Retrato funerario (simulación de un retrato de profesión) de sor María Bernarda Teresa de la Santa Cruz (fundadora) y su gato, óleo sobre tela de autoría anónima, 1725, convento de Santa Mónica de Puebla, colección particular, México.
5
Historia

Noticias y leyendas en torno al descubrimiento del convento de Santa Mónica

Esta exhaustiva investigación de la laureada narradora Fernanda Melchor acerca a los lectores de Liber a los misterios del convento de Santa Mónica en Puebla. ¿Por qué el acceso al convento estaba escondido? ¿Qué tesoro secreto encontraron? ¿Cómo resolvió el detective Valente Quintana (El Sherlock Holmes Mexicano) los enigmas, casi de literatura policiaca, de este convento? ¿Por qué suscitó tantos rumores la calumnia de las prácticas supuestamente lúbricas de las monjas? ¿Qué fue de todas ellas después de la exclaustración? La autora de la célebre Temporada de huracanes desmonta falsas leyendas por medio de un fino análisis del contexto social, histórico y político de este monasterio agustino.


Por Fernanda Melchor

I. El cateo

Sucedió una mañana de viernes, el 18 de mayo de 1934. Los primeros en percatarse de la llegada de los policías fueron los vecinos de la calle 18 Poniente. Cerca de una docena de gendarmes, acompañados de funcionarios que se dijeron representantes del Ministerio Público y de la Procuraduría General de la República, ingresaron a la casa marcada con el número 103 y procedieron a evacuar a sus habitantes para efectuar un cateo en el interior del domicilio. También la casa adjunta, marcada con el número 101, fue desalojada y revisada durante todo aquel día.

El convento de Santa Mónica, oculto detrás de las fachadas de las casas recién cateadas, aún fungía como hogar para poco más de una veintena de monjas agustinas recoletas, que no sólo vivían en el más completo y clandestino encierro sino que ocultaban, en criptas y túneles fantasmagóricos que se extendían bajo las calles de Puebla, un espléndido tesoro.

Para el atardecer, los rumores ya cundían por toda la Angelópolis. Los policías fueron sustituidos por una tropa de soldados de infantería del ejército, que instalaron retenes en las calles y sitiaron la manzana completa. Las fuerzas federales estaban concentradas en la avenida 16 Poniente, en las calles 3 Norte y 5 de Mayo, e incluso clausuraron la iglesia ubicada en la esquina de la 18 Poniente, célebre y concurridísima por albergar en su interior al milagroso Señor de las Maravillas. Al parecer, se murmuraba, los agentes del gobierno habían por fin descubierto lo que para el barrio era un secreto a voces: que a pesar de las estrictas leyes que entonces prohibían la existencia de conventos y monasterios, el de Santa Mónica, oculto detrás de las fachadas de las casas recién cateadas, aún fungía como hogar para poco más de una veintena de monjas agustinas recoletas, que no sólo vivían en el más completo y clandestino encierro sino que ocultaban, en criptas y túneles fantasmagóricos que se extendían bajo las calles de Puebla, un espléndido tesoro.

Corredor exterior del convento de Santa Mónica, vista parcial, fotografía de Hugo Brehme, 1935, Puebla. Instituto Nacional de Antropología e Historia.

II. El misterioso tesoro

En los días siguientes, los cateos se extenderían a otras partes de la ciudad. Varios conventos más serían hallados y clausurados: Santa Catalina de Siena, en la calle 3 Norte; el monasterio de las Capuchinas, en la avenida 16 de Septiembre, y el convento de La Soledad, en la 11 Oriente. La ciudadanía se enteraría de estos extraordinarios sucesos a través de las crónicas periodísticas publicadas por los diarios locales, que no desaprovecharían la ocasión para explotar con sensacionalismo el interés morboso que la vida secreta de aquellas monjas rebeldes produciría en el público: “Cuantioso tesoro ha sido encontrado”, “Tras un velo de misterios se ocultaban las mil combinaciones del viejo convento de Santa Mónica”, “Toda una red de caminos secretos”, “Un tesoro de dos mil quinientas onzas de oro” serían algunos de los titulares que se publicarían en los días siguientes al descubrimiento, justificando la presencia de soldados y agentes federales en las calles bajo el pretexto de proteger la enorme cantidad de bienes de gran valor que habían sido hallados durante los cateos, y así impedir la sustracción de “las nuevas joyas pertenecientes a la nación” por parte de vecinos o de las mismas religiosas. 

Pasillos del claustro del convento de Santa Mónica, fotografía,1961, Puebla, Archivo Casasola, INAH.
Comedor y cocina del convento de Santa Mónica, fotografía,1961, Puebla, Archivo Casasola, INAH.

El inventario de los bienes también sería noticia periodística, pues según las autoridades gubernamentales incluía numerosos objetos de carácter religioso forjados en oro y plata y ricamente adornados con piedras preciosas; varias colecciones de obras de arte, principalmente pinturas y esculturas antiguas, y ornamentos y reliquias diversas, y bibliotecas llenas de ejemplares incunables. Curiosamente, el famoso “tesoro de dos mil quinientas onzas de oro”, que supuestamente las autoridades habían desenterrado de una de las viviendas que disimulaba la entrada al convento de Santa Mónica, desapareció misteriosamente. Los agentes de la procuraduría acusaron a los soldados encargados de la vigilancia de haberlo sustraído, y estos a su vez culparon a los federales, sin que nunca llegara a aclararse el paradero de aquel caudal.

Ya en aquellas primeras narraciones periodísticas se hacía referencia a la lúgubre y misteriosa atmósfera que se respiraba en el laberinto de túneles, corredores y celdas que conformaban el convento de las agustinas de Santa Mónica. Pero la imaginación popular, alimentada por el amarillismo de las crónicas y el encendido discurso anticlerical de los políticos de aquel entonces, se regodeó en la creación y difusión de relatos fantásticos que exageraban terriblemente los hallazgos de la policía. Según estos rumores, las autoridades habían hallado también cientos de cráneos y cuerpos enterrados por todas partes, algunos pertenecientes a niños, y apolillados instrumentos de tortura que las monjas empleaban para martirizar sus propias carnes o las de las muchachas pecadoras que supuestamente eran encerradas en aquel convento por órdenes de sus padres. Se decía que el recinto estaba lleno de cámaras secretas y calabozos terroríficos impregnados de humedad y podredumbre, en donde aquellas monjas fanáticas se encerraban a orar durante días enteros, en total oscuridad, tratando de reproducir los tormentos del Purgatorio.

Pero igualmente asombrosas y fascinantes serían las noticias que consignaban los astutos recursos empleados por las monjas infractoras para burlar a las autoridades durante tanto tiempo. Con lujo de detalle se describía el ingenioso mecanismo, digno de una novela policial, que ocultaba el acceso al convento y que se hallaba disimulado dentro de una alacena de la vivienda civil que fungía como falsa fachada del monasterio:

En la hoja de una puerta doble se oprime un botón eléctrico y en el acto se abre una entrada en el piso que conduce al templo subterráneo. La entrada a este santuario se hace así: en un cuadro en el que hay un tapete se paran hasta cuatro personas y al oprimirse el timbre, el tapete baja hasta el fondo del santuario subterráneo y, dando el tiempo necesario para que las personas se separen del cuadro, sube nuevamente colocándose de tal modo que es imposible creer que es la parte principal de la combinación (La Opinión, lunes 21 de mayo de 1934).

Y para intensificar aún más el aire novelesco de todo el asunto, tanto el gobierno federal como las autoridades locales afirmarían que el descubrimiento del convento y del ingenioso mecanismo oculto había sido obra de un astuto detective tamaulipeco llamado Valente Quintana, quien para entonces era ya considerado una suerte de leyenda viviente dentro de los ámbitos policíacos mexicanos, y cuya fama y aventuras le valían el mote de El Sherlock Holmes Mexicano.

Patio interior del convento de Santa Mónica, fotografía,1961, Puebla, Archivo Casasola, INAH. Crédito: Museo de Arte Religioso Exconvento de Santa Mónica, página de Facebook.

III. Un Sherlock Holmes a la mexicana

El primer apodo de Valente Quintana fue El Zorro, debido a su ingenio y astucia para investigar y resolver los casos criminales más intrincados de su época, entre ellos el asesinato del presidente electo Álvaro Obregón, muerto en julio de 1928 a manos del joven fanático religioso José de León Toral. También estuvo al frente de las pesquisas que pretendían resolver el asesinato del líder estudiantil cubano Juan Antonio Mella, quien fuera atacado a balazos en enero de 1929 mientras caminaba por las calles de la Ciudad de México en compañía de su pareja, la artista Tina Modotti. Ese mismo año, Quintana también descubriría a los culpables de un atentado ferroviario destinado a dar muerte al presidente Emilio Portes Gil.

El domingo 20 de mayo de 1934 Telésforo Hinojosa, representante del procurador Emilio Portes Gil, acompañado de un representante del despacho de la Secretaría de Hacienda y elementos policiacos, entraron al oculto recinto para proceder a la clausura. Con ello casi se puso fin a casi doscientos cincuenta años de vida conventual femenina. Crédito: Museo de Arte Religioso Exconvento de Santa Mónica, página de Facebook.

La leyenda –que él mismo se encargó de apuntalar con la publicación de sus memorias (dictadas a periodistas de El Universal)– cuenta que Quintana era apenas un adolescente cuando resolvió su primer crimen. Nacido en la ciudad de Matamoros en 1889, el joven Quintana tenía apenas 17 años cuando emigró a los Estados Unidos y comenzó a trabajar como ayudante en una tienda de abarrotes en Brownsville, Texas. El gusto le duró poco pues un día sus patrones lo acusaron (injustamente) de robo, y para demostrar su inocencia y evitar la cárcel, el joven Quintana se dedicó a investigar los hechos y concluyó y demostró que el verdadero responsable del hurto había sido el otro mozo del establecimiento. Alentado por esta experiencia, decidió inscribirse en la Escuela Americana de Detectives, de la que al parecer se graduó con excelentes calificaciones, pero al verse obligado a renunciar a la nacionalidad mexicana para poder dedicarse plenamente al trabajo detectivesco en los Estados Unidos, decidió volver a México e incorporarse a la Inspección General de Policía del Distrito Federal. La eficiencia que demostró en su labor como gendarme le hizo escalar peldaños rápidamente, hasta llegar a convertirse, en 1929, en el primer civil al mando de la Comisión de Seguridad del Distrito Federal (también conocida como la policía secreta).

Según los rumores, las autoridades habían hallado también cientos de cráneos y cuerpos enterrados por todas partes, algunos pertenecientes a niños, y apolillados instrumentos de tortura que las monjas empleaban para martirizar sus propias carnes o las de las muchachas pecadoras.

Esta institución fue considerada, durante las primeras décadas del siglo XX, una de las mejores policías del mundo. Sus investigadores –tal y como lo demuestran las fotografías de la época que hoy forman parte del magnífico Archivo Casasola– vestían de manera impecable, con trajes de tres piezas, gabardinas y sombreros de fieltro, y perseguían sin tregua a las bandas de criminales que ya asolaban las calles de la cada vez más populosa y pujante capital de México. Era tal el prestigio de sus agentes que a menudo las corporaciones policíacas de otros países enviaban a sus elementos a capacitarse con los mexicanos, que entonces se encontraban a la vanguardia de los procedimientos criminalísticos de la época. Y de entre todas estas mentes sagaces dedicadas al combate del crimen, sobresalía la de Valente Quintana: un policía brillante, honesto y dedicado, famoso por su rechazo a los métodos violentos y su preferencia por los recursos cuasi novelescos para capturar malhechores. 

Valente Quintana sobresalía como un policía brillante, honesto y dedicado, famoso por su rechazo a los métodos violentos y su preferencia por los recursos cuasi novelescos para capturar malhechores.

Valente Quintana, detective y policía fumando sobre su escritorio, retrato, ciudad de México, circa 1926. Fotografía: Archivo Casasola.

Se cuenta, por ejemplo, que solía disfrazarse de pordiosero y pedir que lo encerraran en los calabozos con los sospechosos que se negaban a confesar, y a base de pura plática e ingenio lograba arrancarles la verdad de sus delitos sin que estos sospecharan en lo absoluto que aquel pobre mendigo fuera en realidad un agente de la policía secreta. También se dice que le gustaba frecuentar de incógnito los tugurios de los barrios bajos, para espiar las conversaciones de los malandrines que ahí se reunían y que, entre trago y trago, planeaban sus atracos o alardeaban de los homicidios y secuestros que habían cometido. Cuentan también que en alguna ocasión llegó a dejar un automóvil a manera de carnada en la calle, para capturar a los miembros de alguna de las muchas bandas de ladrones de autos activas en aquel entonces. Y que la única persona que consiguió engañarlo alguna vez fue el excéntrico millonario español Carlos Balmori, en la década de los años veinte, al retar al detective, durante una concurrida fiesta, a que descubriera entre los convidados a una mujer disfrazada de hombre que llevaba ya algún tiempo robándole grandes cantidades de dinero de una de sus empresas. Quintana aceptó el reto y rechazó la recompensa que el millonario le ofrecía, pero tuvo que darse por vencido después de varios intentos fallidos por desenmascarar a la supuesta ladrona travestida. Fue entonces, narran las crónicas de la época, que el viejo Balmori comenzó a mofarse del detective, al tiempo que se despojaba de sus ropas masculinas y afeites y se revelaba como quien realmente era: la extravagante y acaudalada anciana millonaria Concepción Jurado, cuyo principal entretenimiento era escenificar lo que ella llamaba sus ‘balmoradas’: fiestas privadas en las que la anciana, disfrazada como el millonario español Balmori, le gastaba bromas pesadas a los invitados que desconocían su verdadera identidad, a menudo convenciéndolos de llevar a cabo exigencias absurdas a cambio de dinero.

Y sin embargo, y a pesar de todos sus éxitos –para entonces ya se le conocía popularmente como El Sherlock Holmes Mexicano– y de su gran renombre como investigador entre sus colegas y el público en general, Valente Quintana no duraría mucho al mando de la Comisión de Seguridad del Distrito Federal. Una versión señala que por órdenes superiores fue relevado del cargo por el general José Mijares Palencia; otra versión afirma, en cambio, que él mismo renunció al liderazgo de esta corporación policíaca tras supuestamente haber mandado a matar al jefe de una banda de delincuentes. Lo cierto es que, en algún momento de la década de los treinta, Quintana abandona esta corporación y funda una agencia privada de detectives, que al parecer funcionaba también como academia.

Para entonces, su renombre como sabueso no sólo le permitía seguir colaborando con las autoridades gubernamentales sino también trabajar para los empresarios más importantes de la época. Falsificación de dinero, robos de trenes y bancos, secuestros y crímenes pasionales: no había fechoría que Quintana no pudiera resolver, y algunas de sus hazañas llegaron incluso a inspirar las películas El misterio del carro express y El mensaje de la muerte, ambas dirigidas por Zacarías Gómez Urquiza, protagonizadas por Miguel Torruco y estrenadas en 1952. Asimismo, inspiró la creación del personaje del comisario que aparece en la novela Ensayo de un crimen de Rodolfo Usigli, y el de Filiberto García, el célebre detective de la novela El complot mongol de Rafael Bernal. También el dramaturgo angelino Adalberto Elías González llegó a escribir varias obras de teatro basadas en las aventuras de Quintana, entre ellas el drama detectivesco La casa del misterio, representado en el teatro México a finales de los años veinte, y en el que se ofrecía un premio en efectivo al espectador que fuera capaz de resolver el crimen al final del segundo acto.

Pinturas expuestas en el convento de Santa Mónica, vista parcial, fotografía de Hugo Brehme, 1935, Puebla. Instituto Nacional de Antropología e Historia.

Con estos antecedentes, no resulta extraño que fuera justamente Quintana el supuesto responsable de hallar la puerta secreta que conducía al misterioso laberinto del convento de Santa Mónica en Puebla. 

IV. El pasadizo secreto

Pero existen varias versiones de cómo fue que Valente Quintana dio con aquel pasadizo secreto. Algunas fuentes afirman que el descubrimiento del convento no se llevó a cabo el 18 de mayo de 1934, sino cerca de un mes antes, el 3 de abril, cuando el inspector Quintana y un tal Florencio González denunciaron ante la Procuraduría General de la República la existencia en Puebla de varios conventos que aún funcionaban en distintas partes de la ciudad, así como la salida del país de varios objetos valiosos pertenecientes a la nación. Esta denuncia fue ratificada el 17 de mayo ante el agente de Ministerio Público adscrito en Puebla, y con el fin de corroborar la existencia de dichos conventos, se procedió a efectuar una serie de cateos, el primero de los cuáles se llevó a cabo el 18 de mayo en las casas marcadas con los números 103 y 101 de la avenida 18 Poniente, con los resultados que ya conocemos.

Es posible que Quintana hubiera sido enviado por el gobierno federal o comisionado por el gobierno poblano para descubrir la ubicación exacta de los monasterios ilegales. Por un lado, la existencia de estos claustros era un secreto a voces entre la sociedad poblana: había un gran número de personas que colaboraban con las religiosas agustinas, realizando diversos trabajos y labores para ellas. Se dice que uno de estos colaboradores, un tal Antonio C. Palacios, se ganó la confianza de las religiosas para después traicionarlas y denunciar ante la Secretaría de Hacienda de Puebla la existencia del monasterio. También existe otra versión que señala que el delator y responsable de la clausura del convento fue un anticuario que solía comprarles obras de arte a las religiosas y que, un día, furioso porque la priora del convento le había exigido un precio demasiado elevado por un cuadro antiguo, se embriagó de más en una cantina y se puso a despotricar contra las monjas y a jactarse de que él sabía dónde se hallaba en convento de Santa Mónica. Por obra de la casualidad, o tal vez gracias a su legendaria astucia, Valente Quintana se hallaba presente en aquella cantina, y después de interrogar al comerciante logró arrancarle la ubicación del convento y del dispositivo secreto que permitía el acceso al pasadizo.

Otras versiones señalan que Quintana, comisionado para investigar la posible existencia del monasterio denunciado, se plantó afuera de la iglesia que alberga al Señor de las Maravillas, donde veía que constantemente entraban personas pero que muchas de ellas no volvían a salir, lo cual le pareció sospechoso. Decidió entonces ingresar al templo, y al husmear por ahí descubrió un pasadizo detrás del altar.

Altar del antiguo convento de Santa Mónica, actualmente Museo de Arte Religioso, Puebla, fotografía de Dolores Dahlhaus,1995, Instituto Nacional de Antropología e Historia.

También se afirma que el descubrimiento del pasadizo secreto sí lo realizó Quintana el día del cateo al domicilio marcado con el número 103 de la calle 18 Poniente. Que se encontraba revisando una alacena cuando vio un cuadro que le llamó la atención, junto a un macetón, y al darse la vuelta, la gabardina se le atoró en el macetón, donde había una cuerda oculta que hacía sonar una campanilla que servía de timbre para comunicarse con la priora del convento, sor María Guadalupe. Esta, pensando que se trataba de algún miembro de la familia que vivía en el domicilio-fachada, abrió la compuerta, pero al ver los zapatos del detective trató de cerrarla y corrió a avisar a sus compañeras enclaustradas que las habían descubierto.

En sus escritos personales, sor María Guadalupe, la última priora de Santa Mónica, narra que ya desde el día primero de mayo le habían llegado noticias de que el gobierno planeaba desalojar los conventos de Puebla, por lo que tuvo oportunidad de habilitar un departamento contiguo donde trasladó algunos de los muebles más valiosos, el archivo del convento y los objetos esenciales para el culto. Cuenta también que, cuando los agentes ingresaron al claustro, inmediatamente encerraron a todas las monjas en una sola habitación, y le pidieron a ella la llave del sagrario, el recinto en donde habitualmente se guardan los objetos sagrados de la liturgia. Mientras se dirigían a la capilla, sor María Guadalupe aprovechó la distracción de los agentes para esconder entre sus hábitos un relicario y las libretas de contabilidad que previamente había ocultado detrás del altar. Su actitud gallarda ante lo que ella consideraba una invasión la llevó también a forcejear con uno de los agentes para arrebatarle de las manos una factura que el hombre había encontrado y que contenía datos importantes. Durante la lucha, la religiosa logró arrancar la primera página del documento y tragársela para evitar que fuera leída.

Entre los diversos cuadernos y cartas que sor María Guadalupe escribió a lo largo de su vida destacan varios poemas en los que expresa el tremendo dolor que las monjas agustinas recoletas del Santa Mónica sufrieron durante esta última y definitiva exclaustración, tras la cual el convento pasó a formar parte de los bienes del Estado mexicano. La transformación del recinto en un museo de arte religioso en 1940, ya bajo protección del recién creado Instituto Nacional de Antropología e Historia, dio fin a un largo periodo de persecuciones que, desde mediados del siglo XIX, amenazaban con destruir esta institución femenina, antiguamente respetada como un virtuoso modelo de vida y ahora considerada parte de un movimiento retrógrada que se oponía a la modernidad del país.

“Sor María de Sr. San Joseph, en el siglo Dª Juana de Palacios, Solórzano y Berruecos. Nació en la Ciudad /Tepeaca el 4 de Mayo de 1656, siendo una de las primeras religiosas del Convento de la Puebla en donde professó el 10 de S / mbre de 1688. Pasó a la Ciudad de Oaxaca en 1697 como fundadora y maestra de novicias en el Conven / Nª Sra de la Soledad. Se retrató por orden de su Prelado. Murió el 8 de marzo de 1710 y su vida se guarda en el Archivo de Sta Mónica de la Puebla.” Inscripción en el óleo sobre tela de autoría anónima, siglo XVIII, Museo Nacional del Virreinato, México.

V. Esposas de Cristo

Durante el periodo colonial, la importancia de las ciudades de la Nueva España quedaba indicada por la cantidad y la presencia que tenían sus monasterios y conventos. La fundación de estos no sólo obedecía a las necesidades espirituales de las élites conquistadoras –funcionarios de la colonia, comerciantes, hacendados y miembros de la jerarquía católica– sino que también representaban un proyecto alternativo de vida y de realización para las mujeres que no deseaban o no podían contraer matrimonio. Debemos recordar que, en esa época, se creía que las mujeres eran seres débiles e incapaces que requerían de la tutela de un hombre, fuera este el padre, el marido o en el caso de las religiosas, el obispo, representante terrenal de Jesucristo, con quien las novicias se ‘desposaban’ durante su consagración como religiosas. Asimismo, contar con una hija, sobrina o hermana profesa era motivo de gran orgullo para las élites coloniales, pues era un indicador de la riqueza, el prestigio y la piedad de la familia, amén de que la forma de vida que las religiosas llevaban en los conventos constituía el ideal para las mujeres de aquella época.

El convento de Santa Mónica fue construido sobre terrenos donados en 1606 por el sacerdote Francisco Reynoso, quien pretendía que en ellos se construyera una casa que sirviera para dar refugio a las ‘buenas mujeres’ de la Angelópolis que, por haberse quedado solas debido a que sus padres o maridos se hallaban ausentes por motivos de trabajo o negocios, veían peligrar su honra. Pero dicha empresa no tuvo éxito y para 1609 el edificio funcionaba como casa de acogida para mujeres ‘desbocadas’ o ‘perdidas’: una especie de reformatorio en donde las mujeres sin hogar eran encerradas para evitar que trastornaran a las buenas conciencias de la ciudad con su ‘escandalosa desenvoltura’. Esta función debió durar varias décadas, pues es hasta 1679 que el entonces obispo de Puebla, Manuel Fernández de la Santa Cruz, preocupado por la conducta de estas mujeres, decide trasladarlas a otro domicilio y remodelar el edificio de la 18 Poniente para dotarlo de celdas, espacios para la oración y las labores, servicios sanitarios y una nueva iglesia. Su intención era convertir aquel sitio en un colegio para doncellas españolas virtuosas que no tenían dote. Un par de años después, apoyado por las donaciones del capitán Jorge Zerón Zapata, Fernández de la Santa Cruz decide transformar el colegio en un convento agustino, con la venia de la Corona española y de la Santa Sede. Así, las veinte muchachas que por aquel entonces residían en el colegio, fueron ordenadas en marzo de 1688.

Según un relato del siglo XVII, el convento fue consagrado a Santa Mónica de Hipona, madre de San Agustín, debido a que el nombre de esta santa apareció repetidamente en el sorteo que el obispo Fernández de la Santa Cruz llevó a cabo para nombrar el nuevo convento. Al principio, el obispo se había negado a aceptar el primer resultado del sorteo, argumentando que Santa Mónica no había sido virgen (pues había dado a luz a un hijo) y que nunca había vivido en clausura, por lo que mandó a repetir el sorteo dos veces más, con idénticos resultados, hasta que finalmente cedió pensando que aquello seguramente era una orden divina.

A diferencia de otros conventos agustinos de la Nueva España, en donde las monjas disfrutaban de amplias habitaciones mandadas a construir por sus acaudalados familiares y disponían incluso de una renta y hasta de criadas, las ‘mónicas’ poblanas –muchachas españolas, pobres pero virtuosas– llevaban una vida austera y ascética dedicada por completo a la oración y a los ejercicios espirituales, regida por los cuatro votos que juraban al vestir los hábitos: obediencia, castidad, pobreza y clausura. No sólo debían someterse incondicionalmente a las órdenes de su priora y de su obispo, y renunciar a toda posesión temporal, sino que les estaba prohibido salir del convento bajo amenaza de excomunión, regla que acataban incluso después de la muerte, pues los cuerpos de las mónicas solían ser sepultados en una cripta ubicada en el coro bajo. Asimismo, debían renunciar al goce carnal y a los placeres de los sentidos, pues la regla de San Agustín aconsejaba el uso de telas ásperas e incómodas y lechos duros de madera basta, y prescribía el ayuno frecuente, la abstención de comida y bebida hasta donde el cuerpo lo permitiera, e incluso fomentaba el empleo de cilicios y otras prácticas de mortificación corporal. 

Religiosas agustinas recolectas, óleo sobre tela de autoría anónima, siglo XVIII, Museo de Arte Religioso Exconvento de Santa Mónica, Puebla.

La exaltada sensibilidad barroca de la época, aunada a la intensa religiosidad de estas mujeres, y a los ayunos y vigilias que se imponían como parte de sus ejercicios espirituales, provocaban visiones en muchas de ellas. Una de las primeras mónicas ordenadas en 1688, Juana Palacios Barrueco –llamada desde entonces sor María de San Joseph–, fue una de las monjas ‘iluminadas’ más célebres de la ciudad de Puebla por la santidad de sus visiones, que hoy en día conocemos gracias al relato de su vida escrito por fray Sebastián de Santander y Torres en 1723, y a sus cuadernos personales, en los que sor María de San Joseph describió el tormento que a menudo sufría a causa de tres demonios que tomaban la forma de perros que la mordían para castigarla por sus pecados. También llegó a tener visiones en las que veía cómo el demonio leía un libro que contenía todas las faltas que la monja había cometido en su vida, un libro que posteriormente volvía a ponerse en blanco cuando Jesucristo resucitado se le aparecía y le concedía su perdón y su misericordia.

Las religiosas de Santa Mónica se dedicaban principalmente a la oración y al estudio de obras pías. Eran mujeres letradas que a menudo mantenían una profusa actividad epistolar con sacerdotes y prelados de la jerarquía católica, y escribían poemas, glosas, pastorelas y obras teatrales de carácter edificante. También estudiaban gramática, aritmética, música y canto, y realizaban primorosas labores manuales. Tal vez uno de sus aportes más conocidos es su contribución al arte culinario, pues fue en las cocinas de los conventos de toda la Nueva España en donde se crearon los platillos más representativos de la actual cocina mexicana. A las monjas poblanas se les reconoce la creación de estos manjares típicos: del fogón del convento Santa Clara se presume que surgieron los camotes poblanos y otros dulces de la repostería tradicional mexicana, así como el rompope; mientras que el mole poblano de guajolote fue creado en el convento de Santa Rosa. Paradójicamente, tomando en cuenta los rígidos y austeros reglamentos de su orden, las monjas agustinas de Santa Mónica son consideradas las creadoras de uno de los platillos mexicanos más barrocos y complejos que existen: los chiles en nogada, supuestamente preparados con motivo de la visita del general Agustín de Iturbide a Puebla, entonces al mando del Ejército Trigarante, cuya bandera de tres colores –verde, blanca y roja– quedaba plasmada sobre aquellos chiles rellenos de carne y fruta, bañados en una espesa salsa de nueces y servido en primoroso platos de talavera.

Las monjas agustinas de Santa Mónica son consideradas las creadoras de uno de los platillos mexicanos más barrocos y complejos que existen: los chiles en nogada, supuestamente preparados con motivo de la visita del general Agustín de Iturbide a Puebla.

Y así fue como, durante más de un siglo y medio, las religiosas del convento de Santa Mónica gozaron de condiciones que les permitieron el libre desarrollo de sus actividades. Pero la crisis que llevaría al monasterio al borde de la extinción comenzó a partir de 1833, cuando Valentín Gómez Farías, entonces vicepresidente de México, decretó las primeras disposiciones legales que podrían ser calificadas de anticlericales, aunque estas no fueron acatadas debido al retorno de Antonio López de Santa Anna al poder. Sin embargo, entre los años 1855 y 1863 comenzaron a expedirse leyes y decretos de inspiración liberal que pretendieron limitar el poder y la injerencia de la Iglesia católica en todos los ámbitos de la vida civil, económica y política del México independiente; leyes que culminaron con la total separación de la Iglesia y el Estado, la desamortización y nacionalización de los bienes y propiedades eclesiásticos, y la supresión de las órdenes religiosas. 

De esta manera, y a lo largo de casi setenta años, las  mónicas poblanas sufrieron una larga sucesión de exclaustraciones y desalojos: de 1861 a 1863 enfrentaron la primera serie de expulsiones, ocasionadas por la promulgación de la Ley de Reducción de Conventos durante la Guerra de Reforma; en 1867, tras la caída del imperio de Maximiliano y el triunfo del gobierno liberal, Benito Juárez decreta la nacionalización de los bienes eclesiásticos y la disgregación de las órdenes religiosas, y el convento de Santa Mónica es nuevamente desalojado y vendido a particulares. La dictadura de Porfirio Díaz les permitió a las  mónicas un pequeño respiro, pues a partir de 1889 se les da permiso de volver a ocupar el monasterio y rehacer su vida conventual. Pero a partir de 1914, al escalar el conflicto revolucionario se volvió común que las religiosas entraran y salieran de su convento según el grupo o corriente que se encontrara al mando de la ciudad en el momento. 

Durante este periodo de agitación y violencia generalizados, las mónicas no sólo sufrieron privaciones, angustias y persecuciones, sino que perdieron una parte considerable de sus miembros y casi todo el capital que permitía el funcionamiento de su convento, un patrimonio que no debía ser nada desdeñable tomando en cuenta que, en 1855, tan sólo en la ciudad de Puebla, la Iglesia católica era propietaria del cincuenta por ciento de todos los inmuebles de la ciudad y que el monasterio de Santa Mónica ocupaba el cuarto lugar en la lista de conventos religiosos con más rentas y propiedades, producto de las donaciones y herencias que las monjas cedían al convento como parte de su voto de pobreza. Asimismo, las leyes vigentes obligaban a las religiosas exclaustradas a volver con sus familias, someterse nuevamente a la autoridad paterna o disponer libremente de sus personas y bienes. Algunas  mónicas, especialmente las más jóvenes, tuvieron que ser devueltas a sus padres y familiares, pero la gran mayoría se negó a colgar los hábitos, a pesar de las fuertes penas impuestas a las monjas que se negaran a acatar las disposiciones oficiales. Fueron entonces repartidas y acomodadas –muchas veces incluso escondidas– en hogares de familias religiosas, desde donde se comunicaban entre ellas por carta y suscribieron diversos hermanamientos espirituales como una forma de mantener viva la expresión de su fe. Pero a pesar de todos estos esfuerzos, para finales del siglo XIX sólo quedaban siete monjas agustinas recoletas en la ciudad de Puebla, todas ellas ancianas y enfermas, y dos prácticamente inmovilizadas. Fue en esta difícil época que una jovencita llamada Guadalupe Badillo tomó los hábitos agustinos bajo el nombre de sor María Guadalupe, quien como ya hemos visto, desempeñaría un papel decisivo durante la última y definitiva exclaustración de las  mónicas.

Incitada por los titulares sensacionalistas de los periódicos, la fantasía de los poblanos produjo una serie de oscuras y morbosas leyendas en torno al convento de Santa Mónica.

A partir de la promulgación de la Constitución de 1917 hay un breve periodo de estabilidad durante el cual se le permite a las agustinas recoletas volver a Santa Mónica. Casi diez años más tarde, en 1926, hubo un nuevo intento de exclaustración debido a la promulgación de la Ley Calles, que nuevamente pretendía limitar el poder de la Iglesia. La leyenda cuenta que las tropas comisionadas para desalojar a las religiosas en aquella ocasión fueron distraídas por una mujer del pueblo apodada La Mamita, presunta prostituta y dueña de un burdel en donde se dedicó a embriagar y agasajar a los soldados hasta hacerles olvidar su misión de evacuar a las monjas. De esta manera, gracias a la solidaridad de algunos creyentes y protectores, y haciendo uso de los recursos que ellas mismas, bajo su personalidad civil, donaban para el mantenimiento de la comunidad monacal, las agustinas poblanas prosiguieron su vida contemplativa en total clandestinidad y en medio de sobresaltos y temores a causa de las denuncias que cualquier ciudadano observante de la ley podía hacer en su contra, y ante las cuales se encontraban totalmente indefensas.

Cabe señalar que, para entonces, muchos sectores de la otrora piadosa sociedad poblana apoyaban abiertamente las posturas anticlericales y desacralizantes del gobierno en turno. Muchos ciudadanos aún resentían el poderío y riqueza que la Iglesia católica ostentó durante siglos, y vieron con agrado el despojo del que fueron objeto las monjas agustinas en mayo de 1934. La prensa de aquella época se dedicó a reproducir únicamente la versión oficial de los hechos, difundida por el gobierno estatal y federal, cuya estrategia era la de generar un ánimo adverso hacia las religiosas y favorable al gobierno revolucionario. José Mijares y Palencia, entonces gobernador del estado de Puebla, llegó a jactarse ante medios de circulación nacional de haber logrado desintegrar “uno de los grupos dogmáticos más poderosos del país, que estaba acabando con la juventud poblana y con las libertades que imperan en esta nación”. Incitada por esta retórica y por los titulares sensacionalistas de los periódicos, la fantasía de los poblanos produjo una serie de oscuras y morbosas leyendas en torno al convento de Santa Mónica: rocambolescas elucubraciones que especulaban sobre crímenes y perversiones que supuestamente habían tenido lugar entre los muros del monasterio.

Óleo de autoría anónima, siglo XVIII, antiguo convento de Santa Mónica, actualmente Museo de Arte Religioso, Puebla. Crédito: Museo de Arte Religioso Exconvento de Santa Mónica, página de Facebook.

VI. Las versiones difamatorias

Es posible que, tras el descubrimiento del convento de Santa Mónica, la memoria colectiva de la ciudad redescubriera, por decirlo de alguna manera, rastros de un pasado místico que ya no era posible reinterpretar más que bajo la forma de exuberantes leyendas. Al abrirse al público, ahora como museo de arte sacro, los visitantes se enfrentaban a un mundo incomprensible en donde la Colonia y sus costumbres barrocas parecían hallarse encapsuladas. El dolor y el sufrimiento que las monjas agustinas solían infligirse voluntariamente para resultar gratas a los ojos de Dios, por ejemplo, o la tradición de las  mónicas de sepultar a las monjas fallecidas en sepulcros superficiales que dejaban escapar el olor de la putrefacción de los cuerpos, eran elementos que intensificaban la atmósfera de por sí ominosa que se respiraba en el interior del viejo y derruido monasterio, y a producir fantasías descabelladas.

Hoy en día, tras una exitosa remodelación y restructuración de las diversas colecciones que alberga, el exconvento de Santa Mónica es uno de los pocos museos del país dedicado a exponer diversos aspectos de la vida monacal femenina durante la Colonia.

También es posible que algo del pasado non sancto de Santa Mónica (al fin y al cabo, aquel edificio sí había fungido durante varias décadas como reformatorio de mujeres ‘perdidas’ y ‘desbocadas’) persistiera igualmente en el imaginario de los poblanos, alimentando algunas de las leyendas más oscuras del convento. Por ejemplo, que el inmueble era utilizado, desde tiempos de la Colonia, como una especie de prostíbulo en donde las monjas más jóvenes y bellas servían para saciar los bajos instintos de los curas y jerarcas de la ciudad. También llegó a decirse que, hasta el mismo momento de su descubrimiento, el lugar había servido como reformatorio para muchachas de mala conducta que eran encerradas ahí por mandato de sus padres. Muchas de estas jóvenes supuestamente habían ido a parar al convento como castigo por haber sostenido relaciones sexuales extramaritales y haber quedado embarazadas, y eran los padres los que decidían si las monjas debían ayudar en el parto a la muchacha, o si preferían que se le proporcionara algún menjurje con yerbas para que abortara. Versiones aún más escabrosas insistían en el hallazgo de cientos de cráneos de niños abortados, e incluso se llegó a hablar del descubrimiento del esqueleto emparedado de una mujer que llevaba un feto en el vientre.

Más grave fue el hecho de que, durante largos años, estos relatos truculentos e infundados formaran parte de la información que los guías del museo proporcionaban a los visitantes. En una divertida crónica llamada Santa Mónica de Puebla, el arqueólogo y folclorista chileno Ricardo Latcham Cartwright, de paso por la ciudad durante los años cincuenta, relata la desagradable impresión que le provocó la visita al convento, para entonces ya convertido en museo de arte, en parte por el descuido y el deterioro en los que se encontraban el recinto y sus colecciones, pero sobre todo a causa de la complacencia pueril –en la que se mezclaba, según el cronista, “lo supersticioso del temperamento nacional y la novelería de la imaginación popular”– que los visitantes del museo parecía experimentar al escuchar las lúgubres historias de monjas fantasmales y criaturas abortadas que contaban los propios guías.

VII. Actualidad de Santa Mónica

Tras la exclaustración definitiva de 1934, las agustinas recoletas poblanas fueron recibidas temporalmente en otras comunidades religiosas, y después de peregrinar por varias residencias lograron adquirir, en 1941, parte del inmueble conocido como el Molino de San Francisco, propiedad de la familia Lorenz, donde se instalaron a partir de 1943.

Hoy en día, tras una exitosa remodelación y restructuración de las diversas colecciones que alberga, el exconvento de Santa Mónica es uno de los pocos museos del país dedicado a exponer diversos aspectos de la vida monacal femenina durante la Colonia, gracias al descubrimiento de nuevos archivos y documentos que han permitido a los investigadores revelar aspectos poco conocidos de la vida y obra de las religiosas que vivieron en este recinto. La nueva museografía permite al visitante vislumbrar lo que fue la vida cotidiana y las prácticas religiosas de la agustinas de los siglos coloniales, sin desvirtuar su vocación como museo de arte dedicado a exhibir importantes obras plásticas firmadas o atribuidas a artistas reconocidos como Juan Tinoco, Miguel Jerónimo Zendejas, Luis Berrueco, Juan Correa, Pascual Pérez, Juan de Villalobos, entre muchos otros.

Y es así que, con sus devenires y transformaciones a través de los siglos, el antiguo convento de Santa Mónica hoy forma parte fundamental de la historia de la ciudad de Puebla.

Bibliografía

Colección Archivo Casasola, Fototeca Nacional del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH).

Gutiérrez Estupiñán, Raquel, “Veni sponsa mea… Dos discursos fúnebres para monjas poblanas”, en Montserrat Galí (comp.), Arte y cultura del barroco en Puebla. Puebla: Instituto de Ciencias sociales de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP), 2000.

Herrera Buhler, Karla y Erandi Rubio Huertas, “El Museo de Arte Religioso ex Convento de Santa Mónica, un proyecto en construcción”, Gaceta de Museos, Instituto Nacional de Antropología e Historia, tercera época, México, abril–julio 2012, pp. 10-37.

La Opinión. Diario de la Mañana, viernes 18 de mayo de 1934, sábado 19 de mayo de 1934, domingo 20 de mayo de 1934.

Latcham, Ricardo A., Páginas escogidas, selección de Pedro Lastra y Alfonso Calderón. Santiago de Chile: Andrés Bello, 1969.

Loreto López, Rosalva, Los conventos femeninos y el mundo urbano de la Puebla de lo Ángeles del siglo XVIII. Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2006.

Medel, J., El convento de Santa Mónica: museo colonial. Puebla, s/e, 1940.

Mejía Castillo, Mauricio, “México también tuvo un Sherlock Holmes”, El Universal, México, 5 de abril de 2017.

Montero Pantoja, Carlos, “Los túneles de Puebla”, Cuetlaxcoapan. Revista del Centro Histórico de la Ciudad de Puebla, Puebla, año 2, no. 6, verano de 2016, pp. 2-9.

Muriel, Josefina, Cultura femenina novohispana. México: Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), 2000.

Peña Espinosa, Jesús Joel, “Crisis, agonía y restauración del monasterio de Santa Mónica de la ciudad de Puebla, 1827–1943”, Boletín de Monumentos Históricos del Instituto Nacional de Antropología e Historia, tercera época, México, no. 30, 2014, pp. 283-303.

Quintana, Valente, “El caso de Obregón y la verdad histórica”, Proceso, México, 17 de septiembre de 1988.

Rangel, Juan Carlos, “Valente Quintana, el Sherlock Holmes mexicano”, en El Barrio de Tultenco, fascículo 2: Crónicas del Barrio; México, 2008.

Salazar de Garza, Nuria, La vida común en los conventos de monjas de la ciudad de Puebla. Puebla: Gobierno del Estado de Puebla, 1990.

Solís Hernández, Augusto, “Formación del Museo de Arte Religioso en el ex convento de Santa Mónica de la ciudad de Puebla”, Antropología. Boletín oficial del Instituto Nacional de Antropología e Historia, nueva época, México, no. 78, abril–junio 2005, pp. 40-52.

Stavans, Ilan, Antiheroes: Mexico and its detective novel. Madison, NJ: Fairleigh Dickinson University Press, 1997.

 



Continúa leyendo esta edición de Liber

Literatura

Andrea Emo

Los “trabajos secretos” de una escritura infinita que transcribe todo un mundo interior es la filosofía de A...

Por Rafael Antúnez

Te podría interesar

El Gutenberg de la música

¿Qué implicaciones tiene la impresión del Odhecaton en la historia de la música? ¿Cóm...

Por José Manuel Recillas

Ciclos de la eternidad en la Piedra del Sol

¿Qué misterios hay detrás de uno de los símbolos más importantes de la identidad nacional me...

Por Ernesto Lumbreras

Orgullo de mi país: interpretaciones del amor patrio

El Grupo Salinas ofrece a su público la colección Orgullo de mi país, en la que participan los m&aacu...

Claudio Monteverdi (1567-1643): un legado que transformó la música

Fernando Álvarez del Catillo, especialista en la historia de la música, escribe una minuciosa investigació...

Por Fernando Álvarez del Castillo

La conquista de México por Carlos V, una obra anónima virreinal descubierta

He aquí la serendipia del raro manuscrito La conquista de México por Carlos Quinto, editado por Alberto Pé...

Por Alberto Pérez-Amador Adam

El doble retrato de Moctezuma Xocoyotzin

Tantas preguntas alrededor de la suntuosa figura de Moctezuma. ¿Por qué cedió los bienes de su imperio a l...

Por María Castañeda de la Paz

Cinco siglos de un escudo entre dos continentes

Las restauradoras Laura Filloy Nadal y María Olvido Moreno Guzmán presentan un trabajo al alimón sobre la ...

Por Laura Filloy Nadal y María Olvido Moreno Guzmán

Presagios de la Conquista de México; algunos apuntes

Incendios, cometas, llantos sobrenaturales, espejos, monstruosas personas bicéfalas. ¿Qué significan todos...

Por Guilhem Olivier

Segrel. Morada de música y poesía 

Manuel Chávez Ramos dedica un homenaje al grupo de música antigua y novohispana de Segrel, fundado por Carmen Arm...

Por Manuel Chávez Ramos