Hoy en día la figura que tenemos de Beethoven es la de un eremita, la de un hombre solitario que no necesitaba una musa como fuente de inspiración, pero durante gran parte del siglo XIX esto no fue así. Después de su muerte, se encontraron dos documentos que nos hablan de la vida privada del músico, el “Testamento de Heiligenstadt” y la llamada “Carta a la amada inmortal”. Esta misiva, escrita en diez hojas, sin destinataria y fechada un lunes 6 de julio de un año sin especificar, nos revela a un hombre enamorado. Por esa razón, el documento ha sido objeto de largas investigaciones y no pocas conjeturas que han puesto sobre la mesa los nombres de varias mujeres que parecían competir por el título de la “amada inmortal”. Desde Giulietta Guicciardi hasta las hermanas Josephine y Therese von Brunsvik, conocidas alumnas y dedicatarias de obras de Beethoven, se ha tratado de encajar a alguna de ellas en las situaciones que los investigadores construyeron tomando en cuenta –o no– las pocas pistas que el documento daba. Un famoso ejemplo de tales especulaciones se localiza en el largometraje de 1995 La amada inmortal en donde se nos dice que la misteriosa mujer era Johanna van Beethoven, cuñada del compositor, y que, por lo tanto, su sobrino Karl fue en realidad su hijo.
Para principios del siglo XX, ya se tenía un mínimo consenso acerca del documento. La carta había sido supuestamente escrita en 1812, mientras Beethoven se encontraba en el balneario de Teplice, (hoy República Checa), donde los adinerados vieneses solían pasar sus veranos, aunque la identidad real de la mujer fue apareciendo sólo después de que la imperante moral victoriana perdiera fuerza. Para los biógrafos, la amada de Beethoven no debía tener una “condición desfavorable”, es decir, no podía estar casada o ser demasiado joven, por lo que descartaron a la única mujer que cumplía con todos los requisitos –inferidos y comprobados– para ser portadora del título.
Según Maynard Solomon, ella fue indudablemente Antonie Brentano, esposa de uno de los mejores amigos de Beethoven, el comerciante Franz Brentano. Se habían conocido gracias a Bettina, la hermana de Franz, y el compositor había entablado una gran amistad con toda la familia, incluidos los hijos de Antonie. Este acercamiento y el hastío de ella hacia su vida conyugal los llevaron a una tormentosa relación, impensable en la sociedad de la época, pero que Antonie estuvo dispuesta a llevar hasta las últimas consecuencias, siendo que la devoción y admiración que le profesó al compositor llegó hasta los últimos días de su vida.
Antonie no fue la musa de Beethoven, pero actuó como bálsamo para el orgullo herido del compositor, quien había sido rechazado por toda mujer a quien había cortejado. Fue la amada inalcanzable en virtud de su condición civil, y al parecer, la decisión de que esto no terminara en una escandalosa unión fue tomada por Beethoven, a quien los romances frustrados no le eran desconocidos. Aun así, la carta no es una despedida, sino una lucha de fuerzas al puro estilo beethoveniano; una disyuntiva entre los deseos de permanecer con la única mujer por quien fue correspondido, y la resignación a la renuncia del matrimonio y la aceptación de su soledad, ya que el carácter de este romance rompe con cualquier esperanza de tener una vida familiar normal.
Aunque Beethoven renunció al amor de Antonie, cumplió la promesa escrita en la última línea de la carta –“Oh, continúa amándome, nunca juzgues mal el corazón fidelísimo de tu amado”– y once años después, en 1823, dedicó a su “amada inmortal” sus Variaciones Diabelli opus 120.