Cuentan que un tal Humboldt, director de la editorial francesa Ollendorff, rechazó el manuscrito de Por el camino de Swann con el alegato de que él no podía entender que “un cuate necesitara treinta páginas para describir cómo cada noche se revuelve en la cama antes de poderse dormir”; por su parte, el dictamen emitido por la Nouvelle Revue Française, si bien más serio y formal, no resultó ser menos tajante: “Imposible publicar un texto tan largo y tan diferente de lo que el público está acostumbrado a leer”.
Tan largo y tan diferente de lo que el público está acostumbrado a leer: he ahí la clave. Desde antes de abrir el libro (¿los libros?), Proust nos enfrenta a un problema de lectura: ¿cómo leerlo?, ¿por dónde abordarlo?, ¿se trata acaso de otra gran Comedia humana, a la Balzac, siete “novelas” por las que circulan libremente los más variados personajes, y, por lo tanto, podría uno empezar a leer cualquiera de ellas?
Una vez comenzada la lectura, el lector procederá, entusiasmado o hastiado, por el camino de la ambivalencia y la indecisión: ¿se tratará de una novela con larguísimas digresiones ensayísticas?, o bien, ¿será este un interminable ensayo filosófico, psicológico y sociológico con ilustraciones narrativas? ¿A quién habríamos de situar en el horizonte de nuestras expectativas de lectura, a Balzac y a Flaubert, al Duque de Saint-Simon y a Montaigne, o incluso al Rousseau de las Confesiones? ¿O tal vez a todos? ¿Por qué a veces tenemos la sensación de que pasa mucho tiempo sin que “pase” nada en esta monumental “novela”? Y no sabemos qué hacer con tantas y tan largas descripciones, considerando que el lector de novelas está más o menos acostumbrado a leerlas rápidamente, incluso a saltárselas, para poder seguir, precipitadamente, por la pendiente de la acción en la que se ha ido involucrando; considerando, asimismo, que se trata de un mundo de seres, objetos y paisajes, frente a los cuales estamos obligados a detenernos, a sumergirnos en ellos hasta que se dé el milagro de la revelación, no sólo del otro sino de nosotros mismos. Y es que, tal y como nos lo advierte el narrador en El tiempo recobrado, en realidad cada lector es, al leer, lector de sí mismo: “Pues no serían, según yo mis lectores, sino los propios lectores de sí mismos”.
¿No será entonces un gran libro de poemas en prosa?, ¿un espejo, incluso una suerte de “autorretrato del lector en espejo convexo”–para deformar, parafraseándolos, a John Ashbery y al Parmigianino mismo?
Los siete libros no son independientes entre sí, ni se pueden leer como “novelas” autónomas; se trata de una sola concepción novelística, unificada no sólo por la sensibilidad del “buscador”, sino por el gran cronista de la sociedad francesa de su tiempo.
Así pues, estamos frente a una suerte de “espejeo” genérico. Algunos rasgos, como el de la búsqueda de la vocación, nos sugieren la novela de formación (Bildungsroman), cuyos grandes paradigmas son, desde luego, Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister de Goethe, y el Retrato del artista adolescente de Joyce. En Proust, sin embargo, esta línea narrativa es intermitente, constantemente interrumpida por la gran proyección de una crítica social aguda. Por otra parte, durante mucho tiempo se consideró esta obra como un roman-fleuve (novelón), debido a su extensión desmesurada: siete libros. No obstante, lo que define al roman-fleuve no es solamente la extensión, sino que la serie de novelas constituya la saga de una familia o de una comunidad; novelas que, en su conjunto, propongan una cierta visión de la sociedad de una época dada, pero cada novela de un roman-fleuve tiene su autonomía y puede ser leída con independencia de las demás. Nada más lejos de En busca del tiempo perdido. Los siete libros no son independientes entre sí, ni se pueden leer como “novelas” autónomas; se trata de una solaconcepción novelística, unificada no sólo por la sensibilidad del “buscador”, sino por el gran cronista de la sociedad francesa de su tiempo. Se trata pues de una monumental obra “tornasolada”, que no se puede fijar en género, escuela o corriente alguna; obra literalmente única.
Empero, en la indefinición genérica de esta gran obra se lee, como en un palimpsesto, la ambición megalómana de construir un mundo que lo contenga todo; se percibe, además, una indecisión de escritura, una fragmentariedad y una heterogeneidad que aspiran, no sólo a lo contradictorio, sino a lo imposible: una totalidad incompleta. Como diría Proust, “¡Cuántas catedrales quedan inconclusas!”.
En busca del tiempo perdido es entonces un abigarrado universo que se extiende y complica a lo largo de siete libros, lo cual la hace una de las más extensas, si no es que la más extensa, del repertorio narrativo occidental. La monumental obra narra, entre muchas otras cosas, la historia de la búsqueda y del descubrimiento de una vocación; aunque ya desde la primera palabra del título –recherche– se opera una bifurcación de sentido pues el término francés significa, a un tiempo, búsqueda e investigación.
Muchas son las pérdidas de tiempo en el tiempo y por el tiempo. El tiempo recobrado para Proust no es una metáfora, es una realidad palpable, incluso “paladeable”.
En tanto que búsqueda, la obra de Proust da cuenta –como lo hace el Bildungsroman, y, específicamente, el Künstlerroman– de la gradual evolución del artista, desde su niñez hasta su encuentro con la vocación, encuentro figurado como una compleja recuperación del tiempo, aunque, como lo hemos visto, de una manera tan fragmentaria e intermitente que no se le podría afiliar a este género tradicional. Mas en Proust, el mismo “tiempo perdido” es polivalente.
Muchas son las pérdidas de tiempo en el tiempo y por el tiempo. En primer lugar, el inexorable devenir hace que el tiempo se fugue, se pierda en el pasado, pero no de manera irremediable, pues se recobra por el milagro de la memoria involuntaria, la cual, al abolir el intervalo que separa dos o más momentos de nuestra vida, opera la fusión de todos los tiempos y, aunque sea por un instante, nos permite concebirnos fuera del tiempo; nos da, por así decirlo, una probadita de eternidad. La experiencia raya en el orden de lo místico: el tiempo es literalmente recobrado... y algo más, pues justamente por ser una recuperación que se da en el presente, tiene toda la materialidad del presente con la que se encarna la inmaterialidad del pasado. El tiempo recobrado para Proust no es una metáfora, es una realidad palpable, incluso “paladeable”.
El tiempo también se pierde por derroche: tiempo perdido en la banalidad de la vida mundana, en las “artes de la nada” que practican con maestría la aristocracia y la alta burguesía francesas. La única forma de recobrarlo es convirtiendo ese tiempo malgastado en materia prima para la obra proyectada. Finalmente, el tiempo se pierde en la inadvertencia, en la abulia y la falta de atención en el presente; no obstante, el artista es capaz de recuperarlo gracias a que el mundo nos interpela por medio de una impresión, de una resonancia especial en los objetos, a los que hay que aprender a descifrar, a leer, para poder recobrar ese tiempo perdido, dándole así a esta búsqueda espiritual, como diría Proust, “el basamento, la consistencia de una rica orquestación”.
La “novela” de Proust se nos presenta, de manera estereoscópica, como un viaje interior, inagotable, a través de la percepción y la sensibilidad del artista-narrador, pero también como un inmenso vitral de la sociedad de su época.
La otra vertiente de la Recherche, en su sentido de investigación, constituye el relato más o menos continuo –a pesar de los cortes convencionales que operan los distintos libros– del mundo que circunda al artista, una investigación social y psicológica en forma de relato y análisis que nos deslumbra con el oropel de los salones mundanos, que nos lleva por los tortuosos laberintos de los celos obsesivos, y, cual si fuéramos cómplices de una especie de voyerismo narrativo, nos hace incursionar en las simas de una sexualidad retorcida. Paso a paso, libro tras libro, Proust explora todas las formas de interrelación social, dejando al desnudo lo que él considera las leyes psicológicas y sociales que rigen la conducta humana, las motivaciones secretas de la acción de sus personajes, pero también los cambios graduales o violentos que destruyen y recomponen, como en un caleidoscopio, la intrincada red de relaciones sociales.
Así, a lo largo de toda la obra, la búsqueda y la exploración acusan un doble movimiento: centrífugo y centrípeto. Centrípeto, porque para recobrar el tiempo perdido hay que buscarlo dentro, en ese paraje informe de nuestra interioridad al que habría que darle una forma, “un equivalente espiritual”; centrífugo, porque para hacer una investigación de la sociedad en el tiempo, hay que fugarse, dispersarse en la banalidad de las reuniones sociales, hay que perder, en suma, el tiempo para poderlo recobrar. Así, la “novela” de Proust se nos presenta, de manera estereoscópica, como un viaje interior, inagotable, a través de la percepción y la sensibilidad del artista-narrador, pero también como un inmenso vitral de la sociedad de su época, construido con los más variados pedacitos de vidrio coloreado.
Desde un punto de vista formal, búsqueda e investigación proceden por todas las formas discursivas imaginables: pastiche, ensayo, narración, comentario e interpretación; prosa poética, chistes y juegos de palabras; sátira política y social, chismes, en fin... pedacería y vitral: todo entra en el ambicioso plan. Los escritos previos –Contre Sainte-Beuve, Pastiches et mélanges y otros ensayos, sin excluir la novela, finalmente abandonada, Jean Santeuil– no son sino una preparación para esa obra, única en muchos sentidos, que es En busca del tiempo perdido. Proust jamás escribió otra cosa; todos sus textos anteriores no son, en verdad, más que preparativos, mélanges, fragmentos dispersos, muchos de los cuales se fueron incorporando, poniéndose en órbita a partir de 1908-1909. Y esa órbita queda trazada por la omnipresencia de una subjetividad que se perfila gradualmente en la historia de un peregrinaje interior, por los caminos del tiempo, que habrá de llevar al narrador a la revelación final del sentido de su vida.
Una subjetividad omnímoda, aunque también transgresora, porque como cronista de las metamorfosis de la sociedad a lo largo de casi medio siglo, esa subjetividad se arroga privilegios de narración en tercera persona, no sólo omnipresente, sino omnisciente, capaz de ofrecernos, en grandes burbujas narrativas o en brevísimas cápsulas biográficas, una síntesis penetrante de la vida entera de innumerables personajes, con todas sus transformaciones y degradaciones. Síntesis de vidas, enmarcadas siempre por aquella maravillosa sintaxis proustiana que sabe abrir y cerrar con imágenes fuertes. En busca del tiempo perdido es un inmenso vitral de la sociedad de su época, construido con los más variados pedacitos de vidrio coloreado, pero también se trata –“cambiando a cada instante de comparación”, como diría Proust– de verdaderos “mosaicos” que el artista va colocando en su interminable y cambiante composición; fragmentos que, además, dialogan en el tiempo con otros para resignificarlos al someterlos a una reinterpretación que el tiempo, las circunstancias y una nueva mirada operan sobre estas vidas o acontecimientos dispuestos “en mosaico”. Mosaicos: pedacitos de vidrio coloreados dentro de un vitral-caleidoscopio social, en incesante transformación.
Hay un momento capital en el que Proust encuentra su voz. Según Roland Barthes, algo ocurrió en septiembre de 1909, cuando “se produjo en Proust una especie de operación alquímica que transmutó el ensayo en novela, y la forma breve, discontinua, en una forma extensa, hilada (filée), recubierta con una salsa unificadora (nappée)”. Barthes se niega a creer, como Jean-Yves Tadié, en una determinación puramente biográfica (la muerte de la madre); sugiere, en cambio, la posibilidad de una investigación conjunta de lo biográfico y de lo estructural que pudiera dar cuenta de ese momento en el que, como él dice, “la mayonesa finalmente cuaja”. Del mosaico y los pedacitos de vidrio coloreado a la catedral, de pronto, surge ese momento en que de la fragmentación surge una suerte de unidad de lo discontinuo, un “bajo continuo”, que le da un sentido a la obra, en ambos “sentidos”: dirección y significación. Por una parte, la “salsa unificadora” estaría, esencialmente, en esa poética de la intermitencia que está en la base no sólo de la significación, sino de la resignificación de todo objeto, lugar, acontecimiento o relación interpersonal. Ya no se trata simplemente del fragmento aislado, sino de la intermitencia significante y de la coexistencia precaria de dos formas vocales mutuamente excluyentes –la primera y la tercera persona–; una inédita ensalada de la poesía lírica, la autobiografía, el chisme de salón y el análisis crítico. Finalmente, creo yo, de manera crucial, el examen de la estructura global de la obra nos habla de un extraordinario hallazgo de Proust que hace que todo “cuaje”; un todo que deja de ser “pedacería” para convertirse en obra, en mundo: el feliz encuentro entre el arquitecto y el bricoleur (especie de trabajador mil usos con genio e ingenio suficientes como para echar mano de los materiales más heterogéneos, incluso disparatados, pero disponibles). En ese sentido, habría que tomar al pie de la letra la analogía proustiana de la obra-catedral en conjunción creadora con la del vestido parchado –el arquitecto que construye la gran catedral; el bricoleur que le pone parches, como a un vestido–. Porque si bien la obra es una profunda exploración del tiempo y en el tiempo, si la poética de la intermitencia acerca esta exploración más a la música que a la arquitectura, no obstante, ese Proust-arquitecto-de-las-metáforas planea sus espacios narrativos como los de una catedral.
Arquitectura en el tiempo. En efecto, vuelven los lugares como tantas columnas o arcos tendidos en una escritura llena de repeticiones y de simetrías inversas: el primer Combray, por ejemplo, es el Combray de la niñez y la adolescencia, el de los paseos diurnos, el de la exaltación, el del primer libro; el segundo Combray es el de la vejez, el de los paseos nocturnos y el desencanto, el del último libro. Al abrigo de este arco gigantesco se tienden otros de dimensiones desiguales: el primer Balbec, en el segundo libro, es el de las muchachas en flor y la vida marina, al aire libre; el segundo Balbec, en el cuarto libro, es síntesis del primero y del espacio mundano de París; en este segundo Balbec es la vida mundana representada por el salón de los Verdurin en La Raspelière; salón “campestre”, tal vez, pero no menos excluyente de los “aburridos”, ni menos fanático de los “fieles”, ni, desde luego, menos mundano. Ya no hay, en este segundo Balbec híbrido, ni vida al aire libre, ni muchachas en flor, sólo intrigas mezquinas, celos y los oscuros territorios de la homosexualidad tanto masculina como femenina. Finalmente, hilvanando los tiempos descosidos del relato, como tantas capillas alineadas a intervalos desiguales a lo largo de la nave, entramos y salimos de los salones parisinos en una jerarquización no menos estricta que la de las castas a lo hindú de Combray: desde el salón aristocrático de medio pelo (si se me permite semejante paradoja: un salón “aristocrático de medio pelo”), el de Madame Saint-Euverte, pasando por el igualmente, aunque por otras razones, “desclasado” salón de Madame de Villeparisis hasta llegar al “Olimpo” exclusivo y excluyente de la aristocracia francesa: los salones de los duques y de los príncipes de Guermantes. Ahora bien, Venecia, en el sexto libro, La fugitiva, se nos presenta como síntesis y “cúpula” simbólica de estos tres espacios capitales –Combray, Balbec y París–, al estar construida más a partir de los materiales ya utilizados en la descripción de estos tres lugares que con referencia a la Venecia del mundo y de la historia. Así, en esta Venecia, ciudad emblemática y sintética de la subjetividad proustiana, las aguas de sus canales, color esmeralda, son marinas y luminosas, como las de Balbec; mientras que los esteros de los palacios echan sombra sobre las calles, como en Combray, aunque, palacios al fin y al cabo, acaban convirtiéndose en una especie de museo viviente donde tienen lugar reuniones mundanas, como en los salones de París, incluso con los mismos personajes. Por coincidencia y de manera inexplicable, a Venecia llegan, al mismo tiempo que el narrador y su madre, ¡para hacer vida de salón, ni más ni menos!, Madame de Villeparisis (personaje representativo tanto del espacio de Balbec como del de París) y el marqués de Norpois (asociado siempre con el espacio parisino), pero también la chismosa y pastelera Madame Sazerat (evocadora de Combray y de la niñez del narrador), quien alguna vez llevaba puesta, para indignación del niño, el mismo tipo de mascadas que usaba la duquesa de Guermantes.
Proust insistió siempre en lo estricto de su composición, y siempre sus metáforas son espaciales: columnas, capiteles, diseño...
Los espacios de esta gran obra son los que nos permiten ver el plan del arquitecto, la entrada a la catedral. Proust insistió siempre en lo estricto de su composición, y siempre sus metáforas son espaciales: columnas, capiteles, diseño… “Construcción cuidadosa y concéntrica”, la llama en algún momento.
Más aún, la vasta proyección arquitectónica de la Recherche ya está propuesta, en miniatura, desde el inicio de la obra. La llamada obertura, no sin razones de orquestación cuasi musical, enuncia los temas espaciales más importantes de toda la obra, asociándolos, además, con el tema de la identidad. Podríamos decir que toda la estructura espacial de la obra está representada aquí, de manera no sólo sintética sino sinecdóquica, en la descripción orquestada de siete habitaciones, apenas esbozadas, perfectamente descontextualizadas, que, sin embargo, representan todos los espacios constitutivos de la obra. La obertura, signada por el vértigo de lo incoativo, el torbellino de las cosas, los tiempos y los lugares, da pie a la descripción inicial, perfectamente incomprensible, de todos los espacios que habrán de estructurar la Recherche, con las mismas simetrías y oposiciones.
En una primera lectura, ninguna de estas habitaciones está contextualizada; casi podríamos afirmar que es la pura musicalización del espacio, orquestada literalmente como una suerte de música de cámara, o más bien (re)cámara, con la temporalidad virtual que le dan las alternancias, las oposiciones (cuartos de verano y de invierno) y las simetrías invertidas (Combray I y II). La obertura no hace más que subrayar, en esta síntesis poético-musical, la dimensión arquitectónica y, simultáneamente, la dimensión temporal y musical de la obra.
A la tridimensionalidad del espacio se agrega, como parte de su esencia, esa cuarta dimensión que es el tiempo, adivinada ya en la descripción de la iglesia de Combray, recuperada y convertida en símbolo tanto de la estructura de la obra como del devenir de la vida.
Ahora bien, aun sumando esta temporalización del espacio a la obra-catedral, insistiría en que son la armonía y las simetrías espaciales de la Recherche las que proponen el plan arquitectónico. Sí, arquitectura en el tiempo. No obstante, dentro de este plan riguroso, plan de arquitecto, y a veces incluso a contrapelo, el narrador-bricoleur-costurero va parchando su vestido, cosiendo retazos dispersos para dar forma a su obra: en ella incorpora cualquier material del que pueda echar mano, ya sea por estar disponible, como ocurre con aquellos textos escritos o esbozados antes de que la novela cuajara; o bien porque son materiales que el tiempo y el azar le van poniendo en el camino –de manera muy especial la Primera Guerra Mundial, su enfermedad, sus amores...– De ahí que el proyecto original en tres libros –Por el camino de Swann, El camino de Guermantes y El tiempo recobrado, tríptico verdaderamente catedralicio en su proyección-diseño– haya crecido desmesuradamente hasta quedar en siete, número arbitrario que fijó la muerte y que pudo haber seguido creciendo indefinidamente si Proust hubiera seguido con vida unos años más. Nunca habría habido límites para este bricoleur megalómano y genial, como tampoco los hubo para el no menos genial arquitecto que pensó su obra en términos de un edificio construido en cuatro dimensiones porque a la tridimensionalidad del espacio se agrega, como parte de su esencia, esa cuarta dimensión que es el tiempo, adivinada ya desde el principio, en la descripción de la iglesia de Combray, recuperada y convertida en símbolo tanto de la estructura de la obra como del devenir de la vida:
Entonces pensé de pronto que si tenía aún fuerzas para realizar mi obra […] marcaría ciertamente ante todo en esta [mi obra] la forma que antaño presentí en la iglesia de Combray, y que, habitualmente, nos es invisible, la del Tiempo.
Marcel Proust es, pues, hombre de una sola obra: una catedral, una vasta construcción que no es sólo una búsqueda y una investigación, sino un desafío al tiempo.
Al morir en 1922, sólo tres de los siete volúmenes que componen En busca del tiempo perdido habían sido publicados; estaban ya escritos los otros cuatro, pero había corregido únicamente las galeras de Sodoma y Gomorra. A pesar de que prácticamente había redactado una buena parte de El tiempo recobrado poco después de la publicación de Por el camino de Swann, la infinidad de correcciones, alteraciones y adiciones que Proust le fue haciendo a lo largo de muchos años hacen de este último libro –y por ende de la totalidad de la Recherche– una obra inconclusa.
Obra inconclusa por excelencia, azarosa escritura del tiempo en el tiempo… Y sin embargo, más allá de la guerra, de los celos y de la enfermedad, más allá de toda contingencia colectiva o personal, el carácter inconcluso del texto proustiano parecería estar inscrito en el proyecto mismo, en el desafío al tiempo para hacer de la obra la totalidad de la vida, un desafío que termina en una paradójica y simultánea derrota-triunfo frente al tiempo.
Finalmente, parafraseando lo que Proust dice de la muerte de su escritor ficcional Bergotte, y como un homenaje en este centenario luctuoso, podríamos decir que, después de varios días en los que sus amigos vinieron a despedirse, a Proust finalmente lo enterraron, pero durante toda esa noche, y todas las noches que han pasado desde entonces, sus libros, en vitrinas alumbradas por el tiempo, con la poderosa luz que irradian las ideas, los sentimientos, las profundidades del alma que él descubrió para nosotros, sus libros, sus hermosos libros, poderosos ángeles de la resurrección con las alas desplegadas, siguen velando a Marcel Proust, que hoy pervive, transfigurado, en sus lectores.
Bibliografía
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- Carter, William C. (2000), Marcel Proust. A Life. New Haven & Londres: Yale University Press.
- Genette, Gérard (1972), “Métonymie chez Proust”, en Figures III. París: Seuil.
- Leiris, Michel (1997), Magazine Littéraire (enero), 350 “Dossier”.
- Painter, George, D. (1978 [1959]), Marcel Proust. A Biography. 2 vols. Nueva York: Vintage Books.
- Pimentel, Luz Aurora (2019), Cuadros color de tiempo. Ensayos sobre Marcel Proust. Ciudad de México: UNAM / Bonilla Artigas.
- Proust, Marcel (1966-2013), En busca del tiempo perdido. Trad. de Pedro Salinas para los tomos 1 y 2; Consuelo Berges, para los tomos 3-7. Madrid: Alianza Editorial, 7 tomos.