Brahms nació sesenta años después de Beethoven. Del uno al otro, desde todo punto de vista, la distancia es grande; no se visten de la misma manera, pero Brahms sigue la tradición de Beethoven, sin pedirle por eso ninguna prenda de su vestimenta.
Igor Stravinsky
En su libro De Madonna al canto gregoriano, el musicólogo británico Nicholas Cook elabora la idea de volver a Beethoven y traza una cartografía alrededor de la figura que nos hemos formado sobre el músico.
“No es de extrañarse que el hijo pródigo de Bonn prefiriera el término Tondichter –poeta de sonidos– al de compositor”.
Para los griegos, como podemos ver en el Fedro de Platón, las artes son de origen divino, y el poeta no es más ni menos que un médium para tales fines. No es de extrañarse que el hijo pródigo de Bonn prefiriera el término Tondichter –poeta de sonidos– al de compositor; sin duda, esto revela mucho de su propia relación con la música, pero más allá de ese hecho, es la raíz que sustenta la idea de lo que representa Beethoven desde el siglo XIX hasta nuestros días.
Pensar la música hoy, y desde hace dos siglos, es pensar en una realidad elevada, en vislumbrar lo inefable y en la más profunda expresión del alma. No es necesario ser un poeta de sonidos para acceder al plano superior, basta con someterse, privada y profundamente, a una verdad etérea que se nos presenta desde la escucha[1]. Como menciona Cook “Es posible que los oyentes estén físicamente en un mismo recinto, pero cada uno de ellos está absorto en un mundo privado y diferente”. Tal es el valor que se da al arte de los sonidos, y es la figura de Beethoven el paradigma del artista que trascendió la realidad física y pudo asirse de un atisbo de la verdad, del ideal.
“A partir de la figura de Beethoven, un compositor que, en palabras de Cook, ‘escribió no para su propio tiempo, sino para todos los tiempos’, permitió que los públicos posteriores a su época concibieran la música como un capital no económico, sino estético”.
No importa por cuál vereda se aproxime uno a la música de concierto, siempre nos vamos a encontrar con “el compositor sordo”; sin embargo, debemos comprender que de quien hablamos no es Beethoven, sino de un personaje dibujado por pensadores de finales del siglo XIX y principios del XX, que crearon un ideal para poder asirse de su música y sustentar su necesidad de autenticidad en el arte; una manera de encauzar los modos y las formas de crear e interpretar, aspirando al plano elevado que construyeron en torno a las obras de Beethoven.
A partir de la figura de Beethoven, un compositor que, en palabras de Cook, “escribió no para su propio tiempo, sino para todos los tiempos”, permitió que los públicos posteriores a su época concibieran la música como un capital no económico, sino estético, creando así una distinción entre las obras trascendentales y las insignificantes, un canon. Se acepte o no la curaduría que existe para el canon de la música, para el conjunto sancionado de las llamadas obras maestras, señala siempre una dirección, hacia él o dándole la espalda. Ir con miras a morar en el canon, o deleitarse del mismo es aceptar una lista de atributos metafísicos que atraviesan al artista y al escucha; ir en contra es reconocer tales atributos y utilizarlos como referencia para fijar un nuevo norte.
Como concluye Cook, la idea no es volver, pues “no es necesario volver a él porque resulta que, en nuestros modos de pensar en la música, no hemos escapado nunca realmente de su pertinaz presencia”.
[1] “La escucha aparece entonces como la extracción, la elaboración y la intensificación de la disposición más tensa del ‘sentido auditivo’. (La escucha musical designa, a fin de cuentas, a la música misma, la música que, ante todo, se escucha, sea escrita o no, y que, en el caso de ser escrita, se escucha desde su composición hasta su ejecución. Se escucha según las diferentes flexiones posibles de la expresión. Está hecha para ser escuchada, pero es, antes que nada, en sí, escucha de sí misma.)”, Jean-Luc Nancy, A la escucha.