Cuando hablamos de músicas hablamos ante todo de encuentros. Como cuando dos o más personas se conocen e interactuando surge un devenir, algo que ellas solas nunca habrían podido saber. Con las músicas es igual, la interacción con los otros, con esa otredad tan sísmica y tan difícil de escuchar, ha sido siempre la condición intrínseca para toda creación musical. Pensemos con esto en el concierto de hoy que nos ofrecerá Tembembe Ensamble Continuo, A quinientos años, pues reúne repertorio de la música mexicana proveniente de la tradición con música del repertorio del periodo barroco que ha sobrevivido en manuscritos antiguos. O dicho de otra forma: sones jarochos, huastecos y de tarima que desde hace cientos y cientos de años músicos tradicionales se han ido transmitiendo oralmente, generación tras generación, con música que ahora llamamos histórica porque fue creada por compositores del barroco europeo y novohispano, como Santiago de Murcia, Arcangelo Corelli y Gaspar Sanz.
Dicho así suena sencillo, como si nos refiriéramos a contraposiciones tipo europeo-mexicano, clásico-popular, escritura-oralidad, presente-pasado, Nuevo y Viejo Mundo… Sin embargo, todas esas palabras se desmoronan si empezamos a evocar las historias y contextos de lo que hoy llamamos México a partir del colonialismo. Como lo han señalado investigadores como Antonio García de León, Enrique Barona, Jessica Gottfried y Camilo Camacho, entre muchos otros, tan sólo eso que denominamos “son”, en México interactúa con elementos europeos, americanos, africanos, árabes e incluso asiáticos. Así, más que el mítico encuentro entre dos mundos, estamos hablando de muchos mundos que se encuentran. Por eso Tembembe ha preferido usar la palabra “laberinto”, o más bien, “laberinto de laberintos”, pues, como explica Eloy Cruz:
Son... ¿qué es esta palabra tan mínima que nombra tanta diversidad, en el que convergen sonoridades tan distintas?
cualquiera que se acerque puede perderse en el cúmulo de formas, géneros, instrumentos, nombres, influencias, idiomas, y hasta religiones que están juntos y muchas veces revueltos, en el laberinto de nuestra música. Y ese laberinto se pierde sin duda entre las cuerdas de la guitarra, de las guitarras: si América Latina es el continente de la guitarra: mejoranera, cuatro, bandola, tres, viola, charango, cinco y medio, tiple; México, con su jarana, túa, sirincho, vihuela, bajo sexto, cardonal, guitarrón, huapanguera y tantas otras, es casi un continente de por sí. [Y en esa especie de continente] hay son de mariachi, en Jalisco, son abajeño en Michoacán, son huasteco y son de costumbre en las huastecas, son arribeño en Guanajuato, son de tarima en Guerrero, son istmeño en Oaxaca y son jarocho en Veracruz; el son existe en casi todo el territorio del país, y las relaciones entre sus variantes resultan laberínticas.
Pero, ¿qué es entonces un son?; ¿qué es esta palabra tan mínima que nombra tanta diversidad, en el que convergen sonoridades tan distintas que el tiempo desaparece en el instante mismo?
Se sabe que la palabra ‘son’, que viene del sustantivo en latín sonus, es decir “sonido”, se usaba ya desde el siglo XIII para nombrar un sonido musical distinto de cualquier otro sonido, o bien una pieza de música. Sin embargo, es en el siglo XVII donde parece que el nombre ‘son fue usado para distinguir a piezas basadas en patrones rítmicos y armónicos. Patrones que se repiten muchas veces y establecen una base en la memoria individual o colectiva sobre la cual es posible improvisar, o hacer variaciones de un mismo tema, ya sea versando, bailando o tocando un instrumento. Esto, aunque con distinta nomenclatura, lo vemos en todas las culturas antiguas y populares. Y es que la tradición, en contraste con la aceleración y el progreso que alimentan la época actual, se caracteriza por sus dinámicas repetitivas, ancladas al cuerpo y a la eventualidad de los encuentros que nos hacen sentir. ¿No es precisamente cuando sentimos que nos repetimos?
El son es también la reapropiación y creación de muchos instrumentos musicales, de los cuales surge una rica cultura del rasgueado y la improvisación. Cada variante de rasgueado configura un ritmo distinto. Por ejemplo, un instrumento como la jarana, en todos sus tamaños y voces, se empieza a construir a imagen y semejanza de la guitarra antigua, que no tiene bajos; aquella de la cual Sebastián de Covarrubias en su pionero Tesoro de la lengua castellana o española en 1611 decía que “no es más que un cencerro, tan fácil de tañer, especialmente en lo rasgado, que no hay mozo de caballos que no sepa música de guitarra”. Otro instrumento como el arpa jarocha proviene del arpa diatónica de la España medieval que, por cierto, ha desaparecido de la música tradicional española; o el violín, que llegó muy probablemente de las manos de italianos que trajeron el teatro y la ópera a la América de los siglos XVII y XVIII, el cual se sigue tocando a la manera antigua, glosando, echando diferencias, especialmente en el son huasteco. Y claro, están también las percusiones, como la quijada de burro, el pandero, la tarima de madera y el marimbol.
La complejidad del son refleja no sólo los intercambios que se dieron entre europeos, indígenas, negros y las llamadas “castas”, sino también el intenso tráfico de mercancías que sucedía en los contornos de la colonización.
Lo que llamamos son, que florece en el Nuevo Mundo a raíz de la implantación de los imperios ibéricos, interactúa principalmente con la música, la danza y la literatura del Viejo Mundo que llegaba por vía marítima, especialmente aquella perteneciente al Siglo de Oro; pero también con la España mozárabe, con las culturas africanas desmembradas que encarnaban los esclavos y aquellas de los pueblos originarios de América, como nos lo enseñan, por ejemplo, los jaraneros nahuas de San Juan Volador y Tatahuicapan, en Veracruz, o los jaraneros mixes de San Juan Guichicovi, en Oaxaca. La complejidad del son refleja no sólo dichos intercambios que se dieron entre europeos, indígenas, negros y las llamadas “castas”, sino también el intenso tráfico de mercancías que sucedía en los contornos de la colonización. Porque era justo en puertos como el de Veracruz, llenos de mercados, ferias, procesiones, carnavales, celebraciones, prostíbulos y demás, donde se daban estos encuentros. Por lo mismo, si dijéramos con ironía y a la vez con seriedad que el son tiene un maestro, este sería sin duda el fandango, es decir, la fiesta, porque es justo en las festividades donde el tiempo contable y la razón se desbocan para caer en medio de los sentidos y los sueños. Como dice una copla que escucharemos hoy:
El fandanguito se canta
con desbocada pasión,
arrugado el corazón
y anudada la garganta.
Hasta la calma se espanta
en la tierra del empeño,
y de un suspiro me adueño
y lo gozo con encono
cuando El fandanguito entono
siempre se me escapa un sueño.
Ciertamente era en el fandango donde mujeres y hombres se reunían a tocar, zapatear y cantar El fandanguito, El buscapiés, El aguanieve, La petenera, El chuchumbé, Los panaderos y en fin, historias y versos de muy distintas métricas que a lo largo de los siglos se han ido escribiendo en el alma popular, pues es ahí, como decía Manuel Machado, donde “lo que se pierde de fama, se gana en eternidad” 1. Y es que la improvisación del son incluye a la palabra viva, dominada por la contingencia del acontecer. ¿Quién no ha asistido a un fandango en donde un versador le pide a alguien del público una palabra o su nombre propio para improvisar una copla? En la cultura del son, en sus coplas ‘sabidas’ e improvisadas, no se concibe la poesía fuera de la música, se escribe y se lee con el oído, como se hizo en el Siglo de Oro y épocas anteriores a este, en donde la poesía se memorizaba con el objeto de poder recitarla o cantarla, como se hace también en otras manifestaciones contemporáneas, como el rap o el hip-hop urbanos.
El nombre de Tembembe Ensamble Continuo “hace referencia a la continuidad de esta música, que une nuestro presente con nuestro pasado y muestra que el son mexicano de hoy es también un son barroco”.
El son desorienta a aquello que llamamos historia porque, aunque trae bien puesto su pasado, se configura siempre en el presente.
Sabemos que en Hispanoamérica la cultura del son –y no sólo esta– es una cultura de ida y vuelta, pues conquistó a su vez a los colonizadores. Recordemos cómo el propio fandango o danzas como la chacona con su patrón repetitivo llegaron a la península ibérica y fueron reutilizadas y transformadas por compositores como Claudio Monteverdi, Santiago de Murcia, Luigi Boccherini y Johann Sebastian Bach, entre otros muchos. No obstante, pareciera que la música tradicional de este lado del Atlántico, al igual que el castellano mismo, no sólo están más cerca del pasado, especialmente de lo que hoy conocemos como el periodo barroco, sino que además dichos vestigios revitalizan a un presente tan polirrítmico, que este se asemeja más, como dice García de León, a la irregularidad de los oleajes, a la incertidumbre de los cambios repentinos y a la peligrosidad de los vientos, que a la cultura homogeneizante tan propia del capitalismo. Y es que la tenacidad de las supervivencias, como decía a su vez Aby Warburg, impone una desorientación temible a cualquier intento cronológico y normativo. Basta encontrar un mismo son en regiones distintas para ver que no existe una versión definitiva. El son desorienta a aquello que llamamos historia porque, aunque trae bien puesto su pasado, se configura siempre en el presente; por eso el nombre de Tembembe Ensamble Continuo “hace referencia a la continuidad de esta música, que une nuestro presente con nuestro pasado y muestra que el son mexicano de hoy es también un son barroco”.
1 En Cualquiera sabe un cantar de Manuel Machado:
Hasta que el pueblo las canta,
las coplas, coplas no son;
y cuando las canta el pueblo
ya nadie sabe el autor.
Tal es la gloria, Guillén
de los que escriben cantares:
oír decir a la gente
que no los ha escrito nadie.
Procura tú que tus coplas
vayan al pueblo a parar,
aunque dejen de ser tuyas
para ser de los demás;
que, al fundir el corazón
en el alma popular,
lo que se pierde de nombre
se gana de eternidad.