En su libro sobre la Etología de la lectura, Ivan Illich menciona que uno de los significados de la palabra rapsoda era “zurcidor”, es decir, alguien que “une con costuras los retazos del pasado” y crea versos y cantos. Ciertamente, el canto fue y ha sido siempre el primer lugar en donde los humanos tejen sus historias. Para los antiguos nahuas, nos cuenta a su vez Miguel León-Portilla, los cantos no sólo eran un medio para entrar en contacto con lo divino sino que además “propiciaban el diálogo con el corazón”. Y es que la melodía de la voz, que tan fácilmente escuchan los niños, tiene que ver más con la ilusión que con la precisión en donde un texto pretende asentarse. Por lo mismo, yéndonos al contexto de la Conquista, cuando el clero asumió la tarea de la evangelización, una de sus armas más efectivas fue el canto cristiano, pues este, sin siquiera proponérselo, le abrió la puerta al sincretismo religioso. En su Historia de las Indias de Nueva España e islas de la tierra firme de 1588, el dominico Diego Durán se pregunta, no sin irritación, si los que van a misa en la Catedral de México no lo harán en realidad para poder adorar ahí a los antiguos dioses pues dice: “He oído semejantes días cantar en el areito unos cantares de Dios y del santo, y otros mezclados de sus metáforas y antiguallas, que el demonio que se los enseñó sólo los entiende”.
La canción cardenche es una especie de secularización que tomó el canto polifónico sin instrumentos para reconfigurarse en las historias que narran la vida de los campesinos que habitaron la región lagunera a partir del siglo XIX.
La música litúrgica que trajeron consigo los españoles se implantó en Hispanoamérica a partir del Renacimiento, lo que en términos musicales significa que la polifonía ya había sido desarrollada. Debido a la escritura musical propia de Occidente y a los archivos que se han conservado, podemos saber en la actualidad el tipo de evolución de formas y géneros musicales que se dio en las catedrales e iglesias pequeñas de la Nueva España, más o menos paralelo al caso de la península, por lo menos en el periodo colonial. Lo que no podemos saber es el tipo de sincretismo sonoro que surgió a partir de que las poblaciones locales, formadas en gran parte por los pueblos originarios, empezaron a asistir a misa para escuchar, cantar y resignificar en su imaginario sonoro los cantos que habían llegado del Viejo Mundo. No obstante, existen cantos pertenecientes a la tradición que han llamado mucho la atención a investigadores y músicos por ser cantos polifónicos a tres o cuatro voces que, aunque utilicen los sistemas modal y tonal, conservan una sonoridad inédita que, a lo largo del tiempo, ha podido mantenerse lejos del canon estético de Occidente. Estos son los llamados alabanceros, es decir, grupos de cantores en iglesias pequeñas de diversas comunidades que crean sus propias fórmulas melódicas y las aplican a las alabanzas cristianas, ya sea en castellano o en lenguas originarias como el purépecha. Y también, claro, el canto cardenche que escucharemos hoy.
El nombre cardenche se debe a una cactácea, la cual posee un tipo de espinas que si llegan a clavarse en tu piel, la desgarrará aún más al intentar sacarlas. De ahí el desgañite, el quejido, la voz afalsetada que solía ser acompañada por tragos de sotol.
Aunque los cardencheros suelen cantar también alabanzas, alabados, coloquios y pastorelas navideñas debido a la evangelización franciscana y jesuita que se dio en el norte, parece ser que la canción cardenche es una especie de secularización o deriva que tomó el canto polifónico sin instrumentos para reconfigurarse en las historias que narran la vida de los campesinos que habitaron la región lagunera a partir del siglo XIX. Los cantores de Sapioriz, a los que sus paisanos les llaman también cenzontles o chenchos, cuentan cómo para ellos y sus antepasados, cantar al calor del fuego después de una larga jornada de trabajo se convirtió en una especie de oasis en medio del desierto; una forma de liberar su mal de amores, su malestar con el mundo. El nombre cardenche se debe a una cactácea que crece en el desierto de Chihuahua, la cual posee un tipo de espinas que si llegan a clavarse en tu piel, la desgarrarán aún más al intentar sacarlas. De ahí también el desgañite, como ellos dicen, el quejido, la voz afalsetada que solía ser acompañada por tragos de sotol, el aguardiente de la región que llaman “arrancador”.
Los Cardencheros de Sapioriz, Guadalupe Salazar Vázquez, Fidel Elizalde, Antonio Valles Luna y Genaro Chavarría Ponce –que en paz descanse–, se han dedicado no sólo a la difusión y a la conservación de más de un centenar de canciones sino también a la transmisión de estas a las nuevas generaciones.
En su libro Yo, el francés, Jean Meyer menciona el siguiente testimonio de un viajero de mediados del siglo XIX:
... de pronto el mexicano me miró, sonrió y dijo —vamos a hacer cantar al lobo—. Entonces de un canto muy singular al que le dicen cardenche, el coplero lanzó sus versos y después de varios intentos escuché con asombro la respuesta de los coyotes […] Cuando terminaban los coyotes, el jinete cantaba, luego los coyotes repetían y al final todos a coro, mexicanos y franceses, hombres y animales, entonamos los falsetes.
Aunque es posible encontrar el cantar acardenchado desde principios del siglo XX en corridos y canciones mexicanas de todo tipo, hasta hace algunos años, la canción cardenche se encontraba en riesgo de desaparecer, al ser tan sólo una pequeña comunidad la depositaria de dicha tradición. Me refiero a Sapioriz, que pertenece al municipio de Lerdo, en Durango, parte de la comarca lagunera, una región comprendida entre los límites de Durango y Coahuila. Los Cardencheros de Sapioriz, Guadalupe Salazar Vázquez, Fidel Elizalde, Antonio Valles Luna y Genaro Chavarría Ponce, –que en paz descanse–, han dedicado los últimos años de su vida, no sólo a la difusión y a la conservación de más de un centenar de canciones que heredaron del canto de sus antepasados, sino también a la transmisión de estas a las nuevas generaciones, para lo cual se han construido tanto el Recinto del Canto Cardenche en Sapioriz como la asociación civil Tierra del Cardenche. Doña Ofelia Elizalde, Ángel Valenzuela e Higinio Chavarria, que tendremos el placer de escuchar hoy, son parte de estas nuevas generaciones de cantores.
Y también lo son los miembros del Coro Acardenchado, pues tanto Juan Pablo Villa, su director, como otros miembros del coro, han tomado talleres con los maestros cardenches en los últimos años. Así, desde la Ciudad de México el proyecto de este coro no sólo consiste en retomar y difundir mediante un canto comunitario y polifónico la canción cardenche, sino además, crear en colaboración arreglos contemporáneos a partir de esta, empleando distintas técnicas como los son la improvisación libre, la percusión corporal y el uso de la voz con influencias de otros cantos y expresiones como las letanías que se escuchan en los mercados de la Ciudad de México, el canto bifónico y el katajjaq inuit.
Referencias bibliográficas
Illich, Ivan. En el viñedo del texto. Etología de la lectura: un comentario al Didascalicon de Hugo de San Víctor. México: Fondo de Cultura Económica, 2018.
León-Portilla, Miguel. La música en la literatura náhuatl. México: El Colegio Nacional, 2019.
Meyer, Jean. Yo, el francés. Crónicas de la Intervención francesa en México (1862-1867). México: Tusquets, 2002.
Romero García, Nadie. Tesis de Maestría: Cenzontles de Nazas. La canción cardenche en el ejido de Sapioriz, Durango: un depósito de la memoria colectiva, 1940-1960. México: Universidad Nacional Autónoma de México, 2009.
Todorov, Tzvetan. La conquista de América. El problema del otro. México: Siglo XXI, 2008.