Hasta Orozco sabía que Villa era el azote de las damas. 'Francisco Villa', óleo sobre tela de José Clemente Orozco, 1931. Museo de Arte Carrillo Gil.
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Historia

El "Año de Francisco Villa" y el recuerdo de sus víctimas

Presentamos una versión preparada especialmente para nuestra revista del prólogo que Raúl Herrera Márquez escribió para 'Crímenes de Francisco Villa' de Reidezel Mendoza. El autor desmonta la construcción del mito alrededor de la figura de Villa, recordando los crímenes y abusos que cometió. El filovillismo ha tratado de ocultar los asesinatos de María Arreola y Lugarda Barrio, las violaciones de las mujeres de Namiquipa y tantos crímenes perpetrados por Villa. “En 2023 deberíamos ver la creación de una comisión de la verdad que estudiara los crímenes de Villa con miras a retirar su nombre del muro de honor del Congreso de la Unión”, afirma Herrera.


Por Raúl Herrera Márquez

La decisión gubernamental de dedicar este año a honrar a Francisco Villa a pesar de su espantoso rastro criminal invita a reflexionar sobre lo que tal medida significa para las familias y los pueblos herederos de las tragedias causadas por ese caudillo de la Revolución mexicana. ¿Qué sentimos quienes vimos el sufrimiento de nuestras abuelas viudas, de nuestros padres huérfanos, al contemplar que la imagen del victimario adorna el cotidiano discurso presidencial, los actos oficiales, la documentación de las dependencias federales? ¿O el anciano a quien, hace décadas, su madre le reveló en una torturada confesión que fue violada por Francisco Villa cuando era una adolescente? ¿O los oriundos de San Pedro de la Cueva, en Sonora, que no olvidan que hace un siglo Villa les asesinó a 80 ancestros? ¿Y las familias de Namiquipa, que recuerdan indignadas la violación en masa de sus abuelas y bisabuelas? ¿Qué pueden sentir quienes saben que el objeto de tales honras es quien colgó a su abuelo, quien quemó en vida a su bisabuela, el que secuestró a su tía de la que no se volvió a saber? ¿Qué significa para esas familias, para esos pueblos, el que los crímenes cometidos contra sus ancestros sean así ignorados por quienes ostentan el poder político? ¿Cómo contemplar la exaltación del ladrón, secuestrador, violador, torturador y asesino, como si de la Revolución misma se tratara, héroe y ejemplo moral, hombre valiente, justo, generoso y justiciero, paladín del pueblo?

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En los años treinta del siglo pasado, a raíz de la colocación de la primera piedra de un monumento a Francisco Villa, la parralense Celia Herrera se dedicó a recorrer las poblaciones del norte recogiendo entre las familias los datos de los crímenes perpetrados por él. En 1939, al publicar esos datos en su libro Francisco Villa ante la historia, escribió:

No sorprende que los antiguos compañeros de correrías de Doroteo Arango, que encontraron al lado del “caudillo” la oportunidad de desahogar sus rencores y viejos odios, así como de satisfacer sus más bestiales apetitos, traten ahora de hacer perdurar el recuerdo de aquel a cuyo lado pudieron desenfrenar sus pasiones; me sorprende que la verdad, oculta a través de los apasionamientos, huya de la mente de los historiadores y escritores cultos, hasta el extremo de glorificar al hombre bestial.

 

Francisco Villa ante la Historia de Celia Herrera.

 

No habría sido tanta su sorpresa si hubiera podido entender por qué y cómo, por diferentes vías, se estaba armando intencionalmente una ficción. El mito villista, a juicio del historiador Pedro Vidal Siller, tiene un origen doble: por una parte, el interés de los gobernantes posrevolucionarios –desde Abelardo Rodríguez, quien financió la película hollywoodense ¡Viva Villa!, hasta personajes como el hoy encarcelado exgobernador chihuahuense César Duarte, quien basó su imagen pública en una identificación con la figura revolucionaria, pasando por Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría, que inscribieron el nombre de Villa con letras de oro en el Congreso de la Unión y trajeron a México unos supuestos restos suyos– en refrendar la vigencia de la Revolución mexicana para legitimarse mediante ella. Por otra parte, la necesidad de los desesperados (y, por ende, de muchos grupos de izquierda), de creer que en algún lugar de este México hubo alguien que peleó por los derechos del pueblo. Explica también Siller cómo la poca claridad de quién fue verdaderamente Francisco Villa, lo que pensaba, lo que pretendía y, en muchos casos, lo que hizo, permitió que se le pudieran atribuir las cualidades, los motivos y las historias que convinieran a los constructores del mito. Como ejemplo, menciona un caso en que Alberto Calzadíaz coloca a Villa entrando heroicamente en Chihuahua en 1911, montado “en una briosa yegua negra” en medio de gritos de “¡Viva Villa!”…, en un momento en que Villa no estuvo en Chihuahua –el que entró en esa ocasión fue Pascual Orozco– y dos años antes de la aparición del famoso grito.

                                                                                  Las familias de los asesinados en San Pedro de la Cueva.

 

Probablemente sea el célebre historiador austro-estadounidense Friedrich Katz, autor de la biografía más respetada de Villa, quien hiló con mayor cálculo su aportación al mito. Por ejemplo, al abordar los orígenes de su biografiado, en sólo 13 páginas emplea 42 veces expresiones como “es probable”, “tal vez”, “quizás”, “parece indicar”, cada una de las cuales abona al retrato que el autor va confeccionando, y muchas se convierten en premisas de las siguientes suposiciones, hasta que entre todas acaban por configurar, en una gran afirmación, una imagen desaforadamente hiperbólica.

Indispensable para la construcción del mito fue la aplicación del concepto de “bandido social” de Eric Hobsbawm a la figura de Doroteo Arango, alias Francisco Villa: su conversión en un Robin Hood mexicano orillado al delito por los atropellos del gobierno, los hacendados y la policía porfirista, y entregado a la defensa del pueblo. Esta invención, dogma de la historiografía filovillista, pinta a Arango como un ladrón nacido bueno, preocupado por los demás, un líder consciente de la lucha de clases que en la Revolución pudo mostrar su estatura moral, y que, aunque pasó por unos “años oscuros”, acabó sus días convertido en un manso agricultor aplicado a la construcción de un gran “proyecto social” en su hacienda de Canutillo. Esta fantasía ha alcanzado alturas inverosímiles; en el estado de Durango hay lugares donde se le reza.

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Desde muy temprano, los constructores del mito villista entendieron que les sería imprescindible lavar su rastro de sangre, la mancha de los terribles crímenes cometidos por él; labor en que participaron quienes, en efecto y como señaló Celia Herrera, buscaban justificar el haberlo acompañado durante sus hechos más espantosos, y también miembros de su entorno cercano, como algunas de sus “esposas”, que quedaron atenidas a subsistir de su condición de viudas de Francisco Villa. Se sumaron a la tarea no pocos escritores, periodistas, historiadores y políticos, que vieron –y algunos siguen viendo– en esa figura histórica desde un recipiente en el cual verter sus ideologías hasta un instrumento para medrar en sus carreras y propósitos.

 

Baudelio Uribe, el “mochaorejas” de Villa.

 

Una herramienta esencial para el lavado de los crímenes fue y sigue siendo la máxima de que la historia está escrita por los vencedores: dado que Villa perdió en la Revolución, dicen sus defensores, la historiografía oficial lo calumnió. Independientemente de que es de dudar que esa máxima tenga hoy la vigencia que tenía hace siete u ocho décadas, dadas la libertad académica y el alcance de los medios de comunicación, llama la atención que, a fuerza de repetir el estribillo de que Villa salió perjudicado por la historia oficial, sus adictos parecen no haberse percatado de que hace mucho tiempo que sus fabricaciones se convirtieron, precisamente, en la historia oficial. Hace décadas que el nombre de Villa está inscrito en el muro de honor del Congreso de la Unión.

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La operación de lavado ha incluido diversas tácticas: relativización; distracción e invención; atribución de los crímenes a un “lado oscuro”; disimulo, ocultamiento, siembra de dudas, minimización y negación de los crímenes; ataque a las víctimas y a los acusadores; descalificación como “leyenda negra”; y argumentación ad hominem. Será interesante revisarlas una por una.

El contextualizar y relativizar los crímenes permite restarles gravedad. Invocaciones típicas de esta táctica son: “Hay que pensar en la época, el contexto en que ocurrieron los hechos”; “ningún revolucionario era manso, todos mataban”; “los carrancistas también cometían atropellos”; “comparemos con la violencia de otros movimientos revolucionarios del mundo”. Veamos dos ejemplos procedentes del Pancho Villa de Katz: 1) al tener que dar cuenta de algunas de las atrocidades de su biografiado, el historiador dedica amplios espacios a señalar daños causados por los carrancistas para así sugerir que ellos eran peores, y en consecuencia Villa, por ser su enemigo, tenía mayor altura moral; 2) cuando habla de la afición de Villa a hacer mochar las orejas a sus prisioneros, afirma que era un tratamiento compasivo, porque así no los tenía que matar. He elegido ejemplos de Katz por tratarse del biógrafo más reconocido, pero la táctica es común a toda la historiografía filovillista. No sobra señalar que ningún autor, empezando por el propio Katz, puede mencionar a otro caudillo de la Revolución mexicana que haya cometido asesinatos y violaciones en masa, matado personas prendiéndoles fuego, o acribillado a prisioneros internados en un hospital de campaña, como lo hizo Villa.

 

Una herramienta esencial para el lavado de los crímenes fue y sigue siendo la máxima de que la historia está escrita por los vencedores: dado que Villa perdió en la Revolución, dicen sus defensores, la historiografía oficial lo calumnió.

 

Por otra parte, tanto lo que se sabe como lo que se ha inventado sobre el caudillo revolucionario ha servido para distraer la atención del público, para desviar su mirada lejos de los crímenes. Por ejemplo, la invención del “bandido social” distrae del hecho de que, antes de la Revolución, Doroteo Arango lo mismo asaltó a gente pobre que cometió asesinatos por encargo, o que entabló alianzas con los ricos y poderosos para comerciar con el producto de sus hurtos; hechos documentados por el historiador chihuahuense Reidezel Mendoza en la investigación de maestría que culminó en su libro Bandoleros y rebeldes.

 

Monumento a Villa intervenido por feministas. Hidalgo del Parral, marzo de 2022.

 

La identificación que se ha hecho de Villa con la Revolución, con las causas del pueblo y con la defensa de la integridad nacional lo protege de la responsabilidad sobre acciones que a ningún otro personaje de la historia de México se le perdonarían. Sus devotos ven con indiferencia que haya asesinado mujeres, arreado a sus hombres a balazos y los haya arrastrado en una empresa personalista que le costó a México centenares de miles de muertes; que haya celebrado la invasión estadounidense a Veracruz; que en Guadalajara haya salido a recorrer las calles en auto repartiendo dinero entre la gente con el evidente propósito de comprar adhesiones; que su motivo para atacar Columbus, como el propio Katz señala, haya sido provocar una intervención armada que le permitiera rehacerse a él; que haya incurrido en crímenes de lesa humanidad, e incluso, contra lo que cuentan las leyendas inventadas por sus adoradores de extrema izquierda, que haya declarado sin ambages, en una entrevista para El Universal, que la lucha de clases lo tenía sin cuidado: “Es mentira que todos podamos ser iguales [...] La sociedad, para mí, es una gran escalera, en la que hay gente hasta abajo, otros en medio y otros muy alto [...] Yo nunca pelearía por la igualdad de las clases sociales”.

Una táctica adoptada con entusiasmo por los lavadores ha sido la de atribuir los crímenes a un “lado oscuro”, lo cual de alguna manera implica que la práctica de atrocidades era ajena al espíritu de Villa y que, dado que ese “lado oscuro” sería un atributo universal, él no fue sino un hombre como todos. Si esta manera de entender su criminalidad fuera válida, habría que aceptar que actos sanguinarios como los de los asesinos en serie o matanzas como las de Tlatelolco, Aguas Blancas, Acteal, Ayotzinapa y las que actualmente vemos ocurrir con cada vez mayor frecuencia fueron cometidos por algún “lado oscuro” de personas normales.

 

El 12 de diciembre de 1916, Francisco Villa encabezó la masacre de 90 soldaderas similares a las de la imagen en la estación del ferrocaril de Camargo, Chihuahua.

 

La táctica de disimular y ocultar los crímenes, sembrar dudas sobre su comisión, minimizarlos o incluso negarlos, es de las que más lastiman a las familias de las víctimas. Los autores adictos a Villa, cuando no tienen más remedio que abordar sus abusos, típicamente evitan llamar a las cosas por su nombre. Por ejemplo, José María Jaurrieta, su secretario durante los años más violentos, para no escribir que su jefe inició la masacre de 90 soldaderas en Camargo disparando su pistola sobre una mujer que le reclamaba el asesinato de su marido, dice: “Sonó un disparo de pistola calibre 44, y la miserable viuda del pagador rodó por tierra con el cráneo destrozado, asesinada por la fatalidad”. Al abordar la violación en masa de las mujeres de Namiquipa ordenada por Villa, Katz dice: “Quería ejecutar a los miembros de la defensa social […] pero cuando los integrantes se enteraron de que los villistas se acercaban huyeron a las montañas. Villa entonces reunió a sus mujeres y dejó que sus soldados las violaran”. En Memorias de Pancho Villa, la luminosa pluma de Martín Luis Guzmán disfrazó el secuestro y violación de Concepción del Hierro –quien sufrió una semana de terror encerrada en el vagón de Villa, llorando a gritos y pidiendo compasión y auxilio– transformándola en una visita amorosa de una joven tornadiza que, después de darse gusto, lloró durante días porque extrañaba su casa. Las palabras, herramientas para el disimulo.

En la obra de Katz, los hechos y fuentes que dan una imagen negativa del biografiado con frecuencia reciben muy poco espacio o de plano pasan a las notas al final del libro. Por ejemplo, el resumen del argumento de una película hollywoodense tiene mayor extensión que la referencia a la matanza de más de ochenta personas encabezada por Villa en San Pedro de la Cueva, a fines de 1915. El asesinato de Santos Merino, de Bachíniva, a quien Villa quemó vivo, sólo encontró mención en las notas, y eso, con el propósito de sembrar dudas. En cuanto a la siembra de dudas, basta con ver cuán fácil es en la actualidad crear confusión sobre hechos que están a la vista pública para entender cómo han podido los autores filovillistas crear incertidumbre sobre la participación de Villa en sus crímenes. Katz, por ejemplo, al referirse a casos como la quema de mujeres o el asesinato de las familias de sus antiguos soldados, los tacha de probables exageraciones o hechos apócrifos.

 

Acta de defunción de Carlota Bastida, secuestrada, violada y estacada por Villa.

 

Es también común la minimización de los crímenes. Al tocar la masacre de soldaderas en Camargo, el novelista Paco Ignacio Taibo II reduce a 14 el número de mujeres asesinadas, que fueron por lo menos 90. En El águila y la serpiente, Martín Luis Guzmán, al referirse al secuestro y violación de una mujer francesa en la Ciudad de México, escribió: “Magno escándalo a ojos de unos cuantos timoratos y para gente sencilla que sabe poco del corazón femenino en general y menos todavía del femenino y francés en particular”. Los casos de minimización abundan, pero es probablemente Katz quien lleva este recurso a su mayor bajeza: después de dar cuenta de las matanzas de San Pedro de la Cueva y Camargo y la violación en masa de Namiquipa, escribe: “No sería exagerado hablar de una decadencia moral de Villa en esos años”. ¡Cómo puede importar tan poco el dolor ajeno! Cabría preguntar al historiador qué es lo que sí sería exagerado: ¿hablar de una decadencia si Villa “sólo” hubiera matado a 50 personas en San Pedro de la Cueva en vez de 80?, ¿si “únicamente” hubiera colgado ancianas en vez de quemarlas vivas?, ¿si “nada más” hubiera asesinado a 70 soldaderas en Camargo?, ¿o si “apenas” hubiera ordenado la violación de la mitad de las mujeres de Namiquipa?

 

Cubierta del libro Crímenes de Francisco Villa de Reidezel Mendoza S., publicado en 2017.

 

La negación de los crímenes en la historiografía y la literatura filovillistas es frecuente. El novelista Taibo II, por ejemplo, rechaza que Villa haya quemado a las octogenarias Celsa Caballero y Lugarda Barrio, y la historiadora Martha Rocha niega la violación en masa de Namiquipa –casos registrados por Celia Herrera en 1939 y hoy plenamente documentados por el historiador Reidezel Mendoza en Crímenes de Francisco Villa, testimonios–. Una forma de negar consiste en señalar las denuncias como parte de una supuesta “leyenda negra”. Una leyenda es por definición fantasiosa, pero si además es negra, es falsa y calumniosa; por ende, cualquier crimen que se inscriba en esa categoría debe considerarse inexistente. Allá las víctimas, allá los descendientes con sus recuerdos de la tragedia familiar, allá el decoro, la decencia.

 

En una presentación de mi libro La sangre al río en la ciudad de Durango, al abordar la violación de las mujeres de Namiquipa encabezada por Villa, me interrumpieron las palabras de un cronista local: “¡Pero él les avisó!” Me quedé mudo.

 

El ataque a las víctimas asume diferentes formas. En un proceso de despersonalización, se les ha negado humanidad degradándolas de individuos con caras, vidas, historias, familias y aspiraciones, a entes casi inexistentes, pedacería de colectivos sin nombres: “unos chinos…, unos prisioneros…, unas soldaderas…, una familia…”. Es también común que se endose a las víctimas la responsabilidad de sus propios martirios. En una presentación de mi libro La sangre al río en la ciudad de Durango, al abordar la violación de las mujeres de Namiquipa encabezada por Villa, me interrumpieron las palabras de un cronista local: “¡Pero él les avisó!” Me quedé mudo: evidentemente, a juicio de esta persona, al haber sido advertidas –no existe, por cierto, ningún dato de que eso haya ocurrido–, las mujeres fueron responsables de su desventura. Es asimismo frecuente que se acuse a las víctimas de haber hecho algo que provocó el enojo de Villa; las mujeres González, de Jiménez –madre, hijas e incluso nieta recién nacida–, por ejemplo, cargan en la historiografía filovillista con la culpa de su propio asesinato por haber herido los sentimientos de su supuesto protector. Quienes así operan, prácticamente presentan el asesino como la parte ofendida: para qué lo provocaron, si ya sabían cómo era su carácter. Esta táctica, curiosamente, no es exclusiva de los novelistas: Katz se queda a un filo de navaja de decir que la culpa del asesinato masivo de San Pedro de la Cueva fue del párroco:

Cuando Villa entró en el pueblo, ordenó que reunieran a los varones adultos y, tras mantenerlos en prisión una noche, los mandó fusilar a todos. El cura del lugar se le hincó para suplicarle clemencia y, en efecto, perdonó algunas vidas, pero le dijo al religioso que no volviera a acercársele; el cura desoyó la advertencia y se le aproximó de nuevo en demanda de piedad, ante lo cual Villa sacó la pistola y lo mató allí mismo. Sesenta y nueve habitantes del pueblo fueron fusilados […]

Dentro de esta categoría entra la costumbre de menoscabar a las víctimas para justificar las agresiones de que fueron objeto, arrogándoles supuestas faltas, como por ejemplo, haber coqueteado con Villa alguna mujer a la que violó, haberlo abandonado algún antiguo soldado, o haber pertenecido a las élites. Hace años, una señora duranguense fanática de Villa, queriendo descalificar a las Defensas Sociales que se formaron para defender a las poblaciones norteñas de las incursiones villistas, me espetó con desprecio: “Eran los comerciantes adinerados”. Tampoco entonces tuve palabras para responder: ella y su marido eran comerciantes adinerados.

Relacionada con la táctica anterior, quizá la más socorrida para exculpar a Villa –y para descalificar a quienes hemos impedido que sus crímenes se olviden– sea la de recurrir a argumentos ad hominem, falacias consistentes en atribuir falsedad a una afirmación arguyendo características de quien la formula, así sean supuestas. Como pruebas contra la comisión de los crímenes, o por lo menos como atenuantes de su gravedad, se menciona la postura política de quien los pone sobre la mesa, su historia personal, su religión, su relación familiar con las víctimas, etcétera. Particularmente común es que quien recuerda un crimen del personaje sea acusado de pertenecer a la derecha, dado que el mito reza que el personaje fue un paladín de las causas de izquierda, una especie de intuitivo bolchevique tropical. Los argumentos ad hominem llegan a desembocar en insultos y amenazas, en ocasiones incluso de muerte.

Al final, de lo que se ha tratado es de intentar por todos los medios descalificar y tapar la boca a quien recuerde la violencia villista, de señalarlo como si creara un problema, al punto de no sólo querer que calle, sino incluso que desaparezca. Durante su perseverante actividad de denuncia a lo largo de casi sesenta años, Celia Herrera enfrentó incontables ataques; hoy somos otros quienes mantenemos vivo el recuerdo, pero los ataques y las descalificaciones siguen siendo los mismos.

 

Caricatura de Herb Roth en The New York Herald Tribune Magazine al difundirse en Estados Unidos las noticias de los asesinatos de mujeres arrojadas a la hoguera por orden de Francisco Villa.

 

El problema para los lavadores es que los datos y los testimonios están ya no sólo incontestablemente documentados –no pocos comentaristas han mencionado en sus programas y columnas la labor de investigación de Reidezel Mendoza, cristalizada en su libro Crímenes de Francisco Villa–, sino cada vez más presentes en la conciencia colectiva: para millones y millones de mexicanos está claro que Francisco Villa fue un criminal como pocos en la historia.

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Hay numerosos hechos de la vida de Doroteo Arango, alias Francisco Villa, desde su infancia hasta sus últimos días, que lo dibujan como psicópata típico: mentiras, delitos, carencia de empatía y de respeto por la vida humana, simulación, sentimientos fingidos, impulsividad, violencia –incluida la sexual–, crueldad, deslealtad, ausencia de remordimiento, narcisismo, soberbia, necesidad de excitación y poder, personificación en instituciones y causas (él fue la División del Norte, él fue la Revolución, élfue la Patria), maquinación incesante, eficacia, talento para inspirar fascinación… No haría falta, sin embargo, revisar cada uno de esos aspectos: el sadismo de sus crímenes bastaría para que la psiquiatría lo caracterizara como psicópata. Así, el colgamiento de los jóvenes Antonio y Abraham Mariñelarena en San José del Sitio, Chihuahua, después del cual Villa exigió a la madre, que había presenciado el martirio de sus hijos, que sacara mesas y le sirviera de comer. Así, la muerte por fuego de las ancianas Lugarda Barrio en Satevó, Celsa Caballero en Jiménez y Luz Portillo viuda de García en Ciénega de Olivos –esta última junto con su nieta Luz García, en una noche de pesadilla en que el ganado, según relatan quienes aún recuerdan, estuvo mugiendo por el olor a carne quemada–. Así el asesinato, cuando ya Villa era un supuesto manso agricultor en su hacienda de Canutillo, de su “esposa” María Arreola, relatado por Soledad Seáñez, otra “esposa” a quien Villa obligó a hacerse cargo del hijo de la asesinada: “No faltó quien me informara que entre el mismo general y uno de sus soldados de nombre Ramón Contreras habían matado, quemándola con petróleo, a la mencionada señora Arreola”.

La octagenaria Lugarda Barrio murió quemada por Villa por reclamarle el asesinato de su nieto.

 

Un día a principios de los años veinte del siglo pasado, llevados a Canutillo por órdenes de Francisco Villa para atender un parto entre sus mujeres, el doctor Ernesto Herfter y la enfermera Soledad Pastrano se encontraron, horrorizados, en posición de espectadores de un monólogo que más tarde relataron en Parral: mientras esperaban el nacimiento, Villa se jactó, como si estuviera hablando de sus cosechas, del número de personas que había matado: “Yo soy muy fuerte; yo con la mano derecha he levantado cien mil seseras humanas, y no cuento las que he levantado con la izquierda, porque también con la izquierda sé manejar la pistola”. Un recorrido por los crímenes que se le conocen sólo puede conducir a la conclusión de que, al decir esto, Villa estaba siendo transparente. El psicólogo canadiense Robert D. Hare, especialista en el tema de la psicopatía, cita una frase del psicópata asesino en la serie estadounidense Ted Bundy: “¿Qué es una persona menos en la faz del planeta?”.

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Hay, pues, bases sólidas para pensar que Francisco Villa fue psicópata. Sin embargo, no es este el lugar para enzarzarse en diagnósticos –como tampoco para hablar de hechos de su historial otros que sus terribles crímenes–. Por ello, me limitaré a caracterizarlo “así, como era él” para tratar de dar una idea de lo que significó, para la gente que no buscaba otra cosa que recuperar la normalidad de su vida después del huracán revolucionario, que un individuo tal se le atravesara en el camino.

En la ya mencionada segunda edición de Francisco Villa ante la Historia, Celia Herrera escribió:

La vida en el estado de Chihuahua por años fue de constante zozobra, de tensión nerviosa, esperando siempre, y siempre temiendo que Francisco Villa se acercara. Las poblaciones a merced de las chusmas que lo siguen, a merced de sus venganzas y de sus represalias. La más pequeña alarma hace que los aterrorizados habitantes se encierren y que por las noches no sintiéndose tranquilas las familias en sus propias casas, acudan a las de otras en busca de refugio. Nadie sale, casi no se atreven a hablar. Talleres, minas, todo abandonado, poblaciones incomunicadas constantemente, asaltos a trenes. La asistencia a las escuelas es casi nula, las madres, acudiendo presurosamente en busca de sus hijos a la más leve inquietud, y el terror pintado en los semblantes de todos los niños que huyen despavoridos en todas direcciones […]

 

"El señor Pancho Villa no vacilaba en cometer delitos sin que nadie lo contradijera", aseguraba Soledad Seañez, la mujer a la que obligaron a casarse con él. Cabezal del artículo “Bajo una 'terrible presión' obligaron a mujer a casarse con Pancho Villa“, publicado en El Sol de Parral el 7 de abril de 2022.

 

En mi libro La sangre al río especulé sobre lo que pueden haber sentido las mujeres de Namiquipa, arrastradas a un corralón para ser multitudinariamente violadas; sobre lo que significó para la gente de Parral el verse secuestrada, torturada, robada, forzada a pagar rescates; para las familias, el tener que enfrentar la pobreza cargando con el dolor de haber perdido al padre, a la madre, a los hermanos o a los hijos a manos de Francisco Villa. Un ejercicio de imaginación similar permitiría al lector captar en toda su magnitud la tragedia de las familias norteñas, expuestas a los caprichos de aquel individuo, así como era él. Podría el lector cerrar los ojos y pintarse la vida cotidiana en San Pedro de la Cueva antes de que Villa llegara a matar a casi ochenta varones de trece familias y a dejar al pueblo hundido en el dolor y la miseria porque, así como era él, se había molestado. O bien imaginar a los pobladores de San José del Sitio entregados a sus actividades horas antes de verse obligados a abandonar su pueblo porque Villa, después de colgar a cerca de treinta vecinos –entre ellos, los ya mencionados hermanos Mariñelarena–, amenazaría al resto con quemarlos si no se largaban, así como era él. O representarse a las 90 soldaderas, en la estación del tren de Camargo, cocinando en sus comales, atendiendo a sus hijos, o simplemente entregadas al ocio, ignorantes de que pocas horas después sus cadáveres yacerían ametrallados porque Villa se había enojado, así como era él. O a la octogenaria Lugarda Barrio, el 23 de agosto de 1916, dedicada a la atención de su tienda, sus viñas y su casa, ignorando que al día siguiente Villa, así como era él, mataría a su nieto a balazos y a ella la quemaría en vida. Preguntarse sobre los movimientos y la conversación de la familia Jurado Ángel durante el desayuno de la mañana de julio de 1916, media hora antes de que unos esbirros los interrumpieran y se llevaran al padre, a quien al día siguiente haría fusilar Villa, así como era él, frente a su hijo de 12 años, debido a que el señor Jurado se había negado a cederle la propiedad de su hacienda. Tratar de imaginar dónde estaban y que hacían los residentes del rancho de San Antonio de la Cueva antes de que Francisco Villa, así como era él, se acomodara en una silla y fuera decidiendo a qué vecino se colgaba y a cuál se le permitía vivir. Imaginarlos a todos ellos, con sus caras, sus voces, sus rutinas, en las horas previas a ser torturados y muertos por Villa, así como era él.

De los crímenes espantosos registrados por Celia Herrera, el historiador Reidezel Mendoza documentó, con archivos parroquiales y de registros civiles, notas periodísticas y testimonios de otras fuentes, 50 casos en los que perdieron la vida alrededor de 1500 personas. Estremece imaginar lo que sabríamos si se documentaran todas las muertes causadas por Francisco Villa en su carrera depredadora.

Se calcula que en el genocidio ruandés de 1994 perecieron entre 800 000 y 1 000 000 de personas; que 400 000 niños quedaron huérfanos; y que 49% de las familias quedaron bajo la responsabilidad de menores de 15 años y 34% de los hogares bajo la de mujeres viudas. Cualquiera que haya sido el número de muertes causadas directamente por ese personaje al que este año rinde honores el Gobierno, así no hayan llegado a las más de 100 000 que él mismo declaró, México debe preguntarse cuántos hogares quedaron a cargo de viudas y niños, cuántas vocaciones se perdieron en la orfandad por causa de su violencia.

Hace un siglo no existía el Estatuto de Roma. La gente no tenía las designaciones precisas para algunas de las atrocidades a las que fue sometida por Francisco Villa, pero hoy no se puede eludir la responsabilidad de llamarlas como lo que fueron: crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad, genocidio. No otra cosa fue el quemar mujeres vivas, el arrear a sus soldados a punta de balazos, el asesinar a los prisioneros heridos que se hallaban en un hospital militar en Chihuahua, el echar por delante de sus tropas a los hombres que no habían alcanzado armas para que sirvieran de escudo a los que sí las tenían, el ordenar la violación de todas las mujeres de un pueblo para vengarse de los hombres, o el exterminar por causa de su raza a cuantos chinos caían en sus manos. Crímenes de lesa humanidad perpetrados por Doroteo Arango alias Francisco Villa, así, como era él.

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Al inicio de este artículo propuse reflexionar sobre lo que significa el homenaje que este año rinde el Gobierno de México al hombre que dejó tal estela de daños. En diciembre de 2015, San Pedro de la Cueva conmemoró el centenario de la masacre de sus ancestros. Una sociedad evolucionada habría asumido la conmemoración como obligación nacional, pero en México las autoridades y los medios apenas respondieron, y los historiadores adictos a Villa guardaron un silencio indigno; los sampedrinos tienen que haberse sentido cuando menos desatendidos al ver que el acto no alcanzaba más difusión que la de algunas redes sociales. Hoy se tienen que sentir agraviados al ver el desprecio del Gobierno por la memoria de las víctimas. Sin embargo, los promotores del homenaje actual, sin calcularlo, han amplificado la voz de los sampedrinos, como las de muchos más que no permitimos el olvido: descendientes, historiadores, autores, periodistas, comentaristas políticos. Los historiadores y los políticos filovillistas, empeñados en honrar a su ídolo encubriendo sus terribles crímenes, acabaron por encerrarse con su mito dentro de una burbuja.

El “año de Francisco Villa” debe ser el marco para que la sociedad mexicana piense en el sufrimiento que la nación se habría ahorrado sin el paso de ese personaje por su historia. En 2023 deberíamos ver la creación de una comisión de la verdad que estudiara los crímenes de Villa con miras a retirar su nombre del muro de honor del Congreso de la Unión –o, de lo contrario, hacerlo rodear por los de sus millares de víctimas.

Raúl Herrera Márquez es autor de La sangre al río, la pugna ignorada entre Maclovio Herrera y Francisco Villa (México: Tusquets, 2014).

Ilustraciones: cortesía de Reidezel Mendoza Soriano.



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