De voz excepcional y cálido temperamento, Enrico Caruso nació en Nápoles el 25 de febrero de 1873 (registrado Errico), y debutó en el Teatro Nuovo de su tierra natal en 1895, con la ópera L’amico Francesco de Morelli, a los 23 años de edad. Habría de morir, víctima de pleuresía y cáncer de garganta, a los 48 años. A 150 años de su natalicio, lo recordamos hoy.
Sus inicios artísticos se dieron, cuando todavía era estudiante de Guglielmo Vergine y posteriormente de Vincenzo Lombardi, en algunas producciones operáticas en pequeños teatros de Salerno, Caserta y Trapani, en las que cantó I puritani, La sonnambula, Camöens, Lucia di Lammermoor, I Capuleti e i Montecchi y La favorita. En 1897, audicionó en Livorno para el papel de Rodolfo, de La bohème, en presencia de Giacomo Puccini, quien quedó gratamente impresionado. Hay quienes afirman que le dijo: “¿Quién te envió a mí? ¿Dios mismo?”.
El verdadero reconocimiento internacional llegaría un año después cuando interpretó el papel de Loris Ipanoff en el estreno mundial de Fedora de Umberto Giordano, en el Teatro Lírico de Milán. Recomendado por Edoardo Sonzogno, importante editor de música, Caruso y la coprotagonista Gemma Bellincioni hicieron del estreno una victoriosa celebración, aunque en la víspera, Bellincioni –incómoda y celosa de Caruso– había comentado: “Bastará que no falle el tenor”. Y no falló. Al término de la función, Giordano fue llamado por el público al proscenio en quince ocasiones; sin embargo, el verdadero héroe de la jornada, con redoble de ovaciones, fue Caruso. Vendría después su debut en La Scala de Milán con La bohème, así como en el Royal Opera House Covent Garden, Ópera de Roma, Montecarlo, Buenos Aires, Nápoles –donde fue recibido con bastante frialdad por lo que prometió no volver a cantar en su tierra natal, lo que cumplió cabalmente–, Lisboa, Dresde, Viena, Berlín y Washington.
Hoy se le recuerda como el rockstar de la ópera de su tiempo, el pionero de las grabaciones discográficas, muy rudimentarias entonces, pero que marcaron un hito en la historia de la grabación comercial.
Además de ser considerado el más importante tenor, admirado y respetado en prácticamente el mundo entero, fumador empedernido y amante de la buena cocina, hoy se le recuerda como el rockstar de la ópera de su tiempo, el pionero de las grabaciones discográficas, muy rudimentarias entonces, pero que marcaron un hito en la historia de la grabación comercial.
Sus primeros registros sonoros, realizados en el Gran Hotel de Milán, se estrenaron en mayo de 1902. La firma discográfica era Victor Talking Machine Company –después RCA Victor–, que pagó al tenor alrededor de dos millones de dólares. Caruso, estrella fulgurante del gramófono, vendió en 1907 más de un millón de copias de “Vesti la giubba” de Pagliacci, de Leoncavallo.
En su extenso y variado repertorio, Caruso estrenó mundialmente las óperas Celeste de Daniele Napoletano, 1897; La arlesianade Francesco Cilea, 1897; Hedda de Fernand Le Borne, 1898; Fedora de Giordano, 1898; Germania de Franchetti, 1902; Adriana Lecouvreur de Cilea, 1902, y La fanciulla del West de Puccini, 1910.
“Lo he visto sollozar durante cinco minutos en su camerino después del primer acto de Pagliacci; lo he visto caer sobre el escenario, desmayado de la emoción; y también lo he visto sonriente, silbando alegremente y bromear con el coro”.
Geraldine Farrar
En su distinguida y apoteósica carrera, interpretó para el Met de Nueva York, con enorme éxito, entre 1903 y 1920, al Duque de Mantua en Rigoletto de Giuseppe Verdi, ópera a la que siguieron Aida, Tosca, Cavalleria rusticana, Pagliacci, L’elisir d’amore, Lucrezia Borgia, La Gioconda, Les pêcheurs de perles, L’Africaine, Samson et Dalila, Mefistofele, La favorita, L’amore dei tre re, Madama Butterfly, Iris, Germania, Armide, Les Huguenots, Un ballo in maschera, Julien, Lodoletta, Le prophète, La forza del destino, Martha y La juive, esta última el 24 de diciembre de 1920.
Su voz, increíblemente versátil, de por sí enorme, pastosa, oscura en todos sus registros, consiguió a través de los años llegar a sonar como barítono. Muestra de ello, aunado a su gran compañerismo, fue que Caruso “salvó” a su colega, el bajo Andrea de Segurola, que durante una representación de La bohème en Filadelfia le susurró a Caruso que había perdido la voz y no podía cantar. Estaba por llegar el momento de interpretar el aria “Vecchia zimarra”. Caruso le dijo: “Quédate tranquilo y mueve los labios, yo la cantaré”. Y así fue, de espaldas al público cantó el aria mientras Segurola hacía playback. El enfermo recibió enorme ovación.
Caruso poseía una enorme capacidad de conectar con el público y con sus colegas, además de empatizar profundamente con sus personajes. Geraldine Farrar, célebre soprano, dijo que la primera vez que trabajó con él no pudo cantar por el llanto que le provocó la belleza de la voz de Caruso, agregando: “Lo he visto sollozar durante cinco minutos en su camerino después del primer acto de Pagliacci; lo he visto caer sobre el escenario, desmayado de la emoción; y también lo he visto sonriente, silbando alegremente y bromear con el coro”. En alguna ocasión le preguntaron al tenor cuál era el secreto de ese poder. Se limitó a contestar: “Sufro mucho en esta vida”.
Durante un mes, quien fuera considerado el más grande tenor del mundo visitó la Ciudad de México en 1919. Su debut fue en el Teatro Arbeu con subsecuentes presentaciones en el Teatro Esperanza Iris y la plaza de toros El Toreo, además de una función de gala y en dos homenajes en su honor, entre el 26 de septiembre y el 30 de octubre. Se hospedó en una residencia de Bucareli 85.
Gobernaba Venustiano Carranza y el país gozaba de una intranquila calma. Había estabilidad, al menos económica, pues José del Rivero, empresario taurino que había logrado capitalizar la visita de Caruso, anunció en la víspera de su llegada que este cobraría ¡7000 mil dólares por función!. “El mismo día que Caruso cruzaba la frontera y se internaba en territorio mexicano, el empresario Pepe del Rivero respondió a los murmuradores con una entrevista que le hice en nombre de El Heraldo de México”, dice Antonio de Maria y Campos (El canto del cisne, editorial Arriba el telón, México, 1952). Transcribo a continuación:
El presupuesto de esta cortísima temporada –dijo del Rivero– llegará a trescientos mil pesos y si en las funciones que se organizan sobre la base de artistas mexicanos, con un presupuesto aproximado de dos mil pesos, los precios son de tres pesos la luneta, en esta proporción yo debería cobrar la luneta a treinta pesos.
Así por ejemplo, el Teatro Iris, a una compañía de zarzuela cobra la renta a seis o siete mil pesos mensuales; por tratarse de Caruso cobra diez mil pesos no obstante que sólo se darán seis funciones en el mes. El señor Sigaldi, propietario del vestuario y decorado que se usa, ha estado cobrando para las funciones de ópera que últimamente se han organizado ciento cincuenta pesos por función, y ahora no se pudo conseguir que alquilara su material sino en trescientos pesos semanarios... La orquesta que, antaño, costaría cien o doscientos pesos, ahora cuesta setecientos en cada función del Iris y mil seiscientos en cada una de El Toreo. El gasto de anuncios es formidable, porque los periódicos han aumentado, por sus muy crecidos presupuestos, la tarifa de anuncios.
Los cantantes mexicanos esperaban a Caruso con curiosidad, impaciencia e ilusión. Desde hacía meses se había formado la Unión de Cantantes Mexicanos de Ópera, que organizó un concierto extraordinario para recibir al famoso divo la noche del 26 de septiembre en el Teatro Arbeu. Fue una especie de presentación colectiva, algo así como para pasar lista ante Caruso, quien aplaudió con verdadero entusiasmo a todos los cantantes mexicanos, y al salir se detuvo unos instantes para platicar con quienes querían acercársele, estrechando efusivamente cuantas manos se le tendieron.
“Su Nemorino es una sorpresa y una creación de arte moderno humanizando un personaje convencional: no es la interpretación impecable de un divo que ostenta maravillosas facultades ajustadas a las reglas del bel canto: es un alma, y un alma en la que se siente una época y un estilo que ya han pasado”.
Armando de Maria y Campos
En el centro de la Ciudad de México enormes carteles anunciaban: “¡Caruso! 29 de septiembre, Elíxir de amor”. Su presentación oficial fue en el Teatro Esperanza Iris, el 29 de septiembre, interpretando el papel de Nemorino en L’elisir d’amore de Donizetti, con la concertación musical de Gennaro Papi y acompañado en el reparto por la soprano Adda Navarrete, el barítono David Silva y el bajo Ramón Blanchart. Armando de Maria y Campos da cuenta de esa presentación.
Por la noche, Caruso triunfó ante el mejor público de ópera de México en forma rotunda, absoluta… Quiero hacer justicia a un gran crítico de ópera, don Eduardo Macedo y Arbeu, quien escribía graciosamente insuperables crónicas de ópera en el semanario Mefistófeles… Es inútil despertar el interés por admirar a Caruso sirviéndose del bluff. Lo importante es explicar la razón de su triunfo mundial. En esta primera impresión pasaré por alto, por baladí, el comento de la desconfianza de nuestro público la noche del debut del gran tenor en el Iris. Caruso supo lo que hizo al debutar con L’elisir d’amore. Para algunos desorientados es una zarzuelilla; y al debutar así concedió al público de México la intuición y probidad que los caracterizan. Si en Caruso la casualidad que más se le admira es su privilegiada voz, y con reconocerle que la posee aún potente, completa y bien timbrada, se justifica su renombre merecido, comprobando que es un artista consciente, se afirma su reputación y se le proclama indiscutible. Su Nemorino es una sorpresa y una creación de arte moderno humanizando un personaje convencional: no es la interpretación impecable de un divo que ostenta maravillosas facultades ajustadas a las reglas del bel canto: es un alma, y un alma en la que se siente una época y un estilo que ya han pasado. El campesino inocente, intensa y notablemente enamorado a quien engaña con egoísta perfidia el charlatán, nos divierte con la interpretación de Caruso, que vuelve risas y lágrimas las notas de Donizetti, infiltrándolas en nuestro corazón con su voz de timbre de oro, emitiéndolas al impulso suyo que siente toda la belleza que deben expresar. En Caruso no existe la afectación, el esfuerzo y el artificio y estando él en todo lo que hace tiene interés…
Siguieron dos representaciones de Un ballo in maschera de Verdi, la primera en el Iris y la segunda en la plaza El Toreo. Siempre bajo la dirección musical de Gennaro Papi, Caruso compartió el escenario con las sopranos Clara Elena Sánchez y María Luisa Escobar, que alternaban funciones, el barítono Augusto Ordóñez como Renato, Gabriella Besanzoni en la Ulrica y María Teresa Santillán en el rol de Oscar.
Y es el mismo Caruso quien, en una carta dirigida a su esposa Dorothy, en la madrugada del 3 de octubre, narra los detalles de la representación de Un ballo in maschera:
Doro mía, sólo mía: No me digas que me acueste porque es tarde. No siento deseos de acostarme porque necesito hablar contigo. Sé que es tarde y más aún después de la representación, pero tengo que cumplir con un deber y no quiero acostarme antes de hacerlo. En consecuencia, aquí me tienes. Procederé por orden. Después que te dejé en mi última carta, empecé a hacer mi tocado y me fui al teatro. Estaba a reventar. La ópera era Un ballo in maschera. Sentíame un poco nervioso por no haber recibido cable tuyo, porque sé que tú no sabes cuándo canto. Llegué al teatro a las 8 p.m., me maquillé y vestí en poco tiempo. Mi primera intervención fue aplaudida pero noté que el público estaba desfavorablemente prevenido. El primer acto concluyó con dos llamadas a escena. El segundo acto comenzó bien porque la señora Besanzoni tiene una hermosa voz. Luego vino un trío de ambos con la soprano. La soprano tiene una voz insignificante, y adolece de un vibrato que al público no le agrada. Después llegó mi barcarola y en la primera parte agarré al público de las narices, y se produjo una tempestad de aplausos. El “scherzo od è follia” estuvo bien cantado, pero el público no entiende. En el acto tercero yo no tomo parte, pero aquí pasan sin interrupción de la primera a la segunda parte, contrariamente a lo que yo estoy acostumbrado. Así pues, la primera parte del cuarto acto terminada, empezaron la segunda sin hacerme la menor advertencia. Al oír la música salté de mi camerino como una bomba. El público comprendió lo que ocurría, y como la orquesta repitió dos veces, ataqué oportunamente mi aria. Todo acabó con felicidad, pero la soprano fue un auténtico desastre. Dispénsame que me vaya a acostar, y permíteme que me duerma. Te amo. Rico.
Nuevamente en la plaza El Toreo, bajo una lluvia abundante, se escenificó Carmen de Bizet, el 5 de octubre, con Besanzoni en el papel de Carmen, Adda Navarrete como Micaela y Ordóñez como Escamillo. Armando de Maria y Campos expone lo ocurrido en esta función de ópera: “La representación de Carmen en El Toreo fue en verdad tormentosa. Llovió copiosamente, Caruso estuvo mal y el público por poco destruye el escenario”.
Caruso nos dejó la mejor crónica de esta singular efeméride en la carta que al día siguiente –6 de octubre– le dirigió a su esposa que estaba en Nueva York:
Queridísima Doro: Hasta hoy me es posible tomar la pluma y escribirte. Espero no te disgustes conmigo porque tengo que ser breve, pues de otra manera esta carta no saldría sino hasta mañana por la mañana. Así pues, empezaré a partir de ayer y precisamente desde el instante en que te dejé. Copiosa lluvia. Miles de paraguas se abrieron cubriendo el área de la plaza. No veíamos ni una cabeza ni escuchábamos la orquesta. Seguíamos esperando la suspensión, pero el público seguía allí, como si nada. Comencé a cantar mi romanza, y a la mitad, ignoro si por efecto de la lluvia o por las condiciones en que estaba, causa a lo que más bien lo atribuyo, se me quebró una nota. Inmediatamente pensé: “Ahora va a estallar la revolución”; pero nadie dijo pío, y llegué al final con más entusiasmo y más calor, y el público me dio una gran ovación.
En el tercer acto la cosa resultó peor y nosotros lo mismo, pero al final aquello fue insoportable. Pregunté: “¿Cuándo vamos a terminar?” Alguien me contestó: “Cuando el público diga”. Al concluir este acto tuve una gran ovación y estaba en buenas condiciones, porque mi voz había entrado en calor. Alguien tuvo la mala idea de decir al público que la representación se daba por terminada, porque los artistas no querían seguir cantando en tiempo semejante. Estaba yo en mi camerino con objeto de prepararme para el último acto, cuando escuché un ruido ensordecedor. Debes saber que nuestros camerinos quedaban bajo las graderías de la plaza, y precisamente en los corrales de los toros. Cuando escuché aquel ruido me pareció el de una verdadera revolución. Mandé averiguar qué lo provocaba y me informaron de lo que sucedía. Inmediatamente, mandé avisar al público que la representación continuaría. Con esto volvieron todos a ocupar las localidades, pues ya se habían lanzado a despedazar el escenario. Terminamos la representación hechos una sopa, y la mitad del público sin escuchar nada por el estrépito que el chaparrón producía sobre los paraguas. Estábamos remojados y a esto únicamente se debió nuestro éxito, porque todos los artistas estuvimos mal. Esta mañana la prensa no mostró rigor; un sólo periódico se refirió a mi contratiempo, pero en buenos términos. Buenas noches, mi novia querida, y hasta mañana. Con toda mi alma te mando mi amor, Rico.
Continuó la temporada con Samson et Dalila de Saint-Saëns, cantada en italiano, acompañado de Besanzoni.
Gabriela Besanzoni estuvo maravillosa en su dificilísima parte de Dalila; a ella le corresponde principalmente el triunfo; ¡con qué arte dijo su primera aria, y de qué modo tan magistral cantó el dúo del segundo acto! Caruso venció ese cúmulo de dificultades, con positivo arte; y por más que el Sansón resulte un tanto inferior a la Dalila, es tremendamente duro. Compartió con la Besanzoni el gran triunfo del dúo del segundo acto, y en la deliciosa aria del tercero, estuvo a la altura de su reputación, por la delicadeza y maestría con que la cantó… La concurrencia fue tan numerosa como escogida, y sin exageración podemos asegurar que no había una sola localidad vacía en todo el teatro.
(Dharma, El Demócrata, 10 de octubre de 1919)
Martha de Flotow se ofreció en el Iris el 16 de octubre con el siguiente reparto: Harriet: Adda Navarrete, Lyonel: Enrico Caruso, Nancy: Gabriella Besanzoni, Lord Tristan: Ramón Blanchart, Plunkett: Augusto Ordóñez.
MARTHA EN EL IRIS. ÉXITO CLAMOROSO DE CARUSO. Por más que estemos acostumbrados ya a considerar a Caruso como un gran artista, por lo que le hemos visto en las cinco audiciones que van de la temporada, la dificilísima parte de Leonel, dificilísima por la interpretación que requiere, la dijo de un modo verdaderamente admirable. Cada escena, cada detalle, solo o en conjunto, lo comprendió y lo dijo deliciosamente. Esas melodías, que según hemos dicho tienen a veces un carácter místico, las “sintió” el gran cantante, y conmovió profundamente al público. Parece increíble que un tenor pueda recorrer de modo tan extraordinario la gama del canto; cada papel suyo ha constituido una verdadera creación, no sólo por lo que atañe a la voz, sino por ese estilo que le es tan propio... (Dharma, El Demócrata, 18 de octubre de 1919)
La noche del 21 del mismo mes se celebró la “Noche mexicana en honor de Enrico Caruso” con la participación de distinguidos artistas en un largo y variado programa que incluyó a la Orquesta Sinfónica Nacional, el pianista Carlos del Castillo, el poeta Xavier Sorondo, el violinista Pedro Valdés Fraga, además de los cantantes Adda Navarrete, María Teresa Santillán, Josefina Llaca, Diana Martínez Milicua, David Silva, José Mojica y Manuel Romero Malpica. La segunda parte fue más popular, tomando parte María Conesa, las tiples Laura Marín, Lupe Rivas Cacho, Lucina Joya y Concha Bustamante, el primer actor Leopoldo Beristáin (el popular Cuatezón), los actores Eduardo Rugama, Leopoldo Legorreta y Humberto Rodríguez, y la celebrada Orquesta Típica Torreblanca.
Dos días después, Caruso interpretó uno de los roles más célebres en su carrera, Canio, en Pagliacci de Leoncavallo, con Santillán, Ordóñez, Silva y Mojica.
Caruso, que por una feliz excepción entre los artistas líricos reúne las cualidades que hemos citado: que jamás descuida la parte del actor cuando canta, que subraya con la mímica y el gesto la frase cantabile, tenía necesariamente que entrar de lleno en el Canio… Ese tipo del payaso de feria, rudo en su psicología, apasionado de un modo feroz en sus sentimientos; sombríamente grotesco en sus manifestaciones, debe detallarse con lineamientos excepcionales, para que resulte…
No obstante que Payasos es una de las partituras más vistas y de las más choteadas, es de las menos conocidas en el sentido artístico de la palabra. En la mayor parte de los cantantes falta esa armonía que hemos citado, y con mucha facilidad se llega a la exageración, y por ende, al ridículo. Muchos, parecen fríos e inexpresivos, y otros han tenido que recurrir a la puntatura para salir avante en sus partes.
Caruso dominó la obra; nos la dio a conocer tal como está escrita, y en ella se manifestó tal cual es: un gran actor y un gran cantante… No nos cansaremos de repetir que el Canio de Caruso constituye una creación asombrosa de genio artístico, y la representación de anoche, por parte de él, será una nota magna en los anales de nuestro teatro lírico. Los demás artistas desempeñaron su cometido con la mejor voluntad y entusiasmo, y contribuyeron no poco al éxito de la representación.
(Dharma, El Demócrata, 24 de octubre de 1919)
Aida, otro de los grandes éxitos de Caruso, se representó el 26 con María Luisa Escobar, la Besanzoni y Ordóñez, alcanzando gran éxito todos los artistas.
Una función de gala, organizada por el H. Ayuntamiento de México, “para mejoras materiales de la ciudad y atenciones de Instrucción Pública” y a doce pesos luneta, se llevó a cabo el martes 28 de octubre, tomando parte Caruso, Besanzoni, Clara Mayer, Augusto Ordóñez, el pianista Miguel Cortázar y la Orquesta Sinfónica Nacional. El programa se compuso de la siguiente manera: primera parte de la sinfonía Fausto de Liszt con la Orquesta Sinfónica Nacional; aria de Mignon, de Thomas, cantada por Clara Mayer, acompañada al piano por Alfonso Aguilar; dúo de La Favorita de Donizetti, que cantaron Besanzoni y Ordóñez; Fantasía húngara de Liszt, para piano y orquesta, cuyo solista fue Antonio Gomezanda.
Participación de Caruso (el programa no especifica qué interpretó); obertura Leonora núm. 1, de Beethoven con la Orquesta Sinfónica Nacional; canción española, cantada por Clara Mayer; “Credo” de Otello, de Verdi, cantado por Ordóñez; participación de Caruso (el programa no especifica qué interpretó); aria de Santuzza de Cavalleria rusticana, cantada por Besanzoni; y obertura de Tannhäuser de Wagner, con la Orquesta Sinfónica Nacional.
Concluyó la temporada el día 30 con Manon Lescaut de Puccini. Acompañaron a Caruso la Santillán, el barítono Silva y el bajo Blanchart.
UNA INCOLORA MANON. Por otra parte, musicalmente considerada, la ópera de Puccini es de lo más flojo, de lo más tedioso que pueda darse. Nos produce una alarmante impresión de vaciedad. Hay muchos requilorios y brilloteos en la orquesta; pero ni una idea… Menos mal si Caruso hubiera alcanzado en la velada de anteanoche uno de los grandes sucesos a que nos tiene habituados. Pero, desgraciadamente, no ocurrió así. Desde el principio, pudo advertirse que el cantante se hallaba fatigado; tosía a menudo, esquivaba los escollos de la partitura, apelando a sus buenas mañas de viejo lobo de la escena. El público lo acogió fríamente al caer por primera vez el telón. Y no corrió después con mejor suerte, artísticamente hablando. Durante la apasionada escena del segundo acto, observamos que la voz no estaba en plenitud, como otras veces; que las facultades decrecían; que el efecto substituía a las proezas de buena ley. Pero donde el cantante estuvo menos feliz fue en el tercer acto; precisamente aquel en que esperábamos que estuviese mejor. Yo no he oído ovación más injustificada que la que le tributó el público. ¡Cómo! ¿Caruso, en vez de cantar, gritaba? Pues, sí, señor. En vez de notas se escuchaban gritos, gimoteos, mucho abrazar a Manon, y mucho abrazarse a las rodillas del piadoso jefe de la expedición cortesanesca. Pero de canto ¡nada! ¡Lástima grande que se haya despedido así, enfermo –y de esto no cabe culparlo–, en el escenario del Iris, el maravilloso tenor a quien debemos tantas inolvidables emociones de arte, y de quien perdurará en México noble recuerdo! (Carlos González Peña. El Universal, 1 de noviembre de 1919)
Entre otros actos sociales, Caruso fue invitado a colocar la primera piedra de la construcción del cine Olimpia, que estaba ubicado en avenida 16 de septiembre y San Juan de Letrán, además de un concierto en el Teatro Juárez de El Oro, Estado de México, así como una visita al Palacio de Bellas Artes de la que existe un registro fotográfico en la cortina Tiffany.
Otras facetas del gran Caruso, por demás formidables, fueron sus célebres recetas gastronómicas que ideaba según sus antojos, nunca exentas de pastas y mariscos, así como su maestría de gran dibujante de caricaturas, de una sencillez que rozaba lo formidable.
Caruso murió en el hotel Vesuvio de Nápoles el 2 de agosto de 1921, ciudad que se detuvo y decretó luto nacional. Hogares, oficinas y negocios colgaron letreros en los que se leía: “Lutto per Caruso”.