“No, no! the adventures first”, said the Gryphon in an impatient tone:
“explanations take such a dreadful time”.
Alice in Wonderland.
Lewis Carrol.
De acuerdo al lugar común, las sinfonías de Beethoven se dividen en dos grupos: las impares, de genialidad absoluta, y las pares, hermanas de las anteriores, aunque algo menos “agraciadas”, como gustan decir las tías de ciertas familias… La excepción a esta regla nunca escrita es, desde luego, la Sexta sinfonía.
En alguna medida debemos a Richard Wagner el origen de este mito. Wagner estableció la más importante apreciación crítica de las sinfonías de Beethoven y escribió acerca de ellas, comenzando por la Quinta. A Wagner, por ejemplo, debemos el sobrenombre de Apoteosis de la danza que suele darse a la Séptima sinfonía.
“Las sinfonías Segunda, Cuarta y Octava no gozan de referencias extramusicales que adelanten algo de su significado; no hay prometeos ni napoleones, como en la Heroica, ni textos o descripciones del paisaje, como en la Pastoral”.
Ese panorama nos deja entonces la difícil tarea de decir algo sobre las hermanas de Cenicienta, las sinfonías Segunda, en re mayor, opus 36; Cuarta, en si bemol mayor, opus 60; y Octava, en fa mayor, opus 93. Se advertirá en seguida que estas sinfonías tampoco gozan de referencias extramusicales que adelanten algo de su significado; no hay prometeos ni napoleones, como en la Heroica, ni textos o descripciones del paisaje, como en la Pastoral. Y quizá con esto nos vamos acercando al problema, porque lo verdaderamente genial de nuestras sinfonías estriba en sus cualidades musicales intrínsecas, algo que tal vez podemos explicar con la imprescindible ayuda de los tecnicismos musicales, pero que resulta más difícil de traducir para el público en general. Sin duda, esto contribuye a la menor fama de la que gozan estas partituras.
Pero, de cualquier forma, y aun conociendo los rudimentos musicales de la forma y la armonía, es inevitable recurrir a las metáforas para explicar algunos de los procesos que estas sinfonías denotan. Ejemplo de ello es lo que mis alumnos de análisis conocen como “el perro”, ese simpático bicho que acompaña a Fausto y Wagner en el paseo por el campo, al inicio de la obra de Goethe. Su pinta es como la de cualquiera de los nuestros: mueve la cola, pone cara de víctima y hace payasadas. Pero ese chucho inofensivo regresa a la ciudad y se niega a entrar al estudio de Fausto porque en el piso están trazados algunos signos de alquimia, destinados a mantener alejado al demonio. El perro es un lobo, es el diablo, es Mefistófeles. El perro es el ser inofensivo que ronda por ahí engañándonos a los ojos, para enseguida tornarse en una fuerza maléfica.
Las introducciones a las Segunda y Cuarta sinfonías tienen cada una su “perro”. En la Segunda, se nos aparece en aquella inflexión a si bemol, una tonalidad que en un inicio parece caprichosa pero que jugará un papel desestabilizador a lo largo de toda la sinfonía. En la Cuarta, que como la segunda tiene una larga introducción, “el perro” se nos aparece al mero inicio; es de hecho ¡la segunda nota que se escucha en la sinfonía! (un sol bemol que se convertirá en un feroz fa sostenido). Pero al inicio, también esa nota diabólica sólo parece un capricho, un devaneo propio de la introducción. En la Octava sinfonía (cuarto movimiento), “el perro” se deja suelto y lanza un estruendoso aullido en do sostenido que, tocado por toda la orquesta en unísono (un rasgo que luego Schumann y otros encontrarán irresistible de no copiar), es el claro aviso del drama que está a punto de ocurrir, el oscuro presagio que anuncia el desencadenamiento de un viaje tonal de insospechados alcances.
Recurro a este único ejemplo, de cómo una sola nota es elegida por Beethoven para transformarse en una fuerza arrolladora, para ilustrar un típico proceso musical beethoveniano, del que estas sinfonías son ejemplos insuperables. Pero las bellezas formales y la solvencia técnica con las que Beethoven construyó cada una de estas sinfonías distan de limitarse a ello y no deben de ser un muro infranqueable que nos impida conocerlas mejor. Por el contrario –y como si se tratase de aquel jardín que la Alicia de Carroll vislumbra tras el ojo de la cerradura de una puerta de la que no tiene llave–, vale la pena buscar un poco más, escuchar sin prejuicios y con mayor atención, y acceder así a un paraíso sinfónico de insospechadas y magistrales virtudes.