Creo que mi primera visita a la Sala Margolín fue en 1979. Llegué con la puntual intención de comprar, en casete, una buena versión de la Júpiter, pues estábamos analizando esa sinfonía en clase de Introducción al Análisis de la Música del Centro de Iniciación Musical de la Escuela Nacional de Música.
Fui un viernes: estaba Walter Gruen, quien se interesó en mi búsqueda y preguntó abiertamente por qué mejor no me la llevaba en disco. No quería arriesgarme a rayarlo, expliqué, pues iba a repetir en incontables ocasiones varios de sus pasajes. Amablemente, él mismo encontró para mí la mejor versión a la venta en cinta: la de Deutsche Grammophon con Ferenc Fricsay dirigiendo la Sinfónica de Viena (ojo, dije “Sinfónica”).
Gruen me enseñó a decir el nombre del director –con énfasis en el nombre de pila y explicándome cómo era a la húngara: primero el apellido–, así como su significado en alemán y español. Luego me interrogó un poco más, preguntó por mi instrumento y cuál repertorio interpretaba.
Yo quería ser guitarrista, confesé, y en ese momento estudiaba la Partita en la menor de Johann Antonin Losy, con fotocopias a punto de desdibujarse. Me dijo que mandaría traer la partitura de Viena y me pidió dejar mi teléfono con su personal del mostrador, para avisarme en cuanto llegaran las notas. Me resistí bastante, pues no sabía si iba a ser cara e iba a poder pagarla. Me dijo que no importaba, yo podría pagarle a dos o máximo tres plazos, si no tenía todo el dinero de una vez. Terminé haciéndolo en cuatro o cinco tandas, me parece, y en la última incluso me perdonaron unos pesos.
Sólo volví a ver a Walter Gruen una ocasión más en la vida. Pero, hasta donde me lo permitía mi presupuesto, me hice adicto a Margolín. Comencé a conocer a sus otros “personajes”. En especial a quien motiva la escritura de estas líneas, Luis Pérez Santoja, visto por primera vez en animada charla con el Gordo Alcaraz, quien despotricó a grito pelón contra un disco muy difícil de conseguir, con música de Julián Carrillo, mientras yo lo pagaba en caja.
Cuando mis ingresos se potenciaron, a mi regreso de Austria a México en 2009, me volví casi inquilino de la Sala Margolín. Luis había robustecido y comenzaba a encanecer intensamente. No era el mocetón de edad incalculable a quien atribuían la leyenda de haber participado, y ganado, en el Gran Premio de los 64 mil pesos, compitiendo en reconocimiento de obra. De música clásica, por supuesto.
Tampoco era un desconocido o un personaje secreto en el medio cultural mexicano. Había sido subdirector de Música en el Instituto Nacional de Bellas Artes y, entre no pocos, tenía la notoriedad del erudito fuera de serie, ganada con todas las de la ley.
No obstante, esa celebridad era tan discreta y contenida como su propia actitud ante los demás. No he conocido a alguien con una sabiduría musical como la suya, tan reservado y equilibrado en su forma de desplegar sus extraordinarios conocimientos. Ni tan ameno, agradable y ocurrente.
La mañana de sábado en que realmente nos volvimos cuates, fue cuando me vendió un compacto con los cuartetos para flauta de Mozart interpretados por Jean-Pierre Rampal, Isaac Stern, Salvatore Accardo y Mstislav Rostropóvich, en la edición de Sony.
—Oye, ¿qué traes ahí, fuera de su cajita?—, le digo.
—Son discos de mi colección que estoy vendiendo. ¿Te interesan? Este está muy padre. Mira nomás quiénes tocan, ve el estuche.
—A ver, sí…oye, pero deja ver el disco, ¿no estará rayado, verdad? ¡Qué bárbaro! Está bien sucio; está todo lleno de huellas dactilares, puras marcas de pezuña, pinche Luis.
—Pérame… préstamelo.
Comenzó a limpiarlo, muy profesionalmente, frotándolo sobre su camisa.
Vio mi cara:
—Es que sólo con la panza quedan limpios.
Lo compré, por supuesto. No me pareció ni barato ni caro, pero no me iba a ir de ahí sin llevármelo. Fue sellar un pacto.
Pacto forjado poco a poco a partir de su generosidad incalificable. O, si quieren, una generosidad eufórica, ansiosa de regalarse, de hacer el bien. En todas las conversaciones que sostenía a propósito de la música, siempre tuvo la voluntad de escuchar, conocer más y compartir su conocimiento. Sin ningún tipo de reticencia. No tenía miedo a preguntar y tenía el valor de declararse ignorante en los casos donde simplemente estaba inseguro. Porque sabía mucho más de lo que era capaz de admitir.
En la médula de la prolongada y bienhechora acción de Luis Pérez Santoja en el medio cultural mexicano, siempre recordaremos esa actitud como la que definió su tránsito por el mundo. Para mí, no hubo un solo momento compartido con Luis Pérez Santoja que no fuese una fiesta, y ahora deberé aprender a vivir sin ello.