Giovanni Paisiello de Louise Élisabeth Vigée Le Bruen, óleo sobre lienzo, 1791, Palacio de Versalles, París.
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Historia

El músico del emperador

La música siempre ha acompañado a los imperios y esta perdura aunque los regímenes perezcan. La Misa y Te Deum, compuestas por Giovanni Paisiello para la suntuosa coronación imperial de Napoleón Bonaparte, evocan la sencillez del clasicismo vienés.


Por Fernando Álvarez del Castillo

Una de las ceremonias más lustrosas de cuantas se han celebrado en la catedral de Notre Dame de París ha sido, sin duda, la coronación de Napoleón. Los muros de la catedral, testigos mudos, no pueden contarnos lo que pasó en esa ocasión, pero hay muchos testimonios de un acontecimiento tan importante para la historia, que nos ayudan a imaginarlo y reavivar con ello nuestra admiración por uno de los edificios más emblemáticos del planeta.

Si alguien tuviera que contestar un cuestionario acerca del compositor o los compositores que escribieron las siguientes obras, tendría a la mano dos respuestas y, desde luego, las dos serían igualmente correctas: ¿Quién escribió El barbero de Sevilla?: Gioachino Rossini; ¿y La grotta di Trofonio?: Antonio Salieri; ¿y Don Quijote?: Jules Massenet; ¿y La serva padrona?: Giovanni Battista Pergolesi, y ¿Nina o la loca por amor?: Nicolas-Marie d’Alayrac; ¿y Montezuma?: Carl Heinrich Graun; ¿y Artajerjes?: Thomas Arne; ¿y El mundo de la luna?: Joseph Haydn; ¿y el Catone in Utica?: Antonio Vivaldi; ¿y la Didone abbandonata?: Niccolò Jommelli. Todas estas respuestas son efectivamente correctas, pero no son las únicas, pues estos y muchos otros títulos podríamos encontrarlos entre la producción de más de cien óperas del muy célebre en su tiempo y ahora poco reconocido, Giovanni Paisiello.

Paisello fue el músico favorito de los déspotas más notables de su tiempo, pero ello no fue impedimento para que permaneciera fiel a sus ideales políticos y musicales.

Paisiello, quien nació en el reino de Nápoles en 1740 y murió en 1816, llegó a escribir hasta cuatro óperas en un año, y aunque tal vez en ocasiones se vio forzado a componer en serie para cumplir sus compromisos con la aristocracia, esta difícilmente habría aceptado un artista menos eficiente.

Fue el músico favorito de los déspotas más notables de su tiempo, Catalina II de Rusia y Napoleón Bonaparte, pero ello no fue impedimento para que permaneciera fiel a sus ideales políticos y musicales, sin duda una excepción. En compensación, cuando los Borbones regresaron a Nápoles, Paisiello cayó en desgracia y murió en la pobreza a pesar del gran éxito que siempre alcanzaron sus óperas entre el público. Y ¿cuál era la opinión de la crítica y de los expertos de su tiempo? “En sus oberturas pululan ideas originales y graciosas y sus arias son muy agradables y fuera de lo común”. Así calificó Charles Bumey, padre de la musicología moderna, las obras de Paisiello, cuando este aún no cumplía 30 años. Bien podría pensarse que esta música se asemejaría a las composiciones de tipo galante, polveadas, maquilladas, perfumadas de, por ejemplo, Domenico Cimarosa..., pero más bien “reproduce con sencillez la gracia inocente de la prosa de Jean de La Fontaine”, en palabras de Stendhal, quien lo tenía entre sus favoritos.

Además de la guerra, Napoleón gustaba de otro arte: la música. A un hijo de la Revolución francesa como él, le agradaba que este arte encendiera el corazón de los ciudadanos patriotas y como jefe de Estado deseaba que cantara su gloria.

Además de la guerra, Napoleón gustaba de otro arte: la música. A un hijo de la Revolución francesa como él, le agradaba que este arte encendiera el corazón de los ciudadanos patriotas y como jefe de Estado deseaba que cantara su gloria. Pero su sinceridad no puede ser negada. De la época del Clisson et Eugénie, la novela corta que el joven Bonaparte escribió en 1791 para Désirée Clary, hasta sus últimas palabras en Santa Elena 30 años después, hay numerosas referencias que atestiguan su amor por la música. También se sabe que en su gusto musical prevaleció su origen tirreno: prefería sobre todo la música vocal y cuando evocaba las grandes disputas musicales como la “querella de los bufones” o el conflicto entre gluckistas y puccinistas, se declaraba enfáticamente del lado de los italianos.

Paisiello, que había logrado en toda Europa un renombre justificado como compositor de óperas, era el representante mismo del estilo ligero y gracioso que encantaba a Bonaparte.

Giovanni Paisiello de Louise Élisabeth Vigée Le Bruen, óleo sobre lienzo, 1791, Palacio de Versalles, París.
Retrato de Napoleón con su investidura imperial de Jacques-Louis David, óleo sobre lienzo, 1805, Palacio de las Bellas Artes, París.

En materia musical, como en muchas otras cosas, los defensores y detractores de Napoleón han forzado la verdad. Algunos lo describen como un músico casi profesional, incluso capacitado para dirigir una orquesta. Mentira: era un aficionado de buen nivel, melómano más que músico, no sabía leer las notas. Otros han afirmado que sólo era sensible a las arias fáciles e insípidas de Nicola Antonio Zingarelli. Otra mentira: Napoleón amaba la música de Wolfgang Amadeus Mozart: el Don Giovanni y La flauta mágica; de Haydn, La creación; y la música de compositores como Étienne Nicolas Méhul, François-Joseph Gossec, Jean-François Le Sueur, André Ernest Modeste Grétry, François-Adrien Boïeldieu, Domenico Cimarosa, Gaspare Spontini y Giovanni Paisiello, su favorito desde la infancia.

Paisiello, que había logrado en toda Europa un renombre justificado como compositor de óperas, era el representante mismo de este estilo ligero y gracioso que encantaba a Bonaparte. Durante sus campañas por Italia como general, había asistido a las representaciones de sus óperas y conocía de memoria arias del Barbero de Sevilla, de la Nina y de la Molinera. Incluso en 1797, cuando convocó a un concurso para componer una oda fúnebre en honor del general Louis Lazare Hoche, fue Paisiello quien salió triunfador por encima de Luigi Cherubini, a quien el general consideraba muy cercano al estilo de Christoph Willibald Gluck. En 1801, ya como Primer Cónsul, hizo venir a Paisiello de Nápoles y le ofreció todo lo que deseara: la dirección del teatro de la Ópera de París, el Conservatorio Nacional de Música y la maestría de capilla en el palacio de Saint-Cloud. Pero el compositor, a la sazón de 61 años, prefirió la gloria que el riesgo. Prudentemente rechazó la Ópera y el conservatorio y se quedó con la capilla. De hecho, después de los años revolucionarios del culto a la “diosa razón” y al “Ser Supremo”, era menester primeramente reorganizar una verdadera capilla con base en el inevitable modelo de la monarquía. Para el ordinario de la misa y siendo Francia (teóricamente y hasta el 2 de diciembre de 1804) una república, bastaba con sustituir el Salve fac regem (“Dios salve al rey”) por una Oratio pro Republica (“Plegaria por la República”).

Bonaparte dejó a Paisiello partir durante el otoño de 1804, pero él soñaba ya desde ese momento con la ceremonia del 2 de diciembre próximo en la catedral de Notre Dame. Así que le comisionó la composición de la Misa y del Te Deum para su coronación.

Como maestro de capilla, Paisiello percibía un sueldo de 12 000 francos, más 6000 de gratificación y 4800 para gastos, además de tener a su disposición un carruaje de la corte. Su sueldo anual era de unas 120 000 libras esterlinas. En un principio la capilla de Napoleón era pequeña: 8 cantantes y 27 instrumentistas, pero con el tiempo creció. Transferida al palacio de Las Tullerías en 1806, contaba a la caída del imperio con más de 104 miembros, entre los que se encontraba como primer violín Rodolphe Kreutzer (recordado por sus métodos para este instrumento y por la sonata que le dedicó Ludwig van Beethoven). Para la capilla de Saint-Cloud, Paisiello escribió 16 motetes y una misa pastoral. Sin embargo no dejó de componer óperas y desgraciadamente algunos compositores franceses –Méhul a la cabeza–, celosos del éxito de un rival extranjero, montaron una maquinación en su contra e hicieron fracasar su nueva ópera, Proserpina. Decepcionado y cansado de tantas intrigas, apenas dos años después de su arribo a Francia, Paisiello solicitó al Primer Cónsul permiso para regresar a su natal Nápoles. Argumentó que un cambio era vital para que mejorara la precaria salud de su esposa, pretexto que también había utilizado anteriormente para abandonar San Petersburgo. Bonaparte le dejó partir durante el otoño de 1804, pero él soñaba ya desde ese momento con la ceremonia del 2 de diciembre próximo en la catedral de Notre Dame. Así que comisionó al músico que tanto admiraba, la composición de la Misa y del Te Deum para su coronación. Paisiello se puso de inmediato a trabajar, pero no estuvo presente en la ceremonia, pues para ese día ya había partido.

La catedral de Notre Dame junto al río Sena, litografía, 1750.
La catedral de Notre Dame junto al río Sena, litografía, 1750.

Su sucesor al frente de la capilla de Las Tullerías fue Françoise Le Sueur, quien dirigió toda la parte musical de la coronación. Por su parte, Paisiello no olvidó a Napoleón, al que había servido cuando aún era Bonaparte, y le enviaba cada año, especialmente escrita para la fiesta del emperador, una pieza de música sacra. Un contemporáneo escribió: “Realmente fue una de las conquistas más afortunadas del Primer Cónsul”. Es lamentable que Napoleón no se hubiera limitado a victorias de este género.

El día de la coronación, un coro doble fue colocado a cierta distancia entre sí en la catedral con lo que se creaba un efecto estereofónico. Un tercer conjunto, una banda militar de metales y percusiones, colocada en la tribuna de los órganos, donde su sonido retumbó por toda la inmensa bóveda, intervino en dos ocasiones: una en la plegaria final de la misa, el Domine, salvum fac imperatorem nostrum Napoleonem, y la otra en el número 6 del Te Deum, Domine, salvum fac populum tuum. A pesar de haber dos coros y dos orquestas, Paisiello escribe estas obras con sencillez. Claramente, la estética pertenece al último período del clasicismo vienés, más que al romanticismo, cuyas primeras manifestaciones –musicalmente hablando– aparecieron en Francia a partir de 1800.

A pesar de haber dos coros y dos orquestas, Paisiello escribe estas obras con sencillez. Claramente, la estética pertenece al último período del clasicismo vienés, más que al romanticismo, cuyas primeras manifestaciones –musicalmente hablando– aparecieron en Francia a partir  de 1800.

De vuelta de la Consagración, Napoleón llega al Hotel de Ville, París, 1805 (pluma y tinta negra y gris lavado y grafito sobre papel). Jacques Louis David.

De vuelta de la Consagración, Napoleón llega al Hotel de Ville, París, 1805 (pluma y tinta negra y gris lavado y grafito sobre papel). Jacques Louis David.

Compositor de teatro, acostumbrado a complacer mediante el encanto y la delicadeza de la línea melódica, Paisiello no adopta otro estilo en el momento de escribir para la Iglesia. Algunos quedaron sorprendidos por sus composiciones que precisamente les parecieron a veces un poco teatrales. Se podría pensar que las vocalizaciones de la soprano quedarían mejor colocadas en una escena para probar el valor de la voz de una prima donna que en una iglesia para alabar al Señor. Pero este estilo religioso muy particular no resultaba ofensivo en la época, algunas misas de Mozart, contemporáneo y admirador de Paisiello, presentan eventualmente estas características y las fronteras entre el estilo profano y el religioso tienden frecuentemente a perderse.

El profesor Jean Mongrédien descubrió la colección de partituras que contiene la música que se compuso para la coronación de Napoleón I; las halló debajo de una cantidad enorme de polvo en el ático del conservatorio de París en 1965. Resulta sorprendente que estuvieran manuscritas y que el emperador no hubiera ordenado su impresión, dado lo ansioso que estaba por registrar el suceso histórico para la posteridad. La restauración de la Coronación del Emperador Napoleón y la Emperatriz Josefina – título original de Paisiello– es un logro por sí mismo, pues en su forma original los manuscritos resultaban ilegibles y por ello fue necesario transcribirlos, labor que llevó más de dos años.

A pesar de la imponente pintura de Jacques-Louis David que recoge uno de los momentos más singulares de la ceremonia –Napoleón coronando a Josefina– y de la interesante iconografía alrededor de la ceremonia, así como los numerosos relatos y crónicas que se conservan sobre la coronación, siempre le había faltado algo a esta historia. La música arroja luz sobre los protocolos y las distintas secuencias. La entrada del Papa, la de la pareja imperial, la presentación de la espada, la coronación… Todo ello se convierte en un símbolo cuyo objetivo primordial era causar una reacción emocional en la audiencia. No bastaba simplemente con la representación teatral y litúrgica. Pero más allá de su belleza intrínseca, no se debe perder de vista que fue música compuesta para servir funcionalmente en un evento del nuevo imperio y el inicio del muy revolucionario siglo XIX. Treinta años antes de Hector Berlioz, el efecto resultó impactante. Los regímenes políticos, sus protagonistas y sus ambiciones son siempre perecederos, pero las obras maestras que los han acompañado y que han servido para enmarcar su paso efímero por el mundo no mueren jamás, seguramente por ello conviene más arte y menos pompa.

El profesor Jean Mongrédien descubrió la colección de partituras que contiene la música que se compuso para la coronación de Napoleón I; las halló debajo de una cantidad enorme de polvo en el ático del conservatorio de París en 1965.

El fasto imperial

“Desde las seis de la mañana –narra la crónica del periódico Le Journal des Arts– el estruendo de los cañones y el tañido de las campanas no han cesado de anunciar la ceremonia. No había acabado de amanecer cuando ya las calles estaban inundadas de numerosos espectadores. A las ocho los miembros de las diferentes clases del Estado se han reunido en Nuestra Señora y han sido conducidos por los maestros de ceremonias a los lugares que les estaban asignados. La avenida Bonaparte, enteramente terminada, ha sido atravesada por vez primera por el cortejo del Cuerpo Legislativo. A las nueve el Papa ha salido de Las Tullerías en una magnífica carroza tirada por nueve caballos grises y sobre la imperial se destaca una tiara de oro con los atributos del papado. Un eclesiástico montado en una mula lleva una cruz bermeja delante de Su Santidad, quien ha llegado a la catedral de Notre Dame a las diez y media, precedido de los cardenales y de los arzobispos de Francia, del capítulo de Nuestra Señora y los párrocos de París. A su llegada a la catedral, el Papa es recibido con el motete Tu es Petrus (dirigido y compuesto para la ocasión por Le Sueur). Ha transcurrido más de hora y media entre la llegada del Papa y la del emperador. Durante este tiempo Pío VII ha permanecido sentado en su trono en actitud meditativa, seguramente de las cosas del cielo y en pro del bienestar terreno.

”A las once en punto, las salvas de artillería han anunciado la partida de Sus Majestades Imperiales de Las Tullerías. Van en un carruaje deslumbrante tirado por ocho caballos color Isabela ricamente ornamentados. Sobre la imperial del coche se ve una corona de oro sostenida por cuatro águilas con las alas desplegadas. Este carruaje, notable por su elegancia, riqueza y pinturas que lo adornan, llama la atención tanto como el cortejo, cuya magnificencia es apoteótica. Imaginemos siete u ocho mil hombres de caballería con el más bello uniforme, mezclados con grupos de músicos desfilando entre dos hileras continuas de infantería de más de media legua de largo; añádase a ello numerosos carruajes, la belleza de las cabalgaduras, el concurso de cuatrocientos o quinientos mil espectadores y apenas tendremos una idea limitada del golpe visual que ofrecía la marcha del cortejo. El tiempo era mejor de lo que se podía esperar en un día de invierno: una ligera niebla que se asentó por la mañana se alcanzó a disipar; el mismo sol, atravesando espesas nubes, iluminaba con sus rayos la llegada del emperador al arzobispado. Los habitantes de las calles por donde pasaron Sus Majestades habían decorado la fachada de sus casas con colgaduras, adornos de papel y algunos con guirnaldas de ramas de tejo; muchas tiendas del barrio de los orfebres estaban adornadas con festones de flores artificiales. Su Majestad fue recibido con aclamaciones del pueblo por todas partes, a las que respondía con una mirada benévola y un saludo afectuoso.

”Llegado el mediodía, el emperador se revistió de los ornamentos imperiales en el arzobispado y a la una menos cuarto Sus Majestades se dirigieron a la catedral por la galería de madera que conduce al vestíbulo que representa el de San Pedro en Roma. Llegados Sus Majestades ante el altar, Su Santidad entona el Veni Creator. La unción real y las demás ceremonias han tenido lugar en la forma anunciada. Antes del gradual, Sus Majestades han atravesado la nave con todo el cortejo imperial para llegar hasta su trono. Después Su Santidad ha subido con todo el aparato de su dignidad. Es imposible describir el efecto de una reunión de tantos notables. Cuando el Papa hubo entronizado al emperador y pronunciado las palabras Vivat imperator in aeternum, las bóvedas de la catedral han retumbado con los gritos de “¡Viva el emperador! ¡Viva la emperatriz!” “¡Que el Cielo conserve eternamente su estirpe”. Veinte mil personas, llevadas por la calidez de la devoción a Sus Majestades Imperiales hicieron que las bóvedas del templo resonaran.”

Fiesta de la consagración y coronación de Sus Majestades Imperiales, 2 de diciembre de 1804, litografía por Dorgez.

Fiesta de la consagración y coronación de Sus Majestades Imperiales, 2 de diciembre de 1804, litografía por Dorgez.

El propio testigo periodístico establece una comparación entre esos momentos solemnes y las grandes celebraciones legendarias de principios de la Edad Media: “La ceremonia hace evocar al antiguo héroe de Galia, Carlomagno, quien en medio de las aclamaciones de su majestuoso coro de bardos era ensalzado por las bendiciones de su pueblo”. Tal parece que muy poco ha cambiado en el milenio que separa a un emperador del otro…

“Después de la misa –continúa la crónica–, que ha terminado a las tres, Su Eminencia el cardenal Fesch, Gran Limosnero de Francia, presenta al emperador el libro de los Evangelios, Su Majestad pronuncia el juramento imperial desde el trono, con una voz tan firme y estentórea, que sus palabras alcanzan a ser oídas por todos los asistentes, sobre todo aquellas en que promete emplear todo su poder “por la dicha y la gloria de los franceses”. Desde este instante se han renovado las aclamaciones de ¡Viva el emperador!. Luego se cantó el Te Deum. Sus Majestades han salido de la iglesia con el mismo aparato con el que entraron. El Papa ha permanecido cosa de un cuarto de hora, orando, después de la salida de Sus Majestades y cuando Su Santidad se ha levantado para marcharse, una aclamación universal de ‘¡Viva el Santo Padre!’ lo ha acompañado”.

La consagración de Napoleón (Le sacre de Napoléon) de Jacques-Louis David, óleo sobre lienzo, 1805–1807, Museo del Louvre, París.

La consagración de Napoleón (Le sacre de Napoléon) de Jacques-Louis David, óleo sobre lienzo, 1805–1807, Museo del Louvre, París.

Jura de la Constitución de Pierre-François-Léonard Fontaine, litografía. Fuente: © Fondation Napoléon.

Jura de la Constitución de Pierre-François-Léonard Fontaine, litografía. Fuente: © Fondation Napoléon.

”Son ya más de las tres de la tarde del 2 de diciembre de 1804, cuando una descarga de artillería anuncia a las multitudes que se arremolinan en el atrio de la catedral de Notre Dame de París, que la magnífica ceremonia de coronación de Napoleón como emperador ha concluido. Es Josefina la primera que, bajo el palio sostenido por canónigos, se dirige hacia el pórtico. Sus oficiales de alto rango la preceden portando sus insignias; las damas de compañía la siguen llevando el magnífico manto, (que las hermanas de Napoleón se negaron a cargar). El emperador, con la cabeza laureada en oro, recibe el cetro de Cambacérès, su archicanciller, y la “mano de la justicia”, de Lebrun, su architesorero. Abandona lentamente su trono descendiendo con majestad los 24 escalones para luego tomar su lugar bajo el palio. Los siete grandes oficiales llevan sus insignias, se colocan en sus lugares delante de él, mientras los príncipes y dignatarios levantan la cola de su manto imperial, hecho de terciopelo púrpura, tachonado de abejas de oro y bordeado de armiño. Nuevamente con los acordes del Te Deum, esta majestuosa procesión sigue a la emperatriz, quien al llegar al pórtico se da vuelta a la derecha y toma por el corredor a lo largo del muro exterior de la catedral. Cubierto de pizarra y adornado de gobelinos, este pasillo conduce al palacio arzobispal situado al este de la cabecera del templo. Al arribar a sus salones, el emperador y la emperatriz se despojan de los pesados ornamentos con la ayuda de sus caballeros y damas y de compañía y aprovechan el momento para descansar por unos instantes. Luego se aprestan para recibir las felicitaciones de los miembros de la familia y el homenaje que les rinden los grandes dignatarios. El fuego, que arde alegremente en la chimenea, proporciona un muy necesario calor después de la extenuante ceremonia.”

Hasta aquí la crónica del Le Journal des Arts.

Referencias bibliográficas:

Dumesnil, René, Historia del teatro lírico, Barcelona: Vergara, 1957.

Ramona, Guy, Messe du sacre Napoleón [CD], Festival La Chaise-Dieu, Austria: Koch International Classics, 1995.

The new Grove dictionary of music and musicians, ed. de Stanley Sadie, vol. 14, Londres: MacMillan P. L., 1980.

 



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