César Vallejo, dibujo sobre esténcil de Pablo Picasso, 9 de julio de 1938. Este boceto es el más conocido, ya que acompaña la edición de España, aparta de mí ese cáliz.
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Literatura

La costa aún sin mar. Invitación a la lectura de Trilce de César de Vallejo

Festejamos el centenario de la obra cumbre de la vanguardia poética en lengua española, Trilce, del poeta peruano César Vallejo (1892-1938) –este año se cumplen, asimismo, 130 años de su natalicio–, con esta propuesta de lectura del filólogo Emiliano Delgadillo, en la que conduce al lector por la insólita libertad expresiva, la delicia sonora y la encrucijada de sentidos de la obra.


Por Emiliano Delgadillo Martínez

 

Entre los libros que compré en La Habana, en febrero de 2005, destaca la Obra poética completa de César Vallejo (Santiago de Chuco, 1892 - † París, 1938), publicada por Casa de las Américas (3ª ed., 1975) con un prólogo del crítico y poeta cubano Roberto Fernández Retamar. Si bien hoy sé que es un libro descuidado, copia de otra edición que tampoco brilla por su rigor textual, le tengo aprecio y cariño porque, además de que lo puedo llevar a todos lados, en él fue donde leí por vez primera los siguientes versos, tan familiares y a la vez tan extraños: “Mejor estemos aquí no más. / Madre dijo que no demoraría”; “El traje que vestí mañana / no lo ha lavado mi lavandera”; “En la celda, en lo sólido, también / se acurrucan los rincones”. Su lectura inaugural me dejó perplejo. Sólo las palabras del prologuista despejaron mínimamente la bruma de duda y confusión que nubló mis entendederas.

Entonces, yo era un pésimo lector de poesía, pero saqué en claro que, en la obra de Vallejo, había un libro excepcional: Trilce, publicado en Lima en octubre de 1922, en los Talleres Tipográficos de la Penitenciaría, con un tiraje de 200 ejemplares. Los 77 poemas de Trilce, cuyo centenario se celebra hoy por doquier, aun fuera del ámbito hispanohablante, eran, junto a algún otro, los que menos entendía de los incluidos en el librito cubano. Con la terquedad del adolescente, quería, no obstante, comprender qué decían esos poemas y, en especial, por qué eran tan valiosos en su conjunto, según las palabras de Fernández Retamar: “La importancia de este libro para la poesía de lengua española no es menor que la que tiene, para la inglesa, La tierra baldía de Eliot; para la francesa, el movimiento surrealista”. No es que yo supiera mucho de los surrealistas o de T. S. Eliot –no sabía nada–, pero los términos de la comparación dilucidaban que era una colección preeminente: “Trilce, cuyo nombre propio es inventado (fusión de triste y dulce, según algunos), es, sin la menor duda, el libro mayor de la vanguardia poética en nuestro idioma”, sentenció Retamar.

Algo sabía yo de las vanguardias, porque meses antes había leído Altazor o El viaje en paracaídas (1931) del chileno Vicente Huidobro, otro libro que me dejó asombrado y que, hasta que adquirí el de Vallejo, era el que solía acompañarme en el bolsillo. Con él aprendí tres lecciones básicas de retórica moderna: 1) que no toda la poesía es medida y rimada; 2) que hay una poesía que tiende a la opacidad, y aun a lo absurdo e irracional; 3) que es posible leer un texto no sólo en busca de su sentido, sino de su música, esto es, del sonido –armónico o inarmónico– de las palabras.

La dificultad a la que se enfrenta cualquier lector de poesía, sea antigua o moderna, culta o popular, consiste en que la función principal del lenguaje no es referencial ni apelativa, es decir, no pretende comunicar un contenido de manera directa (“El joven está afligido en la recámara”), ni tampoco aspira a influir en quien recibe el mensaje (“Dile que venga a comer”). Al contrario, la función del lenguaje poético es estética, ya que la poesía, en primera y última instancia, persigue la belleza:

Son las ocho de una mañana en crema brujo...
Hay frío... Un perro pasa royendo el hueso de otro
perro que fue... Y empieza a llorar en mis nervios
un fósforo que en cápsulas de silencio apagué!

(“Nervazón de angustia”, vv. 17-20, de Los heraldos negros)

Con esto quiero decir que el sentimiento más triste, el pensamiento más oscuro o la tragedia más grave pueden expresarse de la forma más hermosa posible. Y si los poemas alcanzan esa hermosura formal, es posible que perduren por más tiempo entre el público.

Curioso ante el lenguaje, las artes y las ciencias, crítico de las injusticias y de la fe católica, aspiró muy pronto a convertirse en poeta, inspirado en la idea romántica de que el artista muere, pero su obra lo sobrevive.

Todo esto lo aprendí años después en la universidad, de modo que, cuando de joven me enfrenté con Altazor y Trilce, sólo logré intuir algunas de estas cuestiones. Principalmente, porque la poesía, a diferencia de la prosa, requería de toda mi atención y concentración. Y también porque yo estaba habituado a leer un tipo de poesía, digamos, más benévola con los lectores principiantes, como los Versos sencillos de José Martí o los Proverbios y cantares de Antonio Machado. Por mero contraste, los libros del vanguardismo americano que calaron más hondo en nuestra cultura –Trilce (1922), Altazor (1931) y Residencia en la tierra de Pablo Neruda (1933), este último, para mí, de lectura algo tardía– complicaban enormemente mi idea de la poesía.

Pero no todo estaba perdido. Al revés. Los pocos indicios que supe apreciar en esos versos fueron suficientes para sembrar en mí la pepita de la curiosidad y la nuez del conocimiento poético. Si hoy me hallo aquí, escribiendo una invitación a la lectura de Trilce, libro centenario, milenario, eterno, se debe en gran medida a mi obstinación por saber qué quiso decirnos el adolorido cholito gramático de nariz de boxeador.

Retrato del poeta

César Abraham Vallejo Mendoza nació en el pequeño pueblo de Santiago de Chuco, Perú, el 16 de marzo de 1892. Mestizo, hijo menor de once hermanos, tuvo una infancia marcada por la vida campesina y minera de los Andes, a seiscientos kilómetros al norte de Lima. Curioso ante el lenguaje, las artes y las ciencias, crítico de las injusticias y de la fe católica, aspiró muy pronto a convertirse en poeta, inspirado en la idea romántica de que el artista muere, pero su obra lo sobrevive. Y lo consiguió, no sólo para la dicha de los amigos (sus primeros lectores y cofrades, con quienes participó de la bohemia literaria de Trujillo), sino para el gusto y beneficio de todos los hablantes del español, a quienes legó una poesía afectiva, profética y tan humanamente violenta que perdurará hasta los tiempos en que el español se convierta en lengua muerta.

César Vallejo en el parque de Versalles, fotografía de Juan Domingo Córdoba, 1929.
Fuente: Wikipedia.

 

De vida itinerante en Santiago, Huamachuco, Trujillo y Lima, fue maestro de primaria y profesor –privado y público– de Lengua y Gramática Castellana, hecho importante debido a su voluntad posterior de torcer y alterar las reglas del idioma. A los veintitrés años, se graduó en Trujillo como bachiller en Letras con la tesis El Romanticismo en la poesía castellana (1915), cuyo contenido, aunque breve y superficial, lo delata como un apasionado de la poesía y de la visión positivista de la historia. Después quiso estudiar Letras, Derecho y Medicina en la Universidad Nacional de San Marcos, pero no concluyó ninguna de las matrículas.

En Lima publicó sus primeros libros: Los heraldos negros (1919), Trilce (1922), Escalas mecanografiadas (1923, relatos) y Fabla salvaje (1923, novela), ninguno de éxito inmediato. En junio de 1923, enfadado con la vida intelectual peruana y con el sistema judicial –el cual le fabricó delitos para declararlo culpable del robo e incendio de una casa de comercio en Santiago de Chuco–, se embarcó a Europa en un viaje sin retorno. Ya afincado en París, colaboró en diarios y revistas americanos y europeos, si bien vivió envuelto en una pobreza que lo condujo a la inexorable enfermedad, la cual lo había acechado desde niño, cuando sufrió de paludismo. Si en “Espergesia” escribió “Yo nací un día / que Dios estuvo enfermo, / grave”, los achaques sufridos en Europa confirmaron sus dotes proféticas, pues en 1924 quedó postrado por una hemorragia intestinal; en 1928 por las secuelas de la operación a la que fue sometido; y en 1938, tras una década de agotamiento físico (agotamiento que no le impidió viajar repetidamente a España y a la Unión Soviética), por una reactivación del paludismo, infección que lo condujo a la muerte. Murió en París, en la mañana lluviosa del Viernes Santo de abril de 1938 (a las 9:20 horas del día 15), aunque la leyenda recuerda el hecho como en su más famoso soneto, “Piedra negra sobre una piedra blanca”.

Trilce, cubierta de la edición príncipe, octubre de 1922.

 

Trilce, invitación y propuesta de lectura

Como César A. Vallejo publicó su segundo libro, Trilce (Lima, 1922), el último poemario que vería en vida. Se trata de un libro difícil y excepcional con el cual Vallejo logró adueñarse de una insólita libertad expresiva, acorde con su nueva manera de imaginar, de sentir “o, en definitiva, de ser”, como apuntó el poeta español José Ángel Valente. Quien recuerde su primera lectura de Trilce podrá confirmar el sentimiento de extrañeza ante lo ahí dicho; sobre todo, porque hay una intención deliberada de violentar el lenguaje.

César Vallejo no fue el mismo individuo desde que sufrió las desoladoras experiencias de la muerte de la madre, la muerte de la novia, las rupturas amorosas, el intento de suicidio, la persecución judicial y el encarcelamiento (estuvo preso en Trujillo del 6 de noviembre de 1920 al 26 de febrero de 1921), a las que se suma la molesta querella de Los heraldos negros[1]. Las ansias de libertad y su talante rebelde (“Si no he de ser hoy libre, no lo seré jamás”, confesó en 1922 a Antenor Orrego) lo motivaron a escribir, durante cuatro años (1918-1922), acerca de su vida de un modo riesgoso e inaudito, entregado por completo a la poesía, con el propósito de transgredir los cánones literarios y el hediondo contrato social: “Dios sabe hasta qué bordes espeluznantes me he asomado, colmado de miedo, temeroso de que todo se vaya a morir a fondo para que mi pobre ánima viva” (esa carta a Orrego, el prologuista de Trilce, es citada por José Carlos Mariátegui en sus Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana). Si los temas poéticos del libro son los de siempre –el dolor, el amor, la muerte, el deseo, la libertad, la cárcel, la familia, el dios cristiano, la existencia secular, el sexo, el lenguaje, la poesía–, no lo son el tratamiento ni las formas.

La ruptura con la tradición ética-estética del Perú conservador en que creció Vallejo está ilustrada con el paso de los primeros versos de Trilce a los definitivos. Por ejemplo, entre los pocos poemas que cuentan con una versión previa, sobresalen los que tenían forma de soneto con su título, sus versos endecasílabos o alejandrinos y sus rimas consonantes, a la usanza del modernismo. Pero, salvo alguna excepción –como los poemas 34 y 46–, en la edición príncipe de Trilce (edición que recomiendo descargar de forma gratuita, junto a muchos otros materiales vallejianos, de la Biblioteca Digital de la Fundación BBVA-Perú), esos sonetos están transformados o, mejor, resquebrajados. Solamente un airecillo de “soneto modernista” los merodea. Son, en todo caso, poemas estróficos modernos con tendencia a la regularidad, marcados por la renuncia voluntaria a las rimas y a la métrica regulares. El núm. 37 (XXXVII, antes llamado “Escena”) es representativo de ese resquebrajamiento métrico.

Si “Vallejo” y “trilce” son hoy palabras de uso corriente, es porque Trilce se ha convertido en el punto de partida de la modernidad poética de nuestra lengua.

Otra muestra de la ruptura de Vallejo con su tradición es el título del libro, el cual resume el paso del modernismo a la experimentación vanguardista. Según su principal biógrafo –el crítico peruano André Coyné–, Trilce tuvo hasta cuatro nombres previos: Sólo de aceros, Féretros, Scherezando y Cráneos de bronce. Al parecer, sólo de último momento, el poeta se convenció de elegir el neologismo “trilce”, palabra en singular que, entonces, no quería decir nada; si acaso evoca el número tres, el trino dulce de las aves, la tristeza dulce ya apuntada por Retamar, o simplemente se refiere al “triste esqueleto cantor” del poema 27 (XXVII), a las “Treinta y tres trillones trescientos treinta / y tres calorías” del 32 (XXXII), a la “bondad más triste” del 46 (XLVI), a los “dulces pucheros” del 51 (LI), o a las tres libras que el poeta tuvo que pagar a su impresor, luego de modificar unas planas para que su nombre saliera impreso en vez de “César Perú” (seudónimo con el que había escogido firmar, a imitación de Anatole France, cuya obra, al igual que nuestros queridos Ramón López Velarde y Gerardo Deniz, conocía al dedillo). Si “Vallejo” y “trilce” son hoy, en el ámbito de la poesía, palabras de uso corriente, es porque Trilce se ha convertido en el punto de partida de la modernidad poética de nuestra lengua. Únicamente quiero advertir que los títulos que tentaron al poeta, en vez de resumir en un solo trazo la novedad de su obra, estaban anclados aún a la estética modernista, en la que lo plural y lo lúgubre metafórico predominaban, como en el nombre de su primer libro (Cráneos de bronce pudiera ser la continuación lógica de Los heraldos negros). En cambio, al decantarse por una sola palabra –hermosa al oído y recóndita al sentido–, Vallejo fundó, a sus treinta años de edad, una nueva y duradera estética, a la vez que una insólita ética creativa, tan señalada por sus comentaristas.

Quienes se acercan a Trilce por primera vez se enfrentan a la dificultad de saber qué quiere decir el título. A esos lectores sugiero que, en lugar de romperse la cabeza en busca del significado, se limiten a enunciar el significante, esto es, la secuencia de sonidos, con el único fin de saborear y palpar su delicia sonora. De igual manera, les recomiendo prestar atención a la música chirriante y anómala del poemario; en especial, a la rima media –mezza rima–, que tiene lugar al interior de los versos. Esa musicalidad extraña cobra vigor si leemos el libro a plena voz, por lo que pido que, por un momento, dejemos de lado nuestro hábito de lectores silenciosos en busca de sentido y leamos en voz alta el poema inaugural de la colección:

I

Quién hace tanta bulla, y ni deja
testar las islas que van quedando.

Un poco más de consideración
en cuanto será tarde, temprano,
y se aquilatará mejor
el guano, la simple calabrina tesórea
que brinda sin querer,
en el insular corazón,
salobre alcatraz, a cada hialóidea
grupada.

Un poco más de consideración,
y el mantillo líquido, seis de la tarde
DE LOS MÁS SOBERBIOS BEMOLES.

Y la península párase
por la espalda, abozaleada, impertérrita
en la línea mortal del equilibrio.

Sin importarnos qué quieren decir “testar”, “aquilatar”, “calabrina tesórea”, “salobre alcatraz”, “hialóidea grupada”, “pararse por la espalda” o “península abozaleada e impertérrita”, el texto tiene una música propia, rara, en absoluto distante del ritmo sincopado del rap –por mencionar un género de la poesía oral que conjuga elementos del canto con un estilo y una actitud provocadores–. En el poema de Vallejo hay un golpeteo inicial de los sonidos k, t, d y g, seguido de la reiteración de las bilabiales b y p, intensificadas hacia el final, es decir, hay una predominancia de las consonantes oclusivas, caracterizadas por la interrupción apresurada del sonido y por su liberación explosiva inmediata. En el terreno de las vocales, hay una insistencia en las rimas asonantes, no precisamente a final de verso: hay rimas en á-o (quedando-cuanto-temprano-guano); en (consideración-mejor-corazón-consideración); en (testar-más-será-aquilatará-insular-alcatraz-más-más-mortal); en í-o(mantillo-líquido-equilibrio); en á-e (tarde-párase); en í-a (península-línea); en á-a (cada-grupada-espalda-abozaleada). Incluso, hay una aliteración intencionada de las vocales e y o en el llamativo verso en mayúsculas. Todos estos elementos fónicos tienen el propósito de “hacer bulla”, es decir, de provocar un ruido intenso para que, al tiempo que descubrimos que entendemos muy poco de lo ahí expresado, seamos capaces de reconocer que hay un deseo sonoro y melódico en esa expresión no necesariamente armónica: la intención de crear belleza con los puros sonidos del idioma. Pero, como ha señalado el historiador Jorge Basadre, la intención de Vallejo no se reduce a un elemental juego lingüístico (como en el célebre y regocijante canto final de Altazor); sino que, en tanto arte romántico, el lenguaje de Trilce es la vida misma con sus pasiones y angustias, con sus violencias y anhelos.

Ahora bien, tras haber leído y releído el poema al ritmo de beatbox, y tras haberlo sentido vibrar en nuestro cuerpo, es pertinente preguntarnos qué nos quiso decir Vallejo con sus versos. Por un lado, hay que advertir que no existe un solo sentido, una única interpretación, ni en este ni en otros poemas. La especialista Jean Franco ha llamado a este tipo de hermetismo una “encrucijada de sentidos”, puesto que el lector puede escoger qué rumbo semántico tomar, según su propia experiencia como descifrador de textos. Hay quienes optan por interpretarlo como el acto de defecar en la prisión; otros prefieren llevarlo al terreno filosófico existencial (“la línea mortal del equilibrio”). De cualquier manera, debemos esforzarnos por intentar comprender qué quiso decir el poeta, lo cual resulta, por sí solo, una propuesta estética con la cual el artista nos exige participar en el desciframiento de la obra[2].

En vez de que el bullicio inaugural de Trilce se convierta en una sustancia repelente de nuestra atención, conmino a leerlo no en su orden laberíntico, sino de acuerdo con dos criterios clasificatorios. El primero, por el grado de dificultad de los textos. El segundo, por el tema o argumento.

Por otro, hay que recordar la vieja premisa según la cual nuestra comprensión poética se verá enriquecida si atendemos, en vez de una sola pieza, muchos otros poemas –ya sean del mismo libro, del mismo autor o incluso de la misma época o corriente literaria–. Por eso, en vez de que el bullicio inaugural de Trilce se convierta en una sustancia repelente de nuestra atención, conmino a leerlo no en su orden laberíntico, sino de acuerdo con dos criterios clasificatorios. El primero, por el grado de dificultad de los textos. El segundo, por el tema o argumento.

Desde esta perspectiva, los 77 poemas de Trilce se dividen en tres niveles de dificultad lectora: los de fácil comprensión (veintiuno en total), los de dificultad media (treinta y uno) y los difíciles (veinticinco). Sugiero empezar, naturalmente, por los fáciles. Los poemas hay que ajustarlos igualmente al segundo criterio para formar grupos temáticos con el fin de profundizar, a partir de esas comunidades de sentido, en los más difíciles.

Aunque existe un debate acerca de cuántos y cuáles son los temas de Trilce, yo propongo empezar por el grupo que abarca el hogar, la familia y la infancia, es decir, aquellos poemas que se vinculan directamente con la sexta y última sección de Los heraldos negros, llamada “Canciones del hogar”. En Trilce, la serie hogareña de fácil lectura está formada por los siguientes poemas: 3, 11, 23, 28, 51, 61 y 65, en los que predominan los recuerdos de la niñez, expresados con un lenguaje simple, filial y fraternal. A ellos se pueden añadir dos más, que tratan del rito y la liturgia, igualmente accesibles para todos: 24 y 66. En seguida, recomiendo atender los poemas de amor, sexo y erotismo, en los que hay un deseo latente, no siempre satisfecho: 13, 15, 34, 37, 46 y 62. Por último, sugiero la lectura de los que comunican sin dificultad las tribulaciones del yo en el mundo secular, esto es, la existencia de Vallejo en un momento en que la consoladora figura de Dios sólo está presente como el recuerdo de un tiempo perdido: 14, 27, 33, 56, 64 y 75 (este último de tono más político que el resto). Quien tenga oportunidad de leer las primeras series –junto a su natural complemento, Los heraldos negros– estará listo para continuar con los poemas de dificultad media. Mi recomendación, para esta segunda empresa, se limita simplemente a estar familiarizado con los poemas de fácil lectura.

Poema XIII de Trilce, edición príncipe. Lima, Perú, 1922. Fuente: Biblioteca Digital de la Fundación BBVA-Perú.

 

En el segundo grupo, sobresalen los temas de la cárcel y la pérdida de la libertad, temas que están relacionados directamente con la experiencia carcelaria de Vallejo. Aunque de lenguaje más críptico, el sentido se nos aclara después de leerlos en conjunto (en compañía del diccionario o de un buen glosario vallejiano). Son solamente seis: 1, 2, 18, 41, 50 y 58. El último nos devuelve al tema del hogar, sólo que ahora en un registro menos accesible: 7, 47 y 52. A esta tercia se suma otro poema de dificultad media, referente a la liturgia: 31. Después, según mi propuesta inicial, siguen los poemas del eros: 35, 43, 67, 71 y 76; y los existenciales, los más abundantes de todo el libro: 22, 30, 38, 45, 48, 54, 57, 59, 60, 63 y 70. Por último, entramos al ámbito de los cinco textos cuyo tema es el lenguaje o la poesía y, por lo mismo, suelen considerarse el arte poética de Trilce: 19, 36, 44, 55 y 77. Quien conozca la importancia del simbolismo podrá observar en el número 55 cómo Vallejo se desvincula de esa corriente lírica.

Poema LXXVII de Trilce, edición príncipe. Lima, Perú, 1922.
Fuente: Biblioteca Digital de la Fundación BBVA-Perú.

 

Llegamos finalmente a los poemas más difíciles de Trilce. Pero no lo hacemos a ciegas ni a tientas, pues hemos recorrido un buen tramo del libro, hecho que nos ayudará a sortear ciertas complicaciones. Por ejemplo, ya estamos habituados a las técnicas vanguardistas más recurrentes: a) la falta de títulos (los cuales, en otros casos, ayudan a entender hacia dónde se encamina el texto); b) el uso de una ortografía rara e irregular, atravesada por la presencia de números, mayúsculas, onomatopeyas, letras y puntos suspensivos que pretenden ser signo de algo más; c) la deformación de la sintaxis, en particular, a partir de la omisión de nexos y preposiciones (o de su empleo en un sentido no convencional); d) la abundancia de neologismos, arcaísmos y tecnicismos; e) la cancelación o afectación de la lógica racional; f) las incongruencias verbales; g) la disposición anómala de los versos en la página; y h) la renuncia a la métrica regular y a las rimas asonantes y consonantes. En el tercer grupo, esas técnicas se intensifican y agolpan.

Igualmente, ya nos hemos acostumbrado a los argumentos de los poemas, por lo que propongo, en primerísimo lugar, sentir lo que los sonidos de las estrofas expresan (a semejanza de cuando contemplamos una pieza de arte figurativo); en segundo, atender la voz lírica (¿quién canta?, ¿a quién se dirigen sus palabras?); en tercero, buscar el quid del poema (¿de qué habla la voz?, ¿de sí misma, de algún tema recurrente?); y en cuarto, interpretar los textos a partir de las palabras que más hacen eco en nosotros (recomiendo subrayarlas); puesto que, en vez de conformarnos con la idea de un hermetismo impenetrable o de un absurdo infértil, el libro nos invita una y otra vez a involucrarnos profundamente con él, a dar el salto vertiginoso al “vacío” semántico para salir airosos y plenos, toda vez que estemos dispuestos a arriesgar nuestro ser, junto al poeta, en la construcción del sentido del texto.

Esa entrega lingüística, poética, tan humanamente arrebatadora, fue la manera en que Vallejo afrontó los estados más extremos de su experiencia y, a la vez, la forma más original de perdurar en el tiempo.

Leídos en su conjunto, los 25 poemas difíciles (4, 5, 6, 8, 9, 10, 12, 16, 17, 20, 21, 25, 26, 29, 32, 39, 40, 42, 49, 53, 68, 69, 72, 73 y 74) aguardan –quietos y potentes– a que los hagamos íntimamente nuestros, a que resuenen en nuestro cuerpo con la sensibilidad, el pensamiento y la inteligencia de quien persistió en entregar alma y materia al lenguaje. Esa entrega lingüística, poética, tan humanamente arrebatadora, fue la manera en que Vallejo afrontó los estados más extremos de su experiencia y, a la vez, la forma más original de perdurar en el tiempo. A cada quien corresponde colocar esos 25 textos en los compartimentos de su individualidad lectora.

Un último comentario. Si la palabra del poeta es también la palabra de la tribu, el oficio del crítico consiste en recordar que hay algo muy nuestro en los usos extraños del lenguaje. Por eso, quiero invitar también a buscar y perseguir los trabajos recientes de Enrique Ballón Aguirre, Carlos Fernández y Valentino Gianuzzi, los especialistas más importantes de la obra de César Vallejo. Tal vez, luego de su lectura, la vergüenza que sentimos los lectores del cholo, el huaco peruano, se vuelva más llevadera, pues ellos nos enseñan que, en la manera en que Vallejo cifró el mundo, hay también una calidez humana que nos cobija del espíritu desolado y frío de nuestro siglo.

César Vallejo en el bosque de Fontainebleau, fotografía de Juan Larrea, abril 1926.

 



[1] El interesado puede consultar la muy buena edición de Los heraldos negros preparada por Antonio Cajero, publicada recientemente por El Colegio de San Luis (San Luis Potosí, 2020).

[2] La labor se facilita al acudir a las ediciones que cuentan con un glosario, como la de Marco Martos y Elsa Villanueva (César Vallejo, Trilce, PEISA, Lima, 1987), de libre acceso en el portal web ya referido, o como la versión bilingüe –rara avis– del talentoso Clayton Eshleman: César Vallejo, The Complete Poetry, University of California Press, 2006. 



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