Beethoven nunca se repitió a sí mismo en sus sonatas: cada obra, cada movimiento es un nuevo organismo.
Las sonatas de Beethoven son únicas en tres aspectos. Primero, representan el total desarrollo de un genio, desde sus inicios hasta el umbral de sus últimos cuartetos. Ahí las Variaciones Diabelli y el último juego de bagatelas terminan por entero el cuadro. Segundo, no hay entre ellas una pieza inferior –en contraposición a los juegos de variaciones, por ejemplo, que tienden a ser irregulares–. Encuentro imposible compartir la pobre opinión que Busoni tenía de las obras tempranas. Si debemos dividir las obras de Beethoven en tres periodos de acuerdo al pronunciamiento de Liszt “l’adolescent, l’homme, le dieu”, entonces el joven Beethoven ya es un gran compositor. Pero no debemos tomar muy en serio el término adolescente: después de todo, Beethoven tenía veinticuatro años cuando publicó su opus 1. Y tercero, Beethoven nunca se repitió a sí mismo en sus sonatas: cada obra, cada movimiento es un nuevo organismo.
Alfred Brendel, “Form and Psychology in Beethoven’s piano Sonatas”, conferencia para la Dartington Summer School, 1970, publicada en Music and Musicians (Londres, junio de 1971).
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Las sonatas de Beethoven constituyeron el primer conjunto de obras pianísticas serias y sustanciales adecuadas para ser interpretadas en grandes salas de concierto con capacidad para centenares de personas. Después de que Franz Liszt creara el recital de piano, una década después de la muerte de Beethoven, las sonatas se convirtieron gradualmente en la base del repertorio público para cualquier pianista que pretendiera alcanzar una maestría musical importante.
Concebidas para los ambientes más íntimos, muchas de las sonatas fueron consideradas maravillosamente aptas para interpretación virtuosa en grandes salas. Algunas de las primeras sonatas ya presentaban dificultades que incomodaban al aficionado medio, y los obstáculos técnicos se volvieron más difíciles de superar en la Waldstein, la Appassionata y Les Adieux. Más tarde aún, la sonata Hammerklavier opus 106, parecía eludir completamente al aficionado. Czerny le contó a Beethoven que en Viena una dama había estado practicando la Sonata en si bemol durante un mes, y aún era incapaz de tocar el principio. Sin embargo, la mayoría de las sonatas seguían estando justo al alcance de los aficionados, que aún podían sacar algún provecho de ellas: sus dificultades, en efecto, daban la sensación, por más sutil que fuera, de estar en contacto con el nivel profesional que no se podía experimentar con ninguna otra serie de obras importantes. Era un reto que se podía enfrentar, un ideal al que se podía aspirar, incluso aunque al final nunca pudieran ser dominadas completamente –ni siquiera, como señaló Artur Schnabel, por el profesional consumado: ninguna interpretación de una sonata de Beethoven, afirmaba, puede ser tan grandiosa como la obra misma.
Charles Rosen, Las sonatas para piano de Beethoven, versión castellana de Bárbara Zitman. Madrid: Alianza Editorial, 2005. 22-23.
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La Sonata opus 27, n.º 2 (la llamada Claro de luna), aunque comprende tres movimientos superficialmente dispares, es una obra maestra de organización intuitiva. En oposición a la Patética, que se vuelve atrás desde la beligerancia de su allegro inicial hacia las más modestas ambiciones de su rondó conclusivo, la Claro de luna escala desde la primera hasta la última nota. Comenzando con el modesto encanto de la que es sin duda la más amada y abusada de las melodías de Beethoven, la gracia de los tresillos del adagio inicial desemboca en el aroma inalcanzable del re bemol mayor que constituye el segundo movimiento. Este frágil y otoñal allegretto, a su vez, desaparece bajo el torrente intempestivo que es el presto final. De hecho, el movimiento presto de esta obra parece cristalizar los sentimientos de los otros dos y confirmar una relación emocional a la vez flexible y segura. Escrito en la forma de un allegro-sonata, como los que Beethoven habitualmente escribía en los primeros movimientos, es uno de los más imaginativamente estructurados y temperamentalmente versátiles de todos sus finales.
Glenn Gould, The Glenn Gould Reader, editado por Tim Page. Londres: Faber and Faber, 1987. P. 52.