La decisión gubernamental de dedicar este año a honrar a Francisco Villa a pesar de su espantoso rastro criminal invita a reflexionar sobre lo que tal medida significa para las familias y los pueblos herederos de las tragedias causadas por ese caudillo de la Revolución mexicana. ¿Qué sentimos quienes vimos el sufrimiento de nuestras abuelas viudas, de nuestros padres huérfanos, al contemplar que la imagen del victimario adorna el cotidiano discurso presidencial, los actos oficiales, la documentación de las dependencias federales? ¿O el anciano a quien, hace décadas, su madre le reveló en una torturada confesión que fue violada por Francisco Villa cuando era una adolescente? ¿O los oriundos de San Pedro de la Cueva, en Sonora, que no olvidan que hace un siglo Villa les asesinó a 80 ancestros? ¿Y las familias de Namiquipa, que recuerdan indignadas la violación en masa de sus abuelas y bisabuelas? ¿Qué pueden sentir quienes saben que el objeto de tales honras es quien colgó a su abuelo, quien quemó en vida a su bisabuela, el que secuestró a su tía de la que no se volvió a saber? ¿Qué significa para esas familias, para esos pueblos, el que los crímenes cometidos contra sus ancestros sean así ignorados por quienes ostentan el poder político? ¿Cómo contemplar la exaltación del ladrón, secuestrador, violador, torturador y asesino, como si de la Revolución misma se tratara, héroe y ejemplo moral, hombre valiente, justo, generoso y justiciero, paladín del pueblo?
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En los años treinta del siglo pasado, a raíz de la colocación de la primera piedra de un monumento a Francisco Villa, la parralense Celia Herrera se dedicó a recorrer las poblaciones del norte recogiendo entre las familias los datos de los crímenes perpetrados por él. En 1939, al publicar esos datos en su libro Francisco Villa ante la historia, escribió:
No sorprende que los antiguos compañeros de correrías de Doroteo Arango, que encontraron al lado del “caudillo” la oportunidad de desahogar sus rencores y viejos odios, así como de satisfacer sus más bestiales apetitos, traten ahora de hacer perdurar el recuerdo de aquel a cuyo lado pudieron desenfrenar sus pasiones; me sorprende que la verdad, oculta a través de los apasionamientos, huya de la mente de los historiadores y escritores cultos, hasta el extremo de glorificar al hombre bestial.
Francisco Villa ante la Historia de Celia Herrera.
No habría sido tanta su sorpresa si hubiera podido entender por qué y cómo, por diferentes vías, se estaba armando intencionalmente una ficción. El mito villista, a juicio del historiador Pedro Vidal Siller, tiene un origen doble: por una parte, el interés de los gobernantes posrevolucionarios –desde Abelardo Rodríguez, quien financió la película hollywoodense ¡Viva Villa!, hasta personajes como el hoy encarcelado exgobernador chihuahuense César Duarte, quien basó su imagen pública en una identificación con la figura revolucionaria, pasando por Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría, que inscribieron el nombre de Villa con letras de oro en el Congreso de la Unión y trajeron a México unos supuestos restos suyos– en refrendar la vigencia de la Revolución mexicana para legitimarse mediante ella. Por otra parte, la necesidad de los desesperados (y, por ende, de muchos grupos de izquierda), de creer que en algún lugar de este México hubo alguien que peleó por los derechos del pueblo. Explica también Siller cómo la poca claridad de quién fue verdaderamente Francisco Villa, lo que pensaba, lo que pretendía y, en muchos casos, lo que hizo, permitió que se le pudieran atribuir las cualidades, los motivos y las historias que convinieran a los constructores del mito. Como ejemplo, menciona un caso en que Alberto Calzadíaz coloca a Villa entrando heroicamente en Chihuahua en 1911, montado “en una briosa yegua negra” en medio de gritos de “¡Viva Villa!”…, en un momento en que Villa no estuvo en Chihuahua –el que entró en esa ocasión fue Pascual Orozco– y dos años antes de la aparición del famoso grito.
Las familias de los asesinados en San Pedro de la Cueva.
Probablemente sea el célebre historiador austro-estadounidense Friedrich Katz, autor de la biografía más respetada de Villa, quien hiló con mayor cálculo su aportación al mito. Por ejemplo, al abordar los orígenes de su biografiado, en sólo 13 páginas emplea 42 veces expresiones como “es probable”, “tal vez”, “quizás”, “parece indicar”, cada una de las cuales abona al retrato que el autor va confeccionando, y muchas se convierten en premisas de las siguientes suposiciones, hasta que entre todas acaban por configurar, en una gran afirmación, una imagen desaforadamente hiperbólica.
Indispensable para la construcción del mito fue la aplicación del concepto de “bandido social” de Eric Hobsbawm a la figura de Doroteo Arango, alias Francisco Villa: su conversión en un Robin Hood mexicano orillado al delito por los atropellos del gobierno, los hacendados y la policía porfirista, y entregado a la defensa del pueblo. Esta invención, dogma de la historiografía filovillista, pinta a Arango como un ladrón nacido bueno, preocupado por los demás, un líder consciente de la lucha de clases que en la Revolución pudo mostrar su estatura moral, y que, aunque pasó por unos “años oscuros”, acabó sus días convertido en un manso agricultor aplicado a la construcción de un gran “proyecto social” en su hacienda de Canutillo. Esta fantasía ha alcanzado alturas inverosímiles; en el estado de Durango hay lugares donde se le reza.
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Desde muy temprano, los constructores del mito villista entendieron que les sería imprescindible lavar su rastro de sangre, la mancha de los terribles crímenes cometidos por él; labor en que participaron quienes, en efecto y como señaló Celia Herrera, buscaban justificar el haberlo acompañado durante sus hechos más espantosos, y también miembros de su entorno cercano, como algunas de sus “esposas”, que quedaron atenidas a subsistir de su condición de viudas de Francisco Villa. Se sumaron a la tarea no pocos escritores, periodistas, historiadores y políticos, que vieron –y algunos siguen viendo– en esa figura histórica desde un recipiente en el cual verter sus ideologías hasta un instrumento para medrar en sus carreras y propósitos.
Baudelio Uribe, el “mochaorejas” de Villa.
Una herramienta esencial para el lavado de los crímenes fue y sigue siendo la máxima de que la historia está escrita por los vencedores: dado que Villa perdió en la Revolución, dicen sus defensores, la historiografía oficial lo calumnió. Independientemente de que es de dudar que esa máxima tenga hoy la vigencia que tenía hace siete u ocho décadas, dadas la libertad académica y el alcance de los medios de comunicación, llama la atención que, a fuerza de repetir el estribillo de que Villa salió perjudicado por la historia oficial, sus adictos parecen no haberse percatado de que hace mucho tiempo que sus fabricaciones se convirtieron, precisamente, en la historia oficial. Hace décadas que el nombre de Villa está inscrito en el muro de honor del Congreso de la Unión.
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La operación de lavado ha incluido diversas tácticas: relativización; distracción e invención; atribución de los crímenes a un “lado oscuro”; disimulo, ocultamiento, siembra de dudas, minimización y negación de los crímenes; ataque a las víctimas y a los acusadores; descalificación como “leyenda negra”; y argumentación ad hominem. Será interesante revisarlas una por una.
El contextualizar y relativizar los crímenes permite restarles gravedad. Invocaciones típicas de esta táctica son: “Hay que pensar en la época, el contexto en que ocurrieron los hechos”; “ningún revolucionario era manso, todos mataban”; “los carrancistas también cometían atropellos”; “comparemos con la violencia de otros movimientos revolucionarios del mundo”. Veamos dos ejemplos procedentes del Pancho Villa de Katz: 1) al tener que dar cuenta de algunas de las atrocidades de su biografiado, el historiador dedica amplios espacios a señalar daños causados por los carrancistas para así sugerir que ellos eran peores, y en consecuencia Villa, por ser su enemigo, tenía mayor altura moral; 2) cuando habla de la afición de Villa a hacer mochar las orejas a sus prisioneros, afirma que era un tratamiento compasivo, porque así no los tenía que matar. He elegido ejemplos de Katz por tratarse del biógrafo más reconocido, pero la táctica es común a toda la historiografía filovillista. No sobra señalar que ningún autor, empezando por el propio Katz, puede mencionar a otro caudillo de la Revolución mexicana que haya cometido asesinatos y violaciones en masa, matado personas prendiéndoles fuego, o acribillado a prisioneros internados en un hospital de campaña, como lo hizo Villa.
Una herramienta esencial para el lavado de los crímenes fue y sigue siendo la máxima de que la historia está escrita por los vencedores: dado que Villa perdió en la Revolución, dicen sus defensores, la historiografía oficial lo calumnió.
Por otra parte, tanto lo que se sabe como lo que se ha inventado sobre el caudillo revolucionario ha servido para distraer la atención del público, para desviar su mirada lejos de los crímenes. Por ejemplo, la invención del “bandido social” distrae del hecho de que, antes de la Revolución, Doroteo Arango lo mismo asaltó a gente pobre que cometió asesinatos por encargo, o que entabló alianzas con los ricos y poderosos para comerciar con el producto de sus hurtos; hechos documentados por el historiador chihuahuense Reidezel Mendoza en la investigación de maestría que culminó en su libro Bandoleros y rebeldes.
Monumento a Villa intervenido por feministas. Hidalgo del Parral, marzo de 2022.
La identificación que se ha hecho de Villa con la Revolución, con las causas del pueblo y con la defensa de la integridad nacional lo protege de la responsabilidad sobre acciones que a ningún otro personaje de la historia de México se le perdonarían. Sus devotos ven con indiferencia que haya asesinado mujeres, arreado a sus hombres a balazos y los haya arrastrado en una empresa personalista que le costó a México centenares de miles de muertes; que haya celebrado la invasión estadounidense a Veracruz; que en Guadalajara haya salido a recorrer las calles en auto repartiendo dinero entre la gente con el evidente propósito de comprar adhesiones; que su motivo para atacar Columbus, como el propio Katz señala, haya sido provocar una intervención armada que le permitiera rehacerse a él; que haya incurrido en crímenes de lesa humanidad, e incluso, contra lo que cuentan las leyendas inventadas por sus adoradores de extrema izquierda, que haya declarado sin ambages, en una entrevista para El Universal, que la lucha de clases lo tenía sin cuidado: “Es mentira que todos podamos ser iguales [...] La sociedad, para mí, es una gran escalera, en la que hay gente hasta abajo, otros en medio y otros muy alto [...] Yo nunca pelearía por la igualdad de las clases sociales”.
Una táctica adoptada con entusiasmo por los lavadores ha sido la de atribuir los crímenes a un “lado oscuro”, lo cual de alguna manera implica que la práctica de atrocidades era ajena al espíritu de Villa y que, dado que ese “lado oscuro” sería un atributo universal, él no fue sino un hombre como todos. Si esta manera de entender su criminalidad fuera válida, habría que aceptar que actos sanguinarios como los de los asesinos en serie o matanzas como las de Tlatelolco, Aguas Blancas, Acteal, Ayotzinapa y las que actualmente vemos ocurrir con cada vez mayor frecuencia fueron cometidos por algún “lado oscuro” de personas normales.
El 12 de diciembre de 1916, Francisco Villa encabezó la masacre de 90 soldaderas similares a las de la imagen en la estación del ferrocaril de Camargo, Chihuahua.
La táctica de disimular y ocultar los crímenes, sembrar dudas sobre su comisión, minimizarlos o incluso negarlos, es de las que más lastiman a las familias de las víctimas. Los autores adictos a Villa, cuando no tienen más remedio que abordar sus abusos, típicamente evitan llamar a las cosas por su nombre. Por ejemplo, José María Jaurrieta, su secretario durante los años más violentos, para no escribir que su jefe inició la masacre de 90 soldaderas en Camargo disparando su pistola sobre una mujer que le reclamaba el asesinato de su marido, dice: “Sonó un disparo de pistola calibre 44, y la miserable viuda del pagador rodó por tierra con el cráneo destrozado, asesinada por la fatalidad”. Al abordar la violación en masa de las mujeres de Namiquipa ordenada por Villa, Katz dice: “Quería ejecutar a los miembros de la defensa social […] pero cuando los integrantes se enteraron de que los villistas se acercaban huyeron a las montañas. Villa entonces reunió a sus mujeres y dejó que sus soldados las violaran”. En Memorias de Pancho Villa, la luminosa pluma de Martín Luis Guzmán disfrazó el secuestro y violación de Concepción del Hierro –quien sufrió una semana de terror encerrada en el vagón de Villa, llorando a gritos y pidiendo compasión y auxilio– transformándola en una visita amorosa de una joven tornadiza que, después de darse gusto, lloró durante días porque extrañaba su casa. Las palabras, herramientas para el disimulo.
En la obra de Katz, los hechos y fuentes que dan una imagen negativa del biografiado con frecuencia reciben muy poco espacio o de plano pasan a las notas al final del libro. Por ejemplo, el resumen del argumento de una película hollywoodense tiene mayor extensión que la referencia a la matanza de más de ochenta personas encabezada por Villa en San Pedro de la Cueva, a fines de 1915. El asesinato de Santos Merino, de Bachíniva, a quien Villa quemó vivo, sólo encontró mención en las notas, y eso, con el propósito de sembrar dudas. En cuanto a la siembra de dudas, basta con ver cuán fácil es en la actualidad crear confusión sobre hechos que están a la vista pública para entender cómo han podido los autores filovillistas crear incertidumbre sobre la participación de Villa en sus crímenes. Katz, por ejemplo, al referirse a casos como la quema de mujeres o el asesinato de las familias de sus antiguos soldados, los tacha de probables exageraciones o hechos apócrifos.