A la manera ejemplar de Luis Cernuda, quien agrupó a partir de 1936 su obra presente y futura bajo el título La realidad y el deseo, Francisco Brines Bañó (Oliva, Valencia, 1932) impuso a su corpus lírico el nombre de Ensayo de una despedida[1]. A un mismo tiempo, declaratoria vital y sugestiva poética, el rótulo enuncia fidelidades y credos respecto de la experiencia y del conocimiento que revela la poesía –a veces desde la oscuridad y la duda, la dicha fugaz y el avistamiento de la muerte–, y que el poeta integra a las hojas de su calendario como lecciones propiciatorias para la despedida final. Aprendizaje y ritual en el devenir progresivo –y, por momentos, alterno o en paralelo– de lo que celebra la oda y lo que ensombrece la elegía: la vida enamorada siempre en trance y en tránsito hacia el morir. La ecuación sedujo a Francisco de Quevedo y a Sor Juana Inés de la Cruz. En la obra del valenciano, esa dualidad se torna alianza, indagación conjunta, dilema corpóreo y anímico, por supuesto, siempre a distancia de metafísicas puristas o cosas parecidas, como sucede en la obra de Constantino Cavafis, otro de sus capitanes en el arte de nombrar el jardín de las delicias desde la pérdida o los años de la vejez.
“Ha escrito su obra concisa y exigente, desde la aparición de Las brasas (1960) hasta el volumen anunciado bajo el título Donde muere la muerte (2021), que aparecerá en la víspera de la entrega del Premio Cervantes este próximo abril de 2021”.
En tales coordenadas estéticas vitales ratifico esta afirmación del propio Brines realizada hacia 1965: “De las múltiples especies de poesía lícita que existen, dos hay que desestimo personalmente: la que hace de la poesía ocasión de buscado ejercicio retórico, y la que es expresión de mera diversión o juego. Y en contraposición, dos hay que estimo por sobre todas las demás: la que se ejercita con afán de conocimiento, y la que revive en mí la pasión de la vida”[2]. Bajo esa congruencia ha escrito su obra concisa y exigente, desde la aparición de Las brasas (1960) hasta el volumen anunciado bajo el título Donde muere la muerte (2021), que aparecerá en la víspera de la entrega del Premio Cervantes este próximo abril de 2021.
“El atardecer, la nostalgia y la soledad marcan el territorio de Brines”.
A finales de los ochenta comencé a leer a varios de los poetas que hoy la historia de la literatura española agrupa como generación del 50, clasificación que abarca a autores nacidos entre 1924 y 1939[3]. En un primer recorrido me deslumbraron –es decir, me reclutaron en su orbe “de luz no usada”– Claudio Rodríguez, José Ángel Valente y Jaime Gil de Biedma, tan distintos y tan distantes en sus escrituras y en sus posicionamientos. Muy posiblemente el gusto y el reconocimiento que tuve desde mi contacto primero con la obra del autor de Don de la ebriedad me preparó el terreno para realizar una relectura de la poesía de Francisco Brines. En ambos poetas la divisa de la emoción –asunto ajeno a la confesión y a la sinceridad– es consustancial en sus respectivos discursos. Pero también hay marcadas diferencias. En Rodríguez la claridad, la celebración, el júbilo son ámbitos protagónicos, mientras que el atardecer, la nostalgia y la soledad marcan el territorio de Brines. José Olivo Jiménez y Juan Carlos Abril, dos críticos atentos de esta obra, han subrayado la constancia de ciertos tópicos formales y temáticos; el primero destaca que su poesía está “hecha de una fuerte conciencia de soledad, [y] una definida voluntad clásica de forma”[4]. Para Abril, la presencia de la casa y del jardín que abrigaron la infancia del poeta –la mítica casona de Elca[5], entre el Mediterráneo y la montaña del Montgó– aparecen y reaparecen en sus versos a modo de arcadia y paraíso perdido, cónclave de fantasmas entrañables, terraza de evocaciones epicúreas, huerto donde el presente embosca al pasado y seduce al futuro:
La casa esplende bajo el sol tardío;
el tiempo es una luz ya muy cansada.
[…]
Y todo pudo ser, pues fue vivido,
y este rumor de tiempo que yo soy
recuerda, como un sueño, que fue eterno.
(“La fabulosa eternidad”, El otoño de las rosas,1986).
El encuentro con la poesía cernudiana en 1964, en particular con el libro Como quien espera el alba, cimbró la sensibilidad del joven Brines. Muchos años después, con motivo de su ingreso en la Real Academia Española, el valenciano explicaría en detalle los efectos y las resoluciones en su escritura al entrar en contacto con la lírica del sevillano, con ese mundo de sensualidad y escepticismo, a veces cáustico y cubierto por “el negro sol de la melancolía”, introspectivo por método propiciatorio para, llegado el momento, salir a la superficie y vaciarse con todos sus sentidos en esa realidad equívoca y perecedera: “Nadie como Cernuda, en mi experiencia lectora, había sabido incorporar con tanta verdad y completud al hombre que él era en las palabras escritas. Era una experiencia que me conmocionaba y una posible lección de proyección personal en el poema”[6]. Pronto las lecciones de un espíritu tan afín al de Brines se vieron asumidas en los tres poemas que reuniría en Materia narrativa inexacta (1965)[7], donde, con soltura y amplitud, el monólogo dramático que Cernuda aprendió de Robert Browning se despliega en un discurso lírico y narrativo, incluso ensayístico, en varios niveles de expresión.
El recurso narrativo-dramático seguirá replicándose en las próximas estaciones de la obra de Francisco Brines. A veces, desde la visión y el hilo de un narrador omnisciente, el poema proyecta su devenir vía una especie de monólogo interior que afirma y especula, se conmueve y decepciona, se aburre y asombra; en otros momentos, la voz y la conducción lírica recaen en un personaje histórico reconocible o anónimo que le permite al poeta una distancia objetiva para manifestar sin recato –desde la primera persona del singular–, experiencias y cavilaciones íntimas. Un ejemplo supremo del primer procedimiento lo ubico en “La piedra del Navazo” y, de la segunda manera, en “La mano del poeta (Cernuda)” y “Relato del superviviente”, pertenecientes a Palabras a la oscuridad (1966). En este último poema, el relato a través de un desfile de ciudades donde el deseo erótico tuvo reino, muertes y resurrecciones, permite decir a Brines, sin ostentación y banalidad, el nombre de su amor verdadero: “Y en los ciegos umbrales de locales nocturnos / gasta el muchacho su mirada / no para ver virtud, sino la paz de los pecados en penumbra”.
“Insistencia en Luzbel arrastra asuntos filosóficos al discurso poético, dilucida con imágenes y metáforas conceptos como la nada, la realidad, el lenguaje o el tiempo”.
Después de cursar estudios jurídicos en Deusto, Valencia y en Salamanca, el joven poeta se mudaría a Madrid para tomar clases en Filosofía y Letras, frecuentar la tertulia en casa de Vicente Aleixandre, convivir con artistas visuales y del mundo teatral. Tiempo atrás, había sido lector de literatura española en las universidades de Oxford y de Cambridge, sus años ingleses, recapitulados en varios poemas de Palabras a la oscuridad. Con la publicación de la Antología de la nueva poesía española (1968) de José Batlló, el valenciano reconoce a sus compañeros de ruta, la mayoría simpatizantes de la poesía social, algunos con ciertas reservas, Brines entre ellos. La dictadura franquista contaba sus últimos años. España abría sus puertas al mundo y trataba de recuperar el tiempo perdido en odios y pesadillas. En este periodo de transición y cambios escribirá y publicará dos de sus libros capitales, Aún no (1971) e Insistencias en Luzbel (1977). Prevalecen en su registro el clasicismo de la dicción, el equilibrio y la transparencia aprendidos, desde su ópera prima, en Juan Ramón Jiménez, la sintaxis discontinua de ciertos pasajes, oscura por momentos, arsenal retórico sustantivo a los que ahora suma mordacidad y nihilismo, arranques epigramísticos, nostalgias de reinos perdidos, desolación y vacío en torno de ciertas encrucijadas de la vida. Hay menos literatura y más experiencia trasvasada a sus poemas. La conciencia del paso del tiempo se define, a partir de estas dos obras, como una constante temática que se expondrá cada vez más cruda y devastadora en los libros por venir. En cierto sentido, la mordacidad deviene en desacralización de tópicos como el amor y la poesía. En “Sombrío ardor”, Brines nulifica cualquier trascendencia romántica de la pasión amorosa: “Los encuentros del cuerpo, sin amor, / sólo son actos de tiniebla. Nada / perdura en mí de aquellos miembros, dicha, / fuego, sonrisa. El sombrío ardor / desvaneció su huella en la memoria, / dejó sólo un cansancio”. En tanto, en “Poeta póstumo” pasa a cuchillo en pocos versos –que recuerdan a Catulo y a sus imitadores– las mitologías del arte poético y de sus oficiantes respecto del compromiso social y la contingencia histórica:
Viejo poeta amigo, ya los tiempos
serán tan diferentes, cuando editen
tus versos censurados, que leídos
serán tan sólo ya banalidades,
como banales son esos sucesos
que ahora cuentan de ti tus enemigos
con prosa no mejor que tus poemas.
Ahora que releo Insistencia en Luzbel, me atrae la posibilidad de cotejarlo con dos libros de Eduardo Lizalde: Cada cosa es Babel (1966) y Al margen de un tratado (1981-1983). Los tres volúmenes arrastran asuntos filosóficos al discurso poético. Estrictos contemporáneos, el español y el mexicano dilucidan con imágenes y metáforas conceptos como la nada, la realidad, el lenguaje o el tiempo. En el caso de Brines, el mito fáustico lo provee de coordenadas del imaginario colectivo para abordar los misterios y los silogismos de sus divagaciones. Desde el primer poema de dicho libro, “Esplendor negro”, pone las cartas al descubierto: “Valen igual Serenidad y Vértigo, / pues las palabras están dichas desde la noche de la tierra, / y las palabras son expresión de un engaño”. La insuficiencia del lenguaje, el ocultamiento de la realidad al ser nombrada por las palabras, el decir como enemigo de lo que nombra. Para Lizalde la situación no es muy distinta: “Para nombrar un ciervo / hay que tener mejores músculos que el ciervo”. El engaño que encarna la divinidad toca a Luzbel –a ese gran seductor verbal–, que replica el efecto en la experiencia y el conocimiento del mundo. La realidad es un silogismo. El resultado es la nada que Brines define en estos dos versos: “Lo pensáis como un frío, más esa es vuestra carne. / No afirma y nada niega su firme coherencia”. De cara a tan caótico y oscuro panorama, en el último poema del libro, “El porqué de las palabras”, se acepta la derrota del “mezquino idioma” (Bécquer dixit) en una especie de mea culpa en la cual el poeta asume los desastres y las miserias de su desaforada empresa de nombrar el mundo como en el principio de los tiempos.
No tuve amor a las palabras;
si las usé con desnudez, si sufrí en esa busca,
fue por necesidad de no perder la vida,
y envejecer con algo de memoria y alguna claridad.
[…]
Las palabras separan de las cosas
la luz que cae en ellas y la cáscara extinta,
y recogen los velos de la sombra
en la noche y en los huecos;
[…]
Mirad al sigiloso ladrón de las palabras,
repta en la noche fosca,
abre su boca, y está mudo.
El proceso de escritura del flamante Premio Cervantes –como se observa en el tiempo de aparición que media entre cada uno de sus libros– es lento y meditado, ajeno a las prisas y coyunturas sociales o del mercado. En tal sentido, la aparición de El otoño de las rosas en 1986 y de La última costa en 1995 fueron, para “la inmensa minoría”, verdaderos acontecimientos. El primer título está llamado a ser, como lo advirtió en su momento Carlos Barral, un clásico de la poesía española. En sus páginas encontramos al mejor Francisco Brines, cima de plenitud de una poética de claroscuros donde la emoción empató con la lucidez, maniobra de prodigiosa intensidad y belleza. Dicho libro obtuvo el Premio Nacional de Poesía [de España] y mostró, por primera vez en el corpus brineano, una visión de optimismo y júbilo en varios poemas, fervor y gratitud por los frutos recibidos de la vida, no obstante su fugacidad y sus miserias. Una celebración otoñal y en sordina, pero celebración al fin. “El camino hacia la constatación afirmativa de la vida”[8], apuntaría José Olivo Jiménez.
“Yo vivo el erotismo, no hablo ahora exactamente del amor, con la intensidad del tiempo que quemamos gozándolo”.
Francisco Brines
El índice de El otoño de las rosas da también cabida a los encuentros furtivos del placer por el placer, estancias epicúreas de Levante o del norte de África revividas desde el éxtasis carnal. En cualquier antología de la lírica erótica, poemas como “Huerto en Marrakech”, “Los veranos”, “Erótica secreta de los iguales” o “El más hermoso territorio” serán invitados de lujo. Sensuales ventanas indiscretas, en cada una de estas piezas –en sugestiva clave homoerótica– se detiene el tiempo para sucumbir en el goce, es decir, en la renovada muerte de los cuerpos amados: “Hay en el lecho ardiente / un vacío de tiempo / y las sábanas huelen, si reposas, / al suave y acre olor del que nace la vida”. Espiritualidad y sexualidad, como en ciertos pasajes de Canto a mí mismo de Walt Whitman o en Ocnos de Cernuda, borran su cultural antagonismo para colocar el cuerpo humano –imantado por el deseo de ser y de estar en el otro– en una dimensión ritual. Sobre ese asunto comentaba el poeta en una entrevista: “Yo vivo el erotismo, no hablo ahora exactamente del amor, con la intensidad del tiempo que quemamos gozándolo; es la apropiación del presente en su estado más puro, sin conciencia del pasado ni del futuro, y, sin embargo, en muchos de mis poemas el acto sexual se me transforma en un espectro metafísico”[9]. El instinto biológico deviene, entonces, en comunión con el mundo:
¡Fueron largos y ardientes los veranos!
Estábamos desnudos junto al mar,
y el mar aún más desnudo. Con los ojos,
y en unos cuerpos ágiles, hacíamos
la más dichosa posesión del mundo.
(“Los veranos”)
En La última costa aparecerá con mayor calado el dictum elegíaco, tan consustancial en la obra de Francisco Brines; pero ahora será en una versión más desolada, aunque, con cierta paradoja, más serena y nostálgica. Es verdad que en su primer libro, Las brasas, el joven poeta avizoró en el apartado “Poemas de la vida vieja”, un paisaje de ruina y muerte. De aquella ficción poética, el presente volumen retoma su esbozo para levantar una cuadro más complejo, desvanecidas las coordenadas temporales, para avanzar por un territorio a veces fantasmal. Surge así, una vez más, la casona de Elca, sus padres y el niño que fue el autor, alumbrados por una luz velada de niebla y de irrealidad. La poesía como un rito de preparación a la muerte, incluso, como una primera incursión en su misterio. El último poema de la colección –que intitula al libro–, como si se tratara de una extensión del infierno de Dante –en específico el cruce del río Aqueronte del canto III–, anticipa la experiencia fúnebre y su destino en el más allá, donde, además, el hablante del poema habrá de reencontrarse con su madre en un orbe de intemporalidad y desasosiego:
Llegábamos exhaustos, con la carne tirante, algo seca.
Un aire inmóvil, con flecos de humedad,
flotaba en el lugar.
Todo estaba dispuesto.
La niebla, aún más cerrada,
exigía partir. Yo tenía los ojos velados por las lágrimas.
Dispusimos los remos desgastados
y como esclavos, mudos,
empujamos aquellas aguas negras.
Mi madre me miraba, muy fija, desde el barco,
en el viaje aquel de todos a la niebla.
Gracias a la edición de una muy completa antología, Jardín en la niebla (La Otra / Conaculta, 2015)[10], selección y prólogo de Juan Carlos Abril, el lector mexicano cuenta con un primer avistamiento de la obra de uno de los protagonistas de la poesía española contemporánea; un autor poco difundido de este lado del Atlántico, no obstante que en su país ha recibido los reconocimientos más importantes, el Premio Nacional de las Letras Españolas en 1999, el Premio Internacional Federico García Lorca en 2007, el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana en 2010 y el Premio Miguel de Cervantes en 2020. La antología mexicana cubre, prácticamente, todas las estaciones poéticas, incluso incorpora una sección de poemas no coleccionados, cuyo destino será el próximo libro del poeta, Donde muere la muerte.
En las tres ediciones más recientes del Premio Cervantes, los galardonados han sido poetas: Ida Vitale, Joan Margarit y, ahora, Francisco Brines. ¿Cómo interpreto esta coincidencia? En el historial del reconocimiento mayor para un escritor de habla castellana, de los 45 autores distinguidos, 19 son poetas; poetas en toda la extensión de la palabra. Hay narradores y ensayistas como Alejo Carpentier, Camilo José Cela, José Jiménez Lozano, Francisco Umbral o Fernando del Paso que escribieron y publicaron libros de poesía pero, cómo ocultarlo, sus méritos mayores se localizan en sus novelas y libros de ensayo. Contra toda valoración presente o pronóstico pesimista, la poesía parece ser que todavía importa. De vez en cuando, sale de sus catacumbas o desciende de su torre de marfil para iluminar, advertir o ampliar la existencia y el destino del hombre. En palabras de Francisco Brines, la razón de ser de la poesía se fundamenta porque “El poema comunica de inmediato un nuevo entendimiento, una inédita comprensión de la vida, y en él se asume una humanidad más ancha […] La poesía, tanto en quien la hace como en quien la recibe, es primordialmente un acto de intensidad; cumple, pues, una función exaltadora de la vida”.[11]
[1] Con este título apareció la primera reunión publicada en 1974 bajo el sello de Plaza & Janés; dicho compendio abarcó el periodo 1960-1971. Posteriormente, Visor publicaría una actualización de Ensayo de una despedida, cubriendo la etapa 1960-1981. La versión más reciente de la poesía reunida apareció en Tusquets, incluyendo prácticamente todos los libros de Brines publicados a la fecha, de Las brasas (1960) a La última costa (1997).
[2] Pedro Provencio, Poéticas españolas contemporáneas. La generación del 50. Madrid: Hiperión, 1988. P. 145.
[3] Evidentemente, no sólo esta premisa cronológica define a esta promoción poética, la segunda surgida en la posguerra. Los polos culturales de Madrid y Barcelona fueron morada y cuartel de varios de los poetas identificados en dicha generación. Bajo tal antecedente, un outsider como Antonio Gamoneda (1931), lejos de la vida literaria de aquellas ciudades, no se considera un autor de la generación del 50.
[4] José Olivo Jiménez, La poesía de Francisco Brines. Sevilla: Renacimiento, 2001. P. 29.
[5] Actual sede la Fundación Francisco Brines en Oliva, Valencia.
[6] Francisco Brines, Unidad y cercanía personal en la poesía de Luis Cernuda. Discurso de ingreso en la Real Academia Española. Sevilla: Renacimiento, 2006. Pp. 16-17.
[7] En 1965 Brines publicó la plaquette El santo inocente que reunía dos poemas, el que da nombre al volumen y el titulado “La muerte de Sócrates”. Posteriormente, de cara a la primera edición de Ensayo de una despedida, sumaría “La República de Platón”, agrupados en la sección de Materia narrativa inexacta.
[8] Olivo Jiménez, op. cit., p. 121.
[9] Provencio, op. cit., p.151. El fragmento citado pertenece a la entrevista publicada en Cuervo, Cuadernos de Cultura de Valencia, 1980. Pp. 19-41.
[10] Esta antología se reedita, en 2017, bajo el sello de la editorial valenciana Pre-Textos.
[11] Provencio, op. cit., p. 160.