Una vez que el último “Freude, schöner Götterfunken, Götterfunken!”[1] resonó en el teatro, y las postreras notas de la orquesta se rindieron ante el silencio, la masa de aplausos y loas conmovió a un Beethoven que había presentado al mundo una de las más grandes obras jamás escritas; sin embargo, esto no marcaba el punto y final en el alud creativo del compositor, sino acaso la promesa de nuevos caminos por explorar.
“Otro lugar donde habita la música es el salón. Es ahí donde se gesta la idea de la música de cámara, siendo su clave –justamente– la intimidad ubicua que parece alcanzar al compositor, al intérprete y al escucha”.
El lugar de la música no ha sido en exclusiva la gran sala de conciertos. Otro lugar donde habita es el salón, que inicialmente fue un íntimo espacio tanto aristócrata como burgués, y a menudo abierto en casa de algunos creadores, intérpretes e intelectuales. Es aquí donde se gesta la idea de la música de cámara, siendo su clave –justamente– la intimidad ubicua que parece alcanzar al compositor, al intérprete y al escucha. Con una dotación instrumental ceñida al reducido espacio, la exploración y el potencial expresivo son ilimitados.
A diferencia del menudo repertorio sinfónico, el repertorio de cámara de Beethoven es muy vasto, tanto en instrumentación como en géneros. Su paisaje abarca desde una sonata para piano, hasta un octeto de alientos, pasando por cada numeral intermedio y muy distintas dotaciones. Además hay que prestar atención a sus obras vocales, a sus Lieder y canciones en otros idiomas (en italiano, además de sus arreglos de canciones populares en inglés, polaco, francés…), que fueron fundamento de un estilo y una estética que tomaron –y con qué gusto– tanto los salones como las salas de concierto. De tan grande menú de posibilidades tímbricas y de géneros, es complicado y, a decir verdad, innecesario, optar por sólo una, ya que dentro de dicha plétora es donde podemos tener una aproximación tan íntima con el autor como él mismo la tuvo con la música.
Para Beethoven, el salón, y en especial el cuarteto de cuerdas, devinieron en un lienzo para trascender su propia poética, donde la plasticidad de la forma siguió en constante cambio, curso emprendido ya desde sus obras sinfónicas, pero llevado al paroxismo en sus últimos opus. Resulta enigmático empaparse en la obra tardía e íntima del hijo pródigo de Bonn; ahí podemos encontrar, por ejemplo, una fuga –una Gran Fuga– que evoca a los trabajos más sublimes de Bach; una obra que pretendía ser el movimiento final de un cuarteto, pero cuyos límites insondables trascendieron en su flujo a la concepción original. También podemos escuchar siete movimientos, cuyas fronteras están desdibujadas, en el Cuarteto opus 131, paradigma de la exploración y del enigma: ¿hasta dónde quería llevarnos Beethoven? ¿Qué era aquello que nos quería decir con tanta insistencia en el quinto movimiento, con forma de bucle?
Este último trecho, cercano a sus últimos días, fue para Beethoven una búsqueda más allá de su propio tiempo, con miras al escucha del futuro, indeterminado y continuo. La obra de cámara de Beethoven nos invita a maravillarnos, a dejarnos conmover por las sensaciones y a no dejar de preguntar en torno al arte, a lo bello y a lo sublime. O como lo explicó con certeza, Theodor W. Adorno: “La madurez de las obras tardías de artistas importantes no se parece a la de los frutos. Por lo común no son redondas, sino que están arrugadas, incluso desgarradas; suelen abstenerse de la dulzura, y con su amargura, su aspereza, se niegan al mero paladeo; les falta toda aquella armonía que la estética clasicista está acostumbrada a exigir de la obra de arte, y más muestran la huella de la historia que del crecimiento”.[2]
[1] Últimas palabras cantadas por el coro en la Novena sinfonía, opus 125.
[2] Theodor W. Adorno, Escritos musicales IV. Obra completa, 17, Madrid: Ediciones Akal, 2008. P. 15.