Resulta difícil definir con una sola palabra a Ernesto de la Peña. El otorgamiento del Premio Nacional de Literatura hizo justicia al hombre de letras y al lingüista. El Premio Xavier Villaurrutia, de escritores para escritores, que mereció su libro Las estratagemas de Dios, fue una confirmación –si tal hiciera falta– de sus aportaciones como creador. Sin embargo, el primer enemigo del escritor Ernesto de la Peña se llama Ernesto de la Peña. Su presencia pública en la radio, admirada tanto por melómanos cuanto por quienes gracias a él se convierten en iniciados; su profundo conocimiento de los mitos; su poderoso arsenal lexicográfico, que le permite escribir el nombre de Dios en más de treinta lenguas; sus traducciones de textos doblemente complejos, en apariencia opacan el fulgor de sus libros de estricta creación literaria. Digo aparentemente, porque detrás de su cortés brevedad se nota la cartografía espiritual que ha conducido a espléndidos resultados.
Le sucede lo mismo que a Leonardo da Vinci. Cada una de sus obras es tan vasta y representa un esfuerzo tan titánico que al mirar ese bosque perdemos de vista los árboles. Ernesto de la Peña es autor de libros breves pero intensos. Sabios pero tocados por el duende y la originalidad. Su tratado sobre la rosa consagra el necesario y difícil arte de la monografía; El indeleble caso de Borelli y sus cuentos ofrecen, respectivamente, una nueva parábola del vampiro y de lo que comúnmente llamamos ciencia ficción. Ahora nos sorprende con Palabras para el desencuentro, libro de poemas aparecido en la colección Práctica Mortal que edita particularmente a jóvenes con una obra sólida.
Todo poema, sobre todo si es de amor, se articula para salvarnos del naufragio, más bien, para dar testimonio del naufragio. Nombrar la desesperación es trascenderla. Paradójicamente, los mejores poemas de amor, los que mejor recordamos, son aquellos que exaltan el desencuentro. Hay poetas que fechan sus poemas, y esa es una labor que sirve tanto al autor, para fijar su bitácora espiritual, como para sus estudiosos. Hay un tercer motivo, que es el que aplica Ernesto de la Peña: al fechar sus poemas, muchos de ellos de hace más de medio siglo, y otros que apenas el año pasado no existían, sorprende la unidad de tono, el viento negro que sopla a lo largo de todo el libro, la luz que en medio del desastre se construye.
Todo poema, sobre todo si es de amor, se articula para salvarnos del naufragio, más bien, para dar testimonio del naufragio. Nombrar la desesperación es trascenderla.
Hay hondura, hay reflexión, hay sabiduría conceptual. Pero sobre todo hay desgarramiento, hay pasión, hay entraña. El yo desaparece porque su autor no quiere lamentarse en primera persona, sino crear ese yo impersonal y poderoso que da testimonio del más cotidiano y terrible de los combates. “El amor que fue mío y no es de nadie”, concluye el poeta, erguido en medio del naufragio. Debido a este claro sentido de la composición, Palabras para el desencuentro se ciñe a la exigencia de José Gorostiza, quien pensaba en el poema simbólico, íntegro, que diera cuenta cabal de una idea del mundo: un tema y sus variaciones. El de este libro es el desasosiego ante la certeza de que nada dura, y que el tiempo cobra con saña pero también con galanura, el atrevimiento del artista y del libertino, esos trasgresores que comienzan por experimentar con su propio cuerpo y apuestan, al mismo tiempo, el alma. Lo inmediatamente perceptible, desde los primeros versos, es el viril enfrentamiento con los desafíos que la existencia opone a quien se atreve a enfrentarla con lealtad y pasión. El poeta habla con un semejante que es también su hipócrita lector. Al mismo tiempo, quien habla es el amor que increpa al amante y a lo amado. Esta brutal confrontación de energías, donde la sensualidad y el espíritu se enfrentan, evita la confesión personal y logra que la vivencia del yo se transforme en la oración del amante. Lo circunstancial aparece disfrazado gracias a que el autor se vale del simultaneísmo y la transposición de imágenes –aquí Mallarmé–; de los poemas en secuencia que examinan un tema desde distintos ángulos –aquí Rilke–; del desolado y tierno y furioso amor que no se sacia –aquí Neruda.
Establecer la filiación de Palabras para el desencuentro en la historia de la poesía mexicana no es tarea fácil. Como Gorostiza y otros de los Contemporáneos, nuestro autor logra una envidiable uniformidad de estilo y trasciende la vivencia inmediata. Sin embargo, otro de sus méritos consiste en la habilidad para escapar del verso que halla en la retórica consuelo a sus carencias. Cada una de sus líneas es castigada, recortada cuando está a punto de desbordarse. “Es el dolor que aúlla como un loco en el bosque”, escribe Neruda. En la poesía de Ernesto, es el dolor que aúlla con valor, inteligencia y lealtad a las sensaciones que, al atravesar el alma, provocan la aparición de la poesía, la verdadera, única y auténtica poesía, esa que es siempre inconforme, siempre joven, siempre doliente y siempre hambrienta. El poeta es un fingidor, dijo Pessoa. Ernesto de la Peña demuestra que el poeta es un mentiroso que dice la verdad; artífice que hace de sus pasiones un edificio verbal a prueba de los embates del tiempo que a todos habrá de derrotar. Pero ya, nunca, a estas Palabras para el desencuentro.