Fernando Fernández (FF) ¿Quién fue, en pocas palabras, Giuseppe Sinopoli?
Sergio Vela (SV): ¡Qué difícil responder, en pocas palabras, quién fue Giuseppe Sinopoli! Hablar de él como un Renaissance Man para explicar la singularísima conjunción de un médico y arqueólogo que fue un compositor de gran altura y que desplegó una actividad preponderante como director de orquesta de primera magnitud es, a mi juicio, una fórmula insuficiente. Me parece preferible considerarlo como una rara avis cuya genialidad fue tan celebrada como incomprendida. Era, además, una suerte de depositario de la memoria de un mundo que se desvaneció –o que se perdió sin remedio– desde los tiempos de la Segunda Guerra Mundial. La destrucción de Europa no sólo fue material, sino moral. Stefan Zweig nos lo hizo ver; Richard Strauss, a su manera, hizo lo mismo. Giuseppe Sinopoli (extraordinario intérprete de Strauss) era una voz que, sin aspavientos, advertía que lo mejor de una cultura entera estaba quedándose en el pasado. La descomunal fuerza de la cultura judeocristiana occidental, con su raigambre clásica, tanto en el Mediterráneo como en las tierras alemanas (es mejor referirse a las variopintas deutsche Länder en plural que a la más problemática Deutschland) ha dejado grandes frutos tardíos o incluso decadentes; esa misma riqueza cultural ha permitido la quimera, el espejismo, de la continuidad de un derrotero que, aunque conflictivo, no implica una interrupción. Tengo para mí que Sinopoli, como Zweig, entendió que no sólo ocurrió una interrupción, sino una auténtica destrucción. ¡Cuántas veces dijo, refiriéndose a equis, ye o zeta, que questo non esiste più!
FF: ¿Cómo se conocieron tú y él?
SV: A comienzos de los años ochenta –en mi adolescencia tardía y en la primera juventud– tuve conocimiento de Sinopoli a través de una serie de grabaciones importantes de música contemporánea (Sylvano Bussotti, Bruno Maderna, Giacomo Manzoni y Arnold Schoenberg), que me llamaron poderosamente la atención. ¡Pero a continuación, para mi asombro, a esa serie de grabaciones siguieron otras, refulgentes, de la música coral de Brahms, del primer Verdi (tantas veces injustamente menospreciado), de Mendelssohn, Schubert, Puccini y Schumann! Naturalmente, Sinopoli, que había comenzado por interpretar los frutos tardíos, o incluso terminales, de una larga historia musical, se convirtió también en un expositor de los orígenes decimonónicos de esos mismos frutos. No fue más atrás por falta de tiempo; sin embargo, sus escasas excursiones hacia Haydn o Mozart son imborrables para mí.
“A mis 21 años de edad, yo buscaba afanosamente el consejo, la guía intelectual, que me pudiera ayudar a encauzar mis inquietudes artísticas, y fui al concierto no sólo para escuchar por primera ocasión una orquesta dirigida en vivo por Sinopoli, sino por el interés de iniciar con él un diálogo que, para fortuna mía, no se interrumpió sino hasta su muerte”.
En 1985 visité por tercera ocasión el Festival de Bayreuth: Sinopoli había sido invitado a dirigir ahí una nueva producción de Tannhäuser und der Sängerkrieg auf Wartburg, en la temprana versión de Dresde, nunca antes ofrecida en el teatro que Wagner mismo hizo construir. Durante mi visita al Festival, ese año acudí al segundo ciclo del bellísimo aunque malhadado Der Ring des Nibelungen de Sir Peter Hall y, en el día libre entre Siegfried y Götterdämmerung, la orquesta del Festival, con orgánico instrumental reducido, ofreció un concierto gratuito, muy ameno (Haydn, Mozart y Wagner), en un escenario campirano al aire libre, en el lago Goldberg de Marktschorgast, dirigido por Giuseppe. (Un poco más adelante supe que ese tipo de presentaciones de corte popular era parte de una tradición de los músicos de la orquesta para dar la bienvenida a un nuevo director, y la relación de Giuseppe con Bayreuth apenas comenzaba. Este vínculo fue intensísimo: dirigió ahí quince veranos consecutivos –salvo en 1989– entre 1985 y hasta 2000, el año previo a su fallecimiento.) A mis 21 años de edad, yo buscaba afanosamente el consejo, la guía intelectual, que me pudiera ayudar a encauzar mis inquietudes artísticas, y fui al concierto no sólo para escuchar por primera ocasión una orquesta dirigida en vivo por Sinopoli, sino por el interés de iniciar con él un diálogo que, para fortuna mía, no se interrumpió sino hasta su muerte. Así, en las afueras campiranas de Bayreuth, y tras escuchar el concierto de corte clásico, me acerqué a Sinopoli, me presenté con él, le dije que buscaba su consejo y entablamos una candorosa conversación. Él, con una gentileza inesperada, me dio su número de teléfono y su domicilio de Roma –donde vivía desde ese entonces–, y me dijo que le daría gusto que pudiéramos hablar in extenso ahí, en cuanto fuera posible que coincidiéramos con calma en esa ciudad. Nos despedimos y le dije que pasaría a saludarlo después de la función de Tannhäuser para la que yo tenía entradas, unos días más tarde. Recuerdo bien la estupefacción de la amiga austríaca con la que me hallaba, pues al percatarse de la cordialidad y lo prolongado de la charla entre Sinopoli y yo, supuso no sólo que ya nos conocíamos de tiempo atrás, sino que había entre nosotros una franca simpatía, si no es que amistad. Angele, mi amiga, pensó que le estaba tomando el pelo cuando le dije que ese encuentro con Sinopoli era apenas el primero, y le expliqué cuánto me interesaba contar con él como un mentor. Por cierto, el Tannhäuser de 1985 fue musicalmente impecable, y la aprobación del público y de la crítica especializada fue unánime: Giuseppe Sinopoli, el cuarto director italiano que participaba en el Festival de Bayreuth –tras Arturo Toscanini en 1931 y 1932, el gran Victor de Sabata en 1939 y el inexplicablemente preterido Alberto Erede en 1968– mereció y obtuvo los laureles del éxito genuino con sus versiones de Tannhäuser (de 1985 a 1988 y en 1990), Der fliegende Holländer (de 1990 a 1993) y Parsifal (de 1994 a 1999). En cambio, la recepción de su Anillo, de 2000, no fue homogénea, e incluso podría hablarse de desconcierto o hasta de incomprensión. Giuseppe tenía en mente una serie de modificaciones para sus próximas lecturas del Anillo, previstas para 2001 y 2002 al menos, pero su partida, en abril de 2001, truncó sus planes.
En otoño de ese mismo año, en Nueva York, escuché por primera vez la música compuesta por Sinopoli, cuando dirigió la Suite de “Lou Salomé”, su única ópera, estrenada en Múnich en 1981. ¡Qué gran música! Nos vimos en esa ocasión (Nueva York, como Bayreuth, sería un sitio de encuentros frecuentes entre nosotros) y me reiteró la invitación para visitarlo en Roma. En el verano de 1986 nos vimos en Bayreuth y Lucerna (donde escuché por primera vez una interpretación suya de Bruckner), y finalmente llegué a su casa romana –donde tantas veces he estado–, y fui recibido con la mayor calidez, en vísperas de Nochebuena. Quizá pueda yo fijar por esa época el inicio de la amistad que nos unió, y que fue construida por ambos.
“Fui invitado por Gastón Fournier Facio, coordinador de un volumen monográfico sobre Sinopoli, de próxima aparición en Italia, a participar en el libro con alguna contribución de naturaleza personal. Naturalmente, accedí”.
Hace relativamente poco tiempo, fui invitado por Gastón Fournier Facio, coordinador de un volumen monográfico sobre Sinopoli, de próxima aparición en Italia, a participar en el libro con alguna contribución de naturaleza personal. Naturalmente, accedí (mi colaboración –un largo poema– fue entregada hace ya varios meses) y, para elaborar mi texto, me di a la tarea de hacer un listado de los encuentros que tuvimos Giuseppe y yo. Después de los que ya he mencionado aquí, nos vimos de nuevo casi cada año en Bayreuth lo mismo en Nueva York o Chicago; en Pésaro, por invitación suya, con un inolvidable Haydn y el más bello Stabat Mater de Rossini que jamás haya escuchado; en Salzburgo, en ocasión de su tardío y formidable debut, en 1990; en Dresde, durante la última década del siglo; en México, por invitación mía y, al final, en California, para sonreírnos al evocar La fanciulla del West.
FF: ¿Hasta dónde se notaba la raigambre italiana de su cultura en el género de música que practicó, dedicada por cierto en buena medida a los compositores alemanes?
SV: El aprendizaje inicial de Giuseppe Sinopoli fue de la mano de algunos grandes músicos italianos, entre los que cabría mencionar a Bruno Maderna, Luigi Nono y, muy especialmente, Franco Donatoni. Sin embargo, la Escuela de Darmstadt, con sus Internationale Ferienkursen für Neue Musik (Cursos internacionales de verano de música contemporánea), donde la influencia de la escuela alemana –con la presencia reiterada de Stockhausen, así como de tantas otras figuras relevantes de la segunda mitad del siglo XX– fue determinante en el afán de experimentación inicial de Sinopoli, así como en la evolución de su propio lenguaje.
Como intérprete, los nombres de Wagner, Liszt, Bruckner, Mahler y Strauss resultan más que notables en el repertorio de Sinopoli (junto con Beethoven, Von Weber, Schubert, Schumann, Brahms, Zemlinsky, Busoni y la Segunda Escuela de Viena –Schoenberg, Berg, Webern–; sin embargo, no hay que olvidar que, desde sus albores y a lo largo de toda su vida como director, Verdi y Puccini (y hasta Mascagni) fueron abordados de manera brillante e inusitada por Sinopoli. Aida fue la primera ópera que dirigió, en La Fenice de Venecia en 1976, y fue también el título postrero, un cuarto de siglo después, ya que falleció en Berlín, en 2001, durante el tercer acto de Aida.
En realidad, Giuseppe tenía una mente analítica que le permitía diseccionar los detalles más recónditos de las partituras. Tempranamente, solía afirmar que el análisis libera las emociones (“L’analisi fa sprigionare liberamente le emozioni”), y con esta premisa como forma de trabajo, sus ensayos eran realmente minuciosos, con especial atención a las llamadas “voces intermedias” (¡cuántas veces, al escuchar conciertos o grabaciones bajo la dirección de Sinopoli, una ingente cantidad de detalles musicales, que habitualmente pasan más o menos desapercibidos, adquirían un relieve insospechado, lo que permitía escuchar de manera renovada la partitura en cuestión!). Al cabo de los ensayos, él mismo dejaba atrás la rigurosa templanza de su mente analítica y aparecía ante la orquesta y el público un individuo nervioso, encendido, dispuesto a la mayor entrega, cargado de intensidad emocional. El psicoanalista daba paso al artista que, poseso, desencadenaba las fuerzas primordiales del significado –siempre ambiguo– de la música.
“Aida fue la primera ópera que dirigió, en La Fenice de Venecia en 1976, y fue también el título postrero, un cuarto de siglo después, ya que falleció en Berlín, en 2001, durante el tercer acto de Aida”.
Con todo esto quiero decir (aunque con muchos matices) que los rasgos que solemos predicar de la cultura alemana –el orden racional, el rigor, el conocimiento de las estructuras, etcétera– eran el punto de partida para un despliegue emocional que asociamos fácil y frecuentemente con el temperamento meridional, mediterráneo, incluso para subrayar la enorme carga de expresión subjetiva de la música alemana o, por el contrario, la hondura y las complejidades formales, casi siempre soslayadas, de la música de Verdi o de Puccini. Es extraordinario que estos dos aspectos, aparentemente antitéticos, hayan estado presentes en una misma persona, y supongo que esta peculiaridad es uno de los rasgos distintivos de su genio.
FF: ¿Cómo influyeron en su trabajo musical, si es que fue así, su formación como médico psiquiatra y su gran afición por la arqueología?
SV: Uno de los intereses más profundos y acendrados en la vida de Sinopoli era la relación entre el pasado y la memoria, por una parte, y nuestro entendimiento del presente, por otra. Para él, la naturaleza terapéutica de la medicina en general (con especial atención a los procesos complejos de la mente) no estaba disociada de la índole salutífera de la música. Más aún: la honda reflexión sobre los vericuetos de la psicología –y del psicoanálisis en particular– era una herramienta más en la exploración del pasado y de la memoria. Por lo mismo, la arqueología, como recuperación consciente de un tiempo pretérito soterrado, era un aspecto más de la misma indagación. “Noi siamo la nostra memoria”, solía decir, con especial tino.
“Noi siamo la nostra memoria”.
FF: Asististe en persona a muchas actuaciones suyas. ¿Puedes decirnos cuáles fueron las que más te llamaron la atención? ¿Por qué?
SV: Estuve presente, entre ensayos, sesiones de grabación, ruedas de prensa, conciertos y funciones de ópera, en un gran número de trabajos de Sinopoli; sin embargo, el tiempo intensamente compartido con él a lo largo de poco más de dieciséis años fue, en términos absolutos, más bien breve. Además de sus funciones en Bayreuth, donde su Tannhäuser y su Fliegende Holländer tuvieron una frescura y un dinamismo sin par, su serie de funciones de Parsifal queda en mi memoria –y, afortunadamente, hay registros audiovisuales de su interpretación– como una de las más sólidas y convincentes lecturas de esa partitura extrema. Atesoro algunos momentos especialmente intensos (ya mencioné su descomunal Stabat Mater rossiniano, en Pésaro, en 1987, precedido de Haydn), y mencionaré unos cuantos: los inolvidables Kindertotenlieder con Dietrich Fischer-Dieskau, en Carnegie Hall, en 1988; sus Bruckner en Chicago, Lucerna y Dresde; el programa enteramente dedicado a Richard Strauss con el que debutó en Salzburgo –adonde yo llevé a los padres de Giuseppe, por carretera–, en 1990; la mejor Tercera sinfonía de Mahler que haya escuchado jamás; su deslumbrante Cuarta sinfonía de Schumann; sus varios Liszt; sus Gurrelieder en Dresde, en 1994 y, claro, por razones más o menos evidentes, sus presentaciones en México: el programa con música de Wagner, de Nono y del propio Sinopoli en el Templo de la Valenciana, en el Festival Internacional Cervantino de 1993 (con Silvia Cappellini Sinopoli, su esposa, como solista del prodigioso Kammerkonzert de su marido) y, por supuesto, su presentación con la Staatskapelle Dresden, su orquesta, en abril de 1996, en el Palacio de Bellas Artes: después de una primera mitad dedicada a Wagner y Strauss, la Sexta sinfonía, “Patética”, de Tchaikovsky, era la obra de la segunda parte. Esta partitura suele asociarse con desgracias, y Giuseppe dirigió el encore (la “propina”, según expresión más castiza) pensando en su padre, Giovanni: el Preludio al acto I de “Die Meistersinger von Nürnberg”, de Wagner, que era un fragmento muy querido por él. Mientras este preludio era ejecutado en Bellas Artes, el padre de Giuseppe falleció en Mestre, y hubo que hacer una serie de cambios en los vuelos reservados para que Giuseppe alcanzara a llegar oportunamente al funeral. También fue especialmente significativo el último concierto que le escuché en vivo, en San Francisco, donde me hizo la dedicatoria explícita de la Obertura a “Rienzi”, de Wagner, como testimonio de amistad.
FF: ¿Dónde estaba esa poderosa originalidad a la que se refieren los conocedores?
SV: Por una parte, la heterodoxa, variopinta y singularísima formación intelectual de Giuseppe era la primera fuente de su originalidad; por otra, quizá aún más importante, era su capacidad analítica en la preparación de sus conciertos y funciones, que desaparecía tras un fuego interpretativo que exacerbaba el contenido emocional de las partituras; además, había una característica distintiva en la integración de su repertorio: si bien su curiosidad no conocía límites, hubo muchísimos compositores que, por decisión propia, nunca fueron interpretados por él (como Shostakovich o Prokofiev, por ejemplo), de tal suerte que su repertorio, limitado motu proprio, fue estudiado con gran hondura por él.
“Además de sus funciones en Bayreuth, donde su Tannhäuser y su Fliegende Holländer tuvieron una frescura y un dinamismo sin par, su serie de funciones de Parsifal queda en mi memoria –y, afortunadamente, hay registros audiovisuales de su interpretación–.”
Curiosamente, algunos conciertos y grabaciones de obras de compositores infrecuentemente dirigidos por Sinopoli quedan, en mi opinión, impecablemente documentados: las sinfonías de Elgar, Scriabin, los conciertos para violonchelo de Haydn, ¡Carmen de Bizet!, Ravel (su Boléro es sobrecogedor) y Debussy, por ejemplo.
FF: Era compositor él mismo, ¿cómo es ese aspecto de su trabajo?
SV: Sinopoli fue una poderosa voz, llena de originalidad, en el transcurso de los años setenta, aunque sus primeros trabajos datan de 1968. Comenzó, como podemos imaginar, en el terreno de la experimentación, vinculando los recursos de la música electrónica con los instrumentos acústicos, pues se hallaba en búsqueda de un lenguaje propio. Destacaría Numquid et unum, Opus Daleth, Opus Ghimel, la Symphonie Imaginaire, la Sonata para piano, las diversas ediciones de Souvenirs à la Mémoire, –con las que comenzó una segunda fase de su actividad como compositor–, el Requiem Hashshirim, las tres versiones de Tombeau d’Armor, el Concierto para piano, el logradísimo Kammerkonzert y la ópera Lou Salomé. A decir del propio Sinopoli, sus partituras anteriores a los Souvenirs à la Mémoire mostraban el propósito de definir los límites extremos de un estructuralismo férreo, y luego dio un giro para adoptar una postura alternativa frente al estructuralismo que prevalecía en el entorno musical desde los años cincuenta: Sinopoli quiso que “el pensamiento, con su componente estrictamente lógico, jugase su propio destino sin cortapisa alguna”. De alguna manera, el ingrediente irracional cobró mayor importancia, sin menoscabo del rigor de tipo formal, que evidencia las conexiones psicoanalíticas más intrincadas.
“La heterodoxa, variopinta y singularísima formación intelectual de Giuseppe era la primera fuente de su originalidad”.
FF: ¿Por qué fracasó su ópera Lou Salomé? ¿Qué huella dejó en él ese fracaso?
SV: En realidad, Lou Salomé, con libreto de Karl Dietrich Gräwe (estrenada en Múnich, en 1981), fue un succès d’estime, y no un fracaso en forma alguna. Sin embargo, Sinopoli llegó a considerar que el lenguaje musical estaba exhausto y prefirió replegarse de la composición durante un par de décadas. Pensaba volver a ella, pero la muerte lo sorprendió. Sinopoli afirmaba que “toda la materia inorgánica nace de la materia orgánica: es una materia orgánica muerta. El cadáver es el hombre”, y sentía una profunda desconfianza frente a la realidad. Para él, era inadmisible la concepción “progresista” del arte…
Me parece que Lou Salomé marca una cisura que distingue la carrera de Sinopoli como compositor de su trayectoria internacional como director de orquesta. Difícilmente pudo haber compaginado armoniosamente ambas tareas, y optó por marcar una distancia, ardua aunque libremente asumida, entre la composición y la interpretación de la música.
FF: ¿Qué significó para el mundo wagneriano su paso por el Festival de Bayreuth? Creo recordar escucharte decir que fue no poco polémico. ¿Por qué razón?
SV: La presencia de Sinopoli en el Festival de Bayreuth fue, en términos generales, aclamada casi unánimemente, sobre todo por lo que concierne a los dos primeros títulos que dirigió ahí: Tannhäuser (de 1985 a 1989) y Der fliegende Holländer (de 1990 a 1993). Hubo algún disenso crítico en relación con Parsifal, que dirigió durante seis veranos consecutivos (de 1994 a 1999), sobre todo porque su interpretación de esta complejísima obra estaba llena de matices, y se alejaba de la densidad sonora y la gravedad de tempi de una supuesta tradición bayreuthiana, encabezada por Hans Knappertsbusch y continuada, en los años ochenta, por James Levine. El Parsifal de Sinopoli era menos monumental, mucho más rico en contrastes: sin acelerar los tempi a la manera de Boulez o de Clemens Krauss, buscaba imprimir agilidad y una cierta ligereza, sin renunciar a los enormes contrastes que permite (o exige) la obra, tanto por motivos puramente musicales como por razones dramatúrgicas. Con todo, la verdadera polémica en Bayreuth surgió con su interpretación de Der Ring des Nibelungen, que sólo pudo dirigir en 2000. Ese Anillo tuvo magníficos aciertos, aunque me parece que la escenificación de Jürgen Flimm fue francamente mediocre y trivial. Sinopoli optó por alargar los tempi (de una manera que me recordó al insigne Sir Reginald Goodall) y por subrayar la complejidad del tejido de la partitura. Der Ring des Nibelungen es, en realidad, una obra camerística en términos dramatúrgicos, y la acumulación del material sonoro puede resultar avasalladora; Sinopoli fue en pos de una lectura diáfana, desapegada de la tendencia a subrayar los momentos culminantes (el propio Wagner decía que las notas importantes destacan por sí mismas), y pienso que hubo una imposibilidad de unir de manera armoniosa el resultado musical y el escénico. Sinopoli era un director cuya profundidad resultó incompatible con la superficialidad de Jürgen Flimm. Ni siquiera el talento escenográfico de Erich Wonder pudo salvar, según yo, la banalidad de la puesta en escena. Por otra parte, como en todo primer año de una puesta en escena del Anillo en Bayreuth –hay que tener presente que sólo en ese teatro se estrena en días consecutivos una nueva producción de manera integral–, hubo algunas deficiencias vocales que el propio Sinopoli quiso reparar para los años subsiguientes, pero para el verano de 2001 él ya había fallecido.
“Como compositor comenzó en el terreno de la experimentación, vinculando los recursos de la música electrónica con los instrumentos acústicos, pues se hallaba en búsqueda de un lenguaje propio”.
Quiero añadir algo importante para mí. Giuseppe, en Bayreuth, me dio un regalo magnífico: la fructífera amistad que me une con Guido Maria Guida, que fue, durante muchos años, su asistente musical y preparador vocal en proyectos escénicos, concertísticos y discográficos de primera magnitud. Conocí a Guido en Bayreuth, en 1989, y pronto nos hicimos amigos, gracias a Giuseppe. A partir de 1994, Guido comenzó una larga relación con la vida musical mexicana, como director sinfónico y de ópera. Guido ha sido para mí, qué duda cabe, un cómplice artístico sin par. Con él como director concertador he hecho algunas de mis más significativas escenificaciones: Tristan und Isolde (1996) y Der Ring des Nibelungen (2003-2006) de Wagner, y Die Frau ohne Schatten (2012) de Strauss. Y hay mucho más en mente.
FF: ¿Cómo era su entendimiento de la música de Mahler, que tanto lo atrajo?
SV: La música de Mahler, de la que fue un intérprete excepcional, representaba para Sinopoli todo lo que le atraía del “mundo de ayer”, por seguir la expresión de Stefan Zweig. Contra lo que pudiera parecer, la expansión mahleriana de la forma sinfónica es consecuencia lógica, y hasta inevitable, de las tensiones de la escuela alemana del siglo XIX: la herencia de Beethoven fue disputada por igual entre campos aparentemente irreconciliables: por una parte, Berlioz, Liszt y Wagner, por supuesto; por otra, Mendelssohn, Schumann y Brahms. Tengo para mí que la verdadera síntesis de las tendencias antagónicas ocurre en la figura de Bruckner, tan apegado a la forma sonata –y a la forma sinfónica en general– de antaño como a la enorme carga subjetiva de tipo wagneriano. Strauss fue el sucesor de Wagner, pero poco después de la mitad de su vida volvió su mirada al pasado remoto, y sus maravillosos anacronismos son una suerte de carta de presentación de su larga prosapia; Mahler, en cambio, partió a la vez de la música programática de Beethoven y Berlioz, del poema sinfónico de Liszt y de la forma sinfónica de Bruckner para intentar (y lograr) un corpus creativo que representa uno de las más lúcidos capítulos terminales del siglo XIX. La gran subjetividad de la música de Mahler, sus vínculos con la poesía, las neurosis a flor de piel, la carga mayúscula de elementos macabros, el humor negro, etcétera, hallaron en Sinopoli uno de los más lúcidos intérpretes. Sin embargo, para la crítica regular, las interpretaciones sinopolianas de Mahler fueron frecuentemente contestadas, dada la enorme carga de individualidad que Sinopoli imprimía a sus lecturas. Giuseppe hallaba en Mahler (como en Puccini y en Strauss) el término de una época de primera magnitud, irrepetible, irrecuperable. Y no debemos olvidar que Mahler, auténtico protector de Schoenberg, fue reconocido por los más notables representantes de la Segunda Escuela de Viena como su mentor: para Schoenberg, Berg y Webern, sus propias composiciones eran lo que debía seguir a Mahler. Cuando escuchamos las grandes disonancias del gigantesco adagio inicial de la Décima sinfonía, nos hallamos ya en el terreno de la atonalidad –cuyas raíces parten de Wagner y del último Liszt–, y no debe sorprendernos que Sinopoli haya sido, igualmente, un excepcional intérprete de la Segunda Escuela de Viena.
“La gran subjetividad de la música de Mahler, sus vínculos con la poesía, las neurosis a flor de piel, la carga mayúscula de elementos macabros, el humor negro, etcétera, hallaron en Sinopoli uno de los más lúcidos intérpretes”.
Hay un puñado de obras musicales que representan inequívocamente el final del siglo XIX: la Octava sinfonía de Mahler (estrenada en 1910), los Gurrelieder de Schoenberg (cuyo estreno absoluto ocurrió en 1913, cuando Stravinsky abría el siglo XX con Le Sacre du printemps) y, last but not least, el estreno, en 1919, de Die Frau ohne Schatten de Strauss.
FF: Alumno como fue de Stockhausen, y fundador del Ensamble Bruno Maderna dedicado a la difusión de la música contemporánea, ¿cómo fue su paso por ese género de música del siglo XX?
SV: Sinopoli fue un alma libérrima. Ya he procurado destacar, aun a vuelapluma, la importancia de su catálogo como compositor de gran importancia, cuya actividad abarcó casi tres lustros, desde fines de los años sesenta hasta comienzos de los años ochenta. Quizá una de las expresiones más evidentes de su afán libertario la hallamos en un temprano esbozo autobiográfico (escrito en 1975) para el programa de las Jornadas de Música de Donaueschingen. En ese autorretrato, Sinopoli dijo, textualmente: “Puedo considerar indirectamente a [Franco] Donatoni como mi único maestro. De hecho, no recibí ninguna lección de composición en sentido estricto, sino mucho más: Donatoni hizo que me aclarara a mí mismo las cuestiones fundamentales, me constriñó a hacer elecciones [y] determinó mi fisonomía. La fascinante experiencia se aclaraba progresivamente con el alejamiento de su ideología. El aprendizaje con Donatoni fue de veras singular: me enseñó a definirme a mí mismo, hasta el punto de renegar totalmente de su estética”.
“Sinopoli fue un alma libérrima, una rara avis, un iconoclasta enamorado del pasado irrecuperable”.
Rara avis, sin duda. Un espíritu libre; un iconoclasta enamorado del pasado irrecuperable. He aquí otro fragmento del mismo esbozo autobiográfico: “Lo que decidió definitivamente mi futuro como músico fue el estudio de la obra weberniana. Lo que entonces me fascinaba de este autor era la capacidad de sublimar en simetrías prismáticas intuiciones en forma alguna abstractas, de ascendencia liederística […], una fractura extrema entre la forma y el contenido inicial”.
FF: Entre su discografía, ¿qué te parece lo más recomendable para alguien que no lo conoce?
SV: Es inevitable que mi juicio esté obnubilado, aun parcialmente, por mis preferencias y mi cariño; sin embargo, al hacer una selección de grabaciones “recomendables”, intento ofrecer opciones que permitan al auditor comparar las admirables versiones de Sinopoli con tantas otras grabaciones de las mismas obras, a fin de contribuir a su mejor valoración. En secuencia cronológica de publicación, sugiero su Ein deutsches Requiem de Brahms (de 1983), su Segunda sinfonía de Schumann, con los Filarmónicos de Viena (de 1984), su Cuarta sinfonía, “Italiana” de Mendelssohn, con la Philharmonia (de 1984), sus deslumbrantes Madama Butterfly (de 1988) y Tannhäuser (de 1989), sus elogiadísimas Salome y Elektra (de 1991 y 1997), el ciclo completo de obras de Mahler (con excepción de los Rückert-Lieder), el álbum antológico de la Segunda Escuela de Viena y el ciclo incompleto de las sinfonías de Bruckner (grabó la Tercera, la Cuarta, la Quinta, la Séptima, la Octava y la Novena). Y añadiría que sus versiones de las sinfonías Quinta y Sexta de Tchaikovsky, junto con Tableaux d’une exposition son realmente emocionantes, al igual que la serie de conciertos para violín (de Beethoven, con Shlomo Mintz, y de Mendelssohm, Bruch, Tchaikovsky, Sibelius, Paganini y Saint-Saëns, con Gil Shaham).
FF: ¿Cuáles son las grabaciones suyas que prefieres?
SV: Cuento entre mis preferidas todas las grabaciones que he mencionado como recomendables; sin embargo, ahora aludiré a mis grabaciones predilectas, con riesgo de repetir algunas: el álbum de música para coro y orquesta de Brahms (de 1983), su Nabucco (de 1983), su Sinfonía “Italiana” de Mendelssohn (de 1984), su Macbeth (de 1984), su Manon Lescaut (de 1984), los Conciertos para piano en do mayor y en si bemol mayor de Beethoven, con Martha Argerich (de 1986), su Forza del destino (de 1987), su Madama Butterfly (de 1988), su Segunda sinfonía de Elgar (de 1988), su Also sprach Zarathustra, junto con Tod und Verklärung (de 1988), su Tannhäuser (de 1989), su Boléro de Ravel, con La Mer de Debussy (de 1990), sus Enigma Variations de Elgar (de 1990), su Salome (de 1991), su Tosca (de 1992), su Ein Heldenleben con Don Juan (de 1992), su ciclo de las cuatro sinfonías de Schumann (de 1993), sus sinfonías Inconclusa y Gran do mayor de Schubert (de 1993), su trilogía romana de Respighi (de 1993), su Alpensinfonie (de 1994), su Pelleas und Melisande de Schoenberg, junto con Verklärte Nacht (de 1995), sus Gurrelieder (de 1996), su álbum de Liszt, con Les Préludes, Orfeo, Mazeppa y la Segunda rapsodia húngara (de 1997), su Novena sinfonía de Beethoven (de 1997), su Concierto para violín de Berg, con Keiko Watanabe (de 1988), sus Conciertos para violonchelo en do mayor y en re mayor de Haydn, con Han-Na Chang (de 1998), su Fliegende Holländer (de 1988), su álbum de obras orquestales de Webern (de 1999) y sus grabaciones tardías: el Stabat Mater de Dvořák (de 2001), Ariadne auf Naxos (de 2001) y, como ironía del destino, la última grabación que hizo en vivo: la Messa da Requiem de Verdi, en la Frauenkirche de Dresde (de 2001). Por fortuna, la Staatskapelle de Dresde ha publicado, en años recientes, algunas de las ejecuciones en vivo de Sinopoli, y en la serie de grabaciones se hallan maravillosas versiones de las sinfonías Tercera, Cuarta, Sexta y Novena de Mahler.
FF: ¿Puedes narrarnos las condiciones en las que falleció, en el foso de orquesta, durante una representación de Aida, en lo que fatalmente fue su última aparición en público?
SV: Giuseppe Sinopoli tuvo una larga y compleja relación con el director de escena Götz Friedrich (1930–2000). Friedrich fue el autor de la puesta en escena del estreno absoluto de Lou Salomé, y unos años más tarde, mientras Friedrich era el director general (Intendant) de la Ópera Alemana de Berlín –entonces todavía Berlín Occidental–, Sinopoli fue contratado como director musical de la compañía, donde había cosechado grandísimos éxitos desde 1980 (comenzando con el Macbeth de Verdi); sin embargo, en 1990, poco antes de que Sinopoli asumiera la titularidad musical de la Ópera Alemana de Berlín, Friedrich y él riñeron por no estar de acuerdo sobre quién debía tener la última palabra en cuestiones artísticas. Sinopoli, en un giro inesperado, anunció que cumpliría sus compromisos contractuales como director concertador de una serie de funciones ya programadas, pero que declinaría asumir la dirección musical de la compañía; al mismo tiempo, en una rueda de prensa en Bayreuth –en la que estuve a su lado–, anunció inopinadamente que, en cambio, había aceptado la titularidad de la Orquesta Estatal Sajona de Dresde (la famosísima Staatskapelle Dresden), con emolumentos muy inferiores a los que hubiera percibido en Berlín. La unificación de Alemania aún no ocurría, la disparidad económica entre las dos Alemanias era evidente, y Sinopoli anteponía su integridad artística a cualquier consideración pecuniaria. Así comenzó la extraordinaria década en que Sinopoli encabezó una de las más antiguas y conspicuas orquestas del mundo –y una de las mejores.
Después de estar distanciados durante un par de lustros, Götz Friedrich visitó a Giuseppe en Roma, e hicieron las paces. Friedrich le hizo saber que, al término de la temporada 2000–2001, se retiraría de la Ópera Alemana de Berlín y que quería solucionar el conflicto de antaño que los había separado. Sinopoli le propuso que hicieran juntos Aida, con la puesta en escena del propio Friedrich, para celebrar el reencuentro y la reconciliación. Sellaron el pacto, fijaron el regreso de Sinopoli para el 20 de abril de 2001 –fecha de la première de Aida–, pero Friedrich falleció en diciembre de 2000. Giuseppe honró su compromiso y escribió, para el programa de mano, una nota con una dedicatoria in memoriam: citando el Edipo en Colono de Sófocles, escribió “tu e questo paese, abbiate buona sorte, e nella prosperità ricordatevi di me, quando sarò morto, per sempre felici”. La noche del estreno, dedicada a la memoria de Götz Friedrich, en el acto tercero (después del intermedio), cuando Aida canta “O patria mia, mai più ti rivedrò”, Giuseppe se desplomó por un infarto cardiaco masivo. La función se vio bruscamente interrumpida y, cuando llegó la ambulancia, Sinopoli ya había expirado. Murió dirigiendo la misma ópera con la que debutó, en 1976, en Venecia, una ciudad tan suya como la isla de Sicilia. “La vita non è quello che immaginiamo”, fue lo último que me dijo, en San Francisco, tres meses antes.
FF: ¿Sabes si estaba por comenzar algún proyecto que haya quedado trunco a su fallecimiento?
SV: Giuseppe Sinopoli estaba por recibir un nuevo doctorado, esta vez en Arqueología, por parte de La Sapienza de Roma, unos días después de sus funciones de Aida en Berlín. Su tesis sobre la estructura de los bīt-ḫilāni acadios estaba concluida (yo la vi completa en California, y después recibí la versión impresa). Sinopoli ha sido el único caso de un doctorado concedido por La Sapienza post mortem, en atención a sus méritos académicos.
Entre los planes de Giuseppe, además de volver al Anillo en Bayreuth, estaba una serie de colaboraciones straussianas en el Festival de Salzburgo, comenzando con Die Liebe der Danae. Y, empezaba, además, a considerar la opción de volver a componer, aunque su entusiasmo por la arqueología ocupaba buena parte de su tiempo.
“En secuencia cronológica de publicación, sugiero su Ein deutsches Requiem de Brahms (1983), su Segunda sinfonía de Schumann, con los Filarmónicos de Viena (1984), su Cuarta sinfonía, “Italiana” de Mendelssohn, con la Philharmonia (1984), sus deslumbrantes Madama Butterfly (1988) y Tannhäuser (1989), sus elogiadísimas Salome y Elektra (1991 y 1997), el ciclo completo de obras de Mahler...”
FF: ¿Puedes hablarme de Silvia, su viuda, y sus hijos, Giovanni y Marco, con quienes mantienes estupendas relaciones?
SV: Silvia Cappellini Sinopoli es una amiga absolutamente entrañable para mí. Mi relación con ella, y con los dos hijos que tuvo con Giuseppe, tiene algo de vínculo familiar. Viajes juntos, estadías en su casa o en la mía, encuentros de consuelo o felices, proyectos para preservar y enriquecer el legado de Giuseppe, etcétera. Silvia era una jovencísima pianista cuando Giuseppe y ella se conocieron –ella sustituía a la pianista de la Accademia di Santa Cecilia en un programa con música de Scriabin–, y pronto contrajeron matrimonio (ella tenía 18 años y él 33). Silvia, con una gran discreción, mantuvo su actividad pianística centrada en la música de cámara, aunque de cuando en cuando participaba como solista en conciertos con música de su marido. Mi amistad con Silvia llegó a la confianza mutua en Bayreuth y Salzburgo, en 1990, y desde entonces no ha cesado el contacto. En 1993, en México, actuó como solista del Kammerkonzert de Giuseppe, en el Festival Internacional Cervantino, e hizo también un programa de música de cámara. En el baúl de recuerdos de mis hijas hay regalos infantiles que Silvia les compró en Nueva York o en Europa. Cuando pude hablar por teléfono con Silvia, la mañana del 21 de abril de 2000, me dijo una y otra vez, entre sollozos: Hai perso tuo fratello (“perdiste a tu hermano”). A los pocos días de su fallecimiento, fui a Roma a visitar a Silvia y a Giovanni y Marco, sus hijos.
En la casa de Roma, varias veces, discutimos las opciones de conservación de la valiosísima colección de piezas arqueológicas que Giuseppe fue reuniendo a lo largo de muchos años. Esa colección, hoy en día, se encuentra en comodato en el Parco della Musica de Roma, en el Museo Aristaios, dedicado específicamente a albergar las mejores piezas que Giuseppe compró por doquier (yo lo acompañé a hacer adquisiciones en galerías estadounidenses de arqueología).
Con Silvia organicé, en noviembre de 2002, un bellísimo homenaje a Giuseppe, in memoriam, con la Orquesta Filarmónica de la UNAM, en la Sala Nezahualcóyotl, con Oleg Caetani como director huésped. A la sazón, yo era el director general de Música de la Universidad Nacional Autónoma de México. Presentamos el Contrapunctus XIX de Bach, en la orquestación de Luciano Berio, hecha en memoria de Giuseppe, así como el Memorial per G. S. de Peter Ruzicka. Del propio Sinopoli fueron ejecutados el Concierto para piano y el Kammerkonzert (con Silvia como solista), y también Tombeau d’Armor II. Silvia también participó en la OFUNAM en noviembre y diciembre de 2006, y en 2009 fue solista de la Orquesta Sinfónica de Minería. En 2017, en el Seminario de Cultura Mexicana (y como parte de la programación del Festival del Centro Histórico) organicé otro homenaje, con la participación de Silvia como solista de la Klaviersonate de Sinopoli, así como de Thauma y La nave d’Ulisse, de su hijo Marco (1985), un compositor de rutilante porvenir. También hicimos las Cuatro piezas para clarinete y piano de Alban Berg, así como las Cinco danzas breves del querido Mario Lavista, con el Quinteto de Alientos de la Ciudad de México. El programa fue introducido conmigo por otro amigo tan querido como admirado, el doctor Adolfo Martínez Palomo.
En 2019, en el Liber Festival, en León, bajo los auspicios de Arte & Cultura Grupo Salinas, Marco Sinopoli ofreció el programa Fragmentos, con Extradiction, su grupo de jazz y música contemporánea. ¡Gran talento, el de Marco!
Giovanni, cineasta, ha sido quien cura con esmero, paciencia y dedicación la información sobre la trayectoria de su padre. A él debemos la compilación de datos biográficos, la accesibilidad de los materiales musicales de las composiciones de Giuseppe, la discografía exhaustiva y, además, el hallazgo de un tercer relato para la segunda edición de I racconti dell’isola (Los cuentos de la isla), que espero verter al castellano, junto con el libro Parsifal e Venezia, en un futuro próximo.
Siento un enorme cariño por Silvia, Giovanni y Marco. Con los tres hay una amistad recíproca, nacida hace mucho tiempo por causa de Giuseppe.
FF: ¿Cuál es el papel de Giuseppe Sinopoli dentro de la evolución de la música de las últimas décadas en Europa?
SV: Alessandro Baricco, en un estimulante volumen (El alma de Hegel y las vacas de Wisconsin), sugiere que lo que permite que la música de concierto continúe viva es la interpretación. Sinopoli fue un gran compositor, de breve carrera, cuyo catálogo habrá de recibir, qué duda cabe, mayor atención en las próximas décadas; pienso que su Kammerkonzert, sus grandes partituras orquestales y Lou Salomé (por sólo referirme a las más obvias) llegarán a ser obras clásicas en el siglo XXI. Como director, su legado audiovisual forma parte de lo más granado de los intérpretes que, con total rigor y destreza, viven la libertad en plenitud. No me sorprende en forma alguna el azoro o la molestia que muchas ejecuciones sinopolianas suscitan en el público habituado al consumo de grabaciones más o menos parejas, predecibles y carentes de imaginación. El fuego volcánico de Sinopoli era avasallador, deslumbrante, fascinante.
FF: ¿Qué recuerdo personal guardas de él, a veinte años de su partida?
SV: No sólo pienso en él con frecuencia, sino que me sorprendo preguntándome qué me hubiera aconsejado en tal o cual caso o situación; a menudo, simplemente lo echo de menos. Muchísimo. Y veo un grabado de Wagner, dedicado por él en 1992, que tengo en mi estudio, al lado derecho de mi mesa de trabajo. Conservo, sin descorchar, una botella de vino de una edición especial, con su nombre, que Giuseppe reservó para mí (cuando murió, decidí que nunca la abriría). Y tengo otro grabado alemán, antiguo, también de Wagner, que Giuseppe atesoraba en su estudio y que Silvia me entregó –y que recibí conmovido– hace ya muchos años. Como él decía, la vida no es como nos la imaginamos…
Abril de 2021, a veinte años de la partida de Giuseppe Sinopoli