiera recuperar lo destruido.
O’Gorman, a través de la fantasía y la mitología, buscaba reconectar con las culturas prehispánicas que admiraba, tratando de darles un lugar digno en el México contemporáneo.
Si bien la Casa Cueva sucumbió, la Casa Nancarrow, el Museo Anahuacalli y el anexo de la Casa Azul de Frida Kahlo configuran un tridente del pensamiento idealista de O’Gorman sobre la vuelta al origen, la relevancia de la arquitectura orgánica y su vínculo con Lloyd Wright, así como la influencia utópica y soñadora de personajes como Georges Cuvier, Ferdinand Cheval, Giuseppe Arcimboldo, Antoni Gaudí y George Orwell. O’Gorman, a través de la fantasía y la mitología, buscaba reconectar con las culturas prehispánicas que admiraba, tratando de darles un lugar digno en el México contemporáneo.
En ese periodo, también el régimen había encontrado en lo prehispánico, finalmente, esa hoja de ruta que tanto se había buscado al finalizar la Revolución. Se invirtió mucho tiempo, dinero y talento en intentar revivir lo que la Conquista había sepultado. Políticamente, se eligió a los aztecas como símbolo de la valentía y el coraje de los mexicanos. A partir de ello, se definieron nuevas narrativas para México, que se tejieron en espacios como el Museo de Antropología de Pedro Ramírez Vázquez, inaugurado en 1964. Sin embargo, O’Gorman había heredado de Rivera la convicción de que las culturas prehispánicas y sus vestigios tenían que abordarse desde una perspectiva artística, no solamente historicista. Había que traer mucho más que el águila azteca al presente para darle al país una identidad única basada en sus raíces.
Contradictoriamente, el mismo año en que se inauguró el Museo de Antropología, O’Gorman se presentó en las oficinas del Partido Revolucionario Institucional y solicitó su ingreso como miembro. Como muchos artistas de su generación, O’Gorman había apoyado al Partido Comunista y a la Unión Soviética. Sin embargo, los abusos de poder y la violencia ejercida por el régimen de Stalin, así como el capitalismo de Estado, terminaron por defraudarlo. Le pareció, entonces, “perfectamente laudable pertenecer a la izquierda del PRI”. Nunca fue un militante muy activo; sin embargo, su intención refrendaba su interés en la vida pública de México.
El declive de O’Gorman fue paulatino. Desde la década de los cincuenta lo había invadido una ansiedad en torno a la crisis que vislumbraba en la sociedad, la cual empeoró con el tiempo. En 1953 fue cesado como maestro del Instituto Politécnico Nacional (IPN), debido a la falta de interés que había en su materia (y posiblemente en rechazo a su carácter como docente). Un año después, en 1954, falleció Frida Kahlo, y al poco tiempo O’Gorman sufrió una fuerte depresión. Finalmente, en 1956 se internó durante más de treinta días para recibir un tratamiento de ayuno que prometía curarle la tristeza, los males estomacales y ayudarlo a que dejara de fumar. Ese mismo año nació su hija, María Elena, y a pesar de la muerte de Diego Rivera, acaecida al siguiente año, poco a poco recuperó el paso.
La historia de México fue la inagotable fuente de inspiración de O’Gorman. De los muchos murales que realizó, aquellos de los que se expresaba con mayor orgullo son los realizados por etapas entre 1960 y 1971 para el Museo de Historia albergado en el Castillo de Chapultepec. Ahí retrató hitos históricos como el Grito de Independencia y la entrada triunfante de Francisco I. Madero en la capital de la república. Al respecto, y con relación a la crítica, declaró:
“Yo prefiero, en términos generales, que mi pintura le guste al pueblo más que a la gente que conoce de arte. Es mi actitud servir a la patria dando algo que guste a sus moradores”. Esta última frase engloba mucho de su crisis identitaria. Sin embargo, aunque hombre de muchas contradicciones, su cariño a México siempre se mantuvo firme. En 1970, dictaba también sus memorias. A pesar de vivir principalmente de sus cuadros de caballete, deseaba poder pintar más frescos y murales en el futuro: “Pintar frescos y murales será ganar menos, pero dejarle a México un poco más”.
En sus últimos años, creó paisajes deprimentes y lúgubres que hacían referencia al capitalismo, la avaricia, la explotación de la naturaleza y todo aquello que llamó “nuestra maravillosa civilización”. Sus preocupaciones están más vigentes que nunca. Su última década de vida la dedicó principalmente a la pintura de caballete. Se mudó a la calle Jardín en San Ángel, donde viviría sus últimos años. En el documental Como una pintura nos iremos borrando del cineasta Alfredo Robert, se puede apreciar a O’Gorman pintando en su estudio de aquella casa, con su visera verde bien puesta. En esos últimos registros, se observa a un hombre talentoso, siempre con un sentido del humor oscuro y autocrítico, pero cansado.
En 1982, dio a la revista Claudia su última entrevista:
Te diré cosas sobre Juan, cosas que a nadie le he platicado: no soy borracho, no fumo. La música no es santo de mi devoción. Me gusta mucho la novela de Tolstói La guerra y la paz. Cuando quiero comer realmente a mi gusto, Helen, mi esposa, me prepara salsa negra de Yucatán con carne de venado, y romeritos con tortitas de camarón. Has de pensar que estoy muy viejo para estos antojos, pero pase lo que pase me doy el gusto. Siempre he sido muy saludable, sólo la tromboflebitis en las piernas y un infarto han interrumpido mi ritmo de vida… pero ya ves, me he salvado. Y con el terrible miedo que le tengo a la vida.
A los pocos días, en medio de la crisis económica de los ochenta, Juan O’Gorman cometió un último acto de rebeldía y se suicidó. Actualmente descansa en la Glorieta de las Personas Ilustres en el Panteón de Dolores.