Cine

Restauración del cine mexicano: una tarea impostergable anterior

El historiador de cine Eduardo de la Vega Alfaro explica la importancia de estudiar el devenir de la cinemática nacional para entender el sentido identitario de nuestra colectividad. Los proyectos del Laboratorio de Restauración Digital Elena Sánchez Valenzuela en la Cineteca Nacional, a partir del 2012, no sólo crean una casa de la memoria de hallazgos del cine mexicano, sino que realizan un recorrido de reconstrucción por cada una de las joyas que lo conforman para que se puedan volver a valorar. Redescubra los pilares del cine mexicano.


Por Eduardo de la Vega Alfaro

En un texto sumamente polémico desde su título, La muerte del cine,[1] el historiador y curador italiano Paolo Cherchi Usai preguntaba a quien quisiera o pudiera responderle: “¿Por qué producimos tantas imágenes que se mueven y hablan? ¿Por qué intentamos preservarlas? ¿Qué creemos que hacemos si las presentamos como reproducciones primigenias de nuestra herencia visual? ¿Por qué nuestra cultura es tan entusiasta aceptando los discutibles beneficios de la tecnología digital como vehículo para un nuevo sentido de la historia?” El mismo texto contenía los datos siguientes, de sobra contundentes: según cálculos moderados, en 1999 se habían producido en el mundo alrededor de quinientos millones de horas de imágenes filmadas y, de mantenerse esa tasa, en el cada vez más próximo 2025 se habrán rodado alrededor de cien mil millones de horas. Eso constituye un reto descomunal para los archivos fílmicos, tanto oficiales como privados, y para los especialistas en preservación y restauración cinematográficas, a quienes no suele dárseles todo el apoyo que requieren para desempeñar su cada vez más abrumadora tarea.

La problemática de la preservación y restauración de películas ya se planteaba en fecha tan temprana como 1898, es decir, cuando las imágenes en movimiento apenas se estaban constituyendo en una nueva forma de cultura “globalizada”, al tiempo que se asentaban las bases del filme como mercancía-espectáculo y, por lo tanto, como fundamento de lo que en pocos años serían las primeras industrias cinematográficas, no casualmente surgidas en países desarrollados como Inglaterra, Francia, Estados Unidos, Alemania, Suecia, Italia y Dinamarca, que no tardarían en disputarse los vastos mercados de todos los continentes. Un artículo del empresario y fotógrafo polaco-francés Boleslas Matuszewski (1856-1943), publicado en el diario parisino Le Fígaro el 25 de marzo de ese 1898 ya señalaba, entre otras cosas, la imperiosa necesidad de crear un “Museo cinematográfico”. El autor se había percatado de la importancia que las imágenes en movimiento tendrían para el futuro, ya que esta impresión cinematográfica en la cual una escena compuesta por miles de imágenes que al ser expuestas entre fuente de luz afocada y una sábana blanca hacen que los muertos y los ausentes se levanten y caminen, esta simple cinta de celuloide impresa, constituye no sólo una prueba de historia sino un fragmento de historia en sí misma, y una historia que no se ha desvanecido, que no necesita un mago para resucitarla. Está ahí apenas dormida, y como esos organismos elementales que después de años de dormidos son revitalizados con un poco de calor y humedad, para poder despertar y revivir las horas del pasado sólo se necesita una pequeña luz a través de un lente dentro del corazón de la obscuridad.

Traídas a México hacia el bienio 1895-1896 por representantes de las empresas de Thomas Alva Edison, los hermanos Lumière y otros pioneros del negocio cinematográfico, las imágenes en movimiento parecen haber seducido lo suficiente a los públicos locales como para que terminaran por arraigar e incluso volverse la fuente primordial del interés y sustento de gente que respondía a los nombres de Ignacio Aguirre, Salvador Toscano Barragán, Enrique Rosas, los hermanos Alva, Antonio F. Ocañas, Jesús H. Abitia y un largo etcétera, quienes se dedicaron a la producción, distribución y exhibición de películas a lo largo y ancho de un país entonces gobernado por el dictador oaxaqueño Porfirio Díaz Mori. Hasta donde se ha podido avanzar, todo indica que Toscano, los Alva y Abitia, sí se acogieron, en mayor o menor medida, a la premisa de Matuszewski para dedicar parte de su tiempo y esfuerzo en preservar cuando menos una parte de la copiosa cantidad de filmes que, en sus respectivos casos, registraron los acontecimientos ocurridos entre 1897 y 1930, es decir durante los últimos lustros del porfiriato, la cruenta etapa de la  Revolución liberal, encabezada primero por Francisco I. Madero y luego por Venustiano Carranza, así como el primer periodo de la reconstrucción nacional posrevolucionaria.

Durante la década de los cuarenta del siglo xx, de forma paralela a la consolidación de la cinematografía mexicana como la industria cultural más importante y poderosa del mundo de habla hispana, la pionera Elena Sánchez Valenzuela llevó a cabo grandes esfuerzos para fundar la que habría sido la primera filmoteca nacional, instancia adscrita a la Secretaría de Educación Pública. El nefasto burocratismo y hasta un franco sexismo dieron al traste con ese loable proyecto, que años después pretendió recuperar otra mujer: Carmen Toscano de Moreno Sánchez, primogénita de Salvador Toscano Barragán. Sería hasta 1960 cuando, con el auspicio de la Universidad Nacional Autónoma de México, las gestiones de Manuel González Casanova rendirían fruto con el inicio de las actividades formales de la filmoteca adscrita a esa institución de enseñanza superior, lo que a su vez, en algún sentido, impulsaría la creación, hacia 1969, de la Cinemateca Mexicana del Instituto Nacional de Antropología e Historia y, en 1975, de la Cineteca Nacional, durante un buen tiempo inserta en la Secretaría de Gobernación y actualmente una de las áreas de la Secretaría de Cultura.

Desde sus respectivos inicios, esas instituciones han dedicado parte de sus labores primordiales al rescate y restauración de películas, sobre todo de las consideradas como clásicas, tanto de la cinematografía nacional como de la extranjera. En agosto del año 2012, en la Cineteca Nacional se fundó el Laboratorio de Restauración Digital Elena Sánchez Valenzuela, que ha desarrollado una importante labor que, en primera instancia, incluye el redescubrimiento de películas que se ubican en la génesis misma del cine mexicano con sonido integrado a la imagen que, como ya está de sobra demostrado, fue la manifestación que permitió a nuestra cinematografía dejar atrás su fase artesanal para transformarse en una sólida e influyente industria a escala internacional.

A este caso corresponde la colección Filiberto Gómez, integrada por una serie de cortos y mediometrajes filmados en la órbita de la empresa Películas Xinantécatl S. A., fundada en Toluca en noviembre de 1931, cuyo consejo de administración constituían, entre otros, el coronel Filiberto Gómez Díaz, a la sazón gobernador del Estado de México (presidente honorario), Luis Álvarez Arellano (presidente “efectivo”), el cineasta Gabriel Soria, en calidad de vicepresidente, y José B. Baires, como secretario.

La parte más sustanciosa de los materiales en poder del archivo cinematográfico nacional es la que parece ser una versión completa (o casi) del número uno del Noticiario Xinantecatl [sic] Pro Acercamiento Nacional, editado, es decir financiado, por el ya mencionado J. B. Baires. No es casual que ese número primigenio esté totalmente dedicado al Estado de México; sus créditos iniciales señalan que tal edición fue dirigida y fotografiada por Gabriel Soria. El noticiero abre con imágenes bucólicas de la quinta El Carmen, entonces residencia oficial del gobernador mexiquense, quien aparece rodeado de su familia y amigos; se registran momentos del acto inaugural de la feria comercial en Toluca; el desfile militar del 16 de septiembre; la visita a dicha capital del embajador estadounidense Josua Reuben Clark; imágenes de un alegre grupo de cocineros y meseros; una recepción en Toluca al presidente Pascual Ortiz Rubio, quien llega acompañado del general Lázaro Cárdenas, por entonces Secretario de Gobernación: ambos son testigos de honor de las maniobras militares llevadas a cabo en el campo de aviación Pablo L. Sidar. Las imágenes integran algunos aspectos de la política de pro acercamiento nacional, implementada por el entonces gobernador Filiberto Gómez, cuyo comité presidió el diputado Luis Ramírez de Arellano (el presidente “efectivo” de Producciones Xinantécatl), medida que quizá antecedió o bien le hizo eco a la campaña nacionalista esgrimida por el gobierno federal a partir de junio de 1931 para tratar de paliar los efectos de la gran crisis capitalista  iniciada dos años antes. Aparecen después imágenes de un banquete ofrecido al presidente Ortiz Rubio, en el que se destaca la presencia de representantes militares diplomáticos del Japón; del discurso de Luis Ramírez Serrano elogiando al ejército federal; del discurso de Ortiz Rubio, nuevamente acompañado por Lázaro Cárdenas, en el que también alaba el trabajo castrense. Se celebra asimismo la labor del presidente municipal de Toluca, Agustín Gasca (el tesorero de Producciones Xinantécatl), y del jefe del Departamento de Tránsito de esa ciudad, coronel Carlos Aguirre (uno de los vocales de la citada empresa fílmica),  quienes aparecen junto a la toma de agua y su vez monumento al pro acercamiento nacional. Viene luego una sucesión de eventos deportivos –juego de basquetbol, polo, natación, clavados–; las imágenes de una charreada dan marco a la aparición del gobernador Gómez ataviado con el “traje nacional”, pues la charrería era su deporte predilecto. Se da paso a una serie de bailables en patios escolares (sumamente borrosos) y a tomas de la zona arqueológica de Tecaxic-Calixtlahuaca, entonces recién descubierta y explorada por el equipo del arqueólogo José García Payón. En lo que parece ser una prueba de sonido integrado a la imagen, Luis Ramírez de Arellano supuestamente desea mucho éxito a la productora Xinantécatl. La revista noticiosa concluye con la curiosa imagen de un niño (denominado El General) tomando un baño frente a la cámara, escena chusca que parece el típico colofón. Todo con una duración de alrededor de 18 minutos.

La colección Filiberto Gómez da todavía para mucho rescate de datos e imágenes, y de su correspondiente análisis contextual, textual e intertextual, pero sin duda estamos ante una auténtica joya de cinemateca, que en su momento podrá enriquecer la historiografía de la cinematografía nacional durante la crucial etapa de transición hacia el cine con sonido integrado a la imagen.

Caso semejante y, por lo tanto, digno de ponderar en estas notas, es el de una breve e inconclusa cinta a la que podemos considerar el “primer eslabón” formal de la producción fílmica hecha y difundida en 1931 por los hermanos y pioneros José de Jesús y Roberto Rodríguez Ruelas en Los Ángeles. Se trata de un reportaje realizado el 18 de febrero de 1931 en el lobi del famoso Auditorio Filarmónico (que se ubicaba en la confluencia del número 427 de la W Fifth Street y la avenida Olive), a propósito del festival de caridad promovido por la actriz Virginia Fábregas y por don Rafael de la Colina y don Ernesto Romero, representantes diplomáticos de México en el consulado de Los Ángeles, quienes se propusieron recabar fondos a fin de ayudar a los damnificados por el terremoto que el 14 de enero de ese año había devastado varias zonas del estado de Oaxaca. Se trata de otra invaluable “joya de cinemateca”, recientemente restaurada en la Cineteca Nacional, para la que los mencionados hermanos Rodríguez Ruelas ensayaron un aparato sonoro de su invención, más eficiente que el puesto a prueba a mediados de septiembre de 1929 en el angelino cine Electric, de acuerdo con el testimonio que años después brindaría José de Jesús Rodríguez a la revista Cámara (13 de octubre de 1980). Con dicho artilugio asimismo habían experimentado tanto en la realización de The indians are coming (1930) –western seriado de doce episodios (228 minutos de duración), protagonizado por Tim McCay y Allene Ray–, como de un corto interpretado por  Santos y Lee, una pareja de cómicos, cantantes y acróbatas muy conocidos entre el público mexico-estadounidense de esa época.

Presentados por Eduardo Arozamena, Nanche, en aquel reportaje documental, de poco más de ocho minutos de duración, se ven y escuchan figuras de origen latino que en ese momento trabajaban para las principales películas hispanas producidas en Hollywood. Con la elegancia que supuestamente ameritaba la ocasión, ante la cámara y micrófono de los hermanos Rodríguez Ruelas desfilan Carlos Villarías, Carlos F. Borcosque, Tito Davison, Delia Magaña, Juan Aristi Eulate, María Calvo, José Peña, Pepet, Elena Landeros, Celia Montalván, Miguel Faust Rocha, Raquel Torres, Rosita Moreno, Luana Alcañiz, Roberto Rey, Ramón Pereda, Carmen Guerrero, José Bohr, Eva Limiñana y la compositora María Grever. Y también lo hacen Rafael de la Colina y Ernesto Romero, así como algunos escritores y periodistas de espectáculos. Pero el momento cumbre lo constituye, sin duda, la arrolladora presencia de Dolores del Río, quien no hacía mucho tiempo había interpretado La mala (The bad one) de George Fitzmaurice, su primer filme sonoro, estrenado el 2 de octubre de 1930 en el cine Palacio de la Ciudad de México. Más allá de sus imperfecciones técnicas, en parte resultado de la improvisación de los hechos tal como fueron filmados, la película de los Rodríguez Ruelas vino a ser,  entre otras cosas más, un gran testimonio de la apertura que el glamuroso mundillo hollywoodense se vio obligado a hacer al talento proveniente de América latina y España para intentar mantener, a toda costa, su predominio en los mercados de habla hispana. Por lo demás, el corto parece haber marcado el antecedente de una serie de cintas (Sangre mexicana, sobre los festejos del 5 de mayo de 1931; La famosa banda de policía de México y Fiestas patrias en Los Ángeles, filmadas alrededor del 15 y 16 de septiembre de ese año), también fotografiadas y sonorizadas por los hermanos Rodríguez Ruelas, trilogía que bien puede considerarse el más remoto antecedente de lo que después se conocería como “cine chicano”, es decir, películas hechas por mexicanos emigrados a los Estados Unidos acerca de sus costumbres y problemáticas. Días después de filmar y exhibir el documental sobre las fiestas patrias celebradas en la vieja ciudad californiana, los emisarios de la Compañía Nacional Productora de Películas S. A. entraron en contacto con José de Jesús y Roberto Rodríguez. Terminarían por contratarlos en calidad de sonidistas para la filmación de la primera versión sonora de Santa (Antonio Moreno, 1931), basada en el clásico literario de don Federico Gamboa, cuyo notable éxito en taquilla contribuyó poderosamente a la fundación de la industria fílmica nacional.

A los mencionados hallazgos restaurados en el laboratorio Elena Sánchez Valenzuela se han agregado otros notables casos, como la novísima versión de El automóvil gris (1919), la obra maestra de Enrique Rosas, que ahora incluye no sólo más tiempo que los ejemplares anteriormente conocidos, sino también una banda musical compuesta exprofeso por el maestro José María Serralde, mientras que las imágenes poseen una calidad excepcional, antes insospechada debido a las pésimas copias que se difundían de ese filme, uno de los pocos que logró conservarse del periodo artesanal y carente de sonido. Estos excelentes materiales ya están a la venta en formato de Blu-ray.

Se encuentran en avanzado proceso de restauración la insólita comedia Terrible pesadilla (Charles Amador, 1929), filmada en locaciones de Puebla por uno de los tantos imitadores de Charles Chaplin, y Una vida por otra, melodrama codirigido en 1932 por el húngaro John H. Auer y el veracruzano Fernando de Fuentes, otra de las obras con las que la mencionada Compañía Nacional Productora de Películas S. A. pretendió hacer una intensa producción seriada tras el triunfo económico de Santa, y que sería el borrador para que el gran De Fuentes debutara como realizador a fines de  ese mismo año con El anónimo, que, por desgracia, sigue siendo una de las películas mexicanas de las que parece ya no existir copia alguna. En vías de restauración también está El tigre de Yautepec (1933), una de las mejores películas tempranas de De Fuentes y declarado elogio a los bandidos generosos decimonónicos. Ya restaurada al 100 % se encuentra Ahí está el detalle, dirigida en 1940 por el genial Juan Bustillo Oro y coprotagonizada por Mario Moreno, Cantinflas, y Joaquín Pardavé, acaso la primera obra maestra absoluta del cine cómico hecho en el mundo de habla hispana e inclemente sátira social que reflejó a plenitud la política populista del gobierno de Lázaro Cárdenas y su insistente afán de incorporar a las masas depauperadas al desarrollo nacional. En ese mismo sentido vale la pena destacar, de entre otros casos, la ya completa restauración de Calabacitas tiernas (¡Ay qué bonitas piernas!) (1948) y El rey del barrio (1949), excelsas obras de Gilberto Martínez Solares, el mejor comediógrafo fílmico mexicano de todos los tiempos, en las que su protagonista, Germán Valdés, Tin Tan, despliega sus capacidades histriónicas para conformar sólidos y jocosos retratos de la vida urbana en los intensos años del régimen alemanista, periodo que de alguna forma marcó los prolegómenos de lo que después se conocería como el milagro mexicano.

Digna de mención es la espléndida recuperación y restauración de El brazo fuerte (1958), sátira política hecha al margen del sistema industrial por Giovanni Korporaal, holandés afincado en México, que padeció muchos años de censura oficial por su manera de hacer eco a los postulados del escritor campechano y militante comunista Juan de la Cabada Vera, autor del guion pletórico de irreverencias contra el poder caciquil en todos los órdenes de la vida nacional, incluido el propiamente cinematográfico. Gracias al esfuerzo de los técnicos adscritos al laboratorio Elena Sánchez Valenzuela, el depurado trabajo fotográfico que el germano-mexicano Walter Reuter aplicó a esta obra finalmente puede valorarse en toda su magnificencia, a pesar de las limitaciones típicas del cine independiente, que en este caso dieron al traste con algunas secuencias de masas filmadas en el pintoresco pueblo de Erongarícuaro, Michoacán.

Por otro lado, resulta imposible no apuntar que desde hace mucho tiempo en la Filmoteca de la unam se han venido efectuando restauraciones fotoquímicas, gracias a que la institución cuenta con un laboratorio especializado que permite estas labores que anteceden a la era digital. Aquí destacaríamos los casos de las más de siete horas de materiales filmados en la época de la Revolución mexicana (1911-1930); fragmentos de Tepeyac (José Manuel Ramos y Carlos E. González, 1917) y Santa (Luis Gonzaga Peredo, 1918); El puño de hierro y El tren fantasma, filmadas en Orizaba por Gabriel García Moreno en la década de los veinte del siglo pasado; la trilogía revolucionaria de Fernando de Fuentes (El prisionero trece, El compadre Mendoza y ¡Vámonos con Pancho Villa!, 1933-1935); La mancha de sangre (Adolfo Best Maugard, 1938), además de varios filmes encontrados en países como Perú (Yo perdí mi corazón en Lima, 1933; De carne somos, 1938) y Bolivia (El bolillo fatal, 1917), por sólo mencionar algunos de los materiales más importantes. Asimismo, el año pasado se llevó a cabo una excelente recuperación digital de El grito, el invaluable documental sobre el movimiento estudiantil-popular de 1968, filmado por alumnos del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (otra de las notables iniciativas de Manuel González Casanova), acreditado finalmente a Leobardo López Arretche. Fue la mejor manera de que ese archivo fílmico conmemorara el quincuagésimo aniversario de aquella gesta civil que sin duda marcó un parteaguas en el México moderno.

 

En fechas recientes hemos sido testigos del surgimiento de archivos cinematográficos regionales en ciudades como Monterrey y Zacatecas, así como del inicio de actividades de los ubicados en Guadalajara y Hermosillo, por sólo mencionar los primeros que vienen a la memoria. Junto a la Cineteca Nacional y la Filmoteca de la UNAM, a esas y otras instancias les corresponderá, a su vez, compartir y completar las tareas de preservación, restauración y difusión de la abrumadora cantidad de imágenes-documentos que, según se desprende de lo dicho y anunciado por gente como Paolo Cherchi Usai, se han hecho y seguirán produciendo en una estructura cinematográfica transnacional, que cada vez se torna más compleja al tiempo que sigue siendo imprescindible como arte y medio informativo.

 

[1] Paolo Cherchi Usai, La muerte del cine, Filmoteca de Andalucía, Laertes, Barcelona, 2005.



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