Cuando he tenido la oportunidad de dar visitas guiadas en el Museo del Templo Mayor, el punto álgido del recorrido se centra en la Sala 4. Mientras la mirada de la mayoría de los visitantes es atraída casi magnéticamente por el ventanal que les descubre la magnitud de la zona arqueológica –y la complejidad de nuestra moderna urbe metropolitana–,conduzco a los distraídos visitantes a su lado derecho para regresarlos a la media luz y a la sensación de encontrarse en la cima, en la cima del Templo Mayor. Un tiro de más de cuatro metros nos separa de la diosa lunar Coyolxauhqui y nos permite observarla con el ángulo y la perspectiva a escala de sus creadores originales. La escultura fue diseñada para colocarse en el piso y a los pies del Templo Mayor de Tenochtitlan. Específicamente, en el lado de la escalinata que conducía a la capilla de Huitzilopochtli, su dios patrono.
La brillante museografía del arquitecto Pedro Ramírez Vázquez y la curaduría propuesta por Eduardo Matos Moctezuma logran captar la esencia de esta monumental escultura y comunicarla a través de percepciones que el propio visitante experimenta. Por supuesto, las muestras de asombro de chicos y grandes, nacionales o extranjeros, devotos de la historia o escépticos del pasado mexica, sin distinción, se articulan al instante.
La fuerza de la imagen, la promesa de permanencia
Para quienes nacimos después de ese 21 de febrero de 1978, o éramos entonces muy niños, la Coyolxauhqui es una vieja conocida que da la impresión de que siempre estuvo ahí. Nos cuesta creer que antes de esa fecha ni ella ni la zona arqueológica de una hectárea existían en el paisaje urbano del Centro Histórico, que pasaba un tranvía por la calle de Guatemala o que sólo existía un modesto Museo Etnográfico que resguardaba una discreta esquina del edificio prehispánico.
Es quizá la ilusión que sugiere la propia piedra como materia prima del arte, su promesa de fortaleza y permanencia ante un mundo que cambia constantemente. La cantidad de roca volcánica que para muchos sugiere una marejada de etapas constructivas en la zona arqueológica, también otorga esa sensación de estabilidad. “Sobre lo inestable lo firme”, reza un lema en latín que aparece en un fabuloso cuadro barroco sobre la fundación de Tenochtitlan, resguardado por el Museo Nacional de Historia en el castillo de Chapultepec.[1]
Esa mole de piedra, estuco y madera que era el Templo Mayor se alzaba majestuosa en el centro ceremonial de Tenochtitlan. Era un centro de centros, visible desde las cuatro parcialidades de la ciudad y aún más allá. Como representación del monte sagrado, conectaba con los niveles del inframundo y los cielos divinos, era la casa de los dioses Huitzilopochtli y Tláloc. En su cúspide se llevaban a cabo las ceremonias más importantes de la liturgia mexica, su plaza era el espacio en el que se congregaba al pueblo para eventos políticos relevantes, como el anuncio de la muerte y la nueva designación de los tlatoque.
Coyolxauhqui formaba parte de la liturgia relacionada con el mito del nacimiento de su hermano y rival Huitzilopochtli.
Su arquitectura remite una y otra vez al mito del nacimiento de Huitzilopochtli. Se trata de distintas claves que le permitían al creyente trasladarse del ámbito mundano al divino y formar parte activa de las ceremonias que los comunicaban con sus dioses. Eduardo Matos fue el primero en observar esta tendencia del edificio (Matos Moctezuma, Vida y muerte en el Templo Mayor2003). Por supuesto, no se trataba de una corazonada, sino de años de estudio, cientos de lecturas y del análisis de los resultados de la excavación arqueológica que dirigió magistralmente por años, y que ahora encabeza con la misma pasión y compromiso Leonardo López Luján.
Así, como señala Matos, Coyolxauhqui formaba parte de la liturgia relacionada con el mito del nacimiento de su hermano y rival Huitzilopochtli. Se encontró un conjunto de esculturas en la etapa III de la pirámide[2], que representan a los centzonhuitznahuaho cuatrocientos hermanos de Coyolxauhqui, así como otras tres versiones de esta diosa que correspondían a distintas etapas del edificio prehispánico. El propio Templo Mayor, con sus piedras saledizas y cabezas de serpiente, alude al lugar en el que se dio la batalla mítica entre el Sol y la Luna: el cerro de la serpiente o “Coatépetl” en náhuatl. Gracias al trabajo del Programa de Arqueología Urbana y del Proyecto Templo Mayor, se han identificado espacios contiguos que podrían formar parte del mito, como el Apétlac, Coaxalpan y Tzompantitlan (López Austin y López Luján 2017). Finalmente, Leonardo López Luján ha señalado que también, en las ofrendas depositadas en el edificio y ciertos sacrificios, se rememoraba el mito del nacimiento de Huitzilopochtli, basado en sus más recientes estudios de las ofrendas 111, 167 y 176. En ellos destaca la presencia de dos infantes que podrían haber sido la representación –o ixiptla– de este dios (López Luján 2022).
La diosa que debía morir
La Coyolxauhqui, que fue encontrada aquella noche del 21 de febrero por trabajadores de la Compañía de Luz y Fuerza del Centro, en el cruce de la calle de Guatemala y Argentina, pertenece a la etapa constructiva IVb del Templo Mayor, por lo que Eduardo Matos calcula que su elaboración fue realizada aproximadamente en 1469 d. C. En la fuerza de sus formas, el emotivo tallado del maestro escultor y la compleja iconografía reside una belleza singular. Ya Matos ha hecho una descripción, no sólo detallada, sino también llena de sensibilidad estética referente a la diosa, que recomiendo ampliamente, en el célebre libro Escultura monumental mexica, escrito a dos manos con López Luján (Matos Moctezuma, Vida y muerte en el Templo Mayor 2003).
Estamos frente a una entidad femenina vencida, decapitada y desmembrada.
La arqueología y la antropología son incómodas por naturaleza, de ahí deviene paradójicamente su importancia.
A muchos de los visitantes hoy les sorprende que los mexicas hayan representado a esta diosa en su fatal desenlace y no, por ejemplo, durante la batalla o antes de ella. A algunos incluso les resulta chocante enterarse de su destino cuando escuchan la narración del mito: estamos frente a una entidad femenina vencida, decapitada y desmembrada.
Y es que la arqueología y la antropología son incómodas por naturaleza, de ahí deviene paradójicamente su importancia. Nos enfrentan a puntos de vista y tradiciones distintas a las que tenemos hoy, remueven los fundamentos de nuestras propias creencias y nos recuerdan que nada es permanente o “natural” cuando se trata de lo social. Más bien, que el ser humano, en su larga trayectoria histórica, ha respondido con una variabilidad sorprendente a los retos que el mundo y sus congéneres le presentan. Conocer esta baraja de alternativas nos auxilia ahora para entender que no hay caminos únicos o exclusivos, y quizá, tomar mejores decisiones.
Nuestro punto de partida es por qué debía morir Coyolxauhqui.
Alfredo López Austin dedicó muchos años de su vida a estudiar los mitos mesoamericanos. En sus clases nos recordaba a menudo que en ellos existen partes fundamentales y otras secundarias que se aderezan, intercambian u omiten a decisión del narrador. Alguna vez le preguntaba si la infracción de la diosa había sido el intentar matar a su madre, pero mi querido profesor me corrigió con la amabilidad que siempre le caracterizó: “Estás haciendo la pregunta incorrecta, más bien nuestro punto de partida es por qué debía morir Coyolxauhqui”. A partir de esa pregunta, la narración fluye y se comprende claramente.
Todas las sociedades tienen mitos que explican el mundo. Son obras literarias y también reflexiones filosóficas. Los mitos analizan, explican e interpretan los hechos de acuerdo con la cosmovisión de cada sociedad. En este caso, no se trata de un relato aleccionador con tintes morales, sino de una explicación sobre la noche y el día, que se sumerge en las raíces de la filosofía nahua y la particular visión militarista mexica. Quien preste atención a la naturaleza sabrá que siempre hay movimiento y cambio. Los mexicas heredaron la concepción agrícola mesoamericana, que, basándose en su observación del entorno natural, pensaba que todo el universo funciona por relevos continuos entre destrucciones y nuevas creaciones. Para ellos, la muerte era necesaria porque abría el espacio para que surgieran la vida y la innovación. El mito no pretende hablar de castigos contra la diosa lunar, narra, en cambio, un evento que debió ocurrir en el anecúmeno, cuyas consecuencias hoy disfrutamos los humanos: el surgimiento del Sol y por consiguiente de sus criaturas entre las cuales nos encontramos los seres humanos.
Coyolxauhqui, la diosa-guerrera de la Luna, era la representante de un tiempo más antiguo, nocturno, frío y acuático.
Si la Luna hubiera vencido al Sol recién nacido, el mundo seguiría en tinieblas y frialdad.
Con su especial filosofía militarista, los mexicas explicaron el amanecer como una batalla cósmica. Huitzilopochtli nace para luchar y vencer a su hermana Coyolxauhqui, la diosa-guerrera de la Luna. Era ella la representante, junto con sus hermanos –las innumerables estrellas–, de un tiempo más antiguo, nocturno, frío y acuático. Si la Luna hubiera vencido al Sol recién nacido, el mundo seguiría en tinieblas y frialdad. La humanidad no habría existido porque es hija del Sol y de su calor, no podemos vivir sin ellos. Huitzilopochtli es un dios que nace para la guerra, y por consiguiente, ese también debe ser el destino de sus fieles, nos recuerda Eduardo Matos (Matos Moctezuma 2019). Así, los mexicas en su Templo Mayor reactualizaban este mito, en el que Coyolxauhqui debía ser derrotada, presentándose como diosa vencida al pie de la capilla de Huitzilopochtli, como la última imagen que veían aquellos que estaban destinados al sacrificio en la cúspide del Templo Mayor.
El compromiso profesional ante la fragilidad arqueológica
Sin excepción, los bienes arqueológicos son frágiles. A pesar de que los objetos que normalmente sobreviven al paso del tiempo demuestran su resistencia, existe en cada uno de ellos potencial informativo tan volátil como valioso. Las modernas técnicas de laboratorio arrojan información que hace diez o veinte años hubiéramos creído impensable conseguir. La procedencia de los individuos, independientemente del lugar donde fueron encontrados arqueológicamente, la identificación polínica de plantas y flores, las técnicas de talla de la piedra y la concha, que hablan de escuelas culturales distintas, son algunos ejemplos de la información que la arqueología ha logrado recuperar de los bienes culturales y ecodatos. Sin embargo, estos estudios requieren que los materiales se conserven en buen estado y que la alteración química a nivel microscópico sea mínima.
Es por ello que el compromiso ético de la moderna arqueología requiere conservar, en lo posible, todo aquello que se encuentra, registrarlo de la mejor manera y resguardarlo para las futuras generaciones. En el caso de la Coyolxauhqui y sus ofrendas asociadas, cuando Eduardo Matos estuvo al frente del proyecto se le encomendó al equipo de restauración un profundo tratamiento de conservación de la escultura, y por consiguiente, del resto de los objetos que iban apareciendo durante las excavaciones ya controladas. Esta sana tendencia que Eduardo Matos promovió y que mantenemos en el Templo Mayor tanto en los proyectos arqueológicos como en el museo ha permitido que ahora todos disfrutemos de objetos tan extraordinarios como lo son las esculturas de madera, semillas, restos de especies marinas y textiles, entre otros.
La escultura de Coyolxauhqui, alojada en la Sala 2 de nuestro museo, puede disfrutarse gracias a esos trabajos incipientes de conservación que garantizaron su estabilidad, al esfuerzo diario que el equipo de restauración imprime en su supervisión y a la limpieza que se efectúa dos veces al año. Esto hizo posible, por ejemplo, que en 2010 Lourdes Cué y Fernando Carrizosa realizaran un estudio microscópico para recuperar los restos de pigmento que aún pudieran observarse en la escultura, cuyos resultados se publicaron en la revista Arqueología Mexicana, los cuales reeditamos en nuestro más reciente catálogo (Matos Moctezuma y Ledesma Bouchan 2022). El compromiso por el cuidado de nuestro patrimonio nunca termina; incluso durante la época más álgida provocada por la pandemia de Covid-19, el equipo de seguridad, conservación, limpieza y la dirección del museo no pudieron suspender sus funciones; de lo contrario, los bienes a nuestro resguardo podrían correr riesgo y deteriorarse.
Desde que se inauguró este espacio en 1987 hasta la fecha en la que escribo estas líneas, hemos recibido un total de 21 380 187 personas de distintas regiones del país y del mundo entero. Los fines de semana, recibimos un promedio de seis mil personas al día[3], lo que involucra un sistema de alta complejidad logística en la limpieza, la seguridad y la conservación. Es por ello que siempre agradecemos y recibimos con gusto a todos los visitantes que acuden al Templo Mayor para conocer a la diosa Coyolxauhqui, quienes lo hacen de manera cuidadosa respetando las normas de seguridad del museo.
Coyolxauhqui, a 45 años de su descubrimiento
La historia del Templo Mayor, desde 1325, es un relato de cúspides y ocasos, de resiliencias y resistencias, de emprendimientos y epifanías, es el lugar de la hierofanía que solidificó en estuco, madera y piedra el fervor de los creyentes. Por siglos buscado, defendido a capa y espada por Manuel Gamio, y esperando a un Eduardo Matos que potenciara su simbolismo.
Como diosa lunar, la acompañaron ofrendas y otras esculturas con atributos que recordaran al conjunto simbólico de la noche, lo femenino, lo frío, los conejos y el pulque.
La pirámide era el monte sagrado, casa de su dios. En ella se representaba un mito que habla de un embarazo milagroso, una batalla fratricida, la derrota del mundo nocturno y el nacimiento de un nuevo día. Coyolxauhqui es uno de los principales personajes y debía estar presente en la arquitectura religiosa. Los mexicas esculpieron su imagen y la colocaron al pie del Templo Mayor. Como diosa lunar, la acompañaron ofrendas y otras esculturas con atributos que recordaran al conjunto simbólico de la noche, lo femenino, lo frío, los conejos y el pulque. Su escultura fue cubierta cuidadosamente por los propios mexicas, que decidieron esculpir una nueva Coyolxauhqui cuando agrandaron su Templo Mayor. Gracias a ello, sin saberlo, la salvarían de la fanática destrucción que sufrió Tenochtitlan durante la época colonial.
En su posición original la descubrieron en 1978, y Eduardo Matos comenzó un proyecto arqueológico que fue desentrañando no sólo a la diosa, sino el resto del Templo Mayor. A nueve lustros de distancia, desde que Coyolxauhqui se plantó con sus sugerentes formas ante la mirada azorada de propios y extraños, es preciso celebrar y reconocer el trabajo de todos aquellos que han hecho posible que hoy disfrutemos de una parte importante del mundo mexica. Un mundo que alguna vez pensamos estaba perdido para siempre.
Trabajos citados
López Luján, Leonardo. “Noche y día en el Templo Mayor de Tenochtitlan. Formas de evocación del mito del nacimiento de Huitzilopochtli”. En Eduardo Matos Moctezuma y Patricia Ledesma Bouchan, Coyolxauhqui a 45 años de su descubrimiento. México: Secretaría de Cultura/Instituto Nacional de Antropología e Historia, 2022, 166-181.
López Austin, Alfredo, y Leonardo López Luján. Monte sagrado, Templo Mayor. México: INAH/Universidad Nacional Autónoma de México/Instituto de Investigaciones Antropológicas, 2017.
Matos Moctezuma, Eduardo. “La Coyolxauhqui”. En Leonardo Matos Moctezuma y Leonardo López Luján, Escultura monumental mexica. México: Fondo de Cultura Económica, Tezontle, 2019, 329-380.
—“Los ejes de vida y muerte en el Templo Mayor y en el recinto ceremonial de Tenochtitlan”. Arqueología Mexicana (Raíces), nº 81 (Edición especial) (2018): 10-90.
—Vida y muerte en el Templo Mayor. México: FCE, 2003.
Matos Moctezuma, Eduardo, y Leonardo López Luján. Escultura monumental mexica. México: FCE, Tezontle, 2019.
Matos Moctezuma, Eduardo, y Patricia Ledesma Bouchan. Coyolxauhqui, a 45 años de su descubrimiento. México: Secult/INAH, 2022.
[1] Agradezco a Salvador Rueda Smithers el ajuste en la temporalidad de este cuadro, gracias a sus más recientes investigaciones junto con el profesional equipo del Castillo.
[2] Recordemos que el Templo Mayor, de acuerdo con las excavaciones de los arqueólogos, tuvo al menos siete ampliaciones completas, a las que llamamos etapas constructivas, y otras ampliaciones parciales a las que se le asigna una letra. Cada etapa se ha relacionado con el gobierno de un tlatoani, por lo que es posible ubicarnos en el tiempo de acuerdo con la etapa constructiva a la que pertenezcan determinadas esculturas u objetos.
[3] En un solo domingo, de acuerdo con las cifras de los últimos diez años, hemos recibido a 17 000 personas.