Infierno, XXXIII, 103. Las citas proceden de la siguiente edición: Dante Alighieri, Comedia, traducción, prólogo y notas de José María Micó. Barcelona: Acantilado, 2018.
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Literatura

Dante y la experiencia

¿Cómo entendemos hoy el viaje de la Divina comedia, en un descenso al metro o en cualquier acto de la vida cotidiana, a siete siglos de su composición? ¿Cómo es la fantasía dantesca? Marco Perilli, lector y estudioso de la obra de Dante, reflexiona cómo la experiencia interior y la intuición expresadas en el poema siguen siendo cercanas a la esencia del individuo. Quizá el lector esté leyendo su propio viaje por la existencia en un texto siempre abierto.


Por Marco Perilli

Una corriente, no el sonido, no la imagen, me anuncia el arribo del metro: entonces pienso en Dante frente a Lucifer. 

me pareció notar algo de viento.1 

Así es como el peregrino, llegado al centro de la Tierra, percibe la presencia de un límite ominoso, algo que incumbe y lo llena de terror. 

Yo no ignoro lo que pasará. Me encuentro a pocos metros de profundidad, hay un tren que recorre las vías, se parará frente a mí, bajará gente, yo me subiré. Dante, en cambio, sospecha, deduce, le pregunta a su guía, seguramente teme. Tiene miedo, mucho miedo. Ha visto a unos gigantes que de lejos le parecían torres; uno de ellos lo aferró con su mano, junto con Virgilio, para bajarlo hasta el fondo del abismo. Ahora sopla un viento helado, que cita lo inefable. O algo tan físico y concreto como el espasmo del hombre que encara lo posible. 

“Maestro”, pregunté, “¿quién lo provoca?”2 

Virgilio contesta: 

Estarás muy pronto donde 
tu mismo ojo te dará respuesta, […]3 

La respuesta es la experiencia. La primera imagen de Lucifer, desde lejos, es la de un molino de viento. Los gigantes del canto XXXI le parecieron torres… No tenemos documentos que comprueben si Cervantes usó a Dante para nutrir el sueño de Alonso Quijano: la única prueba certera defiende que la literatura es una licencia colectiva, caudal que brota de un manantial difuso, que salpica lo que viene, que llegará a existir en la palabra escrita allende, en la grafía desconocida de las gestas que inundan la memoria, en la lectura solitaria de un indiscreto traductor. 

Dante de Marco Perilli mereció el XVI Premio Internacional de Crítica Literaria Amado Alonso 2018. En 2019 lo coeditaron Pre-Textos y la Fundación Amado Alonso. 

Cervantes, como Dante, espera del ojo la respuesta. Mientras, la fantasía cabalga. O aguarda. En el canto XVII del Purgatorio, llueve dentro de la “alta fantasía”. El peregrino, anteriormente, había visto relieves esculpidos en las rocas (canto X), signos grabados en el suelo (canto XII), había oído voces cantar alabanzas (canto XIII): material para la acción de los sentidos, llamados de lenguajes sensibles. Ahora llueve directamente en la fantasía, que recibe mensajes sin soportes, sin lengua, sin ninguna mediación: imágenes puras que se proyectan en la pantalla de la mente. Italo Calvino, en sus Seis propuestas para el próximo milenio, comentando este verso dantesco habló de “cine mental”. 

Al proceder el peregrino en el viaje, al proceder Dante en la escritura del poema, y al proceder el lector cogido de la mano de los dos, la experiencia tangible se somete a la experiencia interior, la razón de los sentidos se reduce a favor de la intuición. El discurso fragmentario de los hechos se diluye en la fluidez del pensamiento. 

Dante sabe que el principio del lenguaje se encuentra en una herida, un corte feroz, que cicatriza y sangra en la medida en que la cultura la recuerda y la representa.

La imagen es palabra. Imago deriva del radical indoeuropeo mi, que significa “medir”. “Palabra” viene de “parábola”, en el sentido evangélico de ejemplo; y el sustantivo latino parabola remite al verbo griego paráballō, confrontar. La idea de relación, de nexo inteligible entre elementos, está detrás, o dentro, de dos términos rivales. Es la célula madre, el origen del que toman distancia para significar. Dante sabe que el principio del lenguaje –y del mundo, y de la vida– se encuentra en una herida, un corte feroz, que cicatriza y sangra en la medida en que la cultura la recuerda y la representa: en forma de mito o de rito, en forma de canto o en forma de poema. El mito de la edad de oro, que celebran los poetas, es el sueño del Edén cristiano en el Parnaso: se lo explica a Dante Matelda, la mujer que mora en el lugar donde “el linaje humano fue inocente” 4. Los dos poetas clásicos que acompañan a Dante, Virgilio y Estacio, sonríen de su propio error. Sin embargo Dante, que califica a Cristo como “sumo Júpiter”  5, tal vez sugiera que el error consista en separar las ramas de su tronco, y a este de la tierra que alimenta. Sabe, también, que atrás de la comparación, de toda relación, hay un gesto, un acto que designa, que tantea, un constructo primordial de la experiencia. 

Nimrod de Gustave Doré, grabado, 1885 

Volvamos al viento que anuncia a Lucifer. Un sentido se adelanta al ejercicio del otro. Lo mismo ocurre con la imagen y la palabra cuando se auxilian para ligar lo que la práctica no alcanza. Plinio el Viejo, en el primer siglo, relata que “los primeros que cultivaron la pintura de trazos, […] sin usar todavía ningún color, ya sombrean el interior del contorno y acostumbran a escribir al lado de las figuras el nombre de lo que tratan de pintar”  6. La enseñanza de un pueblo se refleja en la de sus miembros: al presente, cuando el niño aprende el abecé, el dibujo descifra la palabra que aún no sabe leer. Lo mismo ocurre con don Quijote y Sancho, que intercambian sus dotes, según reconoce el caballero: “Así, Sancho, que, a lo que parece, que no estás tú más cuerdo que yo”  7. Contagio o empatía, los signos transmigran de un individuo a otro, de un alfabeto a su traducción. 

 

Lucifer, rey del Infierno de Gustave Doré, grabado, 1861-68. 

¿Cómo leemos, hoy, a Dante? ¿Es legítimo –o cuerdo, o natural– percibir en el viento del metro la inminencia del diablo? 

 

Para nosotros, hombres del siglo XXI, el viaje de Dante Alighieri es literatura, es ficción, es metáfora, un espejo de la vida. La fantasía de Dante es otra cosa.

 

La pregunta plantea una cuestión esencial de la Comedia. La asociación viento-metro-Lucifer es un lugar literario que incluye la experiencia del mundo material, de la rutina cotidiana, así como la experiencia privada del lector. Los términos comparten ámbitos distintos. El metro existe en la realidad; también el viento, pero aquí pertenece a la dimensión literaria de un poema, igual que Lucifer. Hay un viento que sopla del metro y hay un viento que sopla de las alas del demonio. La misma palabra denota cosas diferentes: una física (real), otra personal (imaginaria). La palabra se aplica a dos intenciones, a dos blancos, como el texto en su conjunto: para nosotros, hombres del siglo XXI, el viaje de Dante Alighieri es literatura, es ficción, es metáfora, un espejo de la vida, y cuántos enunciados podríamos ensartar en un catálogo de normas, académicas o no, cultas o triviales, siempre enfocadas a ubicarnos en la región ilimitada, mas definida, de la fantasía. La fantasía de Dante es otra cosa, aquel lugar donde llueven las imágenes divinas es la pantalla de la realidad: por eso las imágenes que llueven reemplazan los relieves de piedra, los grabados en la roca, las voces, las evidencias de la percepción. Llegan cuando el peregrino ha afinado el intelecto y no requiere de muletas sensoriales. Cuando el peregrino ve los dibujos grabados en el suelo, en la primera cornisa del Purgatorio, el narrador los califica de artificio8. Es la única ocurrencia de la palabra en el poema, atribuida a dibujos grabados por la mano de Dios. Asimismo, cuando el peregrino en el Edén asiste a una visión apocalíptica, esa secuencia de cuadros es glosada por Beatriz con una oscura narración9; única ocurrencia de la palabra narración en el poema, y, como artificio, se refiere a la revelación divina. Si consideramos el sentido subjetivo, estilístico, formal, que el lector contemporáneo relaciona con estos términos, recorremos a vuelo la distancia que del cosmos de Dante nos separa; para él son garantía de la elocuencia divina, que es objetiva, continua, perpetua y sobre todo real, verdadera, necesaria. El artificio y la narración son irrefutables; el orden fenoménico, en cambio, es un borrador, un ensayo, hay que rectificarlo hasta que se amolde a la expresión de un informe imperioso… No, nosotros no estamos de acuerdo: Dios es un asunto de fe, el diablo es una imagen literaria, el Infierno es un espacio imaginario donde actúan personajes de ficción. Es la literatura, la Divina comedia. 

 

La Comedia sigue siendo algo cercano a la esencia del hombre, al pensamiento que sucede, a las pasiones que ilustran y degradan, y que nos hacen 

 

Dante sabe que el poema es obra de su ingenio, que obedece al arte, a categorías determinadas, estéticas e históricas: y ve todo esto como una herramienta desechable en pos de un simulacro que objetivamente significa, que subsiste. El poema es un puente levadizo obligado y provisional, un vehículo, no es el destino. Nosotros vemos en ese destino un vehículo para llegar al centro, al poema. Sin embargo, la Comedia sigue siendo algo cercano a la esencia del hombre, al pensamiento que sucede, a las pasiones que ilustran y degradan, y que nos hacen. ¿Por qué? 

Las historias no cambian, cambia su interpretación y el credo que cada lector de cada época cultiva. El complejo de Edipo no es la aportación de Freud al mundo griego, es un consejo del mundo griego a la teoría de Freud. Hamlet es un asesino que actualmente sería sometido a un juicio penal, con todo y peritaje psiquiátrico solicitado en su defensa. Los héroes homéricos serían condenados por genocidio… Claro, ningún lector alegaría estas reservas. Al contrario, el juicio de Hamlet o de Aquiles le brindaría un servicio al dominio legal que nos respalda, una benéfica inspección a las normas de la tolerancia y de la democracia del decálogo vigente. Así, el viaje de un peregrino en el año 1300, entre muertos que hablan o cruzando los cielos en vuelo libre, donde el realismo de la representación se calcula y mide hasta el minúsculo remate de la exactitud, despeja el paso entre ficticio y necesario, es nuestro viaje, ya que el significado, despojado de su circunstancia, que podemos traducir, se torna irreductible, primario, el arquetipo que burla toda forma y toda fe, modelos y lenguajes, y descansa donde la lectura cede su atención al ser. 

El poeta planea el paisaje eterno, Infierno y Paraíso, y el espacio temporal del Purgatorio, a partir de una geografía de la conciencia. La topografía del más allá es la versión tangible de la jerarquía de los pecados y las virtudes. Dante no inventa, recoge una doctrina establecida por Dios, por la Iglesia, por la filosofía de Tomás y de sus predecesores. O inventa en el sentido tradicional de la palabra: encuentra, halla. Dante halla una forma de organizar la moral y con base en esas gradas, que elevan o rebajan, traza el escenario del poema. Son los siete pecados, del menos grave, la lujuria, al más grave, la soberbia, lo que dispone la construcción de los círculos infernales y las cornisas del Purgatorio; son las siete virtudes las que rigen los cielos planetarios. Una arquitectura simbólica determina la fábrica del cosmos, incluso la geografía terrestre: en el cenit, en lo que nosotros llamamos polo norte, está Jerusalén. ¿Un error en el mapa? No, porque el mapa se define a partir del sentido que tiene que expresar: en el centro de la Tierra está atrapado Lucifer, principio espiritual y temporal del mal; en lo que llamamos polo sur está el Purgatorio, una montaña, cuyo grado más alto (el punto extremo de la Tierra) alberga el Edén, lugar del principio, del origen de la historia. De ahí la humanidad fue desterrada… Jerusalén es el foco de la redención, de la nueva alianza con Dios. La línea de la historia, que es la historia escatológica del hombre, se desarrolla a lo largo de un eje: en el centro Lucifer, en el sur la creación y el pecado, en el norte la salvación. El tiempo, que se vuelve espacio, es un teorema demostrado. El universo corpóreo, en el que habitamos, actuamos y morimos, sostiene la misma claridad, guarda estas distancias, se ajusta a una sentencia superior; tiene la humildad, y el talento de significar lo que debe, de convertirse en testimonio puntual de lo inefable.