Ya directamente de otras lenguas que conoce y de otras que no conoce tan bien o no conoce, pero para las cuales se ha apoyado de personas que las saben, Eduardo Lizalde lleva a cabo unas versiones que deslumbran por sus continuas bellezas. Lizalde ha vertido a la lengua castellana poemas del inglés, francés, italiano, portugués, alemán y ruso.
La fidelidad íntegra en la traducción es imposible; por eso los franceses suelen llamarlas “bellas infieles” y los italianos acuñaron una cruel definición contra el traductor (“traduttore, traditore”). Hábilmente Lizalde toma de ambas para titular el libro y definir la tarea: Baja traición. ¿Pero es lo de él una baja traición? Por ejemplo, Fray Luis de León (Cantar de cantares) y Fitzgerald (Rubayyat), Ezra Pound (poemas de Cavalcanti, Villon, Li Po) y Giuseppe Ungaretti (poemas de William Shakespeare, de Luis de Góngora y de los brasileños) partieron de los poemas en la lengua fuente para crear con amplísima libertad en la lengua vernácula piezas líricas que son mucho más suyas que del otro; no es el caso de Lizalde, quien ha preferido la traducción literal, o sea, ser lo más íntegramente fiel posible a los ritmos y sentidos originales, la cual, por demás, es el tipo de traducción que prefiero. Dotado de un oído educadamente finísimo y poseedor de múltiples recursos verbales, con malicia y habilidad, Lizalde logra encontrar casi siempre la mejor solución. Se puso severísimas pruebas trasladando sólo a grandes creadores y admirablemente las pasó. Influyó mucho quizá que sólo vertiera a nuestra lengua poemas que le gustaban. No en balde subtituló el libro como crestomatía.
Como muchos poetas del siglo XIX, que solían llamar también imitación a la traducción, Lizalde podría incorporar sus versiones como obra de creación personal. No en balde en este libro hallamos félidos emblemáticos de su obra como tigres, leones, panteras, jaguares, y en el lado opuesto, las rosas. Hallamos también motivos próximos a él en las traducciones que hizo: de Shakespeare, por ejemplo, la presunción clásica de que la amada será inmortal gracias a sus versos; de William Blake, textos preciosos donde de pronto se nos revela el doble tema (“La mosca”, “El cordero”, “La rosa enferma”); de James Joyce, los arduos juegos de sonidos; de Gottfried Benn, poemas que pegan como un puñetazo al rostro; de Pierre de Ronsard, la solicitud urgente a la amada (Helena) para que corte joven “las rosas de la vida” y no vaya luego a arrepentirse ya siendo vieja; de Baudelaire, su gran maestro, la petrarquización fastuosa de lo escatológico y el dolor que roe hasta dejarlo inerme; de Paul Valéry, poemas en prosa sobre el tigre de una belleza purísima.
Lizalde ha preferido la traducción literal, o sea, ser lo más íntegramente fiel posible a los ritmos y sentidos originales.
De su tenaz tarea, plena de hallazgos afortunados, me han conmovido especial y hondamente, por una parte, el soneto ronsardiano como ofrenda de flores en la tumba de Marie para que, viva o muerta, “sea siempre rosas”, y La noche del día de fiesta de Giacomo Leopardi, la más bella que he leído en español. Asimismo, he admirado su versión de El tigre de William Blake, cuyos dos primeros versos me han parecido desde siempre la llama que gira en torno de todos sus poemas, donde la fiera vive en su condición nocturna y deslumbrante:
Tiger, Tiger, burning bright,
In the forest of the night
Había leído aisladamente buen número de sus traducciones; ahora, mirándolas en su conjunto, me doy cuenta de que Lizalde es no sólo un gran poeta sino también un gran traductor.