Para Eunice, mi Sam Craig
“Esta es la verdadera alegría de vivir: ser útil a un propósito
Reconocido como poderoso por uno mismo;
Quedar agotado por completo antes de arrojarlo todo
A la fila de despojos; ser una de la naturaleza y no un
Febril hatajito de dolores y agravios, que se queja
De que el mundo no esté consagrado a procurarle felicidad”.
⎯Katherine Hepburn
Antesala en la oficina de un productor teatral. Muchos aguardan sentados, muchos de pie, con mezcla de agotamiento y esperanza. Lo que esperan es una oportunidad: la que haga de ellos estrellas… o siquiera les permita pagar la renta del mísero cuchitril y/o llevarse un pan a la boca en el Nueva York despiadado de la Gran Depresión. La cámara se detiene en dos aspirantes a actrices, enfrentadas a la eterna cantinela de la recepcionista: el señor Powell no puede recibirlas, está fuera de la ciudad, no hay manera de saber cuándo regresará.
Cualquier cinéfilo de cepa identificará los rostros de Lucille Ball e Eve Arden –reinas de la réplica escéptica y el lance sardónico–, y anticipará su reacción a tal noticia: una tormenta de sarcasmos, prodigados con timing impecable. (La secretaria franquea a un bolero con su cajón el paso a la oficina de El Hombre que No Está; “Seguro cuando salió de la ciudad se le olvidó llevarse los zapatos”, espeta al nanosegundo Ball.) Pronto se les sumará una tercera (Andrea Leeds), de talante todo otro: pálida, fragilísima, fervorosa, por completo carente de sentido del humor. A diferencia de sus compañeras de sillón, ella sí tiene cita: ha sido convocada por el señor Powell para leer un papel para una obra de Broadway.
El señor Powell, dueño de los medios de promoción que es, lo ha decidido ya: hoy nomás no le da la gana estar. Y así lo hace saber la recepcionista a la recién llegada: llamemastardevuelvaotrodía. Esta parece a punto de llorar. Pero no: mejor se desmaya. Recuérdese que es no sólo fervorosa sino fragilísima. Sépase además que lleva días sin comer: en la Gran Depresión, nada deprime más que la desnutrición.
La secuencia es hasta aquí una mezcla ingeniosa pero predecible de dos lugares comunes del Hollywood clásico: el backstage musical rudo a lo Busby Berkeley y el melodrama sentimental a lo Lillian Gish. Es entonces que la película da un giro inesperado (y vertiginoso), cuando “en medio de esto irrumpe –la descripción es del crítico cinematográfico James Harvey[1]– y nos quita el aliento Katharine Hepburn, con sus aires de intensidad y convicción ardiente”. Con un saco de visón también, y el paso presto y pleno de autoridad de quien vive el lujo como cosa incidental y poco interesante. Podría vestir ese mink o un mono de obrero; su porte sería igual de hierático, también igual de natural.
Hepburn asimila rapidísimo la escena y se ocupa de que la menesterosa beba agua. Interroga a los presentes, valora la situación, espeta un “¡Quién se cree ese Powell que es!”, desoye a la recepcionista balbuceante e irrumpe ahora (lo dicho: es su naturaleza) en la oficina del tal Powell (Adolphe Menjou), quien, en efecto, se hace bolear los zapatos. Mientras azota la puerta, le lanza:
ELLA (furiosa). ¿Es usted el gran Anthony Powell?
ÉL (azorado pero también ligeramente divertido): ¿Y quién podría ser usted?
ELLA (resuelta): Eso no es importante.
ÉL (ahora indignado: no es este un truco de figuranta principiante, sino el embate moral de un adversario respetable): ¡Con qué derecho irrumpe usted en mi oficina privada…!
ELLA (interrumpe, que es la forma verbal de la irrupción): ¡Con qué derecho se atrinchera usted a puerta cerrada y se niega a recibir a la gente!
ÉL (poniéndose de pie): Eso no es de su incumbencia.
ELLA (sin moverse ni conmoverse): ¿Sabe usted que una chica se desmayó en su antesala porque usted le canceló una cita?
ÉL (con incipiente vergüenza): Lo siento. No lo sabía.
ELLA (argumenta; no: predica): Mientras mantenga usted esa puerta cerrada, nunca sabrá nada. Usted es productor: su trabajo es recibir a la gente. Quizás la mejor actriz del mundo esté respirando ahí, a cinco metros de usted, y usted ni siquiera le da la oportunidad.
ÉL (ya sereno pero ahora suspicaz): ¿Es usted la mejor actriz del mundo?
ELLA (sobre un templete imaginario): No se preocupe por mí: yo no lo necesito. Pero esas chicas sí: sudan la gota gorda, trabajan como esclavas, y se privan de comida y ropa decente en la esperanza de que algún día alguien como usted salga de su oficina y repare en ellas.
Cabe postular esta como una de las escenas que definen con mayor precisión el personaje cinematográfico de Katharine Hepburn, su narrativa estelar, su mito popular. Una mujer (desde su primera aparición fílmica, a los 26, Hepburn fue una mujer, no una chica), nacida en un entorno privilegiado (ese visón y el elegante desdén con que lo lleva), cuyos mayores privilegios serán la educación (ese registro de lenguaje) y la inteligencia (esa capacidad de argumentación), aplica sus privilegios a una militancia progresista (tras escuchar tan apasionada defensa del derecho de audiencia y la rendición de cuentas, Menjou no vacilará en prodigarle el vocativo “my militant friend”) apuntalada en una ética protestante (la perorata tiene más de John Maynard Keynes que de Ralph Waldo Emerson), con una abnegación (aun si vino a buscar trabajo nada quiere ya para sí) sólo comparable a su arrogancia (¿Quién la nombró voz del proletariado teatral? ¿Quién, conciencia del empresariado artístico? ¿Quién viste –incluso en 1937– un visón para hacer antesala?).
Una mujer (desde su primera aparición fílmica, a los 26, Hepburn fue una mujer, no una chica), nacida en un entorno privilegiado (ese visón y el elegante desdén con que lo lleva), cuyos mayores privilegios serán la educación (ese registro de lenguaje) y la inteligencia (esa capacidad de argumentación), aplica sus privilegios a una militancia progresista.
Llamar a cuentas por indolente a un empleador potencial. Vestirse de hombre para regocijo erótico de propios y extrañas. Asumirse madre soltera en la Inglaterra victoriana. Dejar que un fósil prehistórico colapse por mero antojo de un beso. Dejar al novio perfecto plantado en el altar para volver a casarse con el exmarido imperfecto. Postular la abolición del béisbol en aras de la seguridad nacional. Convertir un crimen pasional en estandarte feminista. Vivir una gran aventura río abajo en África o una aventurilla canal arriba en Venecia, y emerger de ambas transformada pero a fin de cuentas ilesa. Retar a duelo de inteligencia a una computadora y ganarle. Elegir un yerno negro, una adicción a la heroína semifuncional, una militancia anti combustibles fósiles très avant la lettre, una eutanasia (pero en moto y con Nick Nolte).
A veces con razón, a veces sin ella, pero siempre con voluntad, con inteligencia y con independencia, Katharine Hepburn hace lo que le da la gana. (Y eso es sólo en el cine.)
* * *
La película que ocupa la primera parte de este texto es Stage Door (Gregory La Cava, 1937). Menos recordada y menos querida que muchas de las que he enumerado sin mencionar, sirve mejor que ninguna para explorar el arquetipo femenino encarnado por Katharine Hepburn ya sólo porque es una de las pocas en su filmografía que la hace acompañar de un elenco mayoritariamente femenino[2]. Además de Ball, Arden y Leeds, la cinta la contrapone a una Ann Miller que todavía no zapateaba hasta el estrellato musical, una Constance Collier que fuera una de las grandes actrices shakespearianas del siglo pasado y, por encima de todas y con un crédito del mismo tamaño que el de Hepburn, una Ginger Rogers que, entre citas fílmicas en los brazos de Fred Astaire, buscaba labrarse una carrera como actriz dramática, especializada en roles de heroína popular entrañable pero sagaz, experimentada y un pelín ruda.[3]
Y ruda, sagaz y experimentada es la Ginger de Stage Door. Inquilinas todas de una casa de huéspedes para actrices ya en ascenso, ya en declive, pero más o menos desempleadas, Rogers es, de alguna manera, la encarnación del resiliente pero sardónico estilo de la casa: compañera de cuarto de Hepburn, cuando esta le pregunta antes de dormir qué se hace respecto al anuncio luminoso de neón que deslumbra al otro lado de la cortina, le responde, incólume, “Suelo dejarlo ahí”. Acto seguido, le extiende un antifaz. “¿Me pongo esto sobre los ojos?”, pregunta la mujer de sociedad. “No: te lo tomas con un vaso de agua”, ofrece por propedéutico la chica de barrio, siempre imperturbable.
Punto para Ginger, sí, pero no deja de ser una chica, y Hepburn –¿quién osaría referirse a ella por su nombre de pila?– una mujer. El guion las lleva a tener cada una su visita al penthouse de Menjou, en el papel de ese productor indolente que ahora, para peor, se comporta como un proto Harvey Weinstein.
Ginger, que quiere conservar su contrato para bailar en un nightclub de postín, le compra el cuento de que tiene esposa e hijo a los que no puede abandonar, accede al intercambio de favores por empleo, termina enamorándose y celándolo. Hepburn, que sueña con su primer protagónico en Broadway, quiere el trabajo pero no al costo de su dignidad y menos de su inteligencia: le desmonta el teatro de la esposa y el hijo, le frustra la iluminación indirecta y la postura dizque seductora, lo confronta no sólo con los cuentos chinos a su roomie, sino con sus aviesos motivos para darle el papel a ella –“¿Cómo sabe usted que soy actriz? Nunca me ha visto en el escenario. Nunca he estado en un escenario.”–, remata afirmando que no quiere ser “moldeada” por él, sino actuar con el cerebro. El estrellato puede esperar, disfrutable sólo si meritorio, sólo si moral.
* * *
La moralidad del constructo fílmico conocido como Katharine Hepburn no es asunto de mores, sino de fidelidad a sí misma. Es moral hacerse pasar por tonta para sacar a la propia familia de la pobreza, mentir sobre los propios sentimientos para salvar la reputación del amado, robar para proteger al padre perseguido por la policía, sabotear la carrera del brillante paleontólogo para salvarlo de su vacua prometida, o la del marido fiscal de distrito para dar un paso en pro de la equidad de los géneros ante la ley, contratar un matón a sueldo para dejar el mundo con dignidad. Es incluso moral renunciar a la propia independencia, al propio éxito, en aras del amor.
De todos los personajes encarnados en la pantalla por Hepburn, el más monstruoso no es la heredera atolondrada y egoísta de Bringing Up Baby (Howard Hawks, 1938), o la abogada capaz de humillar a su marido en un tribunal para establecer un punto ideológico cuestionable en Adam’s Rib (George Cukor, 1949), y ni siquiera su oronda villana: la madre castrante (y lobotomizante) de la cinta De repente en el verano (Joseph L. Mankiewicz, 1959), adaptación de la obra de Tennessee Williams. Todas palidecen ante la seductora, divertida, cultísima, relevante, terrible Tess Harding en La mujer del año (George Stevens, 1942).
Sólo Katharine Hepburn es La Mujer del Año, en su mezcla de independencia, superioridad... y solipsismo.
Una adaptación musical entretenida pero mediocre ha hecho de este uno de los personajes más conocidos asociados con Hepburn. Tuve la oportunidad de verlo en México con una Verónica Castro campechana y luego con una Angélica María encantadora, y YouTube ofrece fragmentos de las actuaciones de una Debbie Reynolds simpaticona, una Raquel Welch sexy y una Lauren Bacall glamorosa, todas irremediablemente miscast. Sólo Katharine Hepburn es La Mujer del Año, en su mezcla de independencia, superioridad… y solipsismo.
Tess Harding es una suerte de hipérbole grotesca de la idea que nos hacemos de una persona poderosa: columnista política de un diario neoyorquino, tiene un programa de radio, encabeza el movimiento feminista, salva estadistas eslavos de las garras de la Alemania nazi, tiende puentes políticos entre La Habana, Washington y Moscú, habla una docena de idiomas y lo ignora todo del béisbol (lo que la enorgullece). Acomete tales empeños desde una oficina de aires británicos (con un secretario particular) y un departamento de fastuoso art déco (con una mucama que le adivina el pensamiento). Hasta que se cruza en su vida –y en su prejuicio antibeisbolero– Sam Craig, el columnista de deportes de su periódico. Es decir Spencer Tracy.
Acostumbrada a tenerlo todo, lo quiere también a él. Y lo hace suyo: tras un buen pleito en la página editorial y un cortejo a trompicones, se casan, lo que en nada modifica la vida de ella. Viven en el departamento de Tess porque le es cómodo. (La mucama asigna al marido el estudio como vestidor, pero le prohíbe de manera terminante tocar los papeles del escritorio.) La noche de bodas se ve interrumpida por una crisis yugoeslava. La adopción unilateral de un huérfano de guerra griego es anunciada con los periódicos de la mañana. Y la criatura es abandonada a los pocos días sola en su habitación: mamá ha sido nombrada la Mujer del Año, la obligación de papá es estar a su lado, y un icono de los derechos laborales y la equidad de género no podría siquiera plantearse no invitar a su empleada doméstica a la ceremonia.
ELLA (calándose un guante): Todo estará bien. Sammy ya tiene edad y, además, estaremos de regreso alrededor de la media noche.
ÉL (azorado): Se puede llorar mucho en cuatro horas.
ELLA (en la puerta, atenta al guante): Le pediré a uno de los elevadoristas que le eche un ojo.
ÉL (sarcástico pero, sobre todo, abatido): Sí, dile a cualquiera de ellos: al cabo todos hablan griego.
ELLA: Sam, tenemos que irnos…
ÉL (dejando el abrigo y el sombrero): Sí, ve tú. Me quedaré con él hasta que se duerma.
ELLA (exasperada): Sam, no seas idiota. Sencillamente no quieres ir a la cena; por eso estás haciendo este numerito de la paternidad.
ÉL: No estoy haciendo un numerito. Aceptamos una responsabilidad, ¿no?
ELLA: Todo mundo estará buscándote. ¿Qué les digo que estás haciendo?
ÉL: Diles que estoy en casa cuidando al bebé.
ELLA: ¡Sam, por Dios!
ÉL: O lo que sea. No me importa qué les digas: diles que tuve algo importante que hacer.
ELLA: ¿Quién podría creer que tú tengas algo tan importante como para…?
Feministas son otros personajes de Hepburn: la aviadora que no necesita de un hombre en Christopher Strong (Dorothy Arzner, 1932), la Jo con sed de conocimiento de Mujercitas (George Cukor, 1933), la editora sufragista de A Woman Rebels (Mark Sandrich, 1936), la abogada defensora de esposas golpeadas de Adam’s Rib (George Cukor, 1949). Tess Harding no es una feminista: es lo que hoy ha dado en llamarse un macho tóxico, sólo que con vestidos espectaculares de Adrian. No sólo es egoísta y egocéntrica y sorda. No sólo es instrumental en todas sus relaciones personales. Carece de vida personal o curiosidad por los seres humanos. (Tiene, en cambio, gran interés en la Historia y gran empatía con el Devenir de los Pueblos.) La frase de la cinta más criticada por el revisionismo feminista es el parlamento de Sam que sigue al intercambio que he transcrito: “La mujer del año no es una mujer”. (Tanto así que, inconcebible en los años setenta, habría de ser omitido en la adaptación musical.). Pero es un diagnóstico más que justo si, con Judith Butler, concebimos el género no como determinismo anatómico, sino como constructo psicosociocultural: en su desprecio por la familia, el amor, la amistad y la cotidianidad, en su identificación sistemática y exclusiva de lo importante con el poder (en la tribuna pero también en la recámara), Tess Harding se coloca de manera militante del lado de lo masculino. No sólo no es mujer: no es siquiera ser humano. Es un contrapeso democrático con ingenio verbal políglota y un traje sastre de tweed.
En su desprecio por la familia, el amor, la amistad y la cotidianidad, en su identificación sistemática y exclusiva de lo importante con el poder (en la tribuna pero también en la recámara), Tess Harding se coloca de manera militante del lado de lo masculino.
Ama a Sam, eso sí. Pese a ella y sin saber qué es amar, pero lo ama. Tras la secuencia climática arriba descrita, Sam y Tess se separan. En la versión que la MGM sometió a previews en salas de cine, Sam abandonaba su trabajo para estudiar idiomas de tal suerte que estuviera a la altura de su mujer, y Tess se redimía aprendiendo sobre box para redactarle la columna a fin de que no perdiera el empleo. El deus ex machina amatorio era absurdo y el público lo rechazó. Así, el estudio autorizó como retake la filmación de la secuencia que hoy constituye el desenlace de la película: conmovida por la serena boda de su padre viudo –un político tan “importante” y atareado como ella–, resuelta a abjurar de su vida profesional y política, Tess irrumpe (no deja de ser Katharine Hepburn) en el departamento de soltero de un Sam dormido, e intenta prepararle el desayuno como hadita del hogar. El fracaso es total: la waflera explota, el tostador lanza proyectiles, la cafetera hace erupción, Tess es humillada como sólo sabe humillar el amor. También redimida, cuando Sam le aclara que no quiere un ama de casa, sino una mujer que, además de independiente, quiera ser pareja. El fraseo patronímico es demodé –“No quiero estar casado con Tess Harding, pero tampoco quiero que seas la señora Craig. ¿Por qué no puedes ser Tess Harding Craig?–, pero la idea es eterna y aplicable a ambos géneros: ser hombre o ser mujer, amar a un hombre o una mujer, pero asumirse incompleto y completarse no sólo en reconocer al otro, sino en prodigarlo; cultivar lo masculino y lo femenino, con independencia del género anatómico, ya sólo porque, más allá de cada humano, serán siempre las fuerzas que mueven al mundo.
La secuencia es a la fecha objeto del escarnio de la crítica feminista, y tenida por la que fecha La mujer del año en la edad de piedra de la equidad de género. Acaso sus detractoras y detractores ignoren que el guion fue desarrollado en colaboración con la propia Hepburn, que fue ella quien lo vendió a Louis B. Mayer, por no hablar del corolario que ella misma cuenta en Me(Ballantine, 1996), su libro de memorias:
Le dije “Estoy en posición de decir esto, señor Mayer, porque fui yo quien sugirió la idea original para el final. No sirve. La película se cae en picada”. Él me respondió “¿Cuánto crees que costaría arreglarlo?” y yo le dije “Alrededor de ciento cincuenta mil dólares”. “Pues arréglalo, me dijo él”.
La pluma puede haber sido de los guionistas Ring Lardner Jr. y Michael Kanin, seguramente el director George Stevens y su coprotagonista (e incipiente compañero de vida) Spencer Tracy contribuyeron, pero el control autoral de esa secuencia injustamente maldita fue de Katharine Hepburn. También el de su transgresora, apacible, militante, abnegada, glamorosa, intelectualizada, hogareña vida.
Eso es una feminista. (Y súmese a esa nómina a Spencer Tracy.)
[1] A decir verdad, Harvey utiliza esta frase –en su libro Romantic Comedy in Hollywood: From Lubitsch to Sturges (Knopf, 1987)– para describir no esta, sino la primera aparición de Hepburn en la misma cinta, unos veinte minutos antes. Me otorgo la licencia de aplicarla a esta secuencia, sin embargo, porque el efecto de la actriz es el mismo aquí. O cuando secuestra la pelota de golf de Cary Grant en Bringing Up Baby (Howard Hawks, 1938), se acomoda con un sombrero gigantesco en la tribuna de un estadio de béisbol en La mujer del año (George Stevens, 1942) o sube al piso ejecutivo a defender los derechos laborales de sus subalternos ante el advenimiento de una computadora temprana en Desk Set (Walter Lang, 1957). Con motivo trascendente o frívolo, Katharine Hepburn rara vez entra: lo suyo es irrumpir.
[2] Existen otras dos cintas con repartos habitados de manera preponderante por mujeres en su filmografía, pero no son proyectos concebidos de manera específica para su narrativa estelar, sino adaptaciones de clásicos: la mejor de todas las versiones de la novela Mujercitas de Louisa May Alcott (George Cukor, 1933, con Joan Bennett y Frances Dee) y, mucho más tarde, unasTroyanas extravagantísimas pero fascinantes (Michael Cacoyannis, 1971, con Vanessa Redgrave, Geneviève Bujold e Irene Papas).
[3] Hoy Rogers es ya casi sólo recordada por los diez musicales que protagonizara con Astaire, pero lo cierto es que ese otro filón habría de resultar igualmente pródigo y memorable en su carrera. Incluye a sus tiples escépticas en musicales de Busby Berkeley (42nd Street y Gold Diggers of 1933, ambas de ese año) y en la posterior Roxie Hart (William Wellman, 1942), pero también a la desempleada cínica de Fifth Avenue Girl (Gregory La Cava, 1939), a la polizona disfrazada de niña (para pagar medio boleto) de El mayor y la menor (Billy Wilder, 1942) y a la dependienta desencantada de Kitty Foyle (Sam Wood, 1940), el papel con que arrebatara el Oscar… a Katharine Hepburn. (Nada que lamentar: Hepburn tenía ya uno, y habría de ganar tres más.)