Tiempo es ya de decir que mi interés en escribir este ensayo radicaba no sólo en preguntar a la bibliografía si las palabras de Julio Torri sobre Margarita Quijano Sánchez eran o no maledicentes; me interesaba también la oportunidad de recoger los trazos que para un retrato más completo de la musa de López Velarde dejó escritos alguien tan eminente como Salvador Novo. Esas evocaciones ayudarían a responder mi pregunta inicial y también a echar un vistazo a los últimos años de Margarita a través de una serie de testimonios a que no se había recurrido anteriormente al escribirse sobre ella, a pesar de estar en un lugar tan visible como las memorias sexenales del gran cronista de la vida mexicana de los años intermedios del siglo XX.
Con este propósito es necesario echar un ojo a las menciones a ella en los índices onomásticos de los volúmenes de la serie llamada La vida en México, en alusión a la gran obra de la Marquesa Calderón de la Barca del siglo XIX, más el nombre del sexenio del presidente en turno, publicados entre 1994 y 2000 por la Dirección General de Publicaciones de Conaculta, con prólogos de José Emilio Pacheco, Antonio Saborit y Sergio González Rodríguez, y donde la primera Margarita Quijano aparece mencionada con el apellido materno de la segunda (como se ve, Campos y yo no fuimos los únicos en tropezar con esa piedra). Acudo primero a la última de esas apariciones, escrita el 26 de enero de 1972, porque en ella tenemos una estampa de la musa de López Velarde en su remota primera juventud, mucho antes de conocerla el poeta, a quien le llevaba diez años.
Cuenta Novo que le fue solicitado un texto sobre el Palacio de Iturbide, el cual había sido recientemente restaurado y estaba por inaugurarse como institución financiera. Se ocupó nuestro cronista de la historia del edificio desde 1855, cuando fue habilitado como Hotel Iturbide y a partir de entonces fue el “hotel más elegante de la ciudad”. El texto le salió mucho más extenso de lo que le habían pedido (“Yo cobro por palabra, pero doy la mía de que no fue la codicia, sino la elocuencia, lo que alargó mi acreditada graforrea”), lo que le agradecemos porque eso hizo que incluyera la evocación de una “velada literario-musical” ofrecida en 1901 por José F. Godoy, secretario de la Confederación Panamericana, en la que declamó Margarita Quijano, “hija del ingeniero don Fiacro”, lo mismo que su hermano Alejandro. Esta vez la graforrea confesa de Novo resultó algo escasa, ya que no le dio para contar nada más. En cambio, escribió que la “musa discreta de López Velarde”, como la llamó entonces, aún vivía, “en plenas facultades, al día en libros y adorable como persona” (Echeverría, pp. 169-170).
Cuenta Novo que mientras leía su discurso de ingreso, que se ocupó de las aves en la poesía castellana, veía a Margarita “musitar las citas poéticas apenas iniciadas
y disfrutar mucho sus recuerdos de las partes” que él iba mencionando.
En términos cronológicos (y vale la pena verlas en ese orden, que es el que guarda el proyecto de escritura sexenal de Novo), la primera mención a Margarita ocurre cuando el cronista relata la ceremonia de su propio ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua, verificada el 8 de septiembre de 1952. Fue en la Sala Manuel M. Ponce y en presencia del presidente Miguel Alemán. Margarita Quijano estuvo sentada en la primera fila, en compañía de “la señora Quijano” (¿su madre?, ¿la mujer de Alejandro, director de la institución académica?) y su hermana Laura. Cuenta Novo que mientras él leía su discurso de ingreso, que se ocupó de las aves en la poesía castellana, veía a Margarita “musitar las citas poéticas apenas iniciadas y disfrutar mucho sus recuerdos de las partes” que él iba mencionando. Todavía nos cuenta que después de la ceremonia, mientras los Quijano se iban a merendar a La Gacela, Salón de Té, restaurante propiedad de la familia, él llevó primero a Carlos Pellicer a su casa en Las Lomas y luego acompañó a las hermanas Terrés a San Ángel (Ruiz Cortines, I, p. 2).
Precisamente en el restaurante de los Quijano es que vemos a Margarita la segunda ocasión que Novo la menciona, el 14 de enero de 1956. El cronista nos da una idea del menú de La Gacela refiriéndose a lo que él solía pedir cuando lo visitaba: “pasteles Moctezuma gratinados, pambacitos y chocolate”. Cuenta ahí que la maestra Quijano, ya jubilada, había dado clases en la misma secundaria que él. La musa de Ramón aparece, en esta nueva estampa, “rotulando sobres y escribiendo felicitaciones de año nuevo”. Dice Novo que ella le había escrito una carta a propósito del discurso de ingreso leído cuatro años antes en la Ponce, y que le dio mucho gusto hablar con ella mientras le preparaban sus pasteles Moctezuma (Ruiz Cortines, II, p. 240).
El cronista la consideraba una mujer “sabia” y así se refiere a ella en la entrada del 9 de marzo de 1957, cuando la menciona de paso al dar cuenta de la muerte de su hermano Alejandro, de quien se expresa con palabras elogiosas y agradecidas (“pulquérrimo, amable, amistoso, cordial y austero a la vez”). Añade ahí mismo Novo que nunca pensó, desde sus “literariamente extravagantes mocedades”, que sería posible que accediera a la Academia hasta que Alejando Quijano propició su ingreso en “la docta corporación” (Ruiz Cortines, III, p. 45).
Margarita andaba siempre de sombrero y de esa guisa se presentaba diariamente a merendar en La Gacela, acompañada de su hermano.
Tres años más tarde, el 6 de febrero de 1960, Novo vuelve a referirse a Margarita, esta vez a propósito del cierre de La Gacela. Nos enteramos entonces de que el Salón de Té estaba en Insurgentes, enfrente de lo que antes había sido el Colegio Americano y para entonces era Sears. Respecto a la fecha de la fundación del restaurante, Novo, que no lo sabe pero intenta calcularlo, dice que hacía 20 años “ya era una institución”, lo que nos remonta a 1940. La clave de su éxito estaba en que las cocineras eran las criadas de doña María (suponemos que es el modo en que llama a quien antes hemos conocido como Clotilde Sánchez de Quijano). Aquí es donde cuenta Novo, como anoté en Ni sombra de disturbio (p. 153), que Margarita andaba siempre de sombrero y de esa guisa se presentaba diariamente a merendar en La Gacela, acompañada de su hermano. (Nunca, en las evocaciones suyas que conozco, dijo que ella usara guantes negros, como afirma Carmen de la Fuente.)
Doña María, sigue contando Novo, hizo prometer a su hija que nunca cerraría el restaurante y gracias a eso el establecimiento conservó hasta el final “su clientela conocida y decente de novios, familias, amigos aficionados a los buenos antojitos limpios, a la cortesía de la mesera, a los panecillos hechos en casa…”, y eso a pesar de que, a sólo unos metros de distancia, había abierto sus puertas “un café de tipo americano” con enorme éxito entre el público joven. Aclara Novo que lo que para la madre había sido un pasatiempo, para la hija se convirtió en “una obligación incompatible con las de su hogar”, la cual, para colmo, le resultaba “onerosa”. Después de la muerte de Alejandro, su compañero de cenas en el restaurante familiar, “sólo Margarita seguía yendo, todas las noches, a sentarse en silencio hasta que a las diez, cerraban, [y] se iban a casa”. Así despide nuestro cronista aquel restaurante de otro México:
Era un cuadro familiar, tierno, al que deparábamos un recuerdo grato de buenos momentos, de buena clase de personas. Y ahora se ha acabado. Y la ciudad pierde con La Gacela mucho de su íntima fisonomía. Y yo, un amigo, o la casa de un amigo, y su mesa. (López Mateos, I, pp. 270-271)
De 1960, que es cuando Novo lamenta la desaparición del restaurante, hay que saltar a 1971, el año en que se conmemoró el medio siglo de la muerte de López Velarde. El cincuentenario fue en junio; casi cuatro meses más tarde, el 6 de octubre, Novo puso por escrito una crónica del homenaje que la Academia Mexicana de la Lengua acababa de rendirle a Margarita, quien aquel año, como ya hemos repetido, alcanzaba los 93 de edad. No fue, desde luego, su relación con el poeta de Jerez lo que se le reconoció aquel día y a propósito de lo cual la institución le entregó un pergamino, sino “sus muchos años de enseñanza”.
La Quijano llegó en coche, conducida por una de sus sobrinas, para lo cual les fue abierto el portón de la calle de Donceles donado por Artemio de Valle Arizpe. Según Novo, era una “puerta tallada” que provenía “de la derruida casa solariega en Saltillo” del académico neocolonialista, autor de la novela Ejemplo. Al recordarla entrando en el coche al patio del edificio institucional, Salvador Novo evocó el sempiterno sombrero negro, el velo y la cabeza inclinada de aquella “insigne maestra de literatura” que encauzó incansablemente vocaciones literarias, docentes y de investigación, y fue “lectora infatigable y benévola de cuanta novedad apareciese”.
Había mucha curiosidad entre los académicos por ver a “la dama de la capital”, ya que hacía no mucho, aquel mismo año, apenas en junio, se había divulgado públicamente que López Velarde había estado enamorado de ella, y fueron desfilando uno a uno delante de su persona, encabezados por el director de la Academia, don Francisco Monterde, para besar “su mano pequeña, huesuda”. (Nótese la ausencia de los guantes, al revés de lo que ocurre en “El sueño de los guantes negros”, donde son ellos los que impiden confirmar al poeta el dogma de la resurrección de la carne.) Nuestro cronista añade que Margarita era la única sobreviviente de los nueve hermanos Quijano Sánchez. “Todos me aguardan allá”, declaró ella ese día. “Tengo allá muy buenas relaciones. Pronto he de irme. Ya me he tardado mucho” (Echeverría, pp. 121-123).
Con total discreción, en completo silencio, Margarita fue fiel a la memoria de su singular amigo. Es fama que la tumba de López Velarde careció durante muchos años de nada que indicara que en ella estaban los huesos del poeta. Los funerales prodigados por el gobierno de Álvaro Obregón no alcanzaron para una pequeña inscripción; pasados los discursos, hechas las fotos, a nadie le pareció importante grabar con los datos mínimos necesarios la lápida bajo la cual yacían sus restos. Según un testimonio aparecido en Revista de Revistas quince años después de su entierro, sobre la tumba anónima de Ramón, ubicada en la Avenida 24, número 124, del Panteón Francés, solamente crecía “una adelfa lozana y frondosa” (José Luis Velasco, “En la conmemoración de López Velarde”, 21 de junio de 1936). Frondosa, lozana: lo comprobamos al verla con nuestros propios ojos en la foto que ilustra uno de los dos artículos de Jesús B. González aparecidos en esa misma entrega del semanario de Excélsior.
Lo otra foto que conocemos de la tumba está reproducida en la página 217 de la primera edición de Un corazón adicto de Guillermo Sheridan (FCE, 1989); pertenece al archivo de la revista Impacto y corresponde al tiempo inmediatamente anterior al traslado de los restos del poeta a la Rotonda de los Hombres Ilustres del panteón de Dolores, lo que ocurrió en 1963. Si no hay huellas de la adelfa, vemos con toda claridad, a los pies de la lápida, por fin, una placa. Guadalupe Appendini informa que fue colocada el 19 de junio de 1951 por un grupo llamado “Unidad Nacional” en recuerdo del “glorioso poeta zacatecano” (A la memoria de Ramón López Velarde, Gobierno del Estado de Zacatecas, 1988, p. 223).
En esa misma página, Appendini relata que en la cabecera de esa tumba “humilde por excelencia”, mandó colocar “la señorita Margarita Quijano una placa chica de azulejos” en la que se leía, con caracteres que imitaban la letra manuscrita, estos versos de la primera parte del “Retablo a la memoria de Ramón López Velarde” de José Juan Tablada (Obras, pp. 273-274):
…No se ha visto
poeta de tan firme cristiandad.
Murió a los treinta y tres años de Cristo
y en poético olor de santidad.
[…]
La Belleza le dio un ala; la otra, el Bien,
¡viva así por los siglos de los siglos! Amén.
Por desgracia, Appendini no dice cuándo mandó ponerla Margarita. Si regresamos a la página 217 de la primera edición del libro de Sheridan, en donde hemos visto la foto de la tumba en los años sesenta, podemos apreciar una imagen de la placa que mandó poner la musa del poeta (Un corazón adicto, FCE, 1989). Ni esa placa ni la que colocaron los camaradas de Unidad Nacional fueron removidas cuando se llevaron los restos de Ramón al Panteón de Dolores. Con el tiempo, fueron enterrados en ese lugar sus hermanos Jesús y Guadalupe. Un hermano más, Leopoldo, quien aún vivía en 1988, mandó poner una tercera placa, en la que se decía que en ese sitio estuvo sepultado el poeta. Nada debe de haber cambiado desde entonces.