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Arqueología

Cartografía tradicional de los pueblos de México. Mapas indígenas y mestizos

¿Qué expresa un mapa? ¿Cómo representaban el espacio los indígenas y mestizos antes y después de la Conquista? El historiador José María García Redondo explica la concepción cartográfica de los pueblos originarios de México, distinguida por el empleo de glifos toponímicos, así como por incluir elementos temporales y narrativos. Estas expresiones visuales indígenas del espacio son una postura ante el mundo.


Por José María García Redondo

*Ofrecemos a nuestros lectores un fragmento del estudio introductorio al volumen El primer mapa de México, de Frederik Muller, publicado por Arte & Cultura / Grupo Salinas en 2021.

Portada: Códice Xolotl, página 1, circa 1542, Biblioteca Nacional de Francia, París.

Apenas habían transcurrido unos meses desde que Hernán Cortés irrumpió con sus huestes en la gran Tenochtitlan, actual Ciudad de México, cuando ya se afanaba en proseguir sus conquistas más allá de la capital del Imperio mexica. Con el deseo de conocer más territorios y, sobre todo, con el propósito de fortalecer sus posiciones en el litoral frente a otros españoles, a inicios de 1520, Cortés preguntó al tlatoani Moctezuma “si en la costa de la mar había algún río o ancón [puerto] en que los navíos que viniesen pudiesen entrar y estar seguros”. El gobernante prisionero le aseguró que él no lo sabía, pero que le “haría pintar toda la costa y ancones y ríos de ella”. Al día siguiente, según relató el conquistador, le “trajeron figurada en un paño toda la costa, y en ella parecía un río que salía a la mar más abierto –según la figura– que los otros; el cual parecía estar entre las sierras que dicen San Martín, y son tanto en un ancón por donde los pilotos hasta entonces creían que se partía la tierra en una provincia que se llama Coatzacoalco” (Cortés, Segunda Carta carta de relación, 2016: 222). El cronista Bernal Díaz del Castillo, quien acompañó a Cortés en sus andanzas, agregaría en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España que el mapa, “en paño de henequén”, tenía “pintados y señalados muy al natural todos los ríos y ancones que había en la costa del norte, desde Pánuco hasta Tabasco, que son obra de ciento y cuarenta leguas” (Díaz del Castillo, 2011: 378).

Valiéndose de ese mapa, el cual no se ha conservado, Cortés organizó una expedición comandada por Diego de Ordás. Con los españoles viajó un grupo de nativos dispuesto por Moctezuma para que “los guiase y fuese con ellos”. Sin embargo, aunque finalmente alcanzaron el río Coatzacoalcos, al sur de Veracruz, y dieron con un puerto seguro, el memorial de Cortés no dejó claro el uso que se le dio a aquel dibujo, ni hasta qué punto fueron imprescindibles los guías locales, tanto para moverse sobre el terreno como para leer dicho documento. La percepción inicial parece sugerir un cierto desajuste entre lo que se esperaba encontrar por el mapa y la geografía que experimentaron los invasores: “anduvieron Anduvieron sesenta y tantas leguas… en ninguna parte hallaron río ni ancón donde pudiesen entrar navíos ningunos” (Cortés, Segunda Carta carta de relación, 2016: 222-223).

Las impresiones españolas respecto a la cartografía indígena fueron bastante parecidas casi un lustro después, en 1524, cuando Cortés se encaminó hacia la región de Honduras con el fin de reprimir al traidor Cristóbal de Olid y sus secuaces que andaban conspirando contra él. Para adentrarse en aquel ignoto paraje, el conquistador se sirvió de otro mapa que, en este caso, le prepararon los naturales de Tabasco y Xicalango: “me Me hicieron una figura en un paño de toda ella [la costa], por la cual me pareció que yo podía andar mucha parte de ella, en especial hasta allí donde estaban los españoles” (Cortés, Quinta Carta carta de relación, 2016: 530). Aunque tampoco nos ha llegado esta imagen, el cronista Francisco López de Gómara precisó que era “un dibujo de algodón tejido, en que pintaron todo el camino que hay de Xicalango hasta Naco y Nito, donde estaban los españoles, y aún hasta Nicaragua, que está en el Mar del Sur [océano Pacífico]… [El dibujo era] cosa digna de ver, porque tenía todos los ríos y sierras que se pasan y todos los grandes pueblos y las ventas a donde hacen jornada cuando van [los comerciantes] a las ferias” (López de Gómara, 1995: 246).

“Y dijo que ellos no sabían camino por tierra sino por el río... a tientas me llevarían por aquellos montes, que no sabían si acertarían”.

No obstante, aunque Cortés “se maravilló de la noticia que tenían de tierra tan lejana”, parece que tuvo bastantes dificultades para moverse “según la figura”. Por un lado, los habitantes de la región estaban acostumbrados a desplazarse en canoas a través de los ríos, que eran sus verdaderos caminos. De este modo, las únicas vías por tierra que pudo reconocer el conquistador fueron las confusas indicaciones que le dieron los naturales a su paso: “Y dijo que ellos no sabían camino por tierra sino por el río… a tientas me llevarían por aquellos montes, que no sabían si acertarían”. A pesar de todo, Cortés se esforzaba por comprender su dibujo y en anotar sobre él cuantas pistas pudiesen facilitarle la travesía: “le Le rogué [a un señor local] que me mostrase el camino para ir a Ciuatecpan [al noreste de Chiapas], porque por allí había de pasar según mi figura… Les dije que me mostrasen desde allí el paraje en que estaba y lo marqué lo mejor que pude” (Cortés, Quinta Carta carta de relación, 2016: 548-549).

Por otro lado, a ojos del español, el mapa que, por su naturaleza esquemática, habría estado hecho a modo de un itinerario práctico –para el uso de los comerciantes fluviales de la región– presentaba bastantes deficiencias en cuanto a orientación y contenido. Encontrándose perdido en un selvático laberinto, con los hombres enfermos y sin avituallamiento, Cortés rehusó seguir utilizando el mapa y recurrió a su brújula y al recuerdo de las indicaciones dadas por los naturales: “hice Hice sacar una aguja de marear [brújula] que traía conmigo, por donde muchas veces me guiaba… y por ella, acordándome del paraje en que me habían señalado los indios que estaba el pueblo, hallé que corriendo al nordeste desde allí salíamos a dar al pueblo o muy cerca de él” (Cortés, Quinta Cartacarta de Relaciónrelación, 2016: 550).

Quinientos años después, ambas anécdotas cartográficas nos advierten de las premisas y las cautelas que debemos adoptar para mirar nuevamente las imágenes del territorio que elaboraron los pueblos originarios de México. Al igual que los hombres de Hernán Cortés, es posible que muchos de nosotros acabásemos completamente desorientados si quisiésemos viajar sólo con alguna de aquellas pinturas. Si, en apenas una generación, hoy se encuentran jóvenes que, acostumbrados a ubicarse mediante sofisticadas aplicaciones en el celular, podrían perderse en la Ciudad de México llevando en la mano la Guía Roji, cuánto más difícil puede resultarnos leer dichas “figuras” habiendo olvidado las claves gráficas, los conceptos indígenas de organización territorial y, con gran tristeza, habiendo desaparecido buena parte de los paisajes que fueron representados.

Por ello, antes de empezar a analizar los diseños indígenas, es necesario revisar qué entendemos por “mapa”. El Diccionario de la lengua española recoge una definición amplia del término, como “representación geográfica de la Tierra o parte de ella en una superficie plana”. No obstante, de manera cotidiana, para que consideremos que un mapa es “válido” comprendemos que han de cumplirse ciertos requisitos técnicos, propios de la ciencia geográfica: haber sido realizado siguiendo un sistema matemático de proyección (a partir del cual se ha trasladado la esfericidad de la tierra a un soporte plano); mantener una escala homogénea (guardando una relación proporcionada entre la realidad y el dibujo); seguir una orientación constante (respecto a los puntos cardinales) e indicar, de manera precisa y fidedigna, los fenómenos territoriales mediante una serie de símbolos y signos más o menos estandarizados.

En definitiva, podemos decir que un mapa es la “expresión visual de una construcción social y cultural del espacio”.

Sin embargo, tanto en la época histórica como en la actualidad, podemos encontrar y manejar muchos otros mapas que no necesariamente se ajustan a estas características técnicas, como es el caso de la cartografía indígena. Un croquis a mano alzada, el esbozo con las indicaciones para hacer un recorrido o un sencillo bosquejo con los rasgos principales de un pueblo o de un paisaje pueden cumplir perfectamente las mismas funciones –e incluso ser más prácticos– que un mapa estrictamente matemático. Así pues, adoptamos como definición de mapa toda aquella representación del espacio que transmite una serie de ideas e informaciones acerca del territorio y que permite al usuario la ubicación, la adquisición de posiciones o la toma de decisiones. En tanto en cuanto el mapa es una “representación” realizada por un sujeto (o sujetos), dentro de una cultura y para unos fines determinados, constituye una “interpretación” del espacio que, en ningún caso, puede homologarse al “verdadero” territorio. Independientemente de que cada sociedad emplee sus propios iconos y convenciones gráficas, la elaboración de cualquier mapa implica un proceso de “selección”, es decir, de pensar qué elementos son significativos y merece la pena incorporarlos al diseño. No todo lo que vemos puede dibujarse o cabe en un mapa. Por tanto, lo que aparece en la cartografía es aquello que –en un momento determinado– se consideró importante o como un referente territorial necesario. En definitiva, podemos decir que un mapa es la “expresión visual de una construcción social y cultural del espacio” (García Redondo, 2018: 23-24).

Dicho esto, el objetivo de este ensayo es realizar una aproximación a los mapas tradicionales de los pueblos mexicanos. En el primer apartado presentaremos algunas ideas sobre la producción cartográfica prehispánica, sus principales características y las convenciones plásticas más frecuentes. Seguidamente, estudiaremos algunos ejemplares conocidos desde un punto de vista documental en los primeros años de la Colonia, por un lado, como testimonios históricos del pasado de los pueblos y, por otro, como documento vivo en diversos asuntos administrativos y territoriales. Así pues, en la segunda sección, ahondaremos en el uso comunitario de los mapas, como soporte de relatos y como elemento para la construcción identitaria y territorial de los pueblos. Y, por último, analizaremos los procesos de mestizaje cartográfico y la creación de mapas en el contexto de las nuevas sociedades fraguadas tras la Conquista.

La principal dificultad que entraña el estudio de la cartografía elaborada por los pueblos originarios de México es la escasez de vestigios anteriores a la llegada de los españoles.

 

Supervivencias y representaciones

Sin lugar a dudas, la principal dificultad que entraña el estudio de la cartografía elaborada por los pueblos originarios de México es la escasez de vestigios anteriores a la llegada de los españoles. La gran mayoría de los documentos conservados corresponde a época colonial, motivo por el que se evidencia cierta influencia europea en los patrones gráficos y en las convenciones compositivas. Esto es lo que se denomina “cartografía hispanoindígena” o “mestiza”. En el momento de la Conquista, buena parte del territorio mesoamericano estaba dominado por los mexicas, grupo étnico que articuló el Imperio azteca y que consolidó el náhuatl como lengua franca entre las demás comunidades. A estas sociedades corresponde la mayor parte de los vestigios conservados, no obstante, se identifican algunas representaciones territoriales de origen mixteca, zapoteca y maya con sus respectivas particularidades.

Además de las referencias ya citadas de Hernán Cortés y Bernal Díaz del Castillo, se conocen varios testimonios que confirman el uso y la creación de mapas por parte de las sociedades prehispánicas, si bien, como señaló Elizabeth Hill Boone (1998: 18-19), raramente los concebirían como una forma documental independiente, diferenciada de otros manuscritos pintados o escritos. En este sentido, fray Bernardino de Sahagún recogió en su Historia General general de las cosas de Nueva España, conocida también como Códice Florentino, elaborada entre 1540 y 1585, el probable uso de la palabra tlapallacuilolpan por parte de los mexicas para hacer referencia a la idea de mapa. Un término muy general, como advierte Miguel Ángel Ruz Barrio (2016: 24), compuesto por las voces tlapalli, “color para pintar o cosa pintada”, tlacuilolli, “escritura o pintura”, y el sufijo de locativo -pan que hace referencia al lugar donde se desarrolla la acción.

Dos características van a repetirse en buena parte de los mapas de origen indígena: la inclusión de elementos temporales o narrativos y el empleo de “glifos toponímicos”.

En los testimonios más antiguos, esta fusión de lo cartográfico con otros dibujos y textos apunta ya dos características que van a repetirse en buena parte de los mapas de origen indígena. Por un lado, la inclusión de elementos temporales o narrativos, lo que ha motivado que sean calificados como “documentos de representación espacio-temporal” (León-Portilla, 2005: 189). Y, por otro lado, el empleo de “glifos toponímicos”, es decir, de iconos individualizados para reconocer los nombres propios de las poblaciones y de algunos accidentes geográficos en particular.

Los paisajes representados suponen una especie de “escenario” donde se narran mitos religiosos. Son “geografías sagradas” donde, junto a los elementos naturales, interactúan dioses y personas.

En los códices mixtecos previos a la Conquista, como es el caso del llamado Zouche-Nuttall o Tonindeye (custodiado en el Museo Británico), o del Vindobonensis Mexicanus 1 o Yuta Tnoho (en la Biblioteca Nacional de Austria), se reproducen diversas escenas que podríamos reconocer como de contenido geográfico, pero no exactamente como mapas. Como advirtió Miguel León-Portilla (2005: 189-190), los paisajes representados suponen más bien una especie de “escenario” donde se narran mitos religiosos. Son “geografías sagradas” donde, junto a los elementos naturales (cordilleras, caminos, cuerpos de agua, glifos de poblaciones, plantas y animales), interactúan dioses y personas. En la página 3 de este último códice (imagen 1), por ejemplo, se reconocen varios escenarios de sucesos míticos que recientes investigaciones han puesto en relación con rituales y paisajes concretos del valle de Nochixtlan (Hamann, 2012). En la parte de la derecha abajo hay un lugar llamado “Cerco de Piedras”, sobre él se sitúa la “Cueva del Águila”. A la izquierda arriba se reconoce el “Cerro de los Pasajuegos”, caracterizado por dos estructuras paralelas en forma de I en horizontal, que son dos campos de Juego juego de Pelotapelota. Bajo este, en el “Cerro de la Estacada” y la “Ciudad de Sangre” tiene lugar el encuentro entre la “Señora 8 Venado” y el “Señor 7 Viento” (Anders et al., 1992: 181-183).

Imagen 1. Códice Vindobonensis Mexicanus 1, p. 3 (inicios del siglo XVI).

 Biblioteca Nacional de Austria.

Entre los documentos más antiguos con contenido geográfico merecen una mención aparte los “mapas cosmográficos”, donde se muestra una interpretación sagrada del universo, conjugando elementos espaciales de carácter cósmico y temporal. En estos diseños se representan el lugar y origen los dioses, el orden o estructura divina del mundo, así como la explicación sagrada del calendario. Este es el caso de dos códices prehispánicos de origen maya, el Tro-Cortesiano (en el Museo de América de Madrid) y el Fejérváry-Mayer (en la actualidad en el World Museum de Liverpool), donde también se percibe cierta influencia náhuatl (imagen 2). En el “mapa” del cosmos, el universo es dividido en cinco cuadrantes (los cuatro puntos cardinales y el centro), y cada rumbo es identificado con sus respectivos glifos y colores (Mundy, 1998: 229-237).

Imagen 2. Códice Fejérváry-Mayer, folio 1 (siglo XV-inicios del siglo XVI).

World Museum de Liverpool.

Esta categoría de “mapas cosmográficos” es una de las cuatro tipologías que ha distinguido Barbara Mundy (1998: 187) en la cartografía mesoamericana. Además de estos, considera los mapas terrestres que incluyen relatos históricos, los cuales llama “historias cartográficas”; los mapas terrestres “sin narración histórica”, donde agrupa los planos de propiedades, ciudades y algunos itinerarios, ; y, por último, los mapas celestes de estrellas y constelaciones. Para este ensayo, nos centraremos en la cartografía estrictamente terrenal.

Las sociedades mesoamericanas emplearon representaciones del territorio con diversas funciones prácticas como la orientación, la indicación de rutas, caminos y los principales rasgos geográficos, así como la organización, distribución de las tierras y la definición del espacio perteneciente a un pueblo.

Volviendo sobre los primeros testimonios, diversos autores han revisado los vocabularios que elaboraron los frailes españoles para intentar reconocer la existencia de alguna palabra indígena que hiciese referencia a un uso prehispánico del concepto “mapa”. Sin embargo, esta pesquisa presenta dos problemas. El primero es que todos los diccionarios son de época colonial, algunos incluso de una generación posterior a la conquistaConquista, por lo que los términos o conceptos cartográficos pudieron ser incorporados o creados ad hoc por los españoles. En segundo lugar, en la lengua castellana de inicios del siglo XVI, lo normal era emplear las palabras “pintura” o “figura” para referirse a un mapa, como vimos en la relación de Hernán Cortés (Ruz, 2016: 24-25; Mundy, 1998: 185). Así pues, es difícil distinguir la originalidad del término que recoge el franciscano Alonso de Molina en el Vocabulario en lengua castellana-mexicana y mexicana-castellana (1571), donde propone sendas traducciones para los términos “mapamundi”, cemanauactli ymachiyo, y “bola de cosmografía”, tlalticpactli ycemittoca,que literalmente significan “el mundo, su imagen o modelo” y “la superficie de la tierra, toda la cosa visible en una pieza”. La investigadora Barbara Mundy se hizo eco de la expresión zapoteca equivalente de “mapamundi” que anotó el dominico Juan de Córdoba en su Vocabulario castellano-zapoteco (1578), toanacaaxilohuaaquitobilayoo, compuesta por las palabras “pintura” y “toda la tierra” (Mundy, 1998: 187). Por su parte, el Vocabulario en lengua Mixteca mixteca del dominico Francisco de Alvarado, impreso en 1593, ya incorpora una entrada para “mapa”, que translitera como tañino nee cutu ñun ñayevui, esto es, “imagen o modelo del mundo entero” (Boone, 1998: 18).

Con todo, a pesar de la ausencia de un término inequívoco, las sociedades mesoamericanas emplearon –antes y después de la conquistaConquista– representaciones del territorio con diversas funciones prácticas como la orientación, la indicación de rutas, caminos y los principales rasgos geográficos, así como la organización y distribución de las tierras. Unido a esto, sin excluir un punto de vista más simbólico, los mapas también fueron importantes para la definición del espacio perteneciente a un pueblo. Asimismo, en época prehispánica debieron trazarse planos bastante cuidados como resultado de un reconocimiento territorial metódico y riguroso. En este sentido, en el Códice Florentino se narra y se dibuja un uso bélico de la cartografía, como instrumento necesario para la planificación de las campañas militares:

El más principal oficio del señor [tlatoani] era el ejercicio de la guerra, así para defenderse de los enemigos como para conquistar provincias ajenas. Y cuando quería acometer guerra… enviaban espías a aquella tal provincia que querían conquistar, para que mirasen la disposición de la tierra, y la llanura y aspereza de ella, y los pasos peligrosos, y los lugares por donde seguramente podrían entrar. Y todo lo traían pintado, y lo presentaban al señor para que viese la disposición de la tierra. Visto esto, el señor mandaba llamar a los capitanes principales… y mostrándoles la pintura, les señalaba los caminos que habían de llevar, por dónde habían de ir los soldados, y en cuántos días habían de llegar y dónde habían de asentar los campamentos (Sahagún, Códice Florentino, lib. 8, cap. 17, ff. 32r.-33v.).

Como es sabido, fray Bernardino de Sahagún recopiló en el Códice Florentino materiales indígenas en náhuatl y los presentó, junto a su traducción al español, con imágenes donde se confunde la copia de lo estrictamente nativo con las recreaciones hechas por el religioso franciscano. No sabemos hasta qué punto la lámina que ilustra esta noticia verdaderamente reproduce una escena original, sin embargo, hay algunos detalles bastante significativos (imagen 3). En la esquina inferior izquierda, los personajes sentados sobre petlatl (petates o esteras), con sus mantos de principales y con el típico peinado de guerrero, están analizando lo que puede ser un plan de ataque. En sus manos hay un paño cuadrado donde se dibuja una casa y unos caminos (marcados mediante huellas de pisadas), y de sus bocas salen volutas que indican conversación. La mitad derecha del diseño hace referencia a un momento anterior. Se presenta a un hombre de pie, el posible “espía”, que observa con sus ojos el pueblo enemigo y analiza los caminos que llegan a él abriéndose paso entre las montañas (Boone, 1998: 22; Mundy, 1998: 228; Ruz, 2016: 26-27).

Imagen 3. Códice Florentino, libro 3, capítulo 17, f. 33v. (c. 1577).

Biblioteca Laurenciana, Florencia.

Como objeto físico, los documentos con contenido territorial fueron confeccionados en formatos y soportes muy variados. Lo normal es que estuviesen dibujados sobre hojas de amate o amatl –un papel vegetal elaborado con fibras extraídas de la corteza de ciertos árboles– y en lienzos de algodón o de maguey, materiales muy sensibles y fácilmente deteriorables por la acción del clima. Apenas se conservan los realizados con posterioridad a la Conquista (Mundy, 1998: 194-195). Se conocen algunas noticias acerca de aquellas grandes piezas de tela con contenido cartográfico, como el mapa de más de diez metros que Cortés envió al rey Carlos I, desde entonces desaparecido. El cronista Pedro Mártir de Anglería refirió con admiración cómo tenía “de largo treinta pies, de ancho poco menos, tejido de algodón blanco, en el cual estaba escrita con extensión toda la llanura con las provincias, tanto las amigas de Moctezuma como las enemigas. Están asimismo los vastos montes que por todos lados rodean el llano, y están figuradas las costas meridionales” (Anglería, 1989: V, 2).

Mejor suerte correrían los mapas dibujados sobre pieles de animales, generalmente de venado, material mucho más resistente con el que se confeccionaron libros a modo de largas “tiras” con forma de acordeón, como los referidos códices. Más raros son los mapas plasmados con pinturas sobre muros o esculpidos en piedra, formatos que se reservaron prácticamente para las representaciones cartográficas de contenido cosmográfico o sagrado. Tras la llegada de los españoles, progresivamente, se utilizó como soporte el papel de origen europeo, puesto que muchos de los diseños se produjeron a instancias de las autoridades coloniales, como parte de procesos judiciales, pleitos sobre tierras, etcétera (Mundy, 1998: 195-197).

De manera general, los mapas fueron realizados empleando una tinta negra con la que se trazaban las líneas principales y se perfilaba el contorno de las formas. Para elaborarla, se empleaban resinas, carbón vegetal y tetlilli o “piedra negra” (Hidalgo, 2014). Luego, el interior de estos dibujos era coloreado con pigmentos en tonalidades planas, principalmente, rojo, amarillo, azul, verde y blanco. Por influencia de la pintura europea, algunas imágenes adoptaron un aspecto más naturalista, desapareciendo el contorno negro y coloreándose con aspecto tridimensional mediante tonalidades diversas, tintas aguadas, claroscuros, sombreados, etcétera. En época prehispánica, los pintores o tlacuiloque (en singular, tlacuilo, “el que escribe pintando”) raramente firmaron sus dibujos, costumbre que poco a poco adoptaron bajo la dominación española. La incorporación de estos y otros modismos europeos no fue homogénea por parte de los tlacuiloque, tema que ha sido debatido por diversos especialistas y sobre el que merece la pena reflexionar.

Mejor suerte correrían los mapas dibujados sobre pieles de animales, material mucho más resistente. Más raros son los mapas pintados sobre muros o esculpidos en piedra, formatos que se reservaron para cartografía de contenido cosmográfico o sagrado.

María Castañeda de la Paz y Michel Oudijk (2011: 90-91) han puesto de manifiesto las múltiples discusiones acerca de la variedad estilística de los mapas, incluso en un mismo lugar y periodo. Hay quien ha sospechado que los artífices más cercanos a los núcleos españoles pudieron verse irradiados más rápidamente que los que vivían en los lugares más alejados. Sin embargo, en los antiguos centros prehispánicos, como Tenochtitlan, Oaxaca o en las cercanías de Puebla, pervivían maestros y escuelas de tlacuiloque que daban a sus mapas un aspecto más indígena que otros elaborados en ámbitos más marginales como la Huasteca. No obstante, como ha precisado Miguel Ángel Ruz (2016: 41-42), los discípulos de los antiguos tlacuiloque, formados ya bajo el dominio español, aprendieron su técnica y estilo en un contexto donde los sentidos originarios estaban desapareciendo. Más que como tlacuiloque, casi podrían considerarse “pintores”, lo que explicaría el dominio imperfecto de la composición y la abundancia de errores respecto a las pautas más canónicas de la escritura glífica. Unido a esto, no se puede obviar que muchos de los mapas que conocemos proceden de documentos administrativos de la Colonia, por lo que su apariencia descuidada o alejada de las formas tradicionales puede vincularse a la labor de los escribanos quienes –independientemente de su origen– copiarían o esbozarían los mapas en los expedientes sin cuidar la dimensión estética (Ruz, 2016: 42). Con todo, como apuntaron Castañeda y Oudijk (2011: 91), quizás el esmero y la preferencia por un resultado más o menos indígena no dejasen de estar sujetos a conveniencias de los autores y a las circunstancias concretas de manufactura del mapa: quién y para qué hacía el encargo, y cómo decidía el tlacuilo que mejor se iban a expresar visualmente los objetivos deseados.

En los mapas de factura indígena encontramos un sistema de representación híbrido, compuesto por glifos, imágenes pictográficas y signos abstractos. Siguiendo a Barbara Mundy (1998: 193), podríamos equipararlos –respectivamente– con las palabras, los dibujos y los símbolos en nuestros mapas actuales. Vamos a desgranar los principales elementos convencionales de la cartografía indígena a partir de un ejemplo: el Mapa local de Tochpan, elaborado a inicios del siglo XVI en el área de Veracruz (imagen 4). Este testimonio, perteneciente al Códice Tuxpan, quizás sea de los más próximos a la cartografía mexica prehispánica, en tanto que carece de rasgos o convenciones europeas. Aunque muchos mapas se dibujaron con el este en la parte superior, la mayoría de los diseños no presentan una orientación específica, pues los distintos elementos (e incluso las glosas en español, ya en periodo colonial) se inscriben en todos los sentidos. Para este caso, vamos a disponerlo en posición vertical, con el norte hacia arriba, dejando a la derecha la franja azul que representa el litoral del golfo de México.

Imagen 4. Mapa local de Tochpan (c. 1499). Museo de Antropología de Xalapa, Veracruz.

En cualquier cartografía, el trazado de los contornos territoriales (costas y fronteras) o de las vías para el desplazamiento (caminos y ríos) constituye el nivel fundamental a partir del cual se articula el espacio representado. En el diseño de Tochpan, la gran banda azul de la derecha señala la orilla del océano Atlántico. En él desembocan dos ríos que han sido identificados como el Pantepec (en la parte superior) y el Cazones (en la inferior). Los cuerpos de agua se dibujan siguiendo las convenciones mexicas, en color azul, con perfiles negros que marcan el sentido de la corriente y rematadas en los extremos con caracolas y pequeños discos blancos, que simbolizan las olas. Igualmente, adopta un aspecto estandarizado el delineamiento de los caminos (ohtli), señalados con huellas de pies, a veces, entre dos líneas negras que refuerzan el aspecto de la vía. La orientación de las pisadas indica el sentido de los desplazamientos, posiblemente como parte de un relato bélico. En los mapas coloniales, las huellas humanas se alternan con herraduras de caballos, traídos por los conquistadores.

También con un valor fronterizo o como elemento de referencia, muchos mapas incorporan la representación de montañas y sierras. Otras imágenes pictográficas recurrentes en las representaciones cartográficas son las plantas (generalmente mostrando sus raíces, en la forma más indígena), los ojos de agua, las cuevas, los bosques, etcétera, muchas veces formando parte de los topónimos. En el Mapa local de Tochpan se dibujan seis árboles o plantas con dos ramas y grandes hojas que, según José Luis Melgarejo Vivanco (1970: 14), pueden interpretarse con el glifo de la caña (acatl).

A pesar de los referentes geográficos reconocidos, es prácticamente imposible definir una escala concreta en los mapas indígenas. Por lo general, los elementos que se consideran más importantes se dibujan en el centro de la imagen y a mayor tamaño. Conforme avanzamos hacia los extremos, los componentes tienen menor trascendencia, son más pequeños y están más pegados entre sí. Además de la escala, se quiebra, por tanto, la orientación y la proporción en las distancias. Quizás, esta particular manera de distribuir y jerarquizar culturalmente el espacio fue uno de los factores que confundió la lectura cartográfica de Cortés. Esta forma explícita de “representación cultural del territorio” difiere mucho del carácter “mentiroso” –utilizando el término que empleó Mark Monmonier (1996)– con el que se presentan muchos mapas en la actualidad: con una apariencia aséptica, científica y neutral en la que, sin embargo, se filtran manipulaciones y mensajes claramente tendenciosos.

Como ya se dijo, la presencia de glifos toponímicos es un rasgo característico de los mapas mesoamericanos. Mediante un símbolo o la combinación de varios elementos, a veces meramente fonéticos, se reproduce el nombre de una comunidad o lugar específico. Con el dibujo de un conejo (tochtli) se ubica la ciudad de Tochpan, (literalmente “lugar del conejo”), y junto a la bifurcación del camino, un disco con puntos señala Tlaltizapan, “lugar de tierra blanca”. No obstante, con mayor frecuencia, vamos a encontrar los topónimos de los pueblos asociados a la figura de un tepetl o “cerro” en náhuatl, acompañado de otros signos para indicar un nombre. Por ejemplo, el glifo del topónimo Chapultepec (“cerro del chapulín”), representado con un saltamontes, chapulli, sobre un cerro, tepetl. Regresando a nuestro mapa, si seguimos el camino que parte desde Tochpan hacia el sur, la bifurcación de la izquierda termina en un símbolo de cerro sobre el que se posa un topo, es Tuzapan. La ruta que acaba junto a la costa llega hasta una mariposa sin colorear, es la población de Papalotlan.

Distribuidos por el mapa, aparecen los distintos señores locales, con aspecto humano, sentados en cuclillas y que llevan junto a su cabeza el glifo que les identifica con su título o nombre propio. A la izquierda de Tochpan, se reconoce a su señor sentado junto a un conejo, tras él, con la voluta en indicación de hacer uso de la palabra, está el señor de Cozcacuauhtlan, reconocido por la cabeza de águila sobre la suya. Cerca de estas figuras o próximos a las poblaciones se incorporan glifos calendáricos, que dan cuenta de una sucesión cronológica de acontecimientos sobre el espacio, otra de las características de este tipo de cartografías. Las fechas legibles abarcan desde 1479 hasta 1499, data probable de la ejecución del documento. A la derecha del pueblo de Tochpan, en un pequeño rectángulo, está la fecha 13 pedernal (13 tecpatl), que se correspondería con el año 1492. Posiblemente, el mapa esté narrando un conflicto armado entre los pueblos de la región, pues prácticamente en el centro del mapa hay un símbolo de guerra, esto es, un gran escudo sobre un manojo de flechas, con puntas y plumas. Las referidas pisadas harían alusión, por tanto, a desplazamientos tácticos en el contexto del enfrentamiento.

Vemos, en definitiva, cómo es prácticamente imposible separar la representación del territorio de las experiencias y los acontecimientos que lo han definido. Como señaló Florine Asselbergs, en tanto que los mapas “representaban la geografía en términos históricos”, tenemos que considerar que para las comunidades indígenas de México los “lugares” normalmente “no existían” de una manera independiente o separados de la historia (Asselbergs, 2008: 17). Así pues, dado que el relato determina la estructura y el contenido de los mapas, estamos ante una “temporalización del espacio”, la apropiación e identificación de la comunidad con un medio natural concreto a través de su propia historia.

Consideraciones finales

Para nuestra mirada “moderna”, educada en los cánones y en las reglas occidentales del arte y de la cartografía, resulta difícil mirar los mapas prehispánicos y mestizos sin cierta perplejidad. Y quizás sea aún más difícil intentar estudiarlos sin caer en una injusta comparación respecto a la cartografía científica que se estaba realizando en Europa en esos mismos años. No son pocos quienes, pensando en los mapamundis de Abraham Ortelius o en los planisferios náuticos realizados en la Casa de la Contratación, han hablado de las “deficiencias”, los “errores” o las “manipulaciones” de la cartografía indígena o mestiza.

En las páginas que siguen en este libro, se desplegarán importantes mapas confeccionados con rigurosas reglas matemáticas, ajustados para la navegación y con coordenadas de posiciones que permitían ubicar con precisión cada lugar sobre el globo de la Tierra, en un momento histórico en el que las naciones ibéricas estaban surcando los siete mares y adentrándose en los cinco continentes. Sin embargo, igual que no podíamos comparar los “mapas cosmográficos” prehispánicos con los mapas de tierras mestizos, por considerarlos de un género diferente, tampoco debemos confrontar los portulanos o los mapas ptolemaicos con los esbozos de los pueblos de indios. En la Europa del siglo XVI, además de esta cartografía “oficial”, también se realizaban bosquejos y croquis con un aspecto muy similar a los diseños que hemos visto: trazos espontáneos, con la orientación descuidada, con deformaciones, sin distancias rigurosas, con iconos, dibujos y glosas… Todo dependía de quién y para qué hacía su dibujo, de las prisas del escribano o de los intereses habidos en el pleito.

En definitiva, volviendo sobre los mapas de los pueblos mexicanos, quizás en nuestro mundo de hoy pueda verse reflejado el mundo del tlacuilo mestizo: un mundo amenazado con desaparecer y una naturaleza descompuesta por la acción de los humanos. En nuestras manos queda ser cómplices de la destrucción, testigos impasibles de los paisajes rotos, o actuar y reclamar como el tlacuilo —en su terruño y ante las más altas autoridades— el respeto y la conservación de este único mundo que hemos heredado.

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