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Arqueología

Cartografía tradicional de los pueblos de México. Mapas indígenas y mestizos

¿Qué expresa un mapa? ¿Cómo representaban el espacio los indígenas y mestizos antes y después de la Conquista? El historiador José María García Redondo explica la concepción cartográfica de los pueblos originarios de México, distinguida por el empleo de glifos toponímicos, así como por incluir elementos temporales y narrativos. Estas expresiones visuales indígenas del espacio son una postura ante el mundo.


Por José María García Redondo

*Ofrecemos a nuestros lectores un fragmento del estudio introductorio al volumen El primer mapa de México, de Frederik Muller, publicado por Arte & Cultura / Grupo Salinas en 2021.

Portada: Códice Xolotl, página 1, circa 1542, Biblioteca Nacional de Francia, París.

Apenas habían transcurrido unos meses desde que Hernán Cortés irrumpió con sus huestes en la gran Tenochtitlan, actual Ciudad de México, cuando ya se afanaba en proseguir sus conquistas más allá de la capital del Imperio mexica. Con el deseo de conocer más territorios y, sobre todo, con el propósito de fortalecer sus posiciones en el litoral frente a otros españoles, a inicios de 1520, Cortés preguntó al tlatoani Moctezuma “si en la costa de la mar había algún río o ancón [puerto] en que los navíos que viniesen pudiesen entrar y estar seguros”. El gobernante prisionero le aseguró que él no lo sabía, pero que le “haría pintar toda la costa y ancones y ríos de ella”. Al día siguiente, según relató el conquistador, le “trajeron figurada en un paño toda la costa, y en ella parecía un río que salía a la mar más abierto –según la figura– que los otros; el cual parecía estar entre las sierras que dicen San Martín, y son tanto en un ancón por donde los pilotos hasta entonces creían que se partía la tierra en una provincia que se llama Coatzacoalco” (Cortés, Segunda Carta carta de relación, 2016: 222). El cronista Bernal Díaz del Castillo, quien acompañó a Cortés en sus andanzas, agregaría en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España que el mapa, “en paño de henequén”, tenía “pintados y señalados muy al natural todos los ríos y ancones que había en la costa del norte, desde Pánuco hasta Tabasco, que son obra de ciento y cuarenta leguas” (Díaz del Castillo, 2011: 378).

Valiéndose de ese mapa, el cual no se ha conservado, Cortés organizó una expedición comandada por Diego de Ordás. Con los españoles viajó un grupo de nativos dispuesto por Moctezuma para que “los guiase y fuese con ellos”. Sin embargo, aunque finalmente alcanzaron el río Coatzacoalcos, al sur de Veracruz, y dieron con un puerto seguro, el memorial de Cortés no dejó claro el uso que se le dio a aquel dibujo, ni hasta qué punto fueron imprescindibles los guías locales, tanto para moverse sobre el terreno como para leer dicho documento. La percepción inicial parece sugerir un cierto desajuste entre lo que se esperaba encontrar por el mapa y la geografía que experimentaron los invasores: “anduvieron Anduvieron sesenta y tantas leguas… en ninguna parte hallaron río ni ancón donde pudiesen entrar navíos ningunos” (Cortés, Segunda Carta carta de relación, 2016: 222-223).

Las impresiones españolas respecto a la cartografía indígena fueron bastante parecidas casi un lustro después, en 1524, cuando Cortés se encaminó hacia la región de Honduras con el fin de reprimir al traidor Cristóbal de Olid y sus secuaces que andaban conspirando contra él. Para adentrarse en aquel ignoto paraje, el conquistador se sirvió de otro mapa que, en este caso, le prepararon los naturales de Tabasco y Xicalango: “me Me hicieron una figura en un paño de toda ella [la costa], por la cual me pareció que yo podía andar mucha parte de ella, en especial hasta allí donde estaban los españoles” (Cortés, Quinta Carta carta de relación, 2016: 530). Aunque tampoco nos ha llegado esta imagen, el cronista Francisco López de Gómara precisó que era “un dibujo de algodón tejido, en que pintaron todo el camino que hay de Xicalango hasta Naco y Nito, donde estaban los españoles, y aún hasta Nicaragua, que está en el Mar del Sur [océano Pacífico]… [El dibujo era] cosa digna de ver, porque tenía todos los ríos y sierras que se pasan y todos los grandes pueblos y las ventas a donde hacen jornada cuando van [los comerciantes] a las ferias” (López de Gómara, 1995: 246).

“Y dijo que ellos no sabían camino por tierra sino por el río... a tientas me llevarían por aquellos montes, que no sabían si acertarían”.

No obstante, aunque Cortés “se maravilló de la noticia que tenían de tierra tan lejana”, parece que tuvo bastantes dificultades para moverse “según la figura”. Por un lado, los habitantes de la región estaban acostumbrados a desplazarse en canoas a través de los ríos, que eran sus verdaderos caminos. De este modo, las únicas vías por tierra que pudo reconocer el conquistador fueron las confusas indicaciones que le dieron los naturales a su paso: “Y dijo que ellos no sabían camino por tierra sino por el río… a tientas me llevarían por aquellos montes, que no sabían si acertarían”. A pesar de todo, Cortés se esforzaba por comprender su dibujo y en anotar sobre él cuantas pistas pudiesen facilitarle la travesía: “le Le rogué [a un señor local] que me mostrase el camino para ir a Ciuatecpan [al noreste de Chiapas], porque por allí había de pasar según mi figura… Les dije que me mostrasen desde allí el paraje en que estaba y lo marqué lo mejor que pude” (Cortés, Quinta Carta carta de relación, 2016: 548-549).

Por otro lado, a ojos del español, el mapa que, por su naturaleza esquemática, habría estado hecho a modo de un itinerario práctico –para el uso de los comerciantes fluviales de la región– presentaba bastantes deficiencias en cuanto a orientación y contenido. Encontrándose perdido en un selvático laberinto, con los hombres enfermos y sin avituallamiento, Cortés rehusó seguir utilizando el mapa y recurrió a su brújula y al recuerdo de las indicaciones dadas por los naturales: “hice Hice sacar una aguja de marear [brújula] que traía conmigo, por donde muchas veces me guiaba… y por ella, acordándome del paraje en que me habían señalado los indios que estaba el pueblo, hallé que corriendo al nordeste desde allí salíamos a dar al pueblo o muy cerca de él” (Cortés, Quinta Cartacarta de Relaciónrelación, 2016: 550).

Quinientos años después, ambas anécdotas cartográficas nos advierten de las premisas y las cautelas que debemos adoptar para mirar nuevamente las imágenes del territorio que elaboraron los pueblos originarios de México. Al igual que los hombres de Hernán Cortés, es posible que muchos de nosotros acabásemos completamente desorientados si quisiésemos viajar sólo con alguna de aquellas pinturas. Si, en apenas una generación, hoy se encuentran jóvenes que, acostumbrados a ubicarse mediante sofisticadas aplicaciones en el celular, podrían perderse en la Ciudad de México llevando en la mano la Guía Roji, cuánto más difícil puede resultarnos leer dichas “figuras” habiendo olvidado las claves gráficas, los conceptos indígenas de organización territorial y, con gran tristeza, habiendo desaparecido buena parte de los paisajes que fueron representados.

Por ello, antes de empezar a analizar los diseños indígenas, es necesario revisar qué entendemos por “mapa”. El Diccionario de la lengua española recoge una definición amplia del término, como “representación geográfica de la Tierra o parte de ella en una superficie plana”. No obstante, de manera cotidiana, para que consideremos que un mapa es “válido” comprendemos que han de cumplirse ciertos requisitos técnicos, propios de la ciencia geográfica: haber sido realizado siguiendo un sistema matemático de proyección (a partir del cual se ha trasladado la esfericidad de la tierra a un soporte plano); mantener una escala homogénea (guardando una relación proporcionada entre la realidad y el dibujo); seguir una orientación constante (respecto a los puntos cardinales) e indicar, de manera precisa y fidedigna, los fenómenos territoriales mediante una serie de símbolos y signos más o menos estandarizados.

En definitiva, podemos decir que un mapa es la “expresión visual de una construcción social y cultural del espacio”.

Sin embargo, tanto en la época histórica como en la actualidad, podemos encontrar y manejar muchos otros mapas que no necesariamente se ajustan a estas características técnicas, como es el caso de la cartografía indígena. Un croquis a mano alzada, el esbozo con las indicaciones para hacer un recorrido o un sencillo bosquejo con los rasgos principales de un pueblo o de un paisaje pueden cumplir perfectamente las mismas funciones –e incluso ser más prácticos– que un mapa estrictamente matemático. Así pues, adoptamos como definición de mapa toda aquella representación del espacio que transmite una serie de ideas e informaciones acerca del territorio y que permite al usuario la ubicación, la adquisición de posiciones o la toma de decisiones. En tanto en cuanto el mapa es una “representación” realizada por un sujeto (o sujetos), dentro de una cultura y para unos fines determinados, constituye una “interpretación” del espacio que, en ningún caso, puede homologarse al “verdadero” territorio. Independientemente de que cada sociedad emplee sus propios iconos y convenciones gráficas, la elaboración de cualquier mapa implica un proceso de “selección”, es decir, de pensar qué elementos son significativos y merece la pena incorporarlos al diseño. No todo lo que vemos puede dibujarse o cabe en un mapa. Por tanto, lo que aparece en la cartografía es aquello que –en un momento determinado– se consideró importante o como un referente territorial necesario. En definitiva, podemos decir que un mapa es la “expresión visual de una construcción social y cultural del espacio” (García Redondo, 2018: 23-24).

Dicho esto, el objetivo de este ensayo es realizar una aproximación a los mapas tradicionales de los pueblos mexicanos. En el primer apartado presentaremos algunas ideas sobre la producción cartográfica prehispánica, sus principales características y las convenciones plásticas más frecuentes. Seguidamente, estudiaremos algunos ejemplares conocidos desde un punto de vista documental en los primeros años de la Colonia, por un lado, como testimonios históricos del pasado de los pueblos y, por otro, como documento vivo en diversos asuntos administrativos y territoriales. Así pues, en la segunda sección, ahondaremos en el uso comunitario de los mapas, como soporte de relatos y como elemento para la construcción identitaria y territorial de los pueblos. Y, por último, analizaremos los procesos de mestizaje cartográfico y la creación de mapas en el contexto de las nuevas sociedades fraguadas tras la Conquista.

La principal dificultad que entraña el estudio de la cartografía elaborada por los pueblos originarios de México es la escasez de vestigios anteriores a la llegada de los españoles.

 

Supervivencias y representaciones

Sin lugar a dudas, la principal dificultad que entraña el estudio de la cartografía elaborada por los pueblos originarios de México es la escasez de vestigios anteriores a la llegada de los españoles. La gran mayoría de los documentos conservados corresponde a época colonial, motivo por el que se evidencia cierta influencia europea en los patrones gráficos y en las convenciones compositivas. Esto es lo que se denomina “cartografía hispanoindígena” o “mestiza”. En el momento de la Conquista, buena parte del territorio mesoamericano estaba dominado por los mexicas, grupo étnico que articuló el Imperio azteca y que consolidó el náhuatl como lengua franca entre las demás comunidades. A estas sociedades corresponde la mayor parte de los vestigios conservados, no obstante, se identifican algunas representaciones territoriales de origen mixteca, zapoteca y maya con sus respectivas particularidades.

Además de las referencias ya citadas de Hernán Cortés y Bernal Díaz del Castillo, se conocen varios testimonios que confirman el uso y la creación de mapas por parte de las sociedades prehispánicas, si bien, como señaló Elizabeth Hill Boone (1998: 18-19), raramente los concebirían como una forma documental independiente, diferenciada de otros manuscritos pintados o escritos. En este sentido, fray Bernardino de Sahagún recogió en su Historia General general de las cosas de Nueva España, conocida también como Códice Florentino, elaborada entre 1540 y 1585, el probable uso de la palabra tlapallacuilolpan por parte de los mexicas para hacer referencia a la idea de mapa. Un término muy general, como advierte Miguel Ángel Ruz Barrio (2016: 24), compuesto por las voces tlapalli, “color para pintar o cosa pintada”, tlacuilolli, “escritura o pintura”, y el sufijo de locativo -pan que hace referencia al lugar donde se desarrolla la acción.

Dos características van a repetirse en buena parte de los mapas de origen indígena: la inclusión de elementos temporales o narrativos y el empleo de “glifos toponímicos”.

En los testimonios más antiguos, esta fusión de lo cartográfico con otros dibujos y textos apunta ya dos características que van a repetirse en buena parte de los mapas de origen indígena. Por un lado, la inclusión de elementos temporales o narrativos, lo que ha motivado que sean calificados como “documentos de representación espacio-temporal” (León-Portilla, 2005: 189). Y, por otro lado, el empleo de “glifos toponímicos”, es decir, de iconos individualizados para reconocer los nombres propios de las poblaciones y de algunos accidentes geográficos en particular.

Los paisajes representados suponen una especie de “escenario” donde se narran mitos religiosos. Son “geografías sagradas” donde, junto a los elementos naturales, interactúan dioses y personas.

En los códices mixtecos previos a la Conquista, como es el caso del llamado Zouche-Nuttall o Tonindeye (custodiado en el Museo Británico), o del Vindobonensis Mexicanus 1 o Yuta Tnoho (en la Biblioteca Nacional de Austria), se reproducen diversas escenas que podríamos reconocer como de contenido geográfico, pero no exactamente como mapas. Como advirtió Miguel León-Portilla (2005: 189-190), los paisajes representados suponen más bien una especie de “escenario” donde se narran mitos religiosos. Son “geografías sagradas” donde, junto a los elementos naturales (cordilleras, caminos, cuerpos de agua, glifos de poblaciones, plantas y animales), interactúan dioses y personas. En la página 3 de este último códice (imagen 1), por ejemplo, se reconocen varios escenarios de sucesos míticos que recientes investigaciones han puesto en relación con rituales y paisajes concretos del valle de Nochixtlan (Hamann, 2012). En la parte de la derecha abajo hay un lugar llamado “Cerco de Piedras”, sobre él se sitúa la “Cueva del Águila”. A la izquierda arriba se reconoce el “Cerro de los Pasajuegos”, caracterizado por dos estructuras paralelas en forma de I en horizontal, que son dos campos de Juego juego de Pelotapelota. Bajo este, en el “Cerro de la Estacada” y la “Ciudad de Sangre” tiene lugar el encuentro entre la “Señora 8 Venado” y el “Señor 7 Viento” (Anders et al., 1992: 181-183).

Imagen 1. Códice Vindobonensis Mexicanus 1, p. 3 (inicios del siglo XVI).