En el territorio michoacano podemos identificar la región tarasca –o purepecheo–, dividida para su estudio en cuatro partes: zona lacustre –de Pátzcuaro–, ciénega –de Zacapu–, Cañada de los Once Pueblos y sierra o meseta tarasca. Territorio poseedor de un añejo patrimonio histórico-artístico, singular en algunos templos y capillas que asientan su origen en el periodo virreinal, en los que destacan las techumbres denominadas “artesones” desde hace poco más de medio siglo, sin ser exclusivas de esta área porque también ubicamos algunas en el oriente michoacano y en el valle de Toluca.
Por ahora centramos la atención en el serrano pueblo de Nurío[1] al que las plumas de periodistas e historiadores han dedicado numerosos párrafos para destacar esa riqueza artística a la que ahora nos referimos. Viene de antiguo el registro de estas techumbres historiadas, pues en la Americana Thebaida, el cronista agustiniano fray Matías de Escobar lamenta la pérdida de la techumbre del templo de Tiripetío –pueblecillo cercano a Morelia, camino a Pátzcuaro– cuando asienta en su ejemplar obra:
Del coro no quedó cosa alguna, porque los órganos, sillerías y facistoles, primorosísimos, todo lo abrazó, como veremos, el fuego. Solo la memoria ha quedado de lo que fue. En toda la gran fábrica de aquel templo, lo más primoroso, dice nuestro Basalenque, y que jamás pudo imitarse fue la techumbre, o cielo de la iglesia, así como en la gran fábrica del mundo, lo más lucido y primoroso es el cielo, o bóveda celestial. Era todo de media tijera sobre la cual descansaban primorosos artesones, pedazos de aquel cielo, de que pendían multitud de doradas piñas, que como estrellas fijas se ascendían en aquel firmamento…
Tenemos a la vista un ejemplar de la Inspección ocular en Michoacán, regiones central y sudoeste, en edición preparada por el jesuita José Bravo Ugarte (Jus, 1960), repertorio referente a las regiones central y sudoeste, en el que encontramos multicitadas veces el reporte de templos y capillas con artesón. Leamos lo registrado por el inspector de fines del siglo XVIII o principios del siglo XIX:
Santiago Nurio Tepacua. Las casas curales son una troje; las reales de piedra y lodo, maltechada de tejamanil. La capilla del hospital tiene igual techo y paredes, con un altar y retablo dorado de regular buena talla. La iglesia es una nave capaz con torre adjunta de piedra, igualmente que las paredes, buen entablado inferior, coro alto con órgano útil costoso, bautisterio en el cuerpo de la iglesia, aseado; artesón pintado, viejo y maltratado, sacristía descuidada y ocho altares formales con sus retablos dorados de mala escultura.
Vale subrayar que cuando los informes episcopales de fines del siglo XVIII y principios del XIX se refieren al ajuar barroco de los templos (en apariencia pasados de moda) los tratan con cierto o total desprecio, dado que comienza a despuntar el estilo liberal –el neoclásico–, sin olvidar nosotros que en la región de Paracho encontramos el retablo testero de modalidad barroco anástilo del templo de Aranza, fechado en 1816, aun cuando el cuadro clasificador del arte universal reporta que el Barroco murió hacia 1750.
Por demás interesante es el asunto de los artesones que cubren y/o cubrieron templos y capillas michoacanos. En alguna de las tantas charlas-cátedra con el arquitecto moreliano Manuel González Galván, este me refirió que en la década de los años cincuenta el patzcuarense don Antonio Arriaga Ochoa, para entonces director del Museo de Historia Nacional –en Chapultepec, museo castillo al que Arriaga engrandeció–, le pidió que visitará el pueblecito de Tupátaro para que inspeccionara una extraña techumbre de la que tenía noticia. ¿Quién le informaría de esta singular joya a don Antonio? Hace 25 años, quien esto escribe, creía que el informante fue don Manuel Toussaint –fundador del hoy Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM–, pero da la casualidad que el sabio médico no incluyó Tupátaro en su libro de 1942: Pátzcuaro. Para ese momento, el artesón del pueblo de Santiago comenzó a ser referenciado en clases universitarias y conferencias por el arquitecto González Galván. El artesón de Tupátaro cobra relevancia en estas anotaciones porque se trata de la primera obra de arte michoacana que fue objeto del restauro de parte de la asociación Adopte una Obra de Arte, que para entonces encabezaba su creadora doña Beatriz Sánchez Navarro de Pintado. El discurso iconográfico de este artesón y retablo se refieren a la vida, pasión y muerte de Cristo, encontrando solo una imagen que pareciera extraña su presencia, Santa Cecilia, pero da la casualidad que ella, en minúscula pinturilla, preside el coro, por ser la santa romana, la patrona de la música y el canto sacros. (Foto de nave de templo de Tupátaro)
Revisando antecedentes sobre esta riqueza michoacana encontramos que José Bravo Ugarte, en su señalado libro, incluye como meras ilustraciones tres fotografías de artesones, una de Angahuan, una de Tupátaro y otra de Zacán.
Será hasta 1970, cuando Manuel González Galván le preparó el itinerario fotográfico a la antropóloga Judith Hancock, que se incluiría el pueblo de Tupátaro. Magníficas tomas fotográficas registró la artista norteamericana, y el arquitecto González les puso elocuentes notas, dando cuerpo al icónico libro Arte virreinal en Michoacán –edición del Frente de Afirmación Hispanista—, en el que nos encontramos ya un apartado sobre los “alfarjes historiados”:
Capítulo en el que Michoacán destaca por abundancia, riqueza ornamental y originalidad, es el de los alfarjes.
Dentro de la recia tradición artística española, uno de los aportes más vigorosos fue el de los árabes y a estos se debe el origen de los alfarjes, techumbres construidas básicamente de madera y cuyas vigas inclinadas, llamadas alfardas, les dan el nombre. Interiormente producen el aspecto de una artesa invertida, por lo que también se les ha llamado artesonados.
Este sistema de cubiertas se acrisoló en el estilo mudéjar, y así llegó a tierras de América, dominadas por España, en el siglo XVI, proliferando por toda la geografía del continente.
[…] Mas lo que en Michoacán da precisamente el mayor encanto son ese estar al margen, ese crear sin maestro y en el aislamiento, esa innata autosuficiencia artística que hasta hoy, con mayores medios de comunicación, ha entrado en contacto con nosotros y nos muestra el plástico esplendor y la rumia didáctica de estas humildes a la vez que espléndidas techumbres.
Fue también durante la década de los años setenta que llegó a Pátzcuaro un gringo, el compañero de vida de doña Teresa Dávalos, notable difusora cultural en la región lacustre, el austriaco Enrique Luft Pávlata, quien puso su mano restauradora sobre el tableramen historiado de Tupátaro. Fue él quien llamó primero a estas techumbres “capillas sixtinas”.
Por esa época y debido a la apertura de vías carreteras, Pátzcuaro se fue convirtiendo en centro turístico importante, pero sobre todo en atracción de estudiosos, llámense historiadores, antropólogos, etnólogos, lingüistas, y artistas plásticos y fotógrafos, los que fueron haciendo camino al andar hacia los poblados tarascos, registrando en su quehacer algunos de los templos cubiertos por artesones.
Para mencionar un caso de lo expresado en el párrafo anterior, citamos al fotógrafo Bob Schalkwijk, quien en 1992 visitó la región para registrar con su lente algunas de las construcciones religiosas. El arquitecto e historiador especialista en arte virreinal González Galván dedicó otro estudio al tema: “Del alfarje al artesonado” (Manos michoacanas, 1997), pero en esta ocasión más directamente enfocado a definir y proponer una terminología para el aprecio y estudio de las techumbres. En él advierte al lector que siempre había venido “manteniendo la referencia a estas techumbres como alfarjes historiados, pero ahora, y aquí, consideramos como reflexión, que lo más acertado como referencia nominativa sería llamar a estas típicas techumbres michoacanas, artesones historiados, salvo cuando adquieren otras formas en la misma región, como son las también muy originales en forma de bóveda simulada, con estructura de tablazón en madera…”
Pocos años después llegó a la meseta tarasca la historiadora Nelly Sigaut, quien ha dejado un extenso artículo: “El cielo de colores” (en Arquitectura y espacio social en poblaciones purépechas de la época colonial, 1998), donde citando a Alberto Carrillo Cázares (en su Michoacán en el otoño del siglo XVII, 1993) apunta que:
En el siglo XVII Santiago Nurio Tepacua formó parte del beneficio de Aranza. Durante esa época fue seguramente cuando se construyó la iglesia y quizá la capilla del hospital. La iglesia de Santiago Nurio tiene la fecha de 1639 en la portada y la de 1677 en el muro derecho de la fachada. Ambas coinciden con la información que se tiene de la iglesia en el siglo XVII donde se la describe “de piedra y lodo muy bien adornada”. La descripción del bautisterio, “cercada la pila de reja de madera dorada y pintada”, acentúa la credibilidad de la información, pues aún conserva esas características originales. La misma descripción nos informa sobre “el coro, órgano y lo demás nuevo de música”, sin mencionar la riquísima ornamentación de su techo, aunque es posible considerar, que en “lo demás” pudiera incluirse el conjunto musical angélico representado en el sotocoro.
Asimismo, advierte que en la singularidad de artesón que cubre el sotocoro del templo de Nurío:
En primer lugar por el repertorio formal manierista, evidentemente europeo y dependiente seguramente de modelos grabados. El uso de grabados fue frecuente en la región, como en toda la nueva España y los conventos agustinos muestran todavía ese aprovechamiento. No obstante, como sabemos, lo importante no es el uso del modelo grabado, sino la interpretación que del mismo se hace.
Asimismo, Sigaut nos alerta que:
Otro elemento a tener en cuenta en esta argumentación es la técnica empleada, pintura al temple aplicada sobre base de blanco de España. La pintura al temple consiste en un procedimiento mediante el cual los colores de pigmento, molido cuidadosamente con agua, se templan con colas y gomas que, haciendo el oficio de aglutinante, obligan a las diversas partículas de color a unirse entre sí al mismo tiempo que sirven de vehículo para su adhesión a la superficie sobre la cual se pinta.
En cuanto a la presencia de los ángeles músicos y cantores en el grandioso sotocoro del templo de Santiago Nurío apunta:
Los arcángeles Gabriel y Miguel y los ángeles músicos que tocan guitarras, violines, trompetas junto con otros que llevan abiertos los libros de coro, en acción de interpretar una música celestial que aún puede oírse en Nurio, acompañan a un joven e imberbe san Agustín y a una santa María Magdalena. La santa puede reconocerse fácilmente por el cabello largo y suelto que cae sobre sus hombros, así como el perfumero que lleva entre las manos…
Sobre esta iconografía, quien esto escribe anotó sobre la capilla y templo de Nurío en un artículo titulado “Ángeles y arcángeles músicos en el arte virreinal de Michoacán” (en Si como tocas el arpa, tocaras el órgano de Urapicho. Reminiscencias virreinales de la música en Michoacán, 2008):
Orgulloso, el pueblo de Nurio posee dos artesones de rica iconografía, el de la capilla del hospital o Huatapera, cubre completamente la nave, adopta la forma de medio cañón corrido avenerado en el ábside y los pies. De entre una nutrida fronda vegetal aparece la iconografía relacionada con la letanía lauretana: la familia de la Virgen María y los apóstoles.
El otro que sin ser propiamente un artesón, es el que cubre el sotocoro del templo parroquial de Santiago Apóstol… La iconografía que constituye la cubierta entablada en forma de L del sotocoro está compuesta por ángeles, querubines, santa María Magdalena y un clérigo. Para su decoración fue dividido en rectángulos y recuadros que a decir de la arquitecta Gloria Álvarez (en Los artesones michoacanos. 2001), “presentan un cielo florido en el cual emergen caras de angelitos en medio de tarjas con grecas, pero la parte del arranque sobre los muros laterales difiere del resto del entablamento ahí encontramos algunos personajes que conforman la temática iconográfica”.
Respecto de los ángeles y arcángeles músicos y cantores que alegran el sotocoro, no debe extrañar su presencia, pues aluden a espacio en que se ubican, ya que sobre el tableramen descansa el coro, lugar donde se desarrolla la actividad musical para la liturgia y otras festividades del calendario de la Iglesia, institución que cultivaba para su retroalimentación la música sacra y el canto gregoriano…
Los seres angélicos que pueblan el sotocoro en cuestión están representados de poco más de medio cuerpo, ataviados con túnicas de variados colores, y enmarcados en manieristas tarjas, aparecen de manera individual –salvo en una escena en donde vemos dos que cantan a partir de la lectura de un libro abierto que sostienen en sus manos–, ejecutando instrumentos como guitarra, viola y órgano, además de uno que más que cantar parece dirigir una escena de canto, debido a que centra su atención en un libro con notación musical que tiene delante de sí.
Para destacar la presencia del singular bautisterio, recurrimos de nuevo a la experimentada voz de González Galván:
[…] el bautisterio en la parroquia de la llamada Iglesia Grande, o del Señor Santiago, donde la pila de agua sacramental se protege y refugia en un brevísimo espacio de fantástica y extraña forma. Parece una especie de navecita anclada en el rincón de mano derecha del sotocoro. Su configuración, en algo nos recuerda los templos perípteros clásicos, o sean los rodeados de columnas en todo su perímetro, pero nada más lejano de aquellos que esta encantadora y pequeña estructura mudéjar, de columnillas con fuste ahusado que reciben un techito de artesón.
Podríamos decir hoy, ante la ausencia de este “artesonsito” bautismal, que pudo ser el encanto de cientos o miles de propios y extraños, pues se trataba de una especie de juguete en el rincón de la imponente nave.
En cuanto a los retablos del templo, María Concepción Amerlinck de Corsi nos ofrece una descripción razonada (en Adopte una obra de arte. Patrimonio recuperado 2000-2010, 2011): es de una sola nave y tiene “un retablo lateral de la Virgen de Guadalupe del siglo XVIII, parcialmente estofada […] El óleo central con fondo blanco y flores en las esquinas recuerda el ayate […] Hay un retablo lateral relativamente pequeño con una urna en la parte inferior, la escultura de un Ecce Homo al centro y una pintura de cristo resucitado en la parte superior. Sus columnas son barrocas, doradas y muy ornamentadas”.
El siglo XIX se hizo presente en el retablo del apóstol Santiago donde el lenguaje sigue siendo barroco en buena medida, sobre todo debido al color, pero ya no lo son las proporciones, ni las cuatro columnas altas esbeltas y blancas con bases y capiteles dorados que conforman su estructura con tres calles. Es de madera tallada, ensamblada, pintada y parcialmente dorada.
Es de resaltar la singular belleza de los retablos laterales que acusan mano de obra indígena y que podemos colocar en el cuadro clasificador como “barroco popular”. Cruces procesionales y platería de buena manufactura habrían de completar el ajuar del templo grande de Nurío. No todo está perdido en cuando al tesoro virreinal del pueblo de Nurío, queda en pie y altiva la pequeña capilla del hospital consagrada a la Inmaculada Concepción. Su exterior es de una sencillez sin igual, apenas y se marca su acceso con un sencillo arco de piedra.
Cuando se abre la puerta de la capilla es como si se abriese un gigante alhajero. Todo es color y oro –salvo el piso—. Andas, retablos, artesón y coro se vuelven una sola cosa. Amerlinck de Corsi compendia así este tesoro que se ubica a escasos metros detrás del muro testero del templo grande: capilla “cuya techumbre artesonada está totalmente pintada y policromada con una temática mariana. Su lenguaje artístico es propio del Barroco, aunque está fechada en 1803, de acuerdo con una inscripción que indica los nombres de quienes la costearon: doña maría Petra y su hijo Manuel Salvador y en la que consta el nombre del pintor: José Gregorio Servantes, así con S”.
Volvamos a escuchar la indispensable voz de González Galván:
La otra joya mudéjar de Nurio está en la capilla del Hospital, la constituye un coro-balcón, ubicado a mano izquierda de la entrada, que a su vez también en algo nos recuerda los gineceos musulmanes, donde las mujeres quedan en alto y semiescondidas tras de celosías lo que aquí vendría a equivaler la tupida, peraltada y fina barandilla de barrotes moldurados. Por debajo, elegantes encurvamientos, como pétalos de un gran florón, sugieren una cazoleta similar a la de los púlpitos. Su único ángulo libre y saliente, se apoya en una fantástica columnilla de base pétrea y libérrima interpretación de capitel en la parte superior.
Vale decir ahora que este curioso coro, parte del ajuar de la capilla, nos recuerda el balcón de la Virreina, que se ubicaba de vista al zócalo en el hoy Palacio Nacional y que fue estudiado por el prolijo historiador Francisco de la Maza.
Toda esta belleza lució y luce esplendorosa gracias al restauro emprendido por la asociación Adopte una Obra de Arte cuyo Capítulo Michoacán, en su momento presidió la señora Josefina Laris Rodríguez, quien volcó su encanto en la dignificación de los artesones michoacanos, empresa pronto lograda gracias a la aportación de personas, familias y empresas que no han perdido la consciencia acerca de estos legados patrimoniales.
Es prácticamente de conocimiento universal que la tarde-noche del 7 de marzo de 2021 un incendio acabó con el techo y ajuar del templo de Santiago Apóstol, también conocido como Templo Grande de la Comunidad de Nurío. A la fecha, con total irresponsabilidad, ni las autoridades federales en el ramo de la conservación y preservación del patrimonio histórico-artístico, ni las estatales ni eclesiásticas han informado a la sociedad civil sobre la causa o causas del acontecimiento.
La misma noche del incendio, el periodista Pedro Victoriano dio a conocer a través de las redes sociales, de otros conatos de incendio de la techumbre en 2005, 2015 y 2017.
La pérdida fue grande: la techumbre de madera, el entrepiso del mismo material de coro y sotocoro, con pinturas al temple a manera de artesón; el artesón que constituía el bautisterio, retablos laterales y del muro testero, con todo y su imaginería y pinturas.
Para dimensionar lo perdido, citamos a dos historiadores michoacanos que desde sus líneas de investigación se han interesado en el patrimonio cultural-artístico de la región tarasca. Juana Martínez Villa se lamenta “porque el espacio religioso es el alma de la comunidad, sobre él gira toda la vida, afortunadamente les queda una capilla, que es como un santuario alterno, sin embargo deben estar devastados”.
Para Antonio Ruiz Caballero, autor de Un cielo en espera: el artesón del templo de Santa María de la Asunción Naranja, Michoacán, siglo XVIII (Conaculta, 2010):
Es muy complicado de dimensionar […] Es una obra única, si de por sí cada artesón es único, es irrepetible, aunque tengan cosas en común, me parece que son únicos, pero el de Nurio me parece que es uno de los más antiguos; hay algunos que son del siglo XIX, del XX incluso, hay otros que se pueden fechar en el XVII, como puede ser el de San Bartolomé Cocucho, quizá, pero este de Nurio lo hemos datado alrededor de 1681, porque aparecía en él justamente el retrato de Francisco de Aguiar y Seijas, que fue obispo de Michoacán y luego lo promovieron al arzobispado de México, y están los documentos, los autos de visita, de cuando él justamente pasó por el pueblo y tuvo un buen entendimiento con la comunidad, con las autoridades y el hecho de que aparezca su retrato ahí, puede ser un indicador de que fungió como un patrocinador de la obra, eso era muy común desde la Edad Media europea, que el donante, patrocinador, se retratara en la obra patrocinada.
Pensamos que se trata de una encomienda colectiva, pues el obispo posiblemente pone recursos, quizá incluso participe en el diseño del programa visual, porque es un programa muy complejo a nivel teológico, que además es diferente a los otros, que pueden ser más devocionales, más populares, y este tiene un programa basado en unas doctrinas neoplatónicas, que son más complicadas. Hay muchas cosas que me parece que hacían especial este artesonado con respecto de los otros, pero insisto, yo los pondría en el mismo nivel de importancia, pero este tiene estas características que lo hacían especial.
(Ambos académicos en entrevista de Raúl López Téllez “Nurío: la dimensión de lo perdido”, http://elartefacto.net/nurio-la-dimension-de-lo-perdido-ii/).
Hoy quedan en Michoacán, principalmente en el purepecheo, notables artesones que requieren de pronta atención, tales son los casos de Naranja, Santa María Huiramangaro y Quinceo.
[1] Nurío: El nurite. De nuríteni, planta con la que se elabora el té de ese nombre. En la actualidad, los lugareños lo mencionan como “nurío”, mientras que los visitantes lo pronuncien “nurio”. En nuestro caso optamos por Nurío y respetamos las citas en que le escriben “Nurio”.