Rosario Castellanos, fotografía de Kati Horna, Ciudad de México, 1962.
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Literatura

Suspirando como el que ama y se acuerda y está lejos

A cien años del nacimiento de Rosario Castellanos (1925-1974), la también escritora Rosa Beltrán reflexiona sobre Cartas a Ricardo, un documento único en las letras mexicanas. En estas epístolas, Rosario escribe le escribe a Ricardo Guerra, quien fue su marido y gran amor, sobre su quehacer como profesora, periodista, escritora y madre. “Voy a matarme de trabajo, pero voy a ser escritora”, expresó una de las autoras más importantes del siglo XX mexicano.


Por Rosa Beltrán

De unos años para acá, no es difícil encontrar libros sobre la importancia de algunas esposas de escritores en la producción y recepción de sus obras. Los casos de Sophia Tolstaya y Anna Dostoyévskaya son paradigmáticos. Ambas leen y pasan en limpio varias veces los manuscritos de novelas tan voluminosas como Guerra y paz o Los hermanos Karamazov. Sophia ruega ante el zar que la obra de su marido no sea retirada; Anna, taquígrafa excepcional, descubre a Fiódor el método de escritura idóneo: que dicte, que le dicte sus novelas. Muchas esposas de grandes escritores son pieza fundamental para que ellos puedan desarrollar su talento. No solo son agentes, editoras, divulgadoras y entusiastas promotoras de su obra. En no pocas ocasiones les proveen un ambiente de paz y estabilidad. El caso de Katia Mann, ocupada de cuidar a los hijos y mantener un hogar silencioso para que el genio autor de La montaña mágica no fuera molestado durante sus horas de trabajo, se vuelve casi inverosímil el día que el hijo de ambos se suicida y ella espera el fin de la jornada de trabajo de él para avisarle.

Con Rosario Castellanos, ocurre exactamente lo contrario. Ella es la gran escritora y su esposo, Ricardo Guerra, el compañero de vida que no es su agente, ni su editor, ni su divulgador, ni siquiera el crítico de lo que ella escribe. Es su pareja y el único hombre al que ella amó.

 

Muchas esposas de grandes escritores son pieza fundamental para que ellos puedan desarrollar su talento. No solo son agentes, editoras, divulgadoras y entusiastas promotoras de su obra. En no pocas ocasiones les proveen un ambiente de paz y estabilidad.

 

Es también el recipiendario de sus cartas, verdadera atalaya a través de la que ella ve el mundo y lo traduce para él. Lo peculiar es que, pese a los ruegos de ella, él no responde esas cartas. O lo hace muy esporádicamente, enviando una tarjetita amarilla de las que vendían en Correos con el porte pagado. Y, sin embargo, Rosario no deja de escribirle. Lo escribe y registra todo, como el almirante Colón en su Diario de viaje o como Cortés en sus Cartas de relación. Cuenta lo que observa y vive con detalle, desde lo que a sus 25 años, en 1950, implicó viajar a España con la beca del Instituto Hispánico, instalarse en una pensión junto con su amiga Dolores Castro y asistir al Museo del Prado y toparse por primera vez con la Muerte del conde de Orgaz, del Greco, hasta sus impresiones del teatro español, del cine italiano neorrealista y la literatura de autores franceses y españoles a los que no conocía. Rosario habla de sus encuentros con los habitantes de las pensiones españolas, su evolución como escritora, sus necesidades amorosas y sexuales, sus inseguridades y la impresión negativa de su cuerpo. 

Más tarde, las cartas incluirán también su breve experiencia como funcionaria en la UNAM, de la que tuvo que salir cuando un motín de estudiantes provocó la renuncia del doctor Ignacio Chávez; su vida fuera del país como profesora en la universidad de Madison, Wisconsin, y en la de Bloomington, Indiana, más una breve estancia en Boulder, Colorado. Rosario habla de los cursos que impartía, de que los estudiantes, numerosos, no quisieron dividirse para tomar la clase con otro profesor. De los autores latinoamericanos que leía para incluir en sus cursos: Lezama Lima, Asturias, Cortázar. De su lucha y desencuentros con su pequeño hijo Gabriel, a quien recibe en Estados Unidos y le escucha decir que su papá vive con otra mujer, Selma, a la que el niño reconoce como la auténtica mamá. De sus ansias por tener un Volkswagen y aprender a manejar, y por tanto de su independencia económica y física; de su separación de una sociedad y un círculo cultural asfixiantes (el mundillo de la universidad y el de la cultura mexicana de los sesenta); y de su lucha por dominar el temperamento depresivo y los ataques de ansiedad. 

Cubierta del libro Cartas a Ricardo, Ciudad de México: Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial / UNAM, 2024.

 […] Y deletreas el nombre del Caos. Y no puedes

dormir si no destapas

el frasco de pastillas y si no tragas una

en la que se condensa, 

químicamente pura, la ordenación del mundo. 

(“Valium 10”).

Minuciosa observadora del tiempo y sus avatares, no podía no serlo de su sintomatología. Es en Madison donde descubre que las crisis depresivas que padece se dan con regularidad y entonces idea un método para evitarlas o al menos paliar sus consecuencias. Sabe que ocurrirán con una regularidad de diez días, más o menos, pero también está consciente de que hay otros factores que las detonan. En la carta del 20 de noviembre de 1967, ya a unos años de la separación definitiva, escribe:

He tenido crisis, una de ellas muy severa y muy alarmante. Pero no por los cuentos ni por las cuentas. Primero porque esas crisis las padezco periódicamente. Pero también tuve una acumulación de problemas prácticos muy irritantes, porque he abusado de mis fuerzas y descuidado mi salud. Y por último, porque tengo una serie de conflictos muy graves, bastante irresolubles… que no tienen nada que ver con la relación tuya y mía. Se trata de algo para mí entrañable, definitivo y vital. Algo que sí me quita el sueño. Es mi pasión dominante: la literatura. Estoy escribiendo, claro. Pero no lo que quiero, no lo que debo, no lo que creo que puedo. Y esta lucha y sus resultados me deprimen muchas veces muy profundamente. 

Esta carta pertenece a una época en que Rosario, además de su trabajo como profesora en la UNAM, al que siempre acudió puntual y preparada, se ocupa de los tres niños: Gabriel, hijo de ambos; y Ricky y Pablo, hijos de Lilia Carrillo y Ricardo; de la casa de Cuernavaca y de la de Constituyentes, con los consabidos problemas de plomería, luz, teléfono, trabajadores, ¡perros!, techos con humedad, etcétera. También se ocupa de hacer los cobros de Ricardo en algunas instituciones, pues se encuentra fuera del país, y de pagar los abonos de la hipoteca y las deudas de él en High Life y El Palacio de Hierro. Y sí, escribe. Algo sorprendente es que, a pesar de lo que estuviera viviendo, Rosario no dejara de escribir nunca. No dejó de asistir puntualmente a su trabajo; ni de ser impecable ayudando a organizar los cursos; ni de ser una docente fuera de serie. Y sobre todo, no dejó de escribir poesía, novelas, cuentos y teatro, ni suspendió sus colaboraciones en Excélsior.

Presentación del libro Cartas a Ricardo durante la jornada académica y cultural Rosario Castellanos, un resplandor único. En el orden acostumbrado: Sara Uribe, Socorro Venegas, Rosa Beltrán y Frances Rodríguez Van Gort, directora de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Foto: Barry Domínguez / UNAM.

 

De 1950 a diciembre de 1967, con algunas interrupciones que coinciden con las épocas en que Rosario vivía con Ricardo y por tanto no tenía que escribirle, da cuenta de los afanes de sus días. Después de conocer a Guerra en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, en Mascarones, a fines de 1949, quien es autora de algunos poemas y una estudiante de literatura ávida de saberlo y comprenderlo todo, le escribe desde Tuxtla y Comitán, donde nacen varias de las ideas que conformarán los temas de su poesía y de sus primeros cuentos y novelas (Ciudad Real, Balún Canán). Estas primeras cartas hablan de lo que será el “objetivo correlativo” de sus obsesiones literarias: el mundo dividido en indios y blancos, y la culpa por pertenecer a los segundos, quienes son, también, los terratenientes; la preferencia de sus padres por el hijo varón, y de nuevo la culpa, cuando este muere, de creer que ella es responsable por haber tenido el deseo de que eso ocurriera. Y hacia adentro: el dolor de ver esas diferencias y sentirlas desde un cuerpo de mujer. La intuición de esa forma de percibir –siempre contradictoria, siempre insuficiente– y la coherencia con esa visión, pese a la crítica de sus pares masculinos, que es parte de lo que la ha convertido, mutatis mutandis, junto con Sor Juana, en un ícono de esa otra voz, de esa otra experiencia. La publicación de las Cartas a Ricardo, es decir, el registro de un proceso literario y amoroso fincado en los prejuicios y creencias de la sociedad de los años cincuenta y sesenta, y el hecho de que este proceso sea un documento único por tratarse de una experiencia escrita en primera persona para un destinatario real, reviven a esta autora y la hacen ver hoy, a cien años de su nacimiento, actual, auténtica. Innovadora, también, porque nadie hablaba del cuerpo como ella lo hizo. Ni de la sexualidad y el deseo –su sexualidad y su deseo– con tanta franqueza.

En las cartas es claro, ver cómo Rosario fue de la poesía al cuento y al teatro; y de este a la novela, transitando con aparente sencillez de uno a otro, como si la literatura fuera (como es) una sola; y los géneros, solo partes de ese todo. Igual que en su obra, en sus cartas, Rosario va del tono dramático y a veces solemne a la ironía, al humor declarado, de la crítica social a la autocrítica y el autoescarnio, como ocurre en sus últimos cuentos.

 

En las cartas, es claro ver cómo Rosario fue de la poesía al cuento y al teatro; y de este a la novela, transitando con aparente sencillez de uno a otro, como si la literatura fuera (como es) una sola; y los géneros, solo partes de ese todo. 

 

Es raro que a un gran autor lo persiga una multiplicidad de temas. Por prolífico que sea, generalmente son tres o cuatro asuntos los que lo persiguen trasmutados, vistos desde ángulos diferentes. Y en esta suerte de mosaico que revela el envés de su quehacer poético, los temas de los libros que escribirá Rosario se reflejan en lo que vive y le interesa. Como la mayoría de los autores, es fiel a sus obsesiones, aunque estas, como en la música, tengan variaciones a lo largo del tiempo. El problema del indio aparece en la poesía y en la prosa, y va íntimamente unido al problema de los prejuicios sociales y las desigualdades, que será un leitmotiv constante. Estas primeras obras fueron tildadas por la crítica de “literatura indianista e indigenista”. Pero años después, siendo fiel a esta visión del mundo, Rosario se concentra en las pretensiones y prejuicios de las familias de la clase media hasta quedar profundamente anclada en la diferente experiencia entre hombres y mujeres. Los títulos mismos hablan de esta postura, que le valió el mote –entonces limitante, hoy visionario y digno de respeto– de “feminista”. Tal es el caso de Álbum de familia, El eterno femenino o Mujer que sabe latín, por ejemplo. El rango del humor es también amplísimo. Va del tono solemne y hierático de su poesía amorosa, que a veces alcanza niveles extraordinarios, como en “Lamento de Dido”, hasta la ironía y el sarcasmo de “Valium 10”, o el tono más cercano a la reflexión filosófica y metafísica.

Rosario Castellanos con Ricardo Guerra y Ricky, Gabriel y Pablo.
Rosario Castellanos, fotografía de Ricardo Salazar. Archivo del INBAL.

 

El problema del indio aparece en la poesía y en la prosa, y va íntimamente unido al problema de los prejuicios sociales y las desigualdades, que será un leitmotiv constante.

 

El humor –tan escaso en la literatura de su tiempo– y la autoconciencia están presentes en todas las etapas de su vida. Rosario es despiadada consigo misma. No se da concesiones y prefiere hacer actos de contrición continuos, sobre todo respecto de su insuficiencia como mujer-deseada-objeto-de-deseo; y como escritora. ¿Seré escritora?, se pregunta –y conste que se lo pregunta cuando ya ha publicado Balún Canán y recibido gran reconocimiento–. Para remediarlo, hace propósitos de enmienda y fortaleza. Traza planes de trabajo y los cumple, se dispone a ser responsable y eficaz en todos los rubros, como profesora, como periodista, como madre y como escritora de lo que esté escribiendo: “Voy a matarme de trabajo, pero voy a ser escritora”. Su afán de ser cumplida y perfecta, pero sobre todo, de no traicionarse a sí misma, la lleva en Chapatengo a no sucumbir a la pasión amorosa y raparse (sí, como Sor Juana), y a contárselo, muy a inicios de su relación, a un Ricardo seguramente sorprendido. 

 

Voy a matarme de trabajo, pero voy a ser escritora.

 

Desde sus primeras cartas en aquella experiencia en Europa, de todo saca una lección, de todo aprende: “Yo creo que, en resumen, lo que sacaré de mi estancia en Europa será la revelación de las artes plásticas. Además, estamos asistiendo a unas clases en el Museo del Prado”. 

Y aun aprende de lo que no puede ser o se le niega:

Cuando hemos hablado con otros niños viajeros nos damos cuenta de que las mujeres no podemos conocer la vida actual de ninguna parte, que hay una serie de sitios tabúes que no podemos frecuentar y que tal vez nos pondrían en un contacto más directo e inmediato con la realidad actual de un país. No nos queda más que la historia, las ruinas [… pero], me he atrevido aquí con cosas que eran terriblemente audaces para mi capacidad en México y me han parecido mucho más fáciles. Por ejemplo los clásicos españoles: todo Calderón, Tirso, Lope. Pero lo que me ha conmovido y satisfecho más es Santa Teresa.

Viajar es un aprendizaje, sufrir es un aprendizaje, amar a un hombre infiel es un aprendizaje. Escribir cartas que nadie te contesta es un aprendizaje. Porque estas cartas son el otro lado del espejo, el rostro oculto de Jano que te hace descubrir paso a paso quién eres. Cómo se hace uno persona, pero también cómo se hace una escritora. Por eso, además de como documento, pueden leerse como una novela de iniciación. Por estas cartas, es también obvio que impartir clases es un aprendizaje. Y que quien más aprende en esta experiencia es el docente.

La vida de Rosario Castellanos está íntimamente ligada a la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, pero sin Rosario la vida de la Facultad de Filosofía y Letras no sería la misma. De todos es sabido que estudió y se graduó como maestra de Filosofía en la facultad y que impartió clases de literatura comparada en el edificio que hoy es su sede. Debió haber sido magnética. Extraordinariamente erudita, creativa y con un gran sentido del humor, como lo prueban algunos momentos de sus cartas a Ricardo Guerra y las cartas posteriores a su amigo Raúl Ortiz y Ortiz. Su preparación no se limitó a lo que aprendió en esta facultad o en Madrid, cuando cursó Estética, sino que siempre se empeñó por actualizarse. Y en un afán crítico que no cede a la tentación de dorar la estatua de los grandes autores de su tiempo. “Debe haber otro modo de ser humano y libre”, escribe Rosario. “Debe haber otro modo de ser”. 

Rosario Castellanos, circa 1965. Archivo Casasola / Mediateca del INAH.

Por último, llama la atención esa otra Rosario, la que se niega a sí misma al decir que no es una persona social, que es un bicho raro en las reuniones a las que acude, opinión que niegan quienes la conocieron. Jorge Ibargüengoitia, antes de conocerla, pensó que le caería mal y fue todo lo contrario. Y cuando habló con ella por primera vez, le pareció tan inteligente y veloz que pensó que la suya sería una amistad que necesitaría dosificar para poder aprehenderla. La segunda vez que la vio, le pareció igualmente inteligente, pero ahora única, graciosísima. Y es verdad que en el humor hay un punto en el que ambos se encuentran. Cuando Rosario, quien necesita vender la hacienda heredada de su familia en Chiapas, sabe que Ibargüengoitia administró algún rancho de la suya en Guanajuato y se lo encuentra en una reunión le pregunta: “¿Cuánto debo pedir por una hacienda en Chiapas?”. Él le contesta: “Lo usual”. Y ambos sueltan la carcajada. A partir de entonces, esta se vuelve la broma doméstica entre ambos; cuando ella pregunte cuánto debe cobrar por un artículo o él por una conferencia: “Lo usual”, responderá el otro, riéndose.

Rosario conoció a los más grandes autores, pero solo algunos tuvieron comentarios favorables para ella. Para Dolores Castro, su gran amiga, Rosario dio voz a quienes no la tenían (una expresión de la época); para Sabina Berman, fue la primera feminista descarada entre las escritoras mexicanas y una de las dramaturgas más influyentes en español; para Mónica Mansour, es la poeta que abrió el camino a otras poetas; y para Elva Macías, desarrolló una obra que permanece vigente en sus temas. Para Elena Poniatowska, Rosario es tan ingeniosa que al divertir a los demás se divierte. Es extrovertida, brillante, graciosísima. Autora de un proceso autoliberador, visible en las cartas. Admirable y conmovedora en su empeño de nunca dejar de escribir. Para Sara Uribe, las cartas de Rosario se inscriben y estudian desde epistemologías feministas. Por eso podemos leer sus expresiones de vulnerabilidad y de sus afectos más dolientes como la construcción de una subjetividad política. 

Entre los hombres, que al fin y al cabo eran la voz cantante del canon, Agustín Yáñez la reconoció con el Premio Carlos Trouyet de Letras, Emilio Carballido fue cercano y Emmanuel Carballo la consideró como una de las grandes autoras mexicanas. Pero algunos autores del establishment fueron algo displicentes. Octavio Paz reconoce que su mirada es amplia y conmovedora su derechura espiritual. Sin embargo, dice que su lenguaje es llano y cuando no cede a la elocuencia, grave, sentencioso. La opinión de Rosario sobre Paz también cambió con los años.

 

Muchas veces se dice que desde Sor Juana no hubo otra escritora de esa importancia en México y que con ella se empezó a abrir el camino del feminismo. Lo que es un hecho es que las Cartas a Ricardo de Rosario Castellanos constituyen un tesoro y un documento único en nuestras letras.

 

Pero el tiempo es el mejor rasero. Y el tiempo siempre es de los lectores. Muchas veces se dice que desde Sor Juana no hubo otra escritora de esa importancia en México y que con ella se empezó a abrir el camino del feminismo. Lo que es un hecho es que las Cartas a Ricardo de Rosario Castellanos constituyen un tesoro y un documento único en nuestras letras. No solo son la crónica amorosa de uno de los personajes más logrados de nuestra tradición –Rosario– escrita por ella misma, sino el amuleto a través del que podemos conocer los prejuicios de las instituciones que subordinaban los sentimientos a la luz de la razón. Al leerlas, uno se pregunta si de veras se puede sufrir tanto por un amor no correspondido, o si Rosario encontró, sin saberlo, una caja de resonancia, una conciencia externa que, sin embargo, es su propia conciencia para escribir con la rabia, la pasión y la inteligencia con que lo hizo, sobre lo que fuera, sin detenerse, de todo y prácticamente en todos los géneros. Sobre el entorno “lejano y cercano –como apunta Sara Uribe–, sobre la situación estudiantil de la UNAM, la violencia en el país, los escándalos del mundillo cultural, sus lecturas de Cien años de soledad, Paradiso y Agatha Christie”, a quien encontraba deliciosamente mecánica y eficaz.

Rosario Castellanos, fotografía de Kati Horna, Ciudad de México, 1962.

“Cada mujer que aparece debe enfrentarse a fuerzas que querrían hacerla desaparecer”, dice Rebecca Solnit. La escritura de estas cartas es el triunfo sobre ese acto de desaparición. Y el que la UNAM se haya propuesto rescatarla para sus lectoras y lectores, otra conquista contra el olvido.



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