La proposición me pareció, cuando menos, dudosa, y mi pesimismo estaba bien documentado: hacía poco más de un lustro, a la luz de los centenarios de Octavio Paz, José Revueltas y Efraín Huerta, pero también del 75 natalicio de Jorge Ibargüengoitia, Aurora Cano –directora de DramaFest, festival teatral del que formo parte– y Eduardo Vázquez –a la sazón secretario de Cultura de la Ciudad de México– me habían convencido de escribir un espectáculo teatral a partir de fragmentos de esos cuatro escritores. El resultado fue desigual, sin duda por impericia mía pero también por la naturaleza misma no sé ya si de los textos seleccionados o de la voz misma de sus autores.
La experiencia habría parecido confirmar una hipótesis mía temprana: Paz no estaba hecho para las tablas; las palabras y las ideas de Paz no se traducían en personajes, en personas, en cuerpos de Paz
De Huerta abrevé de la poesía toda –ora comprometida, ora erótica, a menudo divertida– para imaginar a una vedette de cabaret de postín que, en 1962, se duele del desinterés de un poeta más atento a la dictadura del proletariado que a la del deseo. Peiné las crónicas políticas de Ibargüengoitia –tan deliciosas, tan socarronas, tan conversacionales– para dar voz a la secretaria particular de un diputado, víctima de una intriga política urdida por ella misma. De Revueltas usé sobre todo Los muros del agua y los Escritos políticos para dar vida a un preso recién salido de Lecumberri que trata de reanudar el lazo con la hija a la que abandonara por causa de la causa política. Esos tres caminos se me impusieron de manera más o menos rápida y me llevaron a construir una trama circular hecha de monólogos, un poco a la manera de La Ronda de Arthur Schnitzler, sólo que sustituyendo el erotismo por la política y los encuentros carnales por llamadas telefónicas: el preso sería el padre de la vedette que sería la amiga de la funcionaria. Faltaba un personaje –y un monólogo basado en Paz– para completar el círculo y, tras muchos intentos en falso, lo encontré en las páginas de El ogro filantrópico. Me inspiró un personaje –el amigo y excompañero de lucha del presidiario, ahora secretario de Estado, empeñado en una vana transformación del sistema desde dentro– que nunca terminó de funcionar: la prosa que en la página parecía dinámica, vivaz, retadora, se tornaba discursiva pese a los excelentes oficios del actor reclutado para el papel. La acción dramática y el conflicto, que había puesto esmero en proveer, quedaban sepultados bajo el peso de las palabras, preclaras pero pesadas. No era un monólogo: era una conferencia. Te vuelvo a marcar –tal era el título de la obra– terminó por representarse con éxito en el Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá pero con los episodios paciano y revueltiano sabiamente amputados por mi socia. La experiencia habría parecido confirmar una hipótesis mía temprana: Paz no estaba hecho para las tablas; las palabras y las ideas de Paz no se traducían en personajes, en personae, en cuerpos de Paz.
Esa intuición temprana era heredera de la constatación previa de una experiencia ajena. Crecí escuchando a mi padre, Miguel González Avelar, rememorar con su amigo Juan José Arreola –su jefe cuando director de la Casa del Lago– el proyecto Poesía en Voz Alta, del que tanto Paz como Arreola habían formado parte en 1956 y al que Paz alude en una de sus conferencias dictadas en El Colegio Nacional, recogidas en un volumen póstumo por Enrico Mario Santí:
Jaime García Terrés, director de Difusión Cultural de la Universidad [Nacional Autónoma de México], había concebido Poesía en Voz Alta como una serie de espectáculos en los que jóvenes actores y actrices recitarían poemas. Nos invitaron a Leonora Carrington y a mí para encargarnos de un programa de poesía surrealista. Pero nosotros propusimos que en lugar de la declamación de poemas se representaran obras breves, lo mismo clásicas que de vanguardia, y también, añadí yo en un arranque, obras nuestras. Yo no había escrito ninguna y, como me tomaron inmediatamente la palabra, mi imprudente proposición me obligó a escribir en dos semanas La hija de Rappaccini.
Tal habría de ser el texto, y el montaje de Héctor Mendoza, que ocuparan un lugar central en las remembranzas compartidas de Arreola y su antiguo secretario, en parte porque habría de ser el propio Juan José –extraordinario prosista pero también actor formado al amparo de Louis Jouvet en la Comédie Française parisina, de donde regresaba– quien encarnara al médico que somete a su hija a un experimento que la hace mutar en orquídea venenosa, flor más seductora de un jardín letal. Con escenografía y vestuario de la propia Carrington –de los que sobrevive un puñado de bosquejos y fotos que contribuyen a su leyenda–, los conjurantes pretendían “devolverle a la escena su carácter de misterio: un juego ritual y un espectáculo que incluyese también al público” –en palabras, otra vez, de Paz–, lo que no constituye un mérito menor en el contexto aburguesado, y abocado a los montajes realistas de well-made plays, del teatro mexicano de los años cincuenta. Poesía en Voz Alta habría de ser el semillero de la generación que hizo advenir la fantasía, la alegoría, los recursos expresionistas en la escena nacional: de ahí surgieron no sólo Mendoza sino Juan José Gurrola, José Luis Ibáñez, Héctor Azar. Como bien apunta Christopher Domínguez Michael en Octavio Paz en su siglo, Poesía en Voz Alta “fue una de las contribuciones más discretas y perdurables, en su medida colectiva, de Paz a la cultura mexicana”.
Recuerdo que La hija de Rappaccini me pareció un texto hermoso y provocador y pletórico de ideas.
¿Cómo explicar entonces que La hija de Rappaccini no hubiera entrado al canon de la dramaturgia mexicana? ¿Que mientras El atentado y Rosalba y los llaveros y El gesticulador y La señora en su balcón conocieran múltiples remontajes en las décadas posteriores a su estreno, permaneciera en el olvido escénico durante más de cincuenta años, no reponiéndose sino hasta que Antonio Castro acometiera un segundo montaje en 2008?
Mi primera lectura de La hija de Rappaccini habría de producirse en la juventud, mucho antes de que soñara yo siquiera con ensayar la escritura teatral. Recuerdo que me pareció un texto hermoso y provocador y pletórico de ideas –sobre la identidad, sobre el tiempo tan caro y tan adverso a Paz, sobre la vida y la muerte, sobre los peligros de la belleza, sobre lo femenino y lo masculino, sobre el poder del amor– y que me gustó… pero menos que otros suyos –que ¿Águila o sol? o El laberinto de la soledad o, sí, Piedra de sol– que leía por ese entonces. Quise suponer (o quisieron Arreola y mi padre que supusiera) que faltaba la corporeidad escénica para dar al texto su justo fulgor, y así lo asumí hasta verme espectador de ese montaje de Toni Castro de 2008. El diseño escénico de Mónica Raya era mucho más proclive al dinamismo de lo que se antojaba el muy hermoso pero más bien estático –por la composición que muestran las fotos– de Carrington, y el esfuerzo del director por imprimir acción dramática al texto era valeroso. Sin embargo, incluso en esa versión modernizada, La hija de Rappaccini no se sentía teatro. Había personajes y escenografía y vestuario y cambios de iluminación pero el efecto era el de la lectura coral (en voz alta) de un poema conceptuoso que resultaba en la página más provocador a la inteligencia y a la imaginación. Esa Hija malquerida tampoco sobrevivió a sí misma: como el personaje que le da título, terminó por regresar de manera inexorable a sí misma: en sí empieza y en sí termina, la ciñe un río de cuchillos, es intocable. O cuando menos parece serlo en escena, como lo confirma la definición que de ella hiciera Hugo Gutiérrez Vega (“un poema en prosa enriquecido por los diálogos”) o la que antepusiera el propio Paz (“La hija de Rappaccini es un poema dramático”) a su clasificación definitiva como parte de su Obra poética. Es poesía, no teatro.
Para el 2020 en que el editor de Liber, Fernando Fernández, me informaba que estaba por estrenarse en la Ciudad de México un montaje a partir de Piedra de sol a cargo de María Morett, y me encargaba este texto al respecto, mi doble experiencia como adaptador y como espectador (y eso con dos textos muy distintos) de un Paz escénico me hacían ver la empresa con el escepticismo que ya he confesado. Accedí porque confío en el criterio de las inteligencias que respaldan esta revista, y porque conozco (y admiro) a María Morett hace años, y su trabajo en montajes como Ofelia, o la madre muerta de Marco Antonio de la Parra o en las óperas Lucia di Lammermoor o Historia del soldado me había impresionado. También pesó en la balanza que la puesta en escena fuera a ser presentada en el Auditorio Jaime Torres Bodet del Museo Nacional de Antropología, no sólo porque ahí reside desde 1964 el monolito labrado que presta su nombre (y su cosmovisión circular) a Piedra de sol, sino porque acaso no haya recinto más pertinente para albergarla: un espacio tocado por lo ancestral pero resueltamente moderno, casi contemporáneo al poema (menos de una década separa la creación de ambos), imbuido del mismo espíritu consciente y orgulloso de lo mexicano pero abierto y cosmopolita.
El interés de Morett en Piedra de sol, de hecho, deriva de sus visitas infantiles a este museo de la mano de su padre, uno de esos abogados ilustrados de la generación de medio siglo. “El Museo de Antropología era uno de los lugares que le fascinaba”, recuerda. “Nos metíamos a una sala y luego a otra. La Piedra del Sol me impactaba. Me causaba fascinación el sol, lo grandote y toda esa simbología: quería entenderla. Me fascinaba el misterio.” Presente desde entonces en su imaginario –de creadora escénica en ciernes, aventuraré– estaba también la pregunta por el tiempo, indisoluble de la narrativa de este artefacto que simboliza y problematiza el influjo del paso de los días y las eras sobre lo (apenas) humano. Así, Morett no puede evitar hoy evocar un recuerdo coincidente en el tiempo con sus primeros acercamientos al monolito: “Había en mi casa un libro con pinturas de Goya, y yo me ponía a ver Cronos, y me causaba mucha angustia ver a un hombre viejo que estaba comiéndose a un bebé”. Con el correr de los años, terminaría por asociar esa alegoría terrible al poema de Paz y a “esta búsqueda de lo que nos pasa en el tiempo cronológico, y también en el tiempo mítico”.
A Paz y a su poema llegaría Morett en virtud de la resonancia que causaba en su madre –por demás historiadora– versos como
Madrid, 1937,
en la Plaza del Ángel las mujeres
cosían y cantaban con sus hijos,
después sonó la alarma y hubo gritos,
casas arrodilladas en el polvo…
El abuelo de Morett, catalán y republicano, murió en la Guerra Civil Española. “Piedra de sol era algo que estaba ligado con cosas que nos contaba mi mamá”, explica: “era una bebita –tendría año y medio– y vio desde su cuna cómo, en un bombardeo, un edificio se desmoronaba frente a su casa. Esa parte, la que habla de Madrid y de cómo los edificios se arrodillan, era algo que estaba en las historias de mi familia. Mi madre leía ese fragmento desde el dolor de la guerra.”
Piedra de sol me llevaba a un universo onírico que funcionaba muy bien para un espectáculo interdisciplinario –con poesía, con danza, con música– que fuera como meterse en un sueño”.
No sorprenderá entonces que, al recibir en 2009 una invitación de CalArts –la universidad privada de artes visuales y escénicas asentada a las afueras de la ciudad californiana de Los Ángeles–, Morett regresara, ahora profesionalmente, a Piedra de sol. “Como CalArts es tan experimental”, argumenta, “no pensé en montar una obra ya hecha. Y Piedra de sol me llevaba a un universo onírico que funcionaba muy bien para un espectáculo interdisciplinario –con poesía, con danza, con música– que fuera como meterse en un sueño”.
Tras seis meses de trabajo, Morett estrenaba en CalArts Sunstone, espectáculo en inglés realizado a partir de nuevas versiones –“No quería usar una traducción que no había sido concebida de manera escénica: por eso decidí hacer la mía. Me sirvió muchísimo ese ejercicio para comerme bien el poema, para ir trabajándolo desde cada una de las palabras”– no sólo de Piedra de sol sino de una decena de otros poemas de su autor, además de un par de Nezahualcóyotl y uno del amigo y mentor de Paz en el surrealismo, André Breton. Hubo éxito. En 2010, y a la luz de su exposición The aztec pantheon and the art of the empire, el Museo J. Paul Getty de Los Ángeles la invitaba a presentar una nueva versión, con escenas adicionales. En 2019, en el marco del LiberFestival auspiciado en Guanajuato por la fundación Arte & Cultura Grupo Salinas, se estrenaba la primera versión en lengua española de una Piedra de sol tan de Morett que los diseños de escenografía y vestuario son también suyos. Una versión muy parecida fue la que se estrenara en el marco de la exposición La invención de la memoria. Fotografía y arqueología en México en el Auditorio Torres Bodet del Museo de Antropología, uno de cuyos ensayos me sería dado presenciar después de mi conversación con su creadora.
¿Es teatro? Sí pero no sólo. A decir de Eduardo Matos Moctezuma, la Piedra del Sol es “un monumento que es el tiempo mismo, el tiempo petrificado”, y, cada tanto, Morett detiene la acción para coquetear con lo monumental pétreo, crea (otras) esculturas (humanas) que dialogan con la que preside, a unos pasos, la Sala Mexica. Lo hace, sin embargo, sólo por un instante –eterno instante paciano– pues su Piedra de sol es también un espectáculo de danza –a partir de un elenco de actores que bailan y bailarines que actúan– que vira por momentos al teatro musical, merced al uso rítmico del lenguaje verbal –la poesía es también música–, a la presencia en escena de músicos indios que alternan sus instrumentos con otros occidentales y prehispánicos, a la interpolación de canciones que van de La Valentina a Sometimes I feel like a motherless child. Será entonces una Piedra de sol que habla en lenguas, en que el español es guía y motor pero convive con el inglés, con el francés, con el náhuatl, con el hindi (y con la música). ¿Cómo podría ser de otra forma para poner en escena un poema que transita (como Paz) del Paseo de la Reforma a Christopher Street, del parisino Hôtel Vernet a Oaxaca, de Perote al Bidart vasco francés? “En México lo interior también es exterior, el dentro es un fuera”, apunta Víctor Manuel Mendiola en El surrealismo de Piedra de Sol, entre peras y manzanas, su ensayo indispensable, acaso biográfico, sobre el poema. “En esta tradición lo tradicional es la capacidad de atraer nuevas materias y nuevos recursos; la tradición es activa y cosmopolita y tiene como guía una visión abierta universal.” Así entiende México y así entiende a Paz una Morett que, en su puesta en escena, da cuenta del controversial cosmopolitismo del escritor y de lo mexicano que resulta. Lo que construye es un espectáculo teatral en torno a la poesía tribal de ninguna parte y de todas, de todas las épocas y de ninguna. Reimagina el eterno Piedra de sol para la era de la curaduría, del mash-up, del sampleo.
Con 18 personas en escena, la directora reúne un cast of thousands para ofrecer una épica teatral en un espacio liberado de sus modestas dimensiones.
¿Hay personajes? Sí, y vienen del poema mismo: un Yo, que es el poeta, y “de pronto hallamos la presencia de un Tú, la mujer a quien se dirige la voz que habla en Piedra de sol; la mujer que hace al mundo visible por su cuerpo y transparente por su transparencia”, en palabras de José Emilio Pacheco en su Descripción de Piedra de sol. Pero hay más: a ese Yo y a ese Tú, Paz adiciona un Nosotros que son ambos juntos pero que pude englobar también a Casandra, a Melusina, a Eloísa, a Perséfone (avatares diversos del Tú femenino), a las que Morett suma cuatro Poetas de otras tantas edades: “Paz se encuentra con su niño, su adolescente, su Yo maduro y su Yo viejo”. Pero también con Nezahualcóyotl, con Breton, con su nana / puerta al mundo prehispánico, con el Zapata originario en su novela familiar y en su pensamiento político, con Quetzalcóatl. Morett sigue a Mendiola y entiende que, aun pese a la distancia de su autor con el imaginario del nacionalismo revolucionario, “en Piedra de Sol hay una expansión muralista donde conviven escenas íntimas con acontecimientos legendarios, la maravillosa gesta de nadie y los actos terribles o generosos de los personajes míticos o históricos”: con 18 personas en escena –que no son pocas–, la directora, merced a argucias del trazo y el vestuario, reúne un cast of thousands para ofrecer una épica teatral en un espacio liberado de sus modestas dimensiones.
Porque, a diferencia de La hija de Rappaccini, ambiciosísima, de Mendoza o de Castro o de mi propia y modesta Te vuelvo a marcar, la Piedra de sol de María Morett es –¡al fin!– teatro. Porque tiene, desde el texto mismo, un conflicto ya advertido por Pacheco en su descripción temprana –“el ser humano enfrentado a la historia transformadora de los hechos y de las personas en una galería de horrores”– que, puesto en acto (y en personas, en cuerpos que se mueven y hacen) por Morett, resulta poderosamente dramático. Porque, como anticiparía Tomás Segovia en su primera lectura de La estación violenta que fuera el hogar primero de este poema, en él hay “verdadera poesía”, que es la que “nos saca de la literatura… Mientras un poema nos mantenga en el ‘mundo de lo poético’; mientras admiremos sus cualidades líricas, inventivas, combinatorias, lingüísticas, me parece que estamos jugando al mecano con el lenguaje”. La teatralidad de Piedra de sol es endémica: deriva una escritura “tan literaria, tan llena de ensimismamiento y referencias cultas, [pero que] corre con urgencia hacia afuera de la literatura, hacia afuera de sí misma, busca la comunicación y el mundo del aquí y del ahora”. Tenochtitlan en el posclásico, Madrid en 1937, la CDMX en 2020: lo mismo da. Cápsula del instante, “hasta las manías, las ideas, las doctrinas son aquí vida y expresión, conductores que toman la temperatura del espíritu, se empapan de luz interior y no son ya cosas contenidas en la mente, sino que están, por el contrario, habitadas por la persona”, celebra Segovia.
Cada lector busca algo en el poema. Y no es insólito que lo encuentre: ya lo llevaba dentro.
Esta Piedra de sol teatral ha sabido dar cuerpo a esa persona, a esas personae. “Cada lector busca algo en el poema. Y no es insólito que lo encuentre: ya lo llevaba dentro”, sentenció Octavio Paz. María Morett encontró el teatro en Piedra de sol. Y no es insólito: ya lo llevaba dentro.