César Vallejo, dibujo sobre esténcil de Pablo Picasso, 9 de julio de 1938. Este boceto es el más conocido, ya que acompaña la edición de España, aparta de mí ese cáliz.
17
Literatura

La costa aún sin mar. Invitación a la lectura de Trilce de César de Vallejo

Festejamos el centenario de la obra cumbre de la vanguardia poética en lengua española, Trilce, del poeta peruano César Vallejo (1892-1938) –este año se cumplen, asimismo, 130 años de su natalicio–, con esta propuesta de lectura del filólogo Emiliano Delgadillo, en la que conduce al lector por la insólita libertad expresiva, la delicia sonora y la encrucijada de sentidos de la obra.


Por Emiliano Delgadillo Martínez

 

Entre los libros que compré en La Habana, en febrero de 2005, destaca la Obra poética completa de César Vallejo (Santiago de Chuco, 1892 - † París, 1938), publicada por Casa de las Américas (3ª ed., 1975) con un prólogo del crítico y poeta cubano Roberto Fernández Retamar. Si bien hoy sé que es un libro descuidado, copia de otra edición que tampoco brilla por su rigor textual, le tengo aprecio y cariño porque, además de que lo puedo llevar a todos lados, en él fue donde leí por vez primera los siguientes versos, tan familiares y a la vez tan extraños: “Mejor estemos aquí no más. / Madre dijo que no demoraría”; “El traje que vestí mañana / no lo ha lavado mi lavandera”; “En la celda, en lo sólido, también / se acurrucan los rincones”. Su lectura inaugural me dejó perplejo. Sólo las palabras del prologuista despejaron mínimamente la bruma de duda y confusión que nubló mis entendederas.

Entonces, yo era un pésimo lector de poesía, pero saqué en claro que, en la obra de Vallejo, había un libro excepcional: Trilce, publicado en Lima en octubre de 1922, en los Talleres Tipográficos de la Penitenciaría, con un tiraje de 200 ejemplares. Los 77 poemas de Trilce, cuyo centenario se celebra hoy por doquier, aun fuera del ámbito hispanohablante, eran, junto a algún otro, los que menos entendía de los incluidos en el librito cubano. Con la terquedad del adolescente, quería, no obstante, comprender qué decían esos poemas y, en especial, por qué eran tan valiosos en su conjunto, según las palabras de Fernández Retamar: “La importancia de este libro para la poesía de lengua española no es menor que la que tiene, para la inglesa, La tierra baldía de Eliot; para la francesa, el movimiento surrealista”. No es que yo supiera mucho de los surrealistas o de T. S. Eliot –no sabía nada–, pero los términos de la comparación dilucidaban que era una colección preeminente: “Trilce, cuyo nombre propio es inventado (fusión de triste y dulce, según algunos), es, sin la menor duda, el libro mayor de la vanguardia poética en nuestro idioma”, sentenció Retamar.

Algo sabía yo de las vanguardias, porque meses antes había leído Altazor o El viaje en paracaídas (1931) del chileno Vicente Huidobro, otro libro que me dejó asombrado y que, hasta que adquirí el de Vallejo, era el que solía acompañarme en el bolsillo. Con él aprendí tres lecciones básicas de retórica moderna: 1) que no toda la poesía es medida y rimada; 2) que hay una poesía que tiende a la opacidad, y aun a lo absurdo e irracional; 3) que es posible leer un texto no sólo en busca de su sentido, sino de su música, esto es, del sonido –armónico o inarmónico– de las palabras.

La dificultad a la que se enfrenta cualquier lector de poesía, sea antigua o moderna, culta o popular, consiste en que la función principal del lenguaje no es referencial ni apelativa, es decir, no pretende comunicar un contenido de manera directa (“El joven está afligido en la recámara”), ni tampoco aspira a influir en quien recibe el mensaje (“Dile que venga a comer”). Al contrario, la función del lenguaje poético es estética, ya que la poesía, en primera y última instancia, persigue la belleza:

Son las ocho de una mañana en crema brujo...
Hay frío... Un perro pasa royendo el hueso de otro
perro que fue... Y empieza a llorar en mis nervios
un fósforo que en cápsulas de silencio apagué!

(“Nervazón de angustia”, vv. 17-20, de Los heraldos negros)

Con esto quiero decir que el sentimiento más triste, el pensamiento más oscuro o la tragedia más grave pueden expresarse de la forma más hermosa posible. Y si los poemas alcanzan esa hermosura formal, es posible que perduren por más tiempo entre el público.

Curioso ante el lenguaje, las artes y las ciencias, crítico de las injusticias y de la fe católica, aspiró muy pronto a convertirse en poeta, inspirado en la idea romántica de que el artista muere, pero su obra lo sobrevive.

Todo esto lo aprendí años después en la universidad, de modo que, cuando de joven me enfrenté con Altazor y Trilce, sólo logré intuir algunas de estas cuestiones. Principalmente, porque la poesía, a diferencia de la prosa, requería de toda mi atención y concentración. Y también porque yo estaba habituado a leer un tipo de poesía, digamos, más benévola con los lectores principiantes, como los Versos sencillos de José Martí o los Proverbios y cantares de Antonio Machado. Por mero contraste, los libros del vanguardismo americano que calaron más hondo en nuestra cultura –Trilce (1922), Altazor (1931) y Residencia en la tierra de Pablo Neruda (1933), este último, para mí, de lectura algo tardía– complicaban enormemente mi idea de la poesía.

Pero no todo estaba perdido. Al revés. Los pocos indicios que supe apreciar en esos versos fueron suficientes para sembrar en mí la pepita de la curiosidad y la nuez del conocimiento poético. Si hoy me hallo aquí, escribiendo una invitación a la lectura de Trilce, libro centenario, milenario, eterno, se debe en gran medida a mi obstinación por saber qué quiso decirnos el adolorido cholito gramático de nariz de boxeador.

Retrato del poeta

César Abraham Vallejo Mendoza nació en el pequeño pueblo de Santiago de Chuco, Perú, el 16 de marzo de 1892. Mestizo, hijo menor de once hermanos, tuvo una infancia marcada por la vida campesina y minera de los Andes, a seiscientos kilómetros al norte de Lima. Curioso ante el lenguaje, las artes y las ciencias, crítico de las injusticias y de la fe católica, aspiró muy pronto a convertirse en poeta, inspirado en la idea romántica de que el artista muere, pero su obra lo sobrevive. Y lo consiguió, no sólo para la dicha de los amigos (sus primeros lectores y cofrades, con quienes participó de la bohemia literaria de Trujillo), sino para el gusto y beneficio de todos los hablantes del español, a quienes legó una poesía afectiva, profética y tan humanamente violenta que perdurará hasta los tiempos en que el español se convierta en lengua muerta.