Fenómenos de la naturaleza y circunstancias trágicas, como las guerras o las epidemias, confrontan a los seres humanos con la idea de un Dios que los ha abandonado, que está enojado o que los ha puesto a prueba. Así, para algunos, la naturaleza, el planeta todo, se comporta al antojo de la voluble divinidad que abandona a sus hijos o incluso los ataca, lo que la religión explica o justifica como un castigo. El no creyente también busca una explicación que a menudo encuentra en la lógica del Saturno que devora a sus hijos; tanto se ha maltratado al planeta, que se ve forzado a recomponer el orden para recuperar el equilibrio que impida su destrucción. Ello se da aniquilando a sus depredadores hijos.
Muchas obras del género funerario se inspiraron en los estragos causados por las numerosas epidemias que asolaron Europa en el último milenio.
La iconografía, la literatura y la música sobre la muerte son abundantísimas. Muchas obras del género funerario se inspiraron en los estragos causados por las numerosas epidemias que asolaron Europa en el último milenio. No pocos artistas enfrentaron su última batalla frente al enemigo invisible que finalmente los derrotó.
La devoción popular ha inspirado a grandes artistas obras sin parangón, como una descarnada súplica para que la divinidad conmovida aplaque una peste, o como muestra de gratitud por su término. En 1612, el compositor Claudio Monteverdi se mudó a Venecia. En la corte de Mantua había consolidado un enorme prestigio con obras como la ópera Orfeo, estrenada en 1607, y las Vísperas de la beata Virgen, de 1610. En Venecia, considerada la vanguardia de la música polifónica para voces e instrumentos, fungió como maestro de capilla de la basílica de San Marcos. Como una ironía del destino, en el verano de 1630 la peste arribó a Venecia procedente de Mantua, propagada por una misión diplomática que encabezaba Alessandro Striggio el Joven, amigo de toda la vida de Monteverdi y libretista de su Orfeo. Striggio tenía la consigna de pedir la ayuda veneciana contra las tropas imperiales alemanas que habían saqueado Mantua el año anterior y que además habían llevado la enfermedad a Italia.
Aunque Venecia no era ajena a la peste, vio su reaparición como un castigo divino por sus pecados, más que como un problema de sobrepoblación y de canales pestilentes. Cincuenta y cinco años antes, una terrible peste había cedido cuando los sobrevivientes, en penitente humildad, prometieron a Cristo erigir una gran iglesia como ofrenda de agradecimiento por su intervención. Cumplieron la promesa y, hasta la disolución de la república, el dogo y la Signoria[1] renovaban su gratitud anualmente el tercer domingo de julio, con una procesión sobre un puente de botes, que partía de San Marcos hacia la isla de la Giudecca, donde se había erigido la basílica del Redentor, diseñada por el gran arquitecto Andrea Palladio.
Durante la epidemia de 1630, los devotos habitantes de la ciudad de los canales recurrieron a la Virgen, en particular a la Madonna Nicopeia, Nuestra Señora de la Victoria, icono que aún se encuentra en un lugar de honor en la basílica de San Marcos. Este retrato bizantino de la Virgen y el Niño, atribuido popularmente a la mano del evangelista San Lucas, llegó a Venecia procedente de Constantinopla. Al igual que los hebreos portaban el Arca de la Alianza de Moisés cuando luchaban contra los canaanitas, el emperador usaba el icono como estandarte en sus batallas. Epicentro de intensa devoción desde la epidemia que había asolado a la ciudad en 1618, la efigie se trasladó de la sacristía al altar recién remodelado de San Juan Evangelista en el transepto norte, donde aún permanece.
Una vez libre la ciudad de la epidemia, el ministro de salud realizó una entrada triunfal acompañada por trompetas y tambores, y Monteverdi, entonces maestro de capilla de la basílica de San Marcos, combinó las trompetas con el coro en el Gloria y el Credo de la misa.
Doce años después, el 22 de marzo de 1630, Giovanni Battista Tiepolo (1619-1631), patriarca de Venecia[2], y la Signoria aparecieron en una atestada Plaza de San Marcos, donde un oficial del ministerio de salud anunció que la ciudad había quedado libre de la nueva epidemia. Doce trompeteros y doce tambores interpretaron una fanfarria, se disparó el codette –un cañón pequeño y ruidoso– y repicaron las campanas de todas las iglesias. La misa de acción de gracias a continuación fue una de las más solemnes de la Venecia del siglo XVII. La Madonna Nicopeia se colocó en el gran altar y se le rodeó de una gran cantidad de luces. El ministro de salud realizó una entrada triunfal acompañada por trompetas y tambores que permanecieron dentro de la iglesia. Los dos relatos que han sobrevivido señalan que Monteverdi, entonces maestro de capilla de la basílica de San Marcos, combinó las trompetas con el coro en el Gloria y el Credo de la misa. La nómina de los músicos muestra que sólo participaron dos trompetistas. Hubo más salvas del codette durante la lectura del Evangelio y en la consagración. Al término de la ceremonia, una enorme procesión que culminaría ante la Nicopeia salió de la iglesia, cruzó la plaza y pasó por el puente de embarcaciones hacia donde se levantaría la basílica de la Salute; ahí se entonaron un Te Deum y unos motetes. Tras ello, la procesión llevó de regreso a la Nicopeia a San Marcos, acompañada por los cantos de los penitentes.
La Madonna Nicopeia fue el culmen de los ejercicios penitenciales durante la peste. Cada sábado la imagen se retiraba de su nicho para portarse en una larga procesión al aire libre encabezada por el dogo y la Signoria, en la que la feligresía entonaba devotamente las letanías marianas. La primera procesión terminaba con la “ceremonia del voto”, una extensa misa durante la cual el dogo Nicolò Contarini pronunciaba un emotivo discurso que reafirmaba la devoción a la Virgen en gratitud a su intercesión y reiteraba la promesa de construir una nueva iglesia en su honor.
La insigne basílica se concluyó el 9 de noviembre de 1687. La peste ya había terminado, llevándose consigo ochenta mil venecianos y seiscientos mil cuerpos en el territorio de la república veneciana.
A fin de cumplir este compromiso con la divinidad, las autoridades de Venecia se pusieron en contacto con el gran Gian Lorenzo Bernini, pero finalmente se eligió el revolucionario proyecto octagonal del joven arquitecto Baldassare Longhena, discípulo de Andrea Palladio, para construir Santa Maria della Salute, nombre que llevaría la nueva basílica que se ubicaría a la entrada del Gran Canal. El día de la Anunciación, el 1 de abril de 1631, se colocó la primera piedra, aunque la construcción se iniciaría hasta siete meses después, pues fue necesario introducir 1 156 650 postes para ganarle terreno al mar. La insigne basílica se concluyó el 9 de noviembre de 1687. La peste ya había terminado, llevándose consigo ochenta mil venecianos y seiscientos mil cuerpos en el territorio de la república veneciana.
La noche de los espíritus danzantes
La devoción de los creyentes frente a las desgracias deja secuelas tanto en el ánimo como en la memoria. Unas se aprecian con los sentidos, otras permanecen en la conciencia. En la noche del 30 de abril al 1 de mayo, buena parte del norte y centro de Europa celebra la Noche de Walpurgis, fiesta de origen pagano que se asentó en Alemania, Suecia, Países Bajos, Finlandia, Bohemia, Eslovenia, Lituania, Letonia y Estonia. Surgida como opuesta a la festividad católica de Todos los Santos que se celebra el 1 de noviembre, su fecha no fue fruto del azar: entre una y otra festividad media un lapso de seis meses, como si la Europa pagana estuviera en las antípodas de la Europa cristiana.
Sin embargo, el origen es cristiano, pues fue un 1 de mayo –de 870– cuando los restos de Walpurga de Heidenheim, abadesa inglesa y futura santa –aún no había sido canonizada–, se trasladaron a Eischstätt, Alemania. Los cristianos alemanes la proclamaron patrona de la lucha contra “plagas, rabia, tos ferina y contra la brujería”.
Las celebraciones paganas comienzan con danzas, luego se enciende una enorme hoguera y retumban los tambores. Al extinguirse el fuego de la medianoche, se le da la bienvenida a quien traerá consigo la salud y la fecundidad, a la sucesora de todas las brujas: la Reina de Mayo.
Dos obras de Johann Wolfgang von Goethe se intitulan La noche de Walpurgis, siendo la más memorable la segunda, en la que Fausto describe de manera bastante convencional la escena romántica de un sabbat de brujas. Tan temprano como 1799, el poeta empleó el ambiente del jolgorio pagano de medianoche para contrastar dos escuelas de pensamiento irreconciliables –la católica y la pagana–, en agitación turbulenta. A esta cantata la denominó Primera noche de Walpurgis, para distinguirla de las noches de Walpurgis incluidas en la primera y en la segunda parte de Fausto.
Goethe había propuesto al compositor Carl Friedrich Zelter, amigo y consejero, que musicalizara la balada, pero este siempre encontró justificaciones para retrasar su trabajo: “No he tenido el estado de ánimo que me permita comprender la obra como un todo”, fue una de sus mejores excusas. El boceto lo conservaría entre sus papeles por más de quince años antes de trasladar la tarea a Felix Mendelssohn.
En el pequeño Mendelssohn, procedente de una distinguida familia judía de Berlín, Goethe oía el eco de una música en la que los ideales de su juventud cobraban vida nuevamente.
En noviembre de 1821, Zelter presentó a Mendelssohn, entonces de doce años de edad, con Goethe, quien, sesenta años mayor, resultaba una figura olímpica modelada por los años y por su propia gloria. El anciano entendía poco de música, como en su momento escribieron Ludwig van Beethoven y Franz Schubert. Desde temprana edad, Goethe había mostrado cierto respeto y admiración por la claridad y el equilibrio de las melodías de Wolfgang Amadeus Mozart; pero en el pequeño Mendelssohn, procedente de una distinguida familia judía de Berlín, oía el eco de una música en la que los ideales de su juventud cobraban vida nuevamente. Por su parte, Mendelssohn sintió, a partir de entonces, un interés especial por el célebre escritor, una influencia importante y fuente de inspiración para el joven compositor, quien lo visitó en cuatro ocasiones, la última en Weimar, antes de su partida a Italia en 1830. Entre los materiales de lectura que Mendelssohn llevó consigo en su largo viaje se encontraba la balada La primera noche de Walpurgis.
Resulta difícil hablar de una colaboración entre ambos. La primera pieza importante de Mendelssohn inspirada en obras de Goethe es la obertura Mar en calma y viaje feliz, presentada al público en 1832, año en que murió el poeta. Además, resulta dudoso que este hubiera realmente apreciado una composición que rendía homenaje a Beethoven.
Mendelssohn comenzó la composición de La primera noche de Walpurgis en Viena y la terminó en Italia en 1831, pero la obertura no estaría lista hasta después de un año. Por sus cartas resulta claro que el texto motivó su imaginación debido a la ambigüedad de su significado, que a simple vista parece de tono pagano. El propio Goethe le escribió sobre este punto: “Tiene la intención de ser sumamente simbólico en el sentido más sincero; pues en la historia del mundo es inevitable que lo antiguo, lo sólidamente establecido, lo comprobado, sea desechado por las innovaciones que se dan naturalmente, y lo que no es destruido, será, por lo menos, acorralado dentro de los confines más estrechos posibles”.
La primera noche de Walpurgis puede verse como una sátira a la superstición y la intolerancia de una Iglesia institucionalizada; Iglesia sobre la que Mendelssohn tenía opiniones sumamente críticas. Apenas resulta sorprendente, por lo tanto, que sus pensamientos incidan sobre un catolicismo centralizado durante su estancia en Italia, donde percibió claras señales de intolerancia. Compuso esta cantata en 1831 y la revisó antes de publicarla –como su opus 60–, en 1843. Al escucharla ese año en Leipzig, Hector Berlioz exclamó: “Esta es una obra con múltiples rasgos admirables… una verdadera obra maestra”.
Las epidemias han propiciado cambios muy significativos a lo largo de la historia sobre la manera de vivir y morir, y la forma de entender a la muerte como una confrontación del ser humano frente a sí mismo.
De fiesta durante la peste
César Cui es el miembro menos conocido del grupo de cinco compositores nacionalistas rusos formado por Mili Balákirev, Nikolái Rimsky-Kórsakov, Modest Músorgski y Aleksandr Borodín, que se granjeó el apelativo de El Gran Puñado o el Grupo de los Cinco, cuya intención era crear un estilo musical verdaderamente ruso basado en las ideas nacionalistas del gran Mijaíl Glinka. Cui nació en Vilna, Lituania, el 18 de enero de 1835. Su padre, de origen francés, sirvió como oficial en la Grande Armée de Napoleón durante su fatídica invasión a Rusia en 1812, y su madre, Julia, era una noble lituana. Hasta los 13 años de edad, el joven César estudió en el gimnasio de Vilna y durante una breve temporada tomó clases de música con el compositor polaco Stanisław Moniuszko, recordado sobre todo por su notable ópera Halka. No terminó sus estudios en Vilna debido a que sus padres decidieron enviarlo a San Petersburgo para que se reuniera con sus hermanos Alexander y Napoleón. Se graduaría en la Academia de Ingeniería Militar de San Petersburgo como especialista en fortificaciones militares, aspecto sobre el cual escribió varios ensayos técnicos, como Las fortificaciones de campo, que en 1892 contaba con seis ediciones, y de esta materia fue tutor del infortunado zar Nicolás II durante un tiempo. Sería determinante el primer encuentro de Cui con Balákirev, a la sazón un joven de 18 años, recientemente llegado a San Petersburgo, quien se convertiría en el líder reconocido del Grupo de los Cinco. Autodidacta y sumamente talentoso, Balákirev pronto asumió el papel de mentor musical de Cui y fomentó vivazmente sus aspiraciones creativas. “Él era mamá gallina y nosotros sus pollitos”, escribiría Cui sobre él, muchos años después.
Posteriormente conocería a otro músico ruso quien tendría un profundo impacto en su desarrollo musical: Aleksandr Dargomyzhsky. Su ópera Rusalka, estrenada en mayo de 1856, le impactó por su realismo dramático y el uso radical de la declamación vocal, lo que resultó una revelación y lo animó a escribir, a lo largo de un año, El prisionero del Cáucaso, su primera ópera. Aunque resultó bastante convencional, Dargomyzhsky claramente confiaba en el talento de Cui, pues dejó instrucciones para que terminara El convidado de piedra, la ópera que Dargomyzhsky dejó inconclusa al morir en 1869.
Cui, considerado el más dramático del grupo, era apreciado sobre todo por sus numerosas canciones y óperas. Sin embargo, la posteridad lo ha recordado principalmente como autor de miniaturas encantadoras de romances y piezas para piano, juzgadas algo ligeras.
Considerado como el más “dramático” de los compositores del círculo de Balákirev, Cui era apreciado sobre todo por sus numerosas canciones y óperas. Sin embargo, desde su muerte en 1918, la posteridad lo ha recordado principalmente como autor de miniaturas encantadoras de romances y piezas para piano, juzgadas algo ligeras. Pocas de sus quince óperas han logrado mantenerse vigentes, aunque algunas de sus cuatro óperas para niños, como El héroe de nieve y El gato con botas, han tenido cierto éxito. En su época, dos de sus óperas, William Ratcliff –basada en la tragedia homónima de Heinrich Heine– y Angelo –sobre el drama homónimo de Victor Hugo–, alcanzaron fama, siendo muy alabadas por el crítico Vladimir Stasov, acérrimo defensor de la causa de los Cinco, que consideró a Angelo como la “obra suprema”.
Su adaptación de La hija del capitán de Aleksandr Pushkin, estrenada en 1911, fue una de sus óperas más exitosas, al igual que El festín durante la peste, inspirada asimismo en una obra de Pushkin.
Comparado con los otros miembros del grupo, Cui fue más ecléctico al elegir los temas de sus óperas. Con frecuencia se vio atraído por los escritores franceses (Jean Richepin, Alexandre Dumas, Guy de Maupassant y Prosper Mérimée), pues se sentía incómodo en el manejo de los libretos rusos. No obstante, a partir del cambio de siglo, los temas rusos empezaron a aparecer sistemáticamente en sus obras escénicas. Su adaptación de La hija del capitán de Aleksandr Pushkin, estrenada en 1911, fue una de sus óperas más exitosas en el último período de su carrera, al igual que su ópera Festín durante la peste, inspirada asimismo en una obra de Pushkin, la cual conforma las Pequeñas tragedias (1830), junto con El convidado de piedra, Mozart y Salieri y El caballero avaro.
El centenario del nacimiento de Pushkin, en 1899, fue ampliamente celebrado en Rusia. Sus poemas y obras dramáticas habían sido durante mucho tiempo una rica fuente de inspiración para los compositores rusos y los cuatro dramas cortos, conocidos en conjunto como las Pequeñas tragedias, resultaron particularmente adecuados para su adaptación a óperas. El convidado de piedra de Dargomyzhsky, iniciada en 1866, fue la primera; Nikolái Rimsky-Kórsakov siguió en 1897 con Mozart y Salieri, la más conocida. Completaron la serie El festín durante la peste de Cui, que data de 1900, y El caballero avaro de Serguéi Rajmáninov, estrenada en 1906. Un rasgo particular de las Pequeñas tragedias es que en cada una se explora un aspecto psicológico de la naturaleza humana frente a un momento crítico provocado por la pasión, la envidia, el temor y la obsesión. Pushkin tomó la idea de Festín durante la peste del poema dramático en tres actos La ciudad de la peste, del escritor escocés John Wilson (1785-1854), que se desarrolla entre 1664 y 1665, periodo de la epidemia que acabó con la vida de unas 100 000 personas en Londres y que al parecer se originó en los Países Bajos. El argumento de la ópera es el siguiente. Walsingham preside un círculo de amigos reunidos para un festejo, quizá por última vez. La peste ya se ha llevado a uno de ellos, Jackson, cuya silla está vacía. En ese momento crítico un joven pregunta: “¿Cómo ha de enfrentarse el temor a la muerte?”. La primera respuesta la expresa Mary con una emotiva canción a su patria escocesa, donde afirma que sólo queda la fatal resignación. Pero Luisa piensa que Mary sólo está jugando con sus emociones. Interrumpen la cínica diatriba de Luisa los rechinidos de una carroza fúnebre que va pasando. Esto hace que se desmaye y cuando recobra el sentido pregunta si sólo fue un sueño. Nuevamente el joven del grupo trata de levantar el ánimo y le pide a Walsingham que cante algo en honor de la peste. Él ofrece una segunda respuesta con el “himno en honor de la peste”, en el que declara: “Hay emoción en el fragor de la lucha, y al borde de un abismo; el temor a la muerte puede ser derrotado viéndola directamente a la cara”. Poco después, llega un sacerdote que reprende a los fiesteros por celebrar un “banquete y por sus canciones en las que se burlan de la muerte”. Luego le recuerda a Walsingham que su madre y su esposa han fallecido recientemente y lo invita a poner sus pensamientos en el cielo –y con ello ofrece la tercera respuesta sobre cómo enfrentar a la muerte–, pero Walsingham lo corre para luego perderse en sus meditaciones. Los participantes regresan al banquete, interrumpido a ratos por las lamentaciones lejanas de una procesión fúnebre.
Sofía Gubaidúlina, compositora rusa contemporánea, retomará el Festín durante la peste. La compleja obra Feast during a plague (2005) está llena de yuxtaposiciones. Aunque el título procede del drama de Pushkin, su argumento es un pretexto para que Gubaidúlina reflexione musicalmente sobre la decadencia de la vida moderna y el egoísmo de quienes piensan en divertirse, indiferentes a los sufrimientos del mundo y a las graves consecuencias de una pandemia que incluso podría acabar con el planeta. De alguna manera, siempre hemos vivido bajo los efectos de la peste ocasionada por la depreciación sistemática de la moral. A continuación transcribimos sus ideas en torno a su obra y su relación con la peste.
Me parece que el título de esta pieza se justifica. No soy la única, mucha gente en nuestro tiempo percibe o reconoce las grandes calamidades que aquejan a la humanidad como la disminución del nivel moral de la sociedad y el aumento del odio en nuestras almas. El contraste entre este panorama de enfermedades físicas y morales y el hecho de que una gran parte de la población sólo piense en darse un banquete y divertirse, crea una situación típica que ha sido retomada innumerables veces como tema para incontables obras artísticas. Surge así un cargo de conciencia del que es imposible evadirse, aunque uno quisiera deshacerse de él, de superarlo.
Ciertamente este aspecto –continúa la compositora– está presente en la composición, pero sólo a nivel superficial. En realidad, el punto central de la obra consiste más que en la expresión del espíritu, en la creación de una metáfora puramente musical –es decir, sonora– comparable a esa condición. Y el potencial de tal metáfora existe en la música; en esencia, el principio del origen y el principio de la desaparición del mundo se encuentran metafóricamente comprendidos en la propia naturaleza acústica de las relaciones sonoras.
El hecho de que toda unión de dos tonos distintos genere dos tonos suplementarios –por ejemplo, mi bemol mayor tiene su relativa en do menor; y fa mayor, en re menor– puede considerarse una metáfora de la creación. Aparte hay otros aspectos que podrían considerarse reflejo de los principios cósmicos. Por ejemplo, el intervalo de la segunda menor da origen en un registro muy bajo a una combinación de sonidos que se oyen como una frecuencia cardiaca. Metáforas de creación y destrucción. Pero si esta pulsación se acelera continuamente, entonces los intervalos de los armónicos se verán afectados y, en consecuencia, su resonancia será más larga. De esta manera, si se distancian entre sí, los sonidos reducen la tensión del intervalo. Retomando el inicio, me gustaría agregar que a fin de eliminar y vencer la peste, necesitamos abordar genuinamente –es decir, creativamente– las siguientes cuestiones:
— Reconocer lo que es una peste (sin derecho de asustarnos por ella).
— Valorar si tenemos la suficiente fuerza interior para vencerla; si no, entonces tratar de mostrarnos ajenos a la peste, para crear un círculo mágico alrededor de nosotros.
Las respuestas a estas preguntas:
1. La “peste” es una condición de la desintegración progresiva del tejido de nuestros sentidos, sentimientos, pensamientos y la vida misma (oculta, casi siempre, detrás de una condición de diversión febril).
2. Vencer a la “peste” es posible sólo a través de la reconstrucción gradual del tejido desintegrado de la vida. Este es el núcleo espiritual sin el cual la humanidad está condenada ya sea a la extinción, o a algo incluso peor: la mutación en un ejército de clones.
3. “Sobrevivir a la peste” se puede lograr sólo si se tienen las raíces y el hogar de uno. “Ordena tu casa” –no es por nada que estas palabras sean claves para Johann Sebastian Bach en su cantata BWV 106, Actus tragicus.
De esta manera –continúa Gubaidúlina–, llegamos a la pregunta que es tan antigua como la tierra misma: ¿Qué es mejor, ver o cerrar los ojos? ¿Saber o no saber? ¿Ser o parecer materialista? Resulta imposible una respuesta sencilla (como lo fue, incidentalmente, para Alexander Pushkin en Festín durante la peste); la tarea del artista es “únicamente” reconocer el problema en toda su magnitud y ofrecer su punto de vista al oyente. El artista no juzga; incluso en condiciones de un festín histéricamente interminable, la responsabilidad del artista es crear una opinión realista, y si hay alguna, hay esperanza.
Grandes desgracias ocurren a causa de las pandemias, purgas naturales e injustas; por ello, por los difuntos y por quienes entregan día a día su vida para alcanzar la salud de los demás, estamos obligados a reconstruir un mundo que no puede ser igual, tiene que ser mejor.
Referencias bibliográficas:
Gubaidúlina, Sofía. Feast during a plague. Full score. Nueva York: G. Schirmer, 2005.
Köhler, Karl-Heinz, “A work of many admirable features” (Berlioz). Berlín: Berlin Classics, 1992.
Labie, Jean-Francois. Die erste Walpurgisnacht [Cd]. París: Erato, 1990.
Taylor, Philip. César Cui [Cd]. Colchester: Chandos, 2004.
Tellart, Roger. Vespro per la Salute. París: Pierre Verany Disques, 1997.
[1] La Signoria de Venecia o Serenissima Signoria constituía el órgano supremo de la República de Venecia, tras sustituir a la comuna en 1423. Este conjunto incluía, además del dogo, a seis consejeros y un tribunal. (N. del e.)
[2] Se designa patriarca a los obispos que presiden iglesias o sedes episcopales. La o las diócesis sujetas a la autoridad de un patriarca reciben el nombre de patriarcado. El de Venecia (en latín Patriarchatus Venetiarum) corresponde a la región eclesiástica de Triveneto. Antiguamente este obispo poseía atributos de cardenal, aunque no lo fuera. El rango de patriarca lo concedió la Iglesia en 1451. (N. del e.)