Este bajá mira a todos desde arriba: Nicolas Sotnikoff en El rapto en el serrallo, ópera de W. A. Mozart, puesta en escena por Sergio Vela.
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Música y ópera

El rapto en el serrallo

La prosa de Fernando Fernández, editor de Liber, nos lleva a escuchar la nostálgica voz del Bajá Selim, personaje de El rapto en el serrallo de Wolfgang Amadeus Mozart. Una voz que se lamenta de los amores imposibles con Constanza y que aviva con su música la memoria de la pérdida de los placeres del pasado: su biblioteca, su jardín botánico y su colección de clepsidras. Un monólogo que relata historias de cautivos y de pasiones humanas desde la mirada del Bajá Selim.


Por Fernando Fernández

Primera parte

Bajá, 1 

Han de saber, señores, que yo fui Selim Bajá, gobernador de una de las provincias marítimas más prósperas del Imperio de Solimán II, con justicia llamado El Magnífico, poco después de que la capital imperial fuera trasladada a Constantinopla, en aquellos tiempos bienaventurados y gloriosos cuando Alá quería. No exagero si digo que tuve cuanto quise, a manos llenas: fama, poder, prestigio… Mío fue cuanto irradia satisfacción y pone alegría en los corazones de los mortales. En las muchas horas de ocio que el destino deparó a mi retiro, entre libros y mapas, estampas de países lejanos, pinturas y vasijas, vuelve a mi memoria el recuerdo de los títulos y los honores de los que gocé, el polvo levantado por los ejércitos por mí encabezados, las mezquitas que hice erigir, aunque todo ello se presente ante mis ojos de un modo algo vago e impreciso, como los pétalos arrancados a una flor y luego confundidos en el agua revuelta. En medio de aquel remolino de imágenes fugaces, con un brillo colmado de nitidez y de certeza, se alza, en cambio, el esplendor imperturbable de mi serrallo, la morada suntuosa de mis mujeres, y aquel fresco y ameno jardín por el que unas y otras, como graciosos reflejos de la luz de Alá, se desparramaban, ya en grupos o por pares, apoyadas en el brocal de sus fuentes rientes, recostadas a la sombra de sus grandes árboles, extendiendo la mirada hacia la azul lontananza del mar. ¡Ah, mi serrallo de luz! Nada me cuesta reconocer que fui bendecido por el amor de incontables mujeres, quienes invariablemente encontraron en mí un amante generoso, compasivo y atento. Una mujer amé más que a las otras, una joven que me fue arrebatada durante mis días más aciagos; cuando fui obligado a dejar mi patria, quemada fue mi biblioteca, destruido mi jardín botánico y robada mi exquisita colección de clepsidras. Mucho tiempo había pasado de aquella pérdida amorosa cuando apareció Konstanze en mi vida, y volví entonces a sentir la ternura y la pasión más sinceras, colmadas del más ardiente deseo. Sólo ella fue capaz de hacerme olvidar aquella antigua y dolorosa historia.

En medio de aquel remolino de imágenes fugaces, con un brillo colmado de nitidez y de certeza, se alza, en cambio, el esplendor imperturbable de mi serrallo, la morada suntuosa de mis mujeres...

Tanto es así, que de tarde en tarde su recuerdo me alcanza todavía, conmueve mi pecho envejecido y me colma de risueñas nostalgias. Constanza, como ya digo que se llamaba, era española de nación; había sido secuestrada por unos piratas en compañía de dos criados y vendida luego a mis sirvientes para ser conducida a mi presencia. Me enamoré nada más verla, quizás porque me recordó a aquel amor de mi primera juventud. Espigada y esbelta, su figura destacaba con luz propia aun en medio de mi esplendoroso serrallo. En cuanto estuvo en mi palacio, por ganar su favor, le ofrecí la parte de gloria que me correspondía, las torres más preclaras de mi ciudad y cuantas posesiones había conseguido recuperar sobre la tierra. Pero su nombre había sido bien elegido pues la constancia resultó la mayor de sus virtudes. Si yo hubiera sido la mitad de bárbaro de lo que mis pertinaces enemigos cristianos divulgaron, habría sabido hacerla amarme, ya que no con astucia o maña, con el derecho que me daban mi ley y mi grandeza. Cautiva mía era, pues, Constanza, y dedicaba horas enteras a enamorarla, cuando un día apareció a las puertas de mi palacio un joven noble de sangre, español como ella, que respondía al nombre de Belmonte. No se crea que iba detrás de mi fama o mi fortuna, aunque una y otra le hubieran servido de faro en su búsqueda por las naciones, ganadas ya para el Gran Sultán a lo largo y ancho del Mediterráneo, mar que incluso nuestros enemigos llamaban, con mal disimulado rencor, el Lago Turco. Llegó aquel Belmonte tras el rastro de Constanza, y al aparecer a las puertas de mi palacio se encontró con el buen Osmín… Ah, Osmín, mi testarudo y fiel sirviente, quien tenía la encomienda de guardar mi casa y mi serrallo, y a fe mía que hizo cuanto pudo, aunque haya sido siempre con sus formas arrebatadas y excesivas. A Osmín, que recogía unos higos en sazón para mi mesa, preguntó Belmonte si el magnífico edificio que estaba delante de ellos era el palacio del bajá Selim. No consiguió el extranjero sacar nada en claro: advertido Osmín por la costumbre malsana de los curiosos, y por sus propias suspicacias, desde luego, pues era tan celoso que más parecía moro que turco, respondió con gruñidos y groserías. Ah, Osmín, fiel guardián de mis dominios… ¡Lo que desconfiaba de quienes se acercaban a husmear, aunque fuera a la distancia, el jardín de mis mujeres! Pero aquí debo callar, porque empieza ya esa música… Con ella vuelven a mí, más gozosos y resplandecientes de lo que resultaron para mi propia fortuna, aquellos días de mi vida que a veces yo mismo llamo, nunca sin irónica tristeza, haciendo eco del nombre con que el episodio fue conocido desde entonces, el rapto en el serrallo.

Empieza ya esa música... Con ella vuelven a mí, más gozosos y resplandecientes de lo que resultaron para mi propia fortuna, aquellos días de mi vida que a veces yo mismo llamo, nunca sin irónica tristeza, haciendo eco del nombre con que el episodio fue conocido desde entonces, el rapto en el serrallo.

 

[Obertura]

[Núm. 1. Aria (Belmonte)] 

[Núm. 2. Canción y dueto (Belmonte, Osmín)]

Bajá, 2 

No era la manera de tratar a un extranjero, desde luego, mi buen Osmín, no era la manera. ¡Cómo insististe en comportarte así, tal y como habías hecho anteriormente con el criado de Belmonte, aquel sagaz mancebo llamado Pedrillo! Sí, así se llamaba, lo recuerdo bien: Pedrillo. Él y una muchacha algo desabrida llamada Blonde habían llegado acompañando a su señora Constanza en el grupo de tres cristianos traídos a mi presencia. Aturdido y gracioso, Osmín decía que sólo faltaba que el nuevo extranjero, el que acababa de desembarcar, resultara también un sinvergüenza, un ladrón y un husmeador de mujeres, a quien por lo menos habría que dar una tunda, como decía que teníamos que haber hecho desde el primer momento. ¡Qué odio nació entre Pedrillo y Osmín! Es verdad que el muchacho pronto había conseguido ganarse mi afecto, de tal modo que recibió el encargo, para mí bastante significativo, de trabajar como mi jardinero. ¡Qué de amargas discusiones se escucharon entre esos dos! Esta vez mi guardián reclamaba que había visto cómo el muchacho europeo rondaba por todas partes, para terminar jurando que jamás haría las paces que el otro, con indudable maña, pero insistentemente, le proponía. 

[Núm. 3. Aria (Osmín)]

Bajá, 3 

Naturalmente, lo primero que preguntó Belmonte a Pedrillo, una vez que se presentó ante sus ojos, superada la inicial incredulidad del muchacho de ver al amo en la orilla de este apartado país, y después del alborozo de ambos de verse de nuevo cara a cara, fue si Constanza vivía, y el júbilo ganó el corazón del noble español cuando escuchó la respuesta afirmativa de su criado. Pedrillo hizo el relato del secuestro: para su fortuna, mi gente los había rescatado a los tres de las manos sanguinarias de aquellos piratas, y conducido después a mi palacio. Me hace gracia pensar en la manera en que se nubló la mirada de Belmonte cuando oyó decir a Pedrillo que Constanza se había convertido en mi favorita. A mi pesar debo añadir que el joven criado dijo la verdad cuando aclaró que ella no había cedido a mis pretensiones, o no todavía. Tengo por honor el que jamás obligué a ninguna de mis mujeres a amarme, y que si mucho lo hicieron nunca fue por otro camino que el de su propia voluntad, como un mandato siempre impetuoso pero soberano de su propio corazón. Nadie pudo decir, y mucho menos en los tiempos de mi segundo esplendor, que forcé a ninguna de mis mujeres. Entiéndaseme: recibí una educación refinada, más bien infrecuente para aquellos tiempos, en un régimen doméstico colmado de amor y buenas maneras, bajo razonables principios de justicia y moralidad, hijo como fui de un célebre jurisconsulto, consejero al menos de dos visires, y nieto, por el lado materno, de sutiles diplomáticos, venidos todos del norte del país. Más gracia me hace pensar que Pedrillo no podía estar seguro de la fidelidad de su amada Blonde, bajo el asedio del viejo Osmín. Al tanto de una de mis dos grandes pasiones, la jardinería, Pedrillo se había presentado a mí como hortelano de las famosas almunias meridionales de un viejo rey de Aragón, por lo que, siempre necesitado de experimentados jardineros, lo puse al frente de mis vergeles y mis florestas, de aquel delicado orbe de extensiones de verde, educadas o feraces, entre acequias serenadas… ¡El agua subiendo y bajando por los arcaduces de mis norias, o corriendo alegremente hasta alcanzar las varas de la flor de acanto, los macizos de los arrayanes y las paradisíacas rosaledas! ¿Y qué decir de la mano que anda entre los setos, corta aquí y poda allá, llevando a la práctica la máxima que compara la virtud con el jardinero cuyo oficio consiste en practicar el bien con el menor daño posible? Gracias a ello, Pedrillo pudo entrar y salir con libertad por las puertas custodiadas por mis jenízaros, hasta el lugar en donde mis mujeres, en la única presencia de mis eunucos, languidecían.

El legendario director Antoni Ros-Marbà, gran especialista en Mozart, dirige la música de El rapto en el serrallo.

[Núm. 4. Recitativo y aria (Belmonte)]

 

Al tanto de una de mis dos grandes pasiones, la jardinería, Pedrillo se había presentado a mí como hortelano de las famosas almunias meridionales de un viejo rey de Aragón, por lo que, siempre necesitado de experimentados jardineros, lo puse al frente de mis vergeles y mis florestas.

 

Bajá, 4 

¡Ah, el pulso de la sangre novedosa de Belmonte, el ímpetu de sus nervios y sus venas! El joven español estaba interesado en saber sólo una cosa: si Constanza le había sido constante. Avisado por la recelosa personalidad del viejo Osmín, Pedrillo, buen consejero de su amo, pidió entonces a su señor que conservara la calma, haciéndole ver que lo importante ahora era saber cómo conseguirían evadirse de aquí. Belmonte reveló su plan: a unas pocas leguas de distancia tenía un barco con una tripulación preparada para recogerlos, lo que ocurriría en cuanto él diera una señal. Fue Pedrillo, en consecuencia, quien tomó a su cargo la responsabilidad de idear un plan para raptar a Constanza y Blonde, y conseguir subirlas a esa embarcación. Tenía talento ese muchacho, y a su plan no le faltaba gracia. Su idea era que, en cuanto llegara yo, Selim Bajá, que volvía confiado y feliz de uno de mis viajes de placer, durante el cual había mostrado a Constanza mis jardines y edificios de tierra adentro, parte de cuanto poseía y era capaz de poner a sus pies, él me presentaría a Belmonte como un hábil arquitecto apenas desembarcado de Italia. Bien me conoció aquel muchacho durante el breve tiempo que estuvo cerca de mí y por ello es que sabía que mi otra gran pasión, además de la jardinería, era la arquitectura… Al final, pidió Pedrillo a su amo que se ocultara para presenciar a salvo la llegada de la comitiva a cuya cabeza venía yo, y que ya se adivinaba a la distancia. Sin aviso de lo que se tramaba en mi contra, en medio de las fastuosidades del caso, aparecí yo en escena… Ahora entiendo que pudo engañárseme con facilidad porque iba embebido en los ojos de Constanza. ¿Cómo iba a darme cuenta de que había otros ojos, nada menos que los de un cristiano, que bebía sus miradas al mismo tiempo que yo, aunque lo hiciera desde la artera sombra? De regreso en palacio, una vez que nos quedamos a solas, le pregunté a ella que cómo podía mostrarse tan indiferente a mis solicitudes. ¿Por qué, si tenía todo lo que podía desear, se mostraba triste y llorosa? ¿No era capaz de apreciar lo bellísima que lucía la luz del atardecer? ¿No se daba cuenta de la hermosa música que nos acompañaba? Volví a asegurarle que tenía el poder de obligarla a que me amara y que podría comportarme terriblemente con ella, aunque es bien cierto que, como tuve también que decírselo, no lo hubiera hecho nunca, ya que para mí era imprescindible que su amor se debiera a su propia voluntad. Contestó que no desconocía mi templanza y mi honestidad, y que por ello se sentía dispuesta a ser mi esclava y a servirme en cuanto le ordenara, pero que su corazón estaba ya comprometido. Ante mi insistencia, ella, que tenía los ojos arrasados de lágrimas, solicitó un plazo siquiera para olvidar su dolor. Me sentí entonces todavía más cautivo de Constanza gracias a ese dolor, a esas lágrimas, a esa firmeza. Yo jamás usaría mi poder contra un corazón como el suyo: también yo tenía corazón, yo también sabía lo que es el amor.

Me sentí entonces todavía más cautivo de Konstanze gracias a ese dolor, a esas lágrimas, a esa firmeza. Yo jamás usaría mi poder contra un corazón como el suyo: también yo tenía corazón, yo también sabía lo que es el amor.

[Núm. 5a. Marcha]

[Núm. 5b. Coro de los jenízaros]

[Núm. 6. Aria (Constanza)]

El sutil encanto de la constante Konstanze (Leticia de Altamirano) en El rapto en el serrallo.

Bajá, 5 

¡Así que un aventajado y talentoso arquitecto que venía llegando de Italia! Esas fueron las bien calculadas palabras de Pedrillo. Belmonte se apresuró a añadir que había navegado hasta estas tierras con el único propósito de ofrecerme sus servicios, al tanto de mi poder y mi riqueza, desde luego, pero no menos que ello, informado del amor que yo sentía por el arte arquitectónico… ¡Palladio! ¡Miguel Ángel! En cuanto escuché el bendito nombre de aquellos arquitectos, a quienes el cristiano aseguró que había tratado en su paso por Venecia y Florencia, me pareció que debía agradecer a Alá su providencial llegada, y decidí que su presencia podía ser beneficiosa para mí… Y cuando recordé todo lo que debía al arte y buen gusto de Italia, el mismísimo Sinán de Capadocia, el principal arquitecto de Solimán El Magnífico, a quien yo había conocido por los días en que construía la mezquita de Adrianópolis, la de los minaretes que casi tocan el cielo, ofrecí con entusiasmo al nuevo extranjero que se alojase en mi palacio para tener al día siguiente el tiempo necesario para darme una idea más precisa de sus habilidades y talentos. Todo ello alegró a Pedrillo, quien, una vez a solas con su amo, calificó aquel hecho de grandísima victoria. En tanto eso ocurría, oh ciego de mí, Belmonte había visto por fin, aunque todavía de lejos, a Constanza, con los ojos del rostro ya que con los del alma nunca había dejado de verla. Pedrillo volvió a recomendar mesura a su enamorado señor, quien vivió el momento con una pasión expansiva que bien podía resultar peligrosa. El muchacho tenía razón: en aquel momento reapareció frente a ellos Osmín, quien hizo una escena violenta a los extraños: enterado de que el nuevo extranjero se alojaría aquella noche en el palacio, declaró que quizás su señor sería bondadoso y por lo tanto susceptible de ser engatusado con invenciones de todo género, pero que él bien sabía qué tipo de gentuza era aquella. ¡Lo que hubiera dado por empalarlos, decía con esa voz oscuramente amenazante que Alá, en su grandeza, le había concedido! ¡Lo que hubiera dado por desollarlos y echar al fuego sus restos partidos en mil pedazos! Por esa razón, cuando los europeos hicieron un intento por trasponer la puerta, él hizo todo lo posible por impedirlo, aunque infructuosamente.

[Núm. 7. Terceto (Belmonte, Pedrillo, Osmín)]

Bajá, 6

Ama y criada conversaron sobre el destino que les había tocado en suerte: la dama española, con pesimismo y dolor; la criada inglesa, con ánimo genuino y esperanzas.

Pobre, loco, desmesurado Osmín… En tanto yo trataba de enamorar con arte y sutileza a Constanza, él intentaba hacer lo mismo con la criada de ella, Blonde. Era esta una muchacha de origen inglés, como lo fueron siempre las buenas damas de compañía en Europa, y tenía el carácter algo áspero, como hecho para plantar cara a alguien como Osmín. ¡Con qué de sobresaltos llenaron mi palacio aquellos días el viejo obstinado y la terca muchacha! No iba a ser con presiones y a la fuerza, decía Blonde, que mi colérico guardián conseguiría que ella fuera a sentir nada por él. Sus discusiones revelaban las diferencias entre ellos y nosotros, los europeos y los turcos, y se presentaban, a la manera de miniaturas si se quiere, pero más llenas de detonaciones y griterías que la toma de Famagusta o el cerco de Nicosia… Muy cierto es que Blonde había sido entregada a Osmín por mí en persona, como recordaba a cada momento el viejo guardián, por lo que ella debía actuar en consecuencia, pero la muchacha insistía en que esas costumbres bárbaras no tenían ningún significado en su Inglaterra natal. En aquella ocasión, cuando se tramaba ya el plan del rapto en el serrallo, él le ordenó que ingresara detrás de sus pasos al palacio, pero Blonde dijo que no lo haría ya que Constanza, su ama, le había pedido encontrarla en el jardín donde estaban conversando. Como la dama española era mi preferida, hubiera bastado con que su criada se quejara con ella de las órdenes desacompasadas de Osmín para que este fuera castigado. Ella, terminó aceptando, él tenía razón, por lo que prefirió dejarla tranquila. No tardó la muchacha en encontrarse con Constanza, quien lucía reflexiva y contristada, lo que no hizo sino provocar las cavilaciones de Blonde sobre la tristeza de su ama. Ama y criada conversaron sobre el destino que les había tocado en suerte: la dama española, con pesimismo y dolor; la criada inglesa, con ánimo genuino y esperanzas. Animándola a no perder el optimismo, la muchacha hizo ver a su señora lo hermosa que estaba la tarde, la manera en la que resplandecían las flores, la alegría del canto de cierto pájaro, argumentos con los cuales yo mismo intentaba ganar su ánimo. Como si Blonde supiera lo que estaba en el aire… ¿No se daba cuenta su señora, decía, de que en cualquier momento podía aparecer Belmonte con la astucia y los cequíes necesarios para rescatarlas? Cuando las escuché hablar entremezclando de cuando en cuando algún suspiro, me acerqué para saber lo que decían, cosa que hizo que interrumpieran la conversación.

[Núm. 8. Aria (Blonde)]

[Núm. 9. Dueto (Blonde, Osmín)]

[Núm. 10. Recitativo y aria (Constanza)]

Bajá, 7

Tenía que mostrarme duro con ella, por lo que me vi forzado a pronunciar un ultimátum, como una manera de hacerla entrar en razón: al día siguiente Constanza debía amarme; si no era así, sería sometida a todo tipo de martirios. Ella respondió que no era posible dar órdenes en el amor y criticó nuestro comportamiento, el de los turcos quería decir, con nuestras concubinas. ¿Creía ella que las mujeres de su patria eran menos infelices?, ironicé a mi vez. En cambio insistí en preguntar si no había, en suma, alguna posibilidad de que accediera finalmente a amarme… Constante también en el error, Constanza repitió lo de siempre: me veneraría, como ya me veneraba, pero nunca conseguiría sentir amor por mí. ¡Enfurecí! ¿No temblaba ella ante mi infinito poder? De ninguna manera, contestó, imperturbable: la muerte, dijo entonces, era ya lo único que podía y quería esperar. Te equivocas, repliqué yo, te equivocas… ¡Nada de morir! Si al día siguiente no me amaba, le dije, Constanza recibiría espantosos martirios y torturas. ¿De qué estaba hecha esa mujer, por Alá? Y lo que estábamos viviendo, ¿era un extraño sueño, como me pareció de pronto, o una pesadilla? Ya que estaba claro que no iba a lograr nada por la fuerza, me propuse satisfacer mi deseo con toda la astucia y la destreza de la que era capaz.

[Núm. 11. Aria (Constanza)]

[Fin de la primera parte]

Segunda parte

Bajá, 8

Tenía gracia aquella muchachita inglesa, debo reconocerlo… Blonde se llamaba, sí, Blonde, lo recuerdo bien. A sus cuestionamientos sobre si Constanza y yo habíamos llegado a algún acuerdo amoroso, ella misma se contestaba diciendo que eso no era posible ya que bien sabía que su señora amaba leal y profundamente a Belmonte. No dejaba de darse cuenta de lo afortunada que era ella misma, quien había sido secuestrada y luego vendida, es verdad, pero siempre al lado de su fiel Pedrillo. Este, atento siempre al progreso del plan que había diseñado al detalle, no tardó en ponerla al tanto de las novedades, alertándola de paso sobre lo que convenía hacer. El fin del cautiverio estaba a la vista: Belmonte acababa de aparecer sobre la playa, dispuesto a rescatarlos. El joven español, que me había sido presentado como un talentoso arquitecto, se alojaba en palacio desde ese mediodía. El plan era para aquella misma noche: ellas serían sacadas discretamente de sus habitaciones para ser conducidas a su barco, que había echado el áncora a unas leguas de distancia y estaba ya a la espera de la señal convenida. A medianoche, Belmonte y Pedrillo iban a acercar unas escaleras a los respectivos balcones de las muchachas, para consumar de esa manera el rapto en el serrallo. Los cuatro, entonces, saldrían huyendo de mi país. Blonde, que sufría el asedio del obstinado Osmín, preguntó si había algún plan para librarse del impertinente guardián. Todo lo había previsto Pedrillo: para ese momento había disuelto ya una onza de un poderoso somnífero en dos botellas de un delicioso vino de Chipre sacadas de mis cavas secretas, que le pensaba hacer beber hasta dejarlo inconsciente. Si no caía a la primera botella, ya caería a la segunda. ¿Y no podría hablar Belmonte con Constanza?, preguntó la muchacha intercediendo por su señora, a lo que Pedrillo dio como respuesta que su amo aparecería en breve en el jardín. Blonde no veía el momento de saltar a comunicarle a ella su felicidad. Él aprovechó el momento para exclamar, con aires a su modo marciales, que estaba preparado para la lucha que ya se avecinaba. 

[Núm. 12. Aria (Blonde)]

[Núm. 13. Aria (Pedrillo)]

Dos alegres compadres: Pedrillo y Osmín (Enrique Guzmán y Bernd Hofmann) en el dúo báquico. El rapto en el serrallo.

Bajá, 9

Las ocurrencias del buen Osmín… Desde luego, de ninguna manera iba tan descaminado mi receloso guardián, quien descubrió en ese momento a Pedrillo todavía en medio de su arranque de optimismo, y se burló de él. El muchacho europeo, preparado para echar a andar su plan, declaró su resignación ante las adversidades del destino, que enfrentaba con alegría y… la botella de vino que llevaba en la mano. Lo dijo para lamentar que Osmín no pudiera consolarse, tomando un pequeño sorbo, como lo hacía él… Y es que estaba bien al tanto, añadió para provocarlo, de que Mahoma había errado el camino al prohibir terminantemente la bebida. Si no fuera por esa que llamó “maldita ley” (dudo mucho que Alá lo haya perdonado), Pedrillo dijo a Osmín que de seguro hubiera podido beber con él un poco de aquel delicioso estimulante. ¡Qué bien supo ver lo que había detrás de la fiereza del viejo guardián…! Este, claro, picado por la posibilidad de sentir el alivio del vino, se dispuso a beber pero… no era tonto, tampoco: ¿por qué, preguntó, por qué razón Pedrillo no bebía de la otra botella? ¿Estaba quizás envenenada? Pues a la otra botella le dio un pequeño trago Pedrillo también. Mi jardinero no sólo tenía buena mano para los esquejes, los rodrigones y los trasplantes, y bien supo provocar la caída de Osmín: a esas horas, le dijo todavía para rematar su obra, Mahoma dormía ya, o en todo caso estaba ocupado en asuntos mucho más importantes que vigilarlo a él. Osmín mordió por fin el anzuelo y dio un trago largo, y luego otro, y otro… hasta que cayó bajo los efectos del somnífero. Faltaban tres horas para las doce de la noche, momento convenido para el rapto, y el plan de los cristianos andaba a las mil maravillas. Por supuesto que nada de esto sospechaba yo, que distraía las inquietudes de mi desencuentro con Constanza hojeando en mi cámara privada un hermoso ejemplar del tratado sobre las plantas de Dioscórides en lengua árabe, idéntico a otro que me fue robado en los tiempos de mi caída en desgracia, llegado a mis manos apenas la antevíspera. Clavada la mirada en el libro, apenas conseguía apartar los ojos del goteo, más lento y parsimonioso que de costumbre, del agua en una de mis nuevas clepsidras, ansioso como estaba de ver agotado el plazo de mi ultimátum a Constanza. Una vez que Pedrillo consiguió quitarse de en medio a Osmín, Belmonte hizo su entrada triunfal para encontrarse finalmente con la mujer a la que yo deseaba con tanta ternura y pasión. Muchas veces he imaginado ese momento, que no presencié pero que me irrita como si lo hubiera hecho. ¡En mi propio palacio! ¡Durante la vigilia distraída de mis jenízaros! Con dulces reproches y tiernas recriminaciones y la esperanza cierta que conceden los augurios favorables, las dos parejas celebraron el reencuentro preparándose para el éxito del rapto en el serrallo. Constanza y Belmonte descubrieron esa noche lo que yo bien sabía desde mucho antes: que también de felicidad se puede llorar.

[Núm. 14. Dueto (Pedrillo, Osmín)]

[Núm. 15. Aria (Belmonte)]

[Núm.16. Cuarteto (Constanza, Blonde, Belmonte, Pedrillo)]

Bajá, 10

¿Cómo fallaron las atalayas y los rondines de palacio? Creo recordar haber decidido que fue el fragor del mar, que día y noche lamía las paredes de mi palacio, lo que ensordeció los oídos de mis guardias, ya que de otro modo nada explica que no se hubieran dado cuenta de los preparativos para el rapto y la huida del serrallo. Y es que, mientras Pedrillo daba una última vuelta para asegurarse de que todo estaba en orden, Belmonte, animado por su criado a hacer algo para acabar con una calma que podría resultar sospechosa a los jenízaros que hacían la ronda nocturna, se atrevió incluso a cantar a la ventana de Constanza. La contraseña convenida por las dos parejas para las doce en punto de la noche era una dulce y bella canción que entonó a su vez Pedrillo al volver de su última vuelta, sobre una cristiana que había sido prisionera, vivía cautiva en tierra de moros y sería rescatada a las doce en punto de la noche. ¡Lo mismo que estaba ocurriendo debajo de los balcones de mi propio palacio! 

[Núm. 17. Aria (Belmonte)]

[Núm. 18. Romanza (Pedrillo)]

Konstanze y Belmonte descubrieron esa noche lo que yo bien sabía desde mucho antes: que también de felicidad se puede llorar.

 

Bajá, 11

Constanza saltó a los brazos de Belmonte y la pareja salió volando de allí. Cuando a su vez Pedrillo apoyaba la escalera contra la ventana de Blonde, apareció finalmente Osmín, cuyas iracundias y recelos probaron ser más fuertes que el más potente de los somníferos. A pesar de sus fundadas suspicacias, el viejo guardián creyó primero que el palacio había sido tomado por ladrones o asesinos. ¡Grande fue su sorpresa al darse cuenta de que eran el jardinero y la criada inglesa, quienes, con la escalera todavía apoyada en la ventana, se disponían a salir huyendo! Los mandó prender de inmediato. Pedrillo, ocurrente siempre, y, debo admitirlo, siempre simpático, se defendió diciendo que su única intención era llevar a la muchacha a dar un paseo, ya que él, Osmín, a causa del vino de Chipre, no iba a poder hacerlo aquella noche… Para mayor sorpresa del viejo guardián, en ese momento entró otro guardia, que acababa de prender a Belmonte y Constanza, quienes venían con los cepos echados ya sobre sus nobles y azoradas personas. Osmín dijo a Belmonte que sin duda también al señor arquitecto le había apetecido salir a dar un paseo aquella noche. Mi viejo y receloso guardián, quien sintió que daba al fin con la presa que había anhelado prender, y con la justificación suplicada a Alá, enloqueció de felicidad cuando se dio cuenta de que sus peores sospechas habían resultado verdaderas. Ya se veía, no dando una paliza a los cristianos, una tunda o una somanta, sino empalándolos, descabezándolos y desollándolos… Ni siquiera se inmutó al escuchar a Belmonte, quien intentó sobornarlo ofreciéndole una bolsa rebosante de cequíes. En cambio, dijo que ese oro ya era de ellos de todas formas, por lo que ahora deseaba como nada en el mundo las cabezas de aquellos traidores. Era exactamente eso lo que llevaba deseando desde mucho tiempo atrás.

[Núm. 19. Aria (Osmín)]

Bajá, 12

Fue cuando supe que algo pasaba: el repentino estrépito, los ires y venires, incluso algún escopetazo soltado al aire para disuadir a quienes intentaban la huida. Cerré el libro de Dioscórides con que intentaba distraerme, me aparté de la luz de mis lámparas de aceite y solicité a mi ayuda de cámara que averiguara lo que estaba ocurriendo. No fue necesario porque en ese momento entró Osmín para relatarme lo sucedido: Belmonte y Pedrillo habían intentado raptar a Constanza y Blonde. Ordené, desde luego, su captura, a lo que Osmín respondió con inocultable satisfacción que los tenía ya en su poder. Los trajeron a mis habitaciones, donde a veces daba lugar a mis audiencias, ya que tenía en ellas dispuesta mi cama al lado de mi estudio en un solo espacio común, para mi mayor comodidad. Aunque hombre rico, dueño de grandes cámaras y habitaciones espaciosas, siempre me ha gustado reducir al máximo los espacios de mi intimidad. ¡Cuánto reproché a Constanza el que hubiera sido para intentar huir de mí el que ella, sirena fementida e hipócrita, aprovechara el plazo que generosamente le había concedido! La española me reveló en ese momento que el supuesto arquitecto al cual había yo conocido ese mismo día, era el hombre al que ella amaba, y me pidió clemencia para él. ¡Desfachatado atrevimiento! La manifestación de mi enojo, como se esperaría de un bajá de Solimán el Magnífico, fue mayor que la osadía de ella… Constanza extremó la tensión del momento declarando que, si no había clemencia para su amado Belmonte, se mantenía con firmeza en su decisión de abandonar la vida. Yo estaba tan enfurecido como perplejo. Me sacó del marasmo el propio joven español, quien enfrió el ardor del arrebatado momento presentándose formalmente. Siempre he sido sensible a las muestras de cortesía y educación, incluso en las situaciones más comprometidas, y por eso escuché con cuidado sus palabras. Belmonte dijo que nunca se había postrado, tal como hacía en ese momento, delante de nadie, él, que pertenecía a una familia aristocrática y acaudalada cuyo apellido era Lostados. Me pidió que fijara en un monto el precio de su libertad, por desorbitado que pudiera parecerme, que él sería capaz satisfacerlo con holgura. Viví aquella revelación con una mezcla de sentimientos encontrados. Primero, sin embargo, quise todavía averiguar algo más: Belmonte ¿conocería por caso al comandante del puerto de Orán que se apellidaba de esa misma manera? El joven español sacó el pecho y contestó que aquel por quien yo le preguntaba no era otro que su padre. Confieso que sentí, además de cierta contrariedad jubilosa, una enorme satisfacción de ver preso y en mis manos, listo para padecer el destino que yo decidiera imponerle, por atroz y despiadado que resultara, al hijo del mayor de mis enemigos. Fue aquel Lostados quien, en otros tiempos, mediante una dolorosa traición, me hizo abandonar mi patria y me robó a la mujer que entonces amaba, y a cuenta de todo ello perdí honores, dignidades y cuanto poseía. De nuevo aparecieron a mis ojos mi biblioteca incendiada, destruido mi jardín botánico y robada mi exquisita colección de clepsidras. Fue el padre de aquel Belmonte Lostados que ahora tenía yo delante quien arruinó completamente mi antigua felicidad, y así se lo hice saber a mi nuevo prisionero. Le pregunté a él qué haría su padre en una situación idéntica a esta, si la historia hubiera ocurrido al revés y fuera un hijo mío quien estuviera en sus manos, acusado de traición en su propio palacio. Noble al fin, Belmonte respondió aceptando que su destino sería digno de toda lástima. Así será, le confirmé entonces: un destino digno de toda lástima: como yo fui tratado, exactamente de ese despiadado modo iba yo a tratar al hijo de mi máximo enemigo. Salí para dictar a Osmín las indicaciones precisas sobre la forma de martirio que sería aplicada a aquellos repugnantes traidores.

Los turbantes no perturban al coro de jenízaros. El rapto en el serrallo

[Núm. 20. Recitativo y dueto (Belmonte y Constanza)]

Fue aquel Lostados quien, en otros tiempos, mediante una dolorosa traición, me hizo abandonar mi patria y me robó a la mujer que entonces amaba, y a cuenta de todo ello perdí honores, dignidades y cuanto poseía.

Sube y baja el bajá: Nicolas Sotnikoff.
El rapto en el serrallo.

Nada, ni el engranaje de la misteriosa Naturaleza , ni el lenguaje secreto de las olas infinitas, ni el eco mudo de las estrellas en el cielo nocturno, nada es tan insondable como el corazón de las mujeres.

Bajá, 13

Con la serenidad que correspondía a su nobleza, Belmonte Lostados aceptó el destino que le tocaba en suerte y me expresó, con una grandeza que nunca tuvo su padre, que estaba dispuesto a que yo me cobrara en su persona lo que aquél me había hecho a mí. No se crea que esa estoica resignación se contagió a Pedrillo, quien, a pesar de ser de familia de cristianos viejos, como se cuidó de decirme, no podía mostrarse indiferente ante los martirios que se aproximaban. Yo, sin embargo, después de meditarlo con detenimiento, había cambiado de parecer. Ironicé con Belmonte haciéndole ver que de seguro acostumbraba cometer él mismo cualquier género de tropelías ya que aceptaba serenamente pagarlas en carne propia, y le dije luego que el comandante Lostados me resultaba tan repulsivo que ni siquiera cuando yo había sido traicionado en mi propia casa sería capaz de seguir su deplorable ejemplo. Concedí entonces la libertad, a él y a Constanza, para que el hijo acudiera a decir al padre, de su propia voz y en sus mismas palabras, que era una satisfacción mucho mayor responder a una injusticia sufrida con un acto de bondad, que pagar un crimen con otro crimen. Constanza, conmovida por esa misma generosidad que yo había puesto a sus pies, pero que ella no supo valorar en su medida, declaró que hasta ese momento había admirado la nobleza de mi alma, pero que ahora se maravillaba de mi magnificencia. La mandé callar, por supuesto, y me limité a decirle que deseaba que Alá no la hiciera arrepentirse de su falsedad y la forma en que me había lastimado. riste es reconocer que algo muy distinto ocurría adentro de mí: ¿cómo era posible que hubiera elegido a aquel muchacho sin mérito, a aquel mozalbete sin experiencia ni mundo? Lo había preferido por encima de mí, que la amaba respetuosa y tiernamente, y había puesto todo a sus pies. ¡Imposible no sufrir el desengaño y la contrariedad que su desvío provocó en mi lacerado corazón! Nada, ni el engranaje de la misteriosa Naturaleza, ni el lenguaje secreto de las olas infinitas, ni el eco mudo de las estrellas en el cielo nocturno, nada es tan insondable como el corazón de las mujeres. No tardó en saltar Pedrillo nuevamente, quien quiso aprovechar el momento para pedir su propia libertad y la de Blonde. Para ello empezó a decir que desde muy joven había servido fielmente a su amo… pero su discurso fue interrumpido con violencia por Osmín, quien reaccionó pidiéndome que no me dejara engañar por aquel parásito que merecía el empalamiento, el desollamiento y el fuego… Naturalmente concedí también la libertad a la segunda pareja, lo que provocó una nueva explosión de ira de mi colérico guardián. ¿Es que no aprecias tus ojos?, le pregunté con una sonrisa de resignación, para asegurarle que me preocupaba por su persona más de lo que él mismo creía, al grado de que iba a saber recompensar sus prevenciones y desconfianzas, las cuales resultaron, aunque inútiles, del todo verdaderas. Y es que lo que no somos capaces de conseguir con la bondad, igual que hacemos con el agua de los jardines y las clepsidras, es mejor dejarlo correr. De ese modo, dejé partir a las dos parejas, para que fueran por el mundo dando cuenta de mi clemencia y divulgando la grandeza de Alá, de la que sirve de elocuente espejo la historia contada en El rapto en el serrallo.

[Núm. 21a. Vaudeville (Konstanze, Blonde, Belmonte, Pedrillo, Osmín)] [Núm. 22b. Coro de los jenízaros]

[Telón]

[2 de abril de 2019]

El Bajá Selim –interpretado por el actor Nicolas Sotnikoff– da la espalda a sus jóvenes turcos. Escena de El rapto en el serrallo.
El director Sergio Vela y el elenco de El rapto en el serrallo agradecen los aplausos durante el estreno

 



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