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Literatura

Zaid, dos veces

¿Qué significa leer? ¿Qué es la inteligencia? ¿Se posee o se construye? ¿Cómo es un lector libre? ¿Cómo conseguir que la imaginación y la lucidez nunca se estanquen? El poeta Julio Hubard nos lleva al pensamiento y al universo poético de Gabriel Zaid, en los que él plantea que para mirar con luz nueva la realidad se necesitan la inspiración, la conversación y la lectura. Zaid apela al ingenio de sus lectores, hace que se arriesguen, que duden, que sean libres; hace que sean reales, y una vez que saborean estos estados, ya no hay vuelta atrás, están condenados a a la libertad de ser lectores más reales. Lea y sea real.


Por Julio Hubard

Repetir las cosas muchas veces nos puede volver expertos, maestros en un oficio, y tontos. La mera repetición nos convierte en herramientas de nuestras herramientas. De pronto, alguien se harta, se inconforma, o lo golpea una luz que le vino de fuera y abre los ojos, intuye cómo generar el mismo resultado con menos piezas o en menor tiempo, o mejorando aquello que produce. Doble progreso: producir con menos trabajo y aprender a pensar de modo crítico y con imaginación. Esperar que se haga la luz dentro del tedio y la repetición es un poco ingenuo. Se requiere la intervención de algo que no es la propia cabeza con sus propios ciclos repetitivos. Y hay tres vías: la inspiración, que le sucede a los suertudos y a los favoritos de los dioses; la conversación, que debe suceder entre todos los humanos que conviven; y, tercera cosa, la lectura, como el mejor recurso posible para que sucedan en mi cabeza cosas que no estaban ya antes ahí. Y es que leer nos hace más inteligentes de lo que somos por nuestros propios recursos: toda cabeza es cabeza porque puede imaginar y concebir el mundo entero. Pero hay mundos admirables y otros que dan lástima, o risa... Una cabeza que se entretiene y valida sola tiene pocas posibilidades de no ser idiota. Y la mente sola no accede espontáneamente a la inteligencia, a menos de que imagine lo inimaginable: que la inteligencia no es algo que se tiene sino algo que se hace y, en particular, que su actividad consiste en salir de sí misma para ir por lo que le falta. Es una función, un resultado, una actividad. Ni sustancia, ni posesión. Está fuera: en otras cabezas, y despierta a la actividad ya conversando, ya leyendo. Leer “nos hace más reales”, dice Gabriel Zaid. Y es raro porque lo dice dos veces, él, el escritor que no se repite, que lleva su prosa hasta la más castigada economía de la eficacia.

Leer “nos hace más reales”, dice Gabriel Zaid. Y es raro porque lo dice dos veces, él, el escritor que no se repite, que lleva su prosa hasta la más castigada economía de la eficacia.

 

“Lo bueno, si breve, dos veces bueno” dijo ese Baltasar Gracián, barroco hasta en el ahorro, en su Oráculo manual y arte de prudencia. Pero con una diferencia: a Gracián le interesa, sobre todo, la exhibición de sí mismo, de su brillantez, y lo mueve esa necesidad de ser admirado, más que comprendido. Los hispanistas y los jesuitas nos habrán de perdonar, pero Gracián es más sesudo que inteligente, y más pesado que legible. Todo lo contrario, la escritura de Zaid produce inteligencia en la cabeza del lector, justo con lo que le falta a Gracián: la apuesta radical de dos cosas. Una, asume que el lector es capaz de entender cualquier cosa que él pueda explicar (y se puede explicar solamente lo que se ha entendido), y dos, que se trata de entender algo, no de exhibirse en el show de su intelecto. El lector no es lo mismo que el público, no es una masa anónima y múltiple, que aplaude, sino alguien en mi misma circunstancia: alguien como yo, igual a mí, que duda y piensa... Apuesta riesgosa, pero sin la cual carece de sentido hasta la lógica.

Los filósofos, después de Donald Davidson, lo llaman “principio de caridad”: ni siquiera podríamos acordar en la lógica más clara, a menos de que llevemos a cabo una operación imaginaria. Una pura imaginación: suponer que mi interlocutor interpreta el mundo, las más de las veces, de modo correcto y que tiene principalmente creencias verdaderas acerca del mundo; que usa las palabras en su sentido común, como yo; que ofrece argumentos válidos, como yo; y que dice la verdad, como yo. A partir de ahí, son posibles no sólo la conversación y la lectura, sino la extraña idea de que también yo soy real.

Portada del libro La poesía en la práctica.

Y esto es clave de Zaid: el ser que puede predicarse de alguien, incluso de uno mismo, es un mero acto poético. La poesía en la práctica es uno de los libros más inteligentes que se han escrito en esta lengua; mucho más que útil, urge al lector a ser libre, porque puede y, si puede, debe; y le regala ejemplos de lo más variado: poemas, máquinas, administración, vida cotidiana, y hasta se sale de sí y de la página para invitar al lector a resolver un puzle: “supongamos que se nos pide unir los siguientes nueve puntos con cuatro rectas, sin levantar el lápiz:

Lo fantástico es que no se trata de una muestra que propone el autor como parte de su texto sino de un intento verdadero de interacción. Justo después de la imagen, urge a su lector: “no se quede pegado el lector e inténtelo” (a ver: inténtelo). En general, los puzles se ofrecen como desafíos. Éste no: es un principio de complicidad, una invitación al juego. A poco, el lector incauto se halla en el mundo de la producción poética: imaginando.

Zaid tiene esa incurable ingenuidad que reúne igual la filosofía de Davidson que los juegos de salón y consiste en suponer que su lector, su interlocutor, es tan inteligente como él. Optimismo incurable. Pero si no asumimos que eso es posible, deseable y necesario lógicamente, tendríamos que conformarnos con nuestra propia tontería, intacta y virgen.

Suponer la conversación entre semejantes no sólo como posible sino indispensable, es quizá la primera clave zaidiana de lectura, que se agazapa entre los juegos, los poemas y la lectura que se niega a ser oficio de repetición. Quién sabe cuánto le deba la ciudadanía de este país a la imaginación de Gabriel Zaid. Me explico con un caso: casi todo el siglo pasado, año con año, cada septiembre, el país atestiguaba la perversa ceremonia de escuchar al presidente priista hacer su propia y grandilocuente loa. “Informe presidencial”, le llamaban. Y nunca escasearon los críticos, los politólogos inteligentes, los periodistas que se colgaban de cada palabra, matiz y mueca del discurso presidencial para construir análisis, elogios y críticas. Pero mientras todos leían las verbales incontinencias de los informes, Zaid resolvía los puzles de los anexos: hacía las cuentas, los números y corría las partidas presupuestales. Eso que llaman la “información dura”. Unos hacían política y grilla, pendientes de un discurso verboso y ampuloso, y entre ellos los había inteligentes y sensatos, como Daniel Cosío Villegas, o los que generaban interpretaciones de altos vuelos, pero también abundaban las alimañas rastreras... Zaid hacía el análisis de los números, las cuentas, la economía y los volvía legibles hasta para un muchacho de preparatoria, que habría de votar dos años después. Podíamos ver otra vez el juego de conectar los puntos, que en aquel deslumbrante y brevísimo La poesía en la práctica provocaba nuestra raíz poética para relacionar cosas del mundo con la imaginación, pero ahora respecto de los dineros públicos y sus usos (con demasiada frecuencia, privados). Cuando las cuentas públicas se volvieron públicas, la clase política perdió poder y adquirió responsabilidad, aunque todavía falte mucho trabajo. Y la ciudadanía se volvió más real. Merced a Zaid, todo un mundo de complejidad era de pronto comprensible, objetivo. Nunca habíamos leído algo semejante. De pronto, podíamos participar en conversaciones y discusiones con los mayores. Parecíamos muchísimo más inteligentes de lo que éramos, ¡con datos reales! Los lectores de Zaid no nos dábamos cuenta de que, junto con aquella rara experiencia de hallar gráficas y tablas como ejercicios de estilo literario, recibíamos la maldición de los libres: una vez que uno decide hablar por propia cuenta, con ideas, no hay regreso: la libertad se ha adquirido como obligación; leer nos volvió más reales. 

Zaid ha insistido en un montón de asuntos, pero no repite, no se cita a sí mismo y ni siquiera hay fotos suyas. Y no es que lo tenga sin cuidado: es que se cuida de no ser un personaje sino un autor. Solíamos leer, desde jóvenes, sus ensayos en Vuelta, junto a los de Octavio Paz. El contraste nos resultaba desafiante: ¿cómo se puede escribir sobre los mismos asuntos de esos dos modos tan distintos? El valor de Paz consistía en una escritura que no sabía contenerse ante la brillantez del mundo, las metáforas, las analogías; eran signos en rotación, como los mundos en el cosmos. Nada lo desengañaba: el mundo lo había hechizado. Alto contraste, la prosa de Gabriel Zaid era una dimensión distinta: estricta, transparente, inconspicua... querría decir “minimalista”, pero los minimalismos son, primero, “ismos” y, luego, suelen ser estilos que aman mirarse el ombligo y sus puras formas. No: se trata de recursos castigados hasta volver claro el mundo, y que las ideas sucedan en tu cabeza, no en el papel. Paz padecía los castigos de los titanes: cargar mundos, por ejemplo; Zaid es la precisión del geómetra: mínimo número de postulados, axiomas, teoremas para, con unos pocos trazos, poder decir el mundo y el ser con la misma inteligencia, independientemente de en qué cabeza acontezca. 

Recibíamos la maldición de los libres: una vez que uno decide hablar por propia cuenta, con ideas, no hay regreso: la libertad se ha adquirido como obligación; leer nos volvió más reales.

Eran los años del presidencialismo duro, omnímodo, cuando la sucesiva aparición de El progreso improductivo, La economía presidencial y De los libros al poder requería una bravura temeraria: decir la verdad, hacerle las cuentas al presidente, refutar mentiras y ofrecer a cambio ideas precisas, pequeñas, eficacias puntuales que no son hijas de las disciplinas académicas sino de la loca de la casa: esa imaginación que viene de donde vienen los poemas. Esto sería suficiente para reconocer a Zaid su lugar en las letras y la historia. Pero lo que pudo haber sido una lectura de admiración, hoy se ha vuelto, de nuevo una lectura de admonición: sus ensayos vuelven a ser urgentes porque han regresado aquellos que añoran el México del presidente todopoderoso y las mentiras oficializadas. No han entendido ni a Zaid, ni las leyes de la termodinámica, ni la historia: la flecha del tiempo no tiene reversa.

La persona que ha sido mordida por la conversación, la lectura y la obligación de pensar y expresarse en libertad no puede retornar a la servidumbre voluntaria sin cometer un acto contra natura. Tras la primera insurgencia poética, esa chispa de creación que hace aparecer la conciencia como propia y semejante a toda otra conciencia, sin importar que sea en las cosas cotidianas, las formas productivas o en versos, no queda sino habitar el mundo siendo, en efecto, “más reales”.

*

Portada del libro Cómo leer en bicicleta.

 

Condición de lo que existe: el tiempo, el espacio y el movimiento. De nada sirven las lucubraciones eidéticas o ideológicas si no van a dar en una práctica:

“la práctica no es algo estrecho, mecánico y sin misterio, sino creación; y la poesía es práctica: hace más habitable el mundo” (La poesía en la práctica).

 

Los seres en el mundo no son reductibles unos a otros, no son intercambiables. Cada cosa pide su inteligencia. Ni en los poemas ni en las prosas, ni en las decisiones prácticas sirven las recetas. Pongo un ejemplo de su poesía:

Portada del libro De los libros al poder.

Práctica Mortal

Subir los remos y dejarse

llevar con los ojos cerrados.

Abrir los ojos y encontrarse

vivo: se repitió el milagro.

Anda, levántate y olvida

esta ribera misteriosa

donde has desembarcado.

¿Por qué es tan bueno este poema, sencillo, votivo, por qué da la idea de que canta? Si nos atuviéramos a las reglas del metrónomo, no tiene explicación: eneasílabos, que son complejos y difíciles de suyo, excepto el último verso, que es heptasílabo; acentos que juegan y abandonan la cuarta sílaba... desde el manualito de métrica, el poema no debió ser escrito: el acento se mueve de sílaba, cambia de pie; y cambia el metro. Los ingenuos se quedan anclados en la forma del metrónomo, en la traza de sus puntos de fuga. Pero bajo las obediencias formales, ni Debussy se hubiera atrevido a componer con tritonos, ni Caravaggio hubiera pintado esas manos fuera de dimensión, pero mucho más poderosas y expresivas de lo que pudo salir de la obediencia a la forma del manual. O peor:

Alba de proa

Navegar

Navegar.

Ir es encontrar.

Todo ha nacido a ver.

Todo está por llegar.

Todo está por romper

a cantar.

No debiera ser lícito que sea tan bueno un poema así de breve y con una serie de características que pudieran verse como una serie de prohibiciones: aliterar o rimar todos los versos en infinitivos es una inmediata receta para el desastre. ¿Por qué le funciona a Gabriel Zaid? Hay varias respuestas técnicas, que no vienen al caso; lo notable es que el poema queda, a la vez, como hallado, como regalo del misterio, y escrito, como si fuera puro oficio y técnica. ¿Cuándo un creador se atreve a una belleza que no aparezca en el catálogo? Quizá se requiere un arrojo peculiar: el de cada caso, el de lo específico: estos versos son magníficos en su rebeldía y perderían mucho con la obediencia.

Si alguien quiere juegos formales, basta que regrese a las páginas de aquella sección de la revista Vuelta, “La vida aleve”, donde escritores y poetas, sobre todo Zaid y Ulalume González de León, se lanzaban retos y tientos de orfebres y encendían desafíos y dificultades: escribir sonetos en 400 letras exactas, décimas en 200, bolas de nieve, sextinas, palíndromos, etcétera. 

Los verdaderos poetas suelen celebrar el poema valioso, venga de quien venga. No sólo es la creación de sus propios poemas sino la de toda la poesía con que se topa, que Zaid lee concienzuda, atentamente, con una asiduidad que no concede a la fatiga ni conoce el tedio. Una antología como el Ómnibus de poesía mexicana (ojo: no es la poesía mexicana; el artículo desviaría el objetivo), es una celebración de la poesía donde quiera que aparezca: canciones populares, formas cultas, rarezas, juegos y nanas, de 19 lenguas indígenas (que serán más, porque de un tiempo para acá, Zaid viene publicando ensayos estupendos con los registros que ha podido hallar de canciones y poemas en, por lo menos, otras nueve lenguas, algunas que ya no tienen ni un millar de hablantes. Notable trabajo, que sólo podía llevar a cabo alguien que no pertenece a la academia. Y se entiende: la academia está obligada a publicar sus encuentros con todo un aparato de investigación que, en muchos casos, ni siquiera existe aún).

Siempre habrá pacatos de la corrección, aterrados frente a la imaginación que aparece sin permiso. Entre poetas es menos grave, porque siempre se puede devolver un libro al librero y no pasa nada. Hay otros territorios donde la ausencia de imaginación tiene costos serios. La política y la economía se estancan, se envician y no sólo se corrompen ellas sino que empobrecen a todos. Cuando se estancan la imaginación y la inteligencia, o cuando incurren en desmesuras –la abominable hybris griega– el mundo pierde realidad en aras de una ideología absurda. Pirotecnia ideológica y progreso improductivo. El carnaval de los necios.

Con el mismo impulso con que Zaid es capaz de escribir poemas muy complejos que parecen la sencillez misma, se puede hacer una crítica de otras realidades. La lectura nos hace más reales, pero el fingimiento de leer, la impostura, o leer sin entender, nos hace tontos y ridículos. La certeza de que lo que se sabe es no sólo muy poco sino que lo ignorado crece de modo mucho más veloz y que nunca se logrará más que acrecer la carencia, la insuficiencia de uno solo. ¿Cuántos libros se puede leer? Apostemos en grande: uno al día; y con gran salud: durante 70 años. Máximo, 30 000 libros. Cada día se publican 4000 nuevos libros en el mundo. En diez días, el número de libros producidos es mayor a todos los que pudiera leer el más voraz lector del mundo. Los demasiados libros no son solamente el cálculo y la crítica de la industria editorial y la cultura del libro: es un ética del lector... para ser más real, que para eso son la ética y los libros. Leer nos hace más reales y más ciertos de que nuestra ignorancia crece mucho más de lo que sumamos en nuestro mínimo saber.

Leer nos hace más reales y más ciertos de que nuestra ignorancia crece mucho más de lo que sumamos en nuestro mínimo saber.

Portada del libro Omnibús de poesía mexicana.

Pero la tentación de las dimensiones y los tamaños es la seducción diabólica que hace caer a Fausto y seduce imaginaciones destempladas. En esta época, de nuevo amenazados por los gigantismos, los grandes poderes que no precisan negociar ni convencer por la razón, porque lo pueden todo; en estos días de aeropuertos que se cierran con un dedito y vías ferroviarias que habrán de iniciar con el mismo dedito, de secretarías de estado que se trasladan por puro poder mental y esa necia, necia gana de construir refinerías, echar mano y ojos nuevos a la obra de Gabriel Zaid, no sólo es un recurso para defenderse de la demencia sino para construir el espacio en donde uno se hace real.



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