A fin de cuentas, ¿qué permanece de las luchas de poder? La llegada de Francisco I al trono de Francia el 25 de enero de 1515 levantó tanto alborozo y despertó tantas esperanzas en París como el advenimiento de Enrique VIII lo hiciera en Londres seis años antes, en 1509. El acontecimiento provocó la curiosidad de Enrique a tal punto que invitó a un grupo de venecianos a Greenwich para las festividades del 5 de mayo de 1515. Ahí aprovechó para llamar aparte a uno de ellos y preguntarle: “¿El rey de Francia, es tan alto como yo? ¿Es vigoroso? ¿Qué tal tiene las piernas?” (Bagley, p. 37), pero Enrique, que estaba enfermo de vanidad, omitió preguntar: “¿Él también es compositor como yo?”.
A Enrique VIII le gustaba acompañarse de cortesanos elegantemente vestidos y ser atendido servilmente por mozos ataviados con finas libreas. Quería deslumbrar a aquellos astutos venecianos que habían llegado a Inglaterra desde Francia y que pregonarían después sus impresiones por toda Europa. Estaba empeñado en demostrarles que ni los nobles ingleses ni el rey de Inglaterra eran inferiores en nada a la corte francesa ni a la persona de Francisco I. Sin embargo, en mayo de 1519, ante la insistencia de sus consejeros, Enrique VIII aceptó separar de la corte a su cercano amigo Nicholas Carew y otros tres jóvenes lores, quienes recientemente habían visitado la corte de Francisco I y estaban convertidos en “franceses en lo referente a modales, comida, bebida y también a vicios y jactancia”, de tal modo que se burlaban abiertamente de la carencia de estilo y de la rutina pasada de moda de la corte inglesa. En realidad, Carew fue defensor de la princesa María Tudor (hija de Enrique y de Catalina de Aragón, y futura reina), por lo que se le acusó de alta traición y se le decapitó en 1539.
Una de las cláusulas del tratado franco-inglés, firmado en Londres en octubre de 1518, estipulaba que Enrique VIII y Francisco I celebraran una reunión en un futuro próximo. La elección de Carlos V como emperador retardó los planes, pero finalmente los dos reyes acordaron encontrarse en el verano de 1520, en el Paso de Calais, cerca de Guînes, y consintieron en que el cardenal Thomas Wolsey, lord canciller del reino de Inglaterra, fuera el intermediario. Para Enrique, era importante sostener una entrevista con Carlos V porque le preocupaba que el emperador malinterpretara el propósito de su encuentro con Francisco. Así que, mientras los hombres de Wolsey hacían arreglos para que un ejército de labradores y artesanos cruzara el canal de La Mancha e hiciera los preparativos pertinentes en Balinghem, cerca de Guînes, en Francia, el propio Wolsey negociaba con la corte del emperador Carlos V para prevenirlo sobre lo que iba a suceder en tan extravagante reunión. El objetivo oficial de Enrique era reducir la tensión entre Francia y el Imperio, ya que dicha nación se encontraba en medio de las posesiones de Carlos V; también buscaba fomentar la paz entre la cristiandad y unir a los monarcas cristianos en una cruzada contra los infieles, asunto que interesaba al papa León X (Bagley, p. 55).
Wolsey experimentó dificultades para sincronizar los acontecimientos durante el animado verano de 1520. Francisco insistía en que su encuentro con Enrique no se celebrara más allá de mayo, porque su esposa, la reina Claudia, estaba embarazada y no podría asistir después. Por otra parte, Carlos prefería realizar la reunión en junio, aunque Enrique consideraba mejor verlo antes que a Francisco. Finalmente, la agenda se complicó.
Enrique, Catalina de Aragón, su primera esposa, y la mayor parte de los cortesanos salieron de Greenwich el 21 de mayo rumbo a Francia. El 25 llegaron a Canterbury y allí recibieron la inesperada noticia de que las naves de Carlos V estaban ancladas afuera de Dover. Por consiguiente, Enrique pospuso su encuentro con Francisco para reunirse con Carlos en ese puerto, y pasó los siguientes días en Canterbury entrevistándose con el emperador. El último día del mes, Carlos se embarcó en Sandwich para regresar a los Países Bajos mientras Enrique lo hacía en Dover para atravesar La Mancha.
Tras su reunión con Carlos V, Enrique VIII se hizo a la mar el 4 de junio en el Henry Grâce à Dieu (“Enrique por la gracia de Dios”) rumbo a Balinghem –territorio francés, entonces, en manos de los ingleses–, para el encuentro en el Campo del paño de oro con Francisco I. Hubo pompa, festejos, banquetes y mucha música. Alrededor del palacio temporal, espléndidamente edificado y decorado para Enrique y Catalina, los hombres de Wolsey montaron casi tres mil tiendas adornadas con diseños heráldicos, que servirían para albergar a ministros, nobles y soldados del rey; todo ricamente ataviado (Bagley, p. 56).
Las descripciones de tal acontecimiento desafían la imaginación de cualquiera:
Cinco mil cortesanos, prelados y altos mandatarios de Estado acompañaron a Enrique desde Inglaterra para encontrarse con Francisco que iba con 5000 cortesanos y 3000 caballos. Se erigieron ‘ciudades’ gemelas temporales. Para Francisco, un gran pabellón de sesenta pies de alto hecho con franjas alternadas de paño de oro y terciopelo azul, bordadas con flores de lis, y coronado por una estatua de san Miguel de tamaño natural; dicho pabellón estaba rodeado por 400 tiendas más pequeñas destinadas a su cortejo. Para Enrique, se erigió un gran castillo de cuatro torres, almenado y con foso, hecho de madera y tela pintada al trampantojo para que pareciera de piedra y decorado con la rosa roja de los Tudor.
Jacques Dubois, médico de Enrique VIII, lo describió así:
Un edificio inmenso y augusto que se eleva en vigas y está cubierto de oro, con incrustaciones de grandes piedras preciosas; edificio más precioso que el palacio de César [a Francisco I su madre lo llamaba César]. En el jardín, de una magnífica fuente, manaba abundante vino para todos los asistentes. Del 5 al 23 de junio de 1520, ambas cortes rivalizaron en pompa y esplendor; los reyes nunca usaron dos veces los mismos atuendos e intercambiaron regalos de valor estratosférico. Wolsey escogió el color carmesí para el terciopelo que vestía su guardia, y para sí mismo, seda carmesí. Cuando finalmente ambos reyes se encontraron solos en la lujosa tienda real, Enrique vestía paño de plata y de damasco, listado de oro, tan ajustado como era posible, mientras que Francisco se encontraba ataviado con paño de oro y plata y una capa de satín color púrpura que envolvía su cuerpo desde el hombro hasta el talle. (Bagley, p. 57).
Los dos reyes se saludaron y tomaron cada uno la medida del otro. Después, Enrique admitió que Francisco tenía buena figura y un porte alegre, y Francisco admiró el cuerpo erguido de Enrique, aunque algo regordete, su barba de oro rojizo y su elegante apariencia. A los músicos y los artistas se les concedió carta blanca, siendo la única condición que sus obras ensalzaran la gloria de sus respectivas naciones. No menos de 24 trompetistas acompañaron los platillos en los festines. Los torneos, banquetes y entretenimientos fueron soberbios; los modales y el ceremonial estuvieron perfectos, con excepción del torneo entre los dos monarcas, que tuvo un momento de sinceridad cuando Francisco derribó a Enrique y este se levantó jurando venganza.
Durante la última noche, los artesanos reales levantaron en parte del terreno de torneos una magnífica capilla de madera cubierta por tapices y gobelinos, y a la mañana siguiente, el 23 de junio, Wolsey, asistido por el legado papal, dijo una misa concelebrada en presencia de los monarcas, cuatro cardenales franceses y 21 obispos. Los cantores de las capillas de sendos reinos estaban ahí y la misa fue cantada a todo volumen y suntuosamente. La ceremonia se vio coronada por la interpretación de varios motetes, un verdadero concurso entre ambas capillas; cada una de ellas escogió las piezas más espléndidas de su repertorio. Mientras la capilla de Enrique era más modesta, pues sólo contaba con 20 cantantes, la de Francisco había aumentado casi al doble al fusionarse la capilla de Luis XII con la de su esposa, la reina Ana de Bretaña, a la muerte de esta en 1514. Es oportuno recordar que Luis XII había estado casado en terceras nupcias con María Tudor, hermana de Enrique VIII.
Del Campo del paño de oro, Enrique VIII regresó a Calais, y dos semanas después se dirigió a Gravelinas para reanudar las pláticas con el emperador Carlos V, interrumpidas por su reunión con Francisco I. Ambos monarcas y sus cortes pasaron tres o cuatro días juntos, primero en Gravelinas y luego en Calais. El convite fue muy elegante, pero no alcanzó ni remotamente las extravagancias derramadas en Balinghem. Ambas partes consideraban que negociar era más importante que las demostraciones superficiales de poder (Bagley, p. 57-58).